1. Trágame tierra
Observo mi reflejo en el espejo del baño y reviso las ojeras que me cubren casi la totalidad del rostro. Ayer fue un día complicado en la clínica, y aunque la operación fue un éxito, tuvimos momentos difíciles. Dana, una perra san bernardo de cuatro años, presentaba un caso de distocia, una anormalidad en el útero que ocasiona la ausencia de contracciones. Tuvimos que realizarle una cesárea.
Me desperezo estirando los brazos por encima de la cabeza y emito un sonoro bostezo antes de comenzar a lavarme la cara. Me paso la toalla sobre el rostro sin secarme del todo porque me gusta que el aire natural haga ese trabajo. Luego me enjuago la boca y me ato el cabello en una cola alta.
Ya preparada para ir a desayunar, y con intenciones de dirigirme hacia la cocina, babeo con anticipación por lo que me espera.
Desde la puerta de mi habitación puedo ver que Briana ha colocado el desayuno en la mesa, y, mientras voy avanzando hacia mi destino, veo que la primera comida del día consta de panqueques, rodajas de banana, fresas, miel y jugo de naranja. Salto de emoción y me apresuro a sentarme en la silla como una niña buena, porque tengo intenciones de repetir el desayuno. Tomo el tenedor y el cuchillo y, con un corte preciso, me meto un bocado en la boca y veo las estrellas.
Mi amiga ríe.
—¿Cómo puedo tener tanta suerte? ¡Está delicioso! —exclamo.
Yo de verdad no sé qué le añade a la mezcla de panqueques que hace que esté de muerte lenta. Junto las manos en posición de oración y le doy gracias al Señor por haberme dado a esta maravillosa amiga que me ama y me consiente. Finalizo con un sonoro «amén» y Briana carcajea divertida.
Briana, que aún se encuentra en la cocina, viene hacia la mesa y me da una palmada en la espalda que me hace girar la cabeza y observarla.
—¿Qué gano yo en esta relación, eh?
No me preocupo, porque tengo una respuesta irrefutable. Contesto, con una sonrisa a lo Garfield, que su ganancia es tener la oportunidad de verme deleitar sus deliciosas comidas y hacerle saber cuán rico está.
—Créeme, no todos los cocineros pueden gozar de tal servicio.
Ella rueda los ojos con una sonrisa y yo me sigo preguntando cómo lo hace. En cualquier otra persona eso se vería extremadamente horrible, como si vivieras tu propia película de terror; pero, en ella, solo se ve extraño.
—Vamos a hacer de cuenta de que lo que acabas de decir es algo convincente. —Se sienta en la silla para terminar de comer lo que tiene en su plato.
—Sabes que es cierto lo que te digo —aseguro con la boca llena de panqueques—. Siempre buscas inventar algo nuevo o crear nuevos sabores nada más para escuchar y ver cuánto alabo tu comida. Lo haces a propósito.
Niega con la cabeza mientras ríe. Insiste que termine de comer rápido porque hoy nos hemos despertado tarde y quiere llegar temprano al trabajo, a ver si tenemos suerte y conocemos a nuestro jefe.
—¿Qué más da que no lo hayamos visto todavía? —pregunto—. Seguro es un viejo verde.
—No es por eso. —Hace una pausa para colocar una banana y una fresa en la cima de un panqueque—. Es que se me hace extraño que ya se cumplen seis meses desde que nos contrataron y ni siquiera nos lo hemos cruzado por el pasillo. ¿No te parece extraño?
—Tal vez, no sé... Es el jefe, y por eso tiene mucho trabajo. Extraño, ¿cierto?
—Lo que sea. —Se encoge de hombros.
Ella es una cosita linda, siempre dice «lo que sea» cuando no tiene una respuesta. Me informa que ya casi termina su desayuno y, cuando ingiere el último bocado, dirige su mirada a mi plato. Ve que aún me falta la mitad, y pone los ojos en blanco como Linda Blair. Es una especialista en eso.
—¿Puedes al menos el día de hoy no saborear tanto y tragar más? ¡Apúrate, mujer!
Se levanta de la silla y comienza a recoger los platos de la mesa para llevarlos al lavavajillas e iniciar el proceso de limpieza a una velocidad alarmante. Le digo que me deje comer tranquila y que vaya a vestirse, que es la que más tarda. Cuando yo termine de comer, estaré lista en diez minutos.
—Bueno, no sé. Como no te vea lista al salir de la habitación, te irás a patas —contesta, yendo a su cuarto.
—¡El carro es mío! —exclamo. Mi risa se convierte en una total carcajada cuando escucho un: «¡No me importa!», a lo lejos.
El día de hoy estamos bastante animadas porque cumplimos medio año desde que comenzamos a trabajar en la clínica y, para celebrar, cantamos a todo pulmón Ríe y llora al ritmo de Celia Cruz.
No lo hacemos tan mal; estamos dentro de ese grupo de personas, que a pesar de no tener la voz de cantante, al menos evitamos que llueva. Por lo que sí, nos defendemos bien, y, orgullosas, lo demostramos con nuestro pequeño concierto.
Luego de Celia, pasamos a David Bisbal con Dígale; pero cuando llegan las notas altas de la canción, pues... le dejamos casi todo el trabajo a David. Briana pone toda su alma cuando canta, y sonrío porque sé que es una romántica empedernida y que está dentro de ese tipo de mujeres que aman amar.
¡Somos tan diferentes cuando se trata de asuntos del corazón..! Ella quiere encontrar a su príncipe azul, desea vivir su propia película romántica, mientras que yo no lo busco ni lo deseo. ¿La razón? Tan simple como el agua: no quiero sentir algo tan profundo por una persona porque sé que eso te debilita, te daña y te mata. Porque el amor solo puede significar una cosa: dolor.
Aunque no está mirándome de frente, el sol me abraza desde donde estoy, y el viento me refresca.
—Perdona si te hago llorar, perdona si te hago sufrir. —no puedo evitar cantar en voz alta.
Hoy la clínica está casi vacía. No hay tanta clientela, y varios miembros del personal se marcharon hace rato. Ahora solo quedan unos cuantos para tomar citas en lo que queda de día y terminar de comprobar unos análisis clínicos. Yo, por mi parte, me encuentro en la parte trasera de la clínica escuchando música y cantando con gran entusiasmo.
—Perdona si te causo dolor, perdona si te digo adiós —continúo con devoción.
He escuchado otras canciones de Juan Gabriel que son muy buenas y bastante famosas, pero me quedo con esta. Es una de mis canciones favoritas, por no decir la única. Sé que quien la canta es uno de los más grandes que el mundo haya escuchado, pero la letra es muy triste: trata de un corazón roto y dos amores.
Doy vueltas sobre mis pies utilizando mi mano cerrada como micrófono; los ojos cerrados y la cabeza hacia el techo. Después de repetir una y otra vez la canción, bajo un poco el volumen y tarareo dando media vuelta, con la intención de regresar a mi despacho y terminar de revisar las vacunas que tengo que colocar, cuando veo a una persona de pie no muy lejos de donde estoy.
Mi reacción es dar un pequeño salto, cerrar las manos en puños y tensar todo el cuerpo. Soy de esas mujeres que cuando se asustan no pegan el grito al cielo. No, señoras y señores. Yo respiro hacia dentro, pero de una manera tan silenciosa que ni un águila lo escucharía. Me doy ánimos a mí misma diciéndome que mi tipo de grito significa que no desespero tanto y que en una situación de verdadero peligro tendré la destreza y la capacidad de pensar para actuar de manera lógica. Espero que así sea, porque, si no, estaré más que muerta. Al menos con un fuerte alarido alguien me escucharía.
—¡Lo siento, lo siento! No era mi intención asustarte, estaba por aquí cuando te escuché cantar —dice la persona, con las manos en alto.
«Trágenme, tierra, agua y espacio!».
No me puedo creer que alguien me haya escuchado cantar todo este tiempo. ¡Seguro que estuve soltando todos los gallos posibles por querer dar en las notas más altas de la canción!¡Alguien que me explique por qué me pasa esto!
—Lo haces bien, por cierto. Me gusta mucho la pasión que le pones al canto —sigue diciendo.
Invoco de nuevo a la tierra, el agua y el espacio para que vengan por mí porque creo que se les ha olvidado llevarme lejos de esta situación.
—Ah, sí, gracias. —Rio nerviosa.
«¡Dios, qué vergüenza!».
En un intento de verme profesional, carraspeo y le pregunto si necesita ayuda, si ya lo han atendido. Es lo único que puedo decir por la vergüenza que llevo encima, pero el bochorno no me impide contemplarlo. Lo observo mejor ahora y me pregunto por qué tiene puestas las gafas de sol dentro de la clínica. Lo primero que pienso después de haber reparado en ello es que este hombre es extraño.
—Si, ya me han atendido, gracias. —Sonrisa a la vista.
Una linda sonrisa que me hace querer escanearlo un poco mas. Me vuelvo a fijar en él. tiene el cabello corto y negro. Es un poco más alto que yo, tal vez mide un metro ochenta y cinco. Pero lo que me llama más la atención es el aura que desprende; emana una tranquilidad impactante. Pienso que él está más que aprobado, aunque me hubiese gustado mirar su rostro sin las gafas.
En su mano derecha sostiene un bastón retráctil de color blanco, y en su mano izquierda una larga correa que ata el cuello de un perro labrador retriever color gris que me mira con unos ojos azules impresionantes. Se mantiene quieto y sentado, por eso concluyo que está entrenado. Vuelvo a mirar al dueño del animal para continuar con mi escaneo, pero al momento me doy cuenta de que le estoy haciendo el repaso del año, y me avergüenzo un poco. Pero solo un poco, porque es que esta vista no puede ser desperdiciada.
—Lo siento, yo...
—¿Por qué?
—¿Cómo? —pregunto confundida.
—¿Por qué te disculpas?
—Bueno, porque, ya sabes... —Muevo el brazo de arriba a abajo, señalándolo, pero entonces mi cerebro se digna a procesar todo lo que ha visto. Al parecer, ha estado dormido el día de hoy.
Bastón. Gafas de sol. Perro labrador...
Hago una suma, y sí, me da tres.
Este hombre es ciego.
A veces, cuando nos topamos con situaciones a las que no estamos acostumbrados, actuamos de forma que no esperamos. Y por eso, antes de poder evitarlo, expreso con asombro e idiotez:
—Eres ciego...
El chico, con una sonrisa ladeada, responde que soy vidente, y yo solo quiero que por favor termine este día. Le pido disculpas un par de veces asegurándole que hoy no estoy en mi mejor momento, pero el desconocido solo ríe divertido, y mi urgencia de salir de allí aumenta. Quiero dar por finalizado este día, así que le notifico que debo volver al trabajo; y, en un acto de despedida, levanto la mano para estrecharla con la de él.
—Me acabas de dar la mano, ¿cierto? —se cubre la boca con una mano para contener la risa.
Dios mío santo, ¿es posible cometer dos errores en menos de dos minutos?
Pero a esta persona tan educada parece que no le ha molestado mi falta de tacto y entendimiento. Me asegura que está acostumbrado a este tipo de situaciones, que no es necesario que me preocupe o me sienta mal, que esos pequeños deslices le puede pasar a cualquier persona. Ladea su cabeza y, en un acto de cortesía, me dice:
—Ha sido un placer señorita...
—Grecia.
—Un placer, señorita Grecia. Mi nombre es Gabriel.
—Mucho gusto, Gabriel. Que tengas un buen día. —Y camino lo más rápido posible. Me urge salir de allí y olvidar por completo que hice el tonto a un nivel infinito.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top