Epílogo.- Edgard
Dos seres que nacieron para amarse siempre encontrarán el camino a casa
Existe algo verdaderamente peculiar de la esperanza, te mantiene vivo, pero a su vez extiende la pesadilla, el dolor, el horror. Porque si la esperanza se fuera y la muerte llegara, sufrir solo sería cuestión de un breve período de tiempo.
Tener el cuchillo justo en tu cuello y no atreverse a dar la última puñalada; ajustar la cuerda en el cuello y no dar un paso al vacío; tener el veneno en las manos y ser incapaz de acercarlo a los labios. Todos esos intentos rotos por la esperanza, la mayor enemiga de muerte, la salvadora y destructora, la única capaz de extender la vida.
Edgard tuvo muchas oportunidades de terminar su miserable vida, pero en cada intento el rostro de sus tres mujeres aparecía tan nítido frente a él. Escuchaba la voz de Elizabeth pidiéndole que aguantara un poco más, la arrogancia de Adelaida exigiéndole que luchara por ellas, y la dulzura de Diana dándole una bienvenida a casa.
Maldijo el momento en que decidió invertir en nuevos negocios. Estaba bien con su destilería, fabricando el mejor whisky de Escocia, pero tuvo que invertir en motores a vapor, la nueva novedad, y tuvo que empeñarse en volverse un experto en la pólvora. Eran actividades que Elizabeth no apoyó, pero él quería hacerlo y por primera vez decidió no escuchar a su esposa, convirtiéndose todo en un gran error.
Sus conocimientos lo mantenían vivo en aquella isla alejada de la mano de Dios, pero a la vez fueron su perdición, de no ser por ellos, no estaría allí.
Nunca fue su intención surtir de lícor a los rebeldes franceses, pensó que al desaparecer George Prestwick, los tratos con él habrían terminado, pero allí estuvo siendo amenazado por años, teniendo que dar parte de su producción a unos asesinos, convirtiéndose en un traidor, pero, ¿qué podía hacer?
Lo secuestraron junto con su socio, se los llevaron a algún lugar perdido de África, y estuvo trabajando tan arduamente en fabricar armas ilegales, todo con tal de salir vivo de allí.
Tres años pasaron y la idea de escapar era tan lejana. Un grillete en el tobillo lo tenía atado a esa vida, en dónde solo podía trabajar, rogar por comida y llorar en las noches.
Los hombres que lo tenían seguían vigilando a su familia, por ellos se enteró que Elizabeth volvió a casarse, y nada pudo ser más doloroso que eso. Conoció al nuevo esposo de su esposa, y no podía creer lo que ella había hecho. Sí, estaba sola, pero, ¿cómo pudo esperarlo por tan poco tiempo?
Le dijeron que su hija estaba comprometida con Lucas Launsbury, él lo conocía, y el tormento de saber que su hija se iba a casar con ese viejo lo enfermó hasta el punto de querer morir. ¿Cómo pudo Elizabeth dejar que esas cosas ocurrieran?
Intentó escapar una y otra vez, pero los golpes y las torturas volvían, y de pronto esas fotografías de su familia. No había nada más que pudiera hacer, sino cuidar de su familia desde la distancia, era lo único que podía hacer.
El día que su socio y único amigo en ese lugar, murió, la hoja de un periódico voló por el puerto hasta golpear con su pierna. Con gran congoja estaba allí para despedir a su amigo, que sería lanzado al mar, fue la primera vez, luego de tantos años, que lo dejaron salir de su encierro y ver la luz del sol. La cabeza le dolía debido a no estar acostumbrado a la claridad, estaba casi ciego, sin poder abrir los ojos, dejándose llevar a dónde lo arrastraran. Los hombres lo dejaron a un lado para cargar a su difunto amigo y soltarlo en el bravo mar, él aprovechó para tomar la hoja, arrugarla rápidamente y esconderla entre su pantalón, podía no ser importante, pero algo era algo.
Volvió al encierro que tanto conocía. Esperó que los hombres se alejaran y restregándose los ojos, sacó la pequeña pieza de papel. No era una hoja completa de periódico, era una parte rasgada. Comenzó a leer, era un periódico de Inglaterra, obviamente los rebeldes con los que se encontraba estaban vigilando de cerca los asuntos de por allá. Hablaban sobre un asesinato, y unas reformas en los sueldos de los trabajadores, leyó con atención ya que era un milagro poder leer algo de su tierra. Cuando las letras se acabaron volteó la página, tuvo que taparse la boca para no gritar, allí en esa pequeña fotografía estaba su hija, la reconocería en mil años más, era ella, con un hermoso vestido, y a su lado no estaba Lucas Launsbury, no, este era un jovencito alto y apuesto. Leyó la pequeña nota que quedaba, y supo que ya no tenía nada más que esperar. Su hija estaba casada con el príncipe de Inglaterra, su familia estaba a salvo, debía escapar a como diera lugar.
***
Tal parecía que la vida se empeñaba en alejarlo de su felicidad. Solo escapó para ser atrapado justo en el puerto. Su libertad estaba tan cerca que no dudó en luchar por ella, sus manos se mancharon de sangre, y el destino le deparó un nuevo hogar.
¿Cómo tener esperanza en aquella isla que mantenía a los más peligrosos criminales lejos de toda civilización?
No había forma de escapar de allí, se encontraba en el mismísimo infierno, uno peor que antes. Tuvo tanto miedo por tantos años, pero ahora a punto de cumplir su tercer aniversario en ese lugar, ya podía salir tranquilo y ver el bravo mar frente a él. Había una forma de salir, pero nadie podía romper aquella barrera de férreas olas que los mantenían encarcelados en aquel lugar.
Su piel estaba tostada por el sol, los labios agrietados y había perdido tanto peso. Ese día era su cumpleaños, pero a nadie le importaba. Lejos estaba de saber que Elizabeth en algún lugar de Escocia, tenía una linda torta, con muchas velas, y junto con Diana lloraban recordando al gran amor de su vida.
Ese día un nuevo joven llegó. De cabellos negros, piel blanca, y fuerte. Estaba tan golpeado que era imposible ver el color de sus irises o la forma correcta de su nariz. Un barco llegó y allí lo lanzó. Los que se acercaron lo hicieron con la intención de robarle lo que tuviera encima, cuando ya no hubo nada más que quitarle al pobre joven, Edgard se acercó a él y lo cubrió con una pequeña cobija que tenía. Con la ayuda del moribundo joven, llegaron a una pequeña cueva cerca de la playa que era el escondite de Edgard.
—Toma un poco de agua.
Con amabilidad le extendió una concha de coco con algo de agua fría, que el joven bebió en un segundo, estaba muy sediento y quería más.
—¿De dónde eres? Habrá que buscarte algún lugar en la fortaleza, o puedes quedarte conmigo.
—¡No! Vendrán por mí. Sé que vendrán por mí, debo quedarme cerca de la playa, vendrán por mí. —Repitió el joven con voz cansada y gran jadeo.
—Nadie viene aquí por nadie —aseguró Edgard, muy seguro de sus palabras.
—Yo sé que vendrán, yo salvé al príncipe, él no me dejará morir.
Edgard no pudo preguntar ante aquello, porque el joven cayó desmayado. La mención de un príncipe agitó su corazón, pero en este mundo había muchos reyes, lo mejor que podía pensar es que ese joven estaba delirando.
Lo cubrió de nuevo, intentó curar un poco las heridas de su rostro y cuerpo, buscó más agua y un poco de alimento. Tal vez nadie notara que en la noche no había vuelto a su celda, pero tenía miedo de que lo descubrieran.
Se hizo muy noche y el joven dormía, le insistió en que se pusiera de pie y fueran a la fortaleza, pero el joven era necio, no tenía fuerzas ni ganas de adentrarse en esa prisión de la cual no saldría. Debía esperar, porque sabía que lo buscarían.
Edgard estaba nervioso, así que decidió dejar solo al joven hasta la mañana siguiente, él volvería a la celda. Caminó unos cuantos metros lejos de la cueva y un ruido inusual lo hizo observar el mar. Todo estaba muy oscuro y las olas continuaban con su fuerza, pero en la oscuridad pudo divisar la silueta de un barco, un enorme barco. Fue más evidente cuando las olas rompieron contra él. Alguien en la isla comenzó a sonar la campana y la luz del faro iba de un lado a otro intentando encontrar al barco intruso.
Un potente sonido lo dejó sordo por un instante y cayó al suelo escondiéndose de las balas de los cañones de aquel barco que atestaban la playa sin cansancio.
Mientras en la isla se preparaban para atacar, ya unos botes llegaban a la orilla con varios hombres vestidos de blanco bajándose apresuradamente.
Edgard reconoció ese uniforme, cuando era niño soñó tantas veces con llevarlo, con ser parte de la marina real. Sin importarle las armas, las balas de cañón, corrió hacia ellos buscando salvación. Iba con las manos en alto y uno de los hombres más cercanos lo apuntó con una gran escopeta.
—¡No soy enemigo! ¡No soy enemigo! —gritó Edgard lanzándose al suelo.
El hombre reconoció el típico acento inglés y le sonrió. Estaba muy oscuro y el humo impedía que se vieran mejor el uno al otro, entonces el hombre con el arma habló.
—Buscamos a un hombre, cabello negro, alto, debió llegar hoy.
—¡Yo sé dónde está! Yo lo escondí en una cueva, cerca de aquí, está débil.
—Llévame con él —dijo el hombre del arma, ya bajándola. Por su tono de voz Edgard supuso que era alguien joven.
—Puede ser una trampa —mencionó otro, tomando al hombre del hombro, deteniéndolo.
—Es solo un pobre preso. Ven conmigo entonces.
—Todos los que están aquí no son pobres. Debemos hacer esto rápido.
—Nuestro amigo está aquí y no es un asesino —refutó el otro.
Edgard espero hasta que le dieron órdenes de llevarlos con el otro joven, y eso hizo. Varios hombres de la marina lo seguían, mientras otros se cubrían las espaldas, y no dejaban de disparar hacia la playa.
En un par de minutos se toparon con su objetivo, que ya con bastante dificultad corría hacia ellos.
El primer hombre del arma, abrazó a su amigo con mucha alegría.
—Sabía que vendrían por mí. No me dejarían morir.
—Claro que no, arriesgaste tu vida por mí.
—¡Debemos irnos ahora! —gritó otro.
Encendieron una antorcha para correr más rápido hacia el bote y escapar del lugar. Ya podían ver cómo los guardias de la isla venían tras ellos.
—¡Llévenme con ustedes! —gritó Edgard siguiéndolos.
—No podemos, claro que no —aseguró otro que tenía al joven moribundo sobre su lomo y corría.
—¡Por favor! ¡No me dejen aquí! ¡Por favor!
—Podríamos... —intentó intervenir el primer marine del arma, le angustiaba percibir el dolor de aquel hombre.
—¡No! Ya en bastantes líos nos metiste, no nos llevaremos a nadie de esta lista. Solo corre. —El hombre dejó la antorcha en las manos del marine que suspiró cansado.
Edgard notó que tal vez podría conseguir algo de compasión de ese joven marine, así que se arrodilló a sus pies, suplicando.
—¡Por favor! —Llorando alzó a verlo y quedó petrificado.
Ahora con la luz de la antorcha pudo ver aquel rostro y reconocerlo.
—¡James! ¡Oh por Dios! ¡James! —Se abrazó a esas piernas, llorando de felicidad. Eso no podía ser un sueño. —James, James.
—¡No! No soy James. James es mi padre —dijo intentando levantar al hombre—. Yo soy Arthur.
—¡Arthur! ¿Eres Arthur? Pero si eres un niño, eras un niño, yo... recuerdo que eras un niño.
—¿Quién es y cómo conoce a mi padre? —preguntó dudoso.
—Soy Edgard Conrad, el esposo de tu tía Elizabeth Kenfrey, el...
—¡El papá de Diana! —gritó.
Arthur lo levantó de un jalón y lo envolvió en un fuerte abrazo.
—Vamos, debemos correr o no saldremos de aquí, venga.
Arthur lo jaló, hasta llegar a los botes.
—Arthur no, ya te dijimos que no —gritó uno de sus compañeros.
—Él es mi futuro suegro, no lo dejaré aquí.
Edgard quiso preguntar a qué se refería con eso, pero lo olvidó cuando lo dejaron subir al bote.
Minutos después estaba subiendo las escaleras de ese enorme barco. Lloró de felicidad cuando se vio en lo que era su salvación, atrás estaba aquella isla, y todas sus pesadillas.
***
Luego de oír su historia, le dieron comida, ropa y atendieron sus heridas. Ellos debían continuar su camino a la otra costa del pacífico, así que lo subirían a otro barco que lo llevaría a Inglaterra.
—Eres idéntico a James —mencionó observando a Arthur a su lado en la cubierta del barco.
—Eso dice mi mamá, que poco a poco me he convertido en su viva imagen, y soy más alto.
A sus dieciséis años Arthur era más alto que James y David, tal vez debido al ejercicio, y aún le quedaban unos cuantos años más para crecer.
—Me parezco más a él que el mismo Charles.
—¡Charles! ¿Charles apareció?
—Charles está casado con su hija —mencionó.
—Lo vi, hace muchos años lo leí, pero no me detuve a pensar en qué príncipe era. —Sonrió y Arthur también lo hizo. —Mi hija casada con un príncipe. —Suspiró.
—Tienen dos hijos.
Los ojos de Edgard alumbraron, no podía creer que fuera abuelo.
—Usted tiene dos nietos, yo tengo dos sobrinos. Aunque, en realidad yo tengo tres sobrinos, Aimé también tiene un hijo. Los niños de Charles y Adelaida se llaman, Owen y David, se llevan un año de diferencia. Charles quería que se cuidaran el uno al otro, o algo parecido. Son lindos, los conocí hace unos meses. Incluso tengo una foto.
Arthur le extendió la pequeña fotografía a Edgard. De inmediato grandes lágrimas se deslizaron en sus mejillas al ver a los pequeños cargados por sus padres. Esa era su hija posando como siempre con su típica arrogancia, pero se podía notar la felicidad en sus ojos. Ella cargaba al más pequeño, un bebé de meses, mientras que el príncipe tenía sobre sus piernas al más grande.
—Ya los conocerá. Mi mamá y mi padre también decidieron volver a hacer bebés.
—¡¿En serio?! —preguntó contento.
—Sí, ellos aseguran estar muy jóvenes. Al parecer con nosotros tres no les bastaba. Ahora tienen a Julien que es contemporáneo con Owen, el hijo de Charles, y a Ellie. La pequeña Ellie ya debió haber nacido, lo cierto es que luego de salir del puerto no he sabido de ellas, y muero por saber que mamá está bien, pero presiento que está muy feliz con su nueva bebé.
—Y tú ahora eres de la marina.
—Sí, ya llevo aquí tres años. Mi madre quiere que vuelva, y mi padre dice que me meto en muchos problemas. De no ser por haberlo encontrado a usted allá, en esa isla, créame que me habría ido muy mal.
—Siempre agradeceré a Dios por haberme topado contigo, eres mi héroe pequeño.
—¡No soy pequeño!
—Eres menor que yo, muy menor, siempre serás pequeño para mí. De verdad, gracias Arthur. Siempre estaré en deuda contigo.
—Tal vez en unos años me lo cobre.
Edgard asintió y envolvió a Arthur en un abrazo. Pudo divisar a lo lejos el barco que lo llevaría a casa.
***
Suspiró al encontrarse de frente a lo que fue su preciado hogar. Jalaba una pequeña maleta y Arthur le había dado dinero con lo que se compró un traje decente. Todo lucía igual a años atrás.
La puertecita del jardín estaba abierta y aprovechó a entrar por ella. Debido a la época las flores resplandecían, su pequeño jardín siempre fue un lugar mágico.
La pequeña maleta cayó de su agarré cuando la vio a pocos metros de él, con un enorme lienzo frente a ella pintando algo muy concentrada.
Él estaba en su campo de visión, pero ella continuaba concentrada en los trazos de su pincel. Estaba dibujando una escena que solo existía en su imaginación, una que deseaba noche tras noche que se hiciera realidad. Jamás pensó que llegaría a enamorarse tanto de alguien.
Observó la sonrisa que dibujó y una sonrisa triste se formó en su rostro. Miró su creación, que ahora solo eran trazos y sombras. Los trazos de una pareja encontrándose en una colina, las sombras de unas sonrisas, lágrimas y un abrazo que no tendría fin.
Suspiró escondiendo sus lágrimas, alzó la mirada intentando pensar en otra cosa, pero el pincel se resbaló de sus dedos y el tiempo simplemente se detuvo.
—Hola —esbozó Edgard saliendo de su trance.
Elizabeth tapó su boca y cerró los ojos, si era un sueño, solo un producto de su imaginación, quería comprobarlo. Volvió a abrirlos y él seguía allí. El amor de su vida, seguía allí.
—¿Eres real? —preguntó llorando.
—Soy yo, Lizzy.
Ninguno quería moverse para no salir de ese espejismo.
—¡Papá! —gritó Diana quien nunca se esperó ver a su padre en el jardín, mientras ella le llevaba un té a su madre.
Ese gritó bastó para confirmarle a Elizabeth que ese no era un sueño. Lanzó el lienzo frente a ella, y corrió con grandes lágrimas en los ojos, a los brazos de Edgard, se lanzó tan fuerte sobre él que ambos cayeron en la verde grama.
—¡Oh Dios! ¡Estás aquí! ¡Estás aquí!
Elizabeth besó sus labios, y cada parte de su rostro, lo miraba detallando cada parte, como si de pronto fuera a desaparecer si parpadeara.
—¡Papá!
Diana se lanzó al lado de ellos, buscando abrazar a su padre.
—¡Hija! ¡Estás tan hermosa!
Edgard la abrazó y besó sin soltar a Elizabeth. Logró sentarse y continuaron un rato más, sentados en la grama, llorando, riendo, abrazándose y diciéndose lo mucho que se habían extrañado.
***
Diana no quería alejarse de su padre, así que envió a una sirvienta que corriera a decirle a Adelaida que debía ir a casa urgentemente.
Mientras Diana mandaba a preparar una sopa y rica comida para su papá. Elizabeth se encargó de quitarle los zapatos para que se sintiera cómodo, y como si fuera un sueño se recostó a su lado.
—No sabes cuánto te extrañé. Te amo tanto, Edgard. —Alcanzó de nuevo los labios de su esposo, sintiendo que la vida volvía a ella.
—Y yo a ti. Sabes que eres mi todo. Supe que volviste a casarte —mencionó aunque no con reproche.
—Él murió hace un par de años. Sabes que no quería hacerlo, nunca te olvidé, nunca lo amé. Tuve que hacerlo, lo hice por nuestras hijas, fue por... Yo te amo, solo soy tuya, solo tuya. —Lloró amargamente y él la abrazó con ternura.
—Lo sé, y perdóname. Yo te puse en esa situación, todo fue mi culpa, si te hubiera hecho caso, yo...
—Ya no hay que buscar culpables, ya no. Hoy estás aquí conmigo, olvidemos el pasado y disfrutemos el presente.
—Te amo.
***
Diana le contó a Adelaida en cuánto ella bajó del carruaje asustada. Así que ahora corrió con gran velocidad hasta que dio con su padre comiendo en el comedor. Fue imposible que su cara no se arrugara en efusivo llanto. Se arrodilló frente a él, apoyando la cabeza en sus piernas.
—Papá, papá, estás aquí.
Edgard hizo que se sentara en sus piernas como en los viejos tiempos, mientras besaba su frente con cariño.
***
Fue impresionante escuchar la historia de Edgard. Diana, Adelaida y Elizabeth no pararon de llorar mientras continuaban abrazadas a él.
Luego fue el momento de contar ellas lo que fue de sus vidas.
Adelaida insistió en llevarlos a su casa, para que su padre conociera a sus hijos. Ella y David vivían en otro palacio al que vivían los reyes.
Edgard lloró mucho cuando pudo tener en sus brazos al pequeño David. El bebé estaba dormido, tenía el cabello oscuro como el de Adelaida, y respiraba tan tranquilo. Con ternura acaricio la suave mejilla de su nieto.
Owen estaba queriendo dar sus primeros pasos, así que llegó a él sosteniéndose del sofá. Era muy rubio como su padre, y gordito.
Charles no se encontraba en casa, pero pronto lo conocería.
***
—Entonces Arthur te salvó —comentó Diana. Cargaba a Owen, mientras su padre tenía a David. Y Adelaida y Elizabeth estaban en la cocina, preparando el guiso favorito de su padre.
—Sí, te envió saludos. Incluso tengo una carta para ti. ¿Siempre te escribe cartas? ¿Son muy amigos?
—¡No! Es decir, él me ha escrito a veces, supongo que no tiene muchas personas a las cuáles escribirles, eso es todo. Es un niño muy amable.
—No es un niño. Es bastante alto y de voz joven pero gruesa, varonil. Es un buen muchacho. Le tengo muchas cosas que agradecer.
—Yo también, gracias a él estoy contigo de nuevo.
Diana abrazó de nuevo a su padre. Ella no había visto al pequeño Arthur desde hace tres años, y le parecía tan extraño que su padre le hablaba de alguien alto y de voz gruesa, era como si hablara de alguien más, pero sí sabía que por siempre estaría agradecida de lo que Arthur hizo por su familia.
***
Cuando cayó la noche, por fin Elizabeth pudo acostarse al lado de Edgard y abrazarse a él. Tantas noches esperando sentir su calor y caricias.
—¿Recuerdas que siempre me contabas los chismes de la alta sociedad para tenerme entretenida y acercarte a mí? —preguntó Elizabeth sonriendo.
—¿Cómo olvidarlo? Me estaba convirtiendo en toda una doña de sociedad. —Ambos rieron.
—Ahora yo tendré que contarte los chismes a ti.
—No, para entretenerme solo tienes que estar aquí. No importa que no hables, o que no me mires, no me importa si quiera que no me ames, el solo saber que estas aquí me hace feliz.
—Pero sí te amo. Edgard eres mi todo. Gracias por haber hecho lo imposible por estar a mi lado, gracias por siempre luchar por mí.
—Gracias a ti por mirarme con tanto amor, gracias por darme tu corazón.
Nunca fue el propósito o sueño de Elizabeth amar al joven tonto y sin tanta fortuna económica. Jamás habría soñado con que su mayor felicidad era estar allí, acostada en esa cama, con ese hombre. Pero ese era su hombre, era el amor de su vida, y nunca lo soñó cuando era joven, porque sus sueños eran pobres y pocos ambiciosos, pero ahora sabía que vivía lo más valioso que jamás podría vivir, porque ella tenía la fortuna de decirle buenas noches al amor de su vida, de sentir sus abrazos, y mirar su sonrisa al despertar, porque ella día a día dormiría entre sus brazos, y así sería hasta que la muerte llegara a acabar con su linda historia de amor.
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Y este fue el pequeño epílogo de Edgard y Elizabeth.
Vimos a Arthur ya con 16 años!!! Y en el próximo epílogo lo tendremos ya con 19 años de edad.
Sé que dije que acabaría con los epílogos en esta semana santa, pero creo que el domingo subiré el epílogo de Arthur y el de Aimé sí esperará un poco más porque es más fuerte, necesito concentrarme mucho, será más largo, así que tenganme paciencia, please.
Espero que les haya gustado.
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