Capítulo 2.- El primer beso y el nacer de un caballero
18 de Abril 1849. Londres
—¡Alberth! Que alegría verte de nuevo, amigo. —James con algarabía sea cercó a él estrechándolo en un fuerte abrazo.
—Creo que este no es un comportamiento apropiado, su real majestad —comentó con elocuencia.
—Después de tantos años continuas con lo mismo. —James dejó de abrazarlo para invitarlo a tomar una copa.
—Verte, señor, no es algo fácil. Extraño aquellos días cuando tú te la pasabas en mi casa, o yo en tus palacios, éramos tan unidos.
—En ese entonces ni nos salía bigote, no teníamos esposas, ni hijos. —James le entregó un vaso con coñac.
—Nosotros con hijos, era el deber, pero creo que igual en aquella época no lo imaginábamos ¿Cierto? —Alberth con el vaso en mano tomó asiento en un fino sillón vinotinto.
—En cuanto conociste a Catalina todo en tu vida fueron hijos, hijos y más hijos. La primera noche de conocerla no paraste de repetir que ella sería la madre de tus hijos. —Ambos rieron. —Por cierto ¿Cómo está ella?
—Bien. Acabamos de llegar hace un momento a Londres, yo me vine a verte y ella se quedó descansando en casa. Quiere visitar a Stephanie, o disculpa, a su real majestad la reina ¿Puede?
—No, ahorita no —respondió seco. Alberth pudo notar el tono en su voz, lo conocía, llevaban demasiados años siendo amigos.
—Mi Catalina no es mala compañía, pudo haber sido parte de la corte real —dijo para aligerar el ambiente.
—Lo sé. Es solo que Stephanie no está. Es la fecha, tú sabes.
—¡Ah! Claro, lo olvidé, pronto será mayo ¿Cuándo te dignarás a ir a Escocia en mayo?
—Nunca.
—¡James!
—No puedo, entiendes, no puedo. —Alterado se levantó, dio dos vueltas y volvió a lanzarse, cansado hundió los dedos en sus cabellos. —No es que no me importe mi hijo, tú sabes todo lo que hice para encontrarlo, pero todo fue inútil. A estas alturas no hay nada que hacer, y año tras año está este mes y todo se revuelve. Y no puedo ser como ella e ir cada año a torturarme, ya no puedo, no está bien. No necesito ir allá para sentirme miserable. Me siento así cada día desde que él no está. Porque cada momento de felicidad que he tenido, solo traslada el inminente recuerdo de que por mi culpa mi hijo murió quien sabe cómo.
—No fue tú culpa ¿Cuántos años más hablaremos de esto?
—No más, decidí que no quiero escuchar más el nombre de Charles. Eso le dije a Stephanie, que hace mucho debimos resignarnos, que yo no repetiría su nombre y ella tampoco lo haría.
—No creo que lo haya tomado bien.
—Crees bien. Ella está en una habitación yo en otra y casi no nos hablamos. Y ya no me importa.
—No digas eso. Tú la amas, y ella te ama.
—Sí, pero todo se derrumbó tan rápido, nada debió ser así. Ella es mi todo, pero tenemos esta sombra sobre nosotros. Ahora que Aimé y Arthur están más grandes la sombra ha crecido.
—No dejes que siga en aumento. Ve a Escocia, busca a tu familia, si no le dices adiós a ese lugar, si no enfrentas eso, nunca podrás dejarlo ir. Tal vez es lo que necesitan, creo que te la pasas evitando el tema de Charles con ella, deben hablarlo y darle un fin, es hora.
—No será hora hasta que ese desgraciado aparezca. —James descargó un poco su ira golpeando la mesa frente a él.
—¿Crees que siga con vida?
—Quien sabe. Tampoco hay razones para que esté muerto ¿Cómo pudo esconderse tan bien?
—Está apoyado por un rey que está en guerra contigo ¿Qué esperabas? Mejor deja de pensar en eso, aunque sé que es difícil ¿Ya te enteraste?
—¿De qué? —atribulado dejó su copa a un lado.
—Steve viene.
—¡Vuelve de América! —Eso le sorprendía y alegraba al mismo tiempo.
—Sí, me escribió hace unos meses, tal vez esté cerca de llegar. Su padre enfermó y debe hacerse cargo de su herencia acá.
—Él tampoco la ha pasado bien.
—Sí. Por eso ambos deben encontrarse, creo que será bueno que se den apoyo uno al otro. Ahora qué te parece si vamos a Escocia.
—¡Vamos! Creí que acabaste de llegar.
—No de Escocia, estaba en Bath. No creo que a Catalina le importe, además Elisa extraña a su amiga y a Víctor le caerá bien el paisaje.
—Ni siquiera pregunté por tus hijos ¿Cómo están?
—Te lo perdono. Víctor vino solo unas semanas de su entrenamiento militar. Le gusta.
—Arthur debe empezar con eso y aunque Stephanie odie la idea, debe hacerlo. Dile a Catalina que la convenza de que no hay nada de peligroso en la escuela militar.
—Catalina me quiere menos desde que Víctor está en la escuela militar, no es una buena consejera para Stephanie. Entonces... ¿Vamos a Escocia?
James tenía que pensarlo muy bien.
1 de Mayo 1849. Escocia
—¡Mamá! ¿Segura que hay una herrería por acá? —Aimé corría detrás de ella peleando con las ramas en su camino.
—Nunca vi la herrería en realidad, solo sabía que él era un herrero. Lo encontré en el río que dejamos atrás. Hace tantos años que puede ser que ya no esté. Pero James dijo que él jugaba de pequeño con la hija del herrero, así que debe haber una casa.
—¡Papá jugaba con la hija del herrero! Y a nosotros que no nos dejan ni mirar a los lados. Mamá tienes que reconocer que es injusto. Tú nadabas con herreros en el río, papá jugaba con mujeres que no eran de sociedad, y nosotros no salimos del palacio. —Aimé ya desde hace un tiempo que venía quejándose de todo, dejó de ser una niña y Stephanie en cierto modo la entendía.
—Yo era una sirvienta, no una princesa, y tu padre, tu padre... tu padre es hombre. Nada de lo que hagan será cuestionable.
—Envídiame princesa —exclamó Arthur con burla.
—Tú estás en la misma situación que yo. Mira que...
—¡Lo encontré!
Stephanie celebró cuando divisó la casa a una distancia considerable de ellos. Era una casa grande, para ser humilde. De techo rojo bastante deteriorado y cubierta de barro. Había una fogata en frente de la entrada, en la cual se encontraba una olla negra con algo hirviendo. Stephanie hizo señas a los guardias de que se quedaran lejos y comenzó a acercarse. Unos perros furiosos salieron a su encuentro, Aimé iba a sacar una flecha, pero Stephanie la detuvo y con ternura se acercó a los perros que luego de olerla decidieron quedarse quietos.
—¡La princesa!
Aimé saltó al escuchar aquella voz acercándose a ellos. Pero de inmediato reaccionó con su expresión fuerte.
—Sr. Hazel.
Él carcajeó y Stephanie cambiaba su mirada de uno a otro. Allen reparó en el joven que las acompañaba, por su rostro sabía que era un niño, pero había algo en él que llamó su atención.
—¿Se conocen?
—My lady, la princesa me acusó de robar una oveja.
—Ella es su real majestad, es la reina, ladrón. —Aseveró Aimé.
Allen nervioso hizo una inclinación con su cabeza, él no sabía cómo actuar en frente de la alta realeza.
—¡Aimé! —retó Stephanie— Disculpa joven, estoy buscando a Stefan... la verdad no sé su apellido.
—¡Stefan! Está dentro, ya lo llamo.
Allen rascándose la cabeza se dio la vuelta. A Aimé le parecía gracioso. Arthur no dejó de interrogarla el cómo se habían conocido, y ella ya estaba perdiendo la paciencia, esperaba que su madre la cuestionara, pero a ella parecía no importarle el tema.
—¡La reina aquí!
Era Stefan tal y cómo lo había conocido. Claro todos ya pasaban los treinta años, pero era su mismo rubio cabello y jovialidad.
—¡Stefan! —Se acercó a él y sin pensarlo mucho lo abrazó. Él se quedó perplejo, así que no le correspondió solo sonrió. —Solo una vez te vi, pero me hiciste sentir persona.
—Tantos años, y solo ahora aparece, es ingrata, Real Majestad. ¿A qué debo el honor? —Definitivamente Stephanie supo que él no había cambiado ni un poco.
—Pensé que era hora de saber de ti. Además quería que mis hijos te conocieran. Ella es Aimé y él es Arthur. —Aimé solo hizo un gesto con su cabeza, pero Arthur se acercó a estrechar la tosca mano del herrero.
—Mucho gusto. Mi esposa e hijo no están, solo está Allen, que es como mi hijo. —Palmeó el fuerte hombro de Allen. Él era de cabellos negros y ojos marrones oscuros. Stephanie presentía que no era su hijo y lo confirmó con las palabras de Stefan. —Íbamos a comer, no será un gran platillo de reyes, pero ¿Quieren acompañarnos?
Arthur no tenía idea de qué era eso dentro de la olla, pero fue el primero en acercarse.
—Vamos princesa, no te morirás por comer con los pobres.
Aimé lo ignoró, pasó a su lado para alcanzar a Arthur. Allen sonriendo de lado observó a los guardias atentos a lo lejos, para volver su mirada a los príncipes. Observó a Aimé y lo hermoso de su rostro, lo largo que era su cabello, lo suave que lucía su blanca piel, pero reparó en que su hermano le recordaba a ese amigo de la infancia que hace cuatro años no veía. Tal vez solo era el hecho de que era rubio como su amigo, o era que se sentía tan culpable de lo que le habría pasado, que su mente lo veía en todas partes.
1 de mayo 1849. Holstein, Pursia
Aquella mujer estaba acercándose demasiado a él, buscaba sus labios y él quería retroceder pero no tenía a dónde más retirarse. El capataz le había dicho que fuera obediente en todo, pero no tenía idea de lo que quería esa mujer con él. Pudo sentir su respiración, veía esa verde mirada que se enfocaba en sus labios, tuvo vergüenza y su cuerpo se quedó tieso.
A Esther le gustaba que el pequeño estuviera tan nervioso, se moría por probar sus labios los cuales apostaba que eran vírgenes al igual que todo su cuerpo. Con decisión fue a dar el último paso...
—¡Lady Cowan! —interrumpió la nerviosa sirvienta— Lady Jacques ha llegado. —Se apresuró a decir antes de que la retaran por tal intromisión.
—¡Mi madre!
Molesta soltó a David. No esperaba la molestia de su madre allí en Pursia. Esther no le temía a nadie, pero bien que se refrenaba ante su madre, una mujer que la superaba en su mal carácter y con la cual era mejor estar en buenos términos.
—Nos veremos luego niño lindo. —Le dijo desde la distancia, tomando el regreso a casa. —Ordena que lo lleven al granero. —La sirvienta asintió y ella desapareció.
David quiso preguntarle a la sirvienta qué pasaría con él, pero ella salió corriendo, era mejor no hablar con el esclavo, sino se metería en problemas.
Frustrado esperó que lo soltaran y lo llevaran a rastras a uno de los graneros. De nuevo preguntó y preguntó, qué harían con él, pero nadie le dijo nada.
"¿Por qué no puedes salir de un problema? —Se reprochó. —Siempre, siempre algo nuevo y malo sucede. Ya estoy harto, tan solo si nada bueno vendrá a mi vida, llévame de aquí —dijo en voz baja mirando al techo— ¿Qué mal hice?"
Miró las cadenas en sus muñecas y suspiró. Le dio miedo ver que ya no le importaba, toda su vida de esclavo lo había acostumbrado a vivir atado, pero ¿ Acaso eso era vida? Miró a su alrededor y observó aquellos caballos, sujetos a ese lugar por medio de aquella barrera tan fácil de quitar, que lastima que sus ataduras no eran así, tan frágiles, moriría siendo un esclavo y eso ya lo estaba consumiendo.
Era de noche y la brisa era fría. Comenzó a llover y las gotas saturando la tierra, junto con el rechistar de los caballos trajeron recuerdos a su mente.
1 de Mayo 1839. Verdún. Francia.
Los niños empapados llegaron hasta el granero, cansados y nerviosos, con esfuerzo lograron cubrirse en el techo de madera podrida. Reviraban a ver si los habían perseguido pero era imposible ver por la bruma de la lluvia.
—¿Por qué lo hiciste David? —protestó el pequeño rubio pateando una montaña de heno.
—Tenía hambre —respondió entre sollozos. Sabía que en cuanto los agarraran la golpiza que les darían sería grande.
—¡Yo tengo hambre! ¡Nosotros tenemos hambre! Por culpa de ese perro nos matarán. Nunca debiste agarrar ese perro.
—Pero estaba solo, como nosotros.
Él no tenía cómo protestar ante aquello. Iba a decir algo más pero entonces de la neblina él, su mayor pesadilla salió.
—¡Malditos niños desgraciados!
Llegó con una correa en sus manos. Los niños se miraron los unos a los otros y suspiraron, no tenían a dónde correr, no debieron huir desde un principio, ahora todo sería peor. Él estaba ebrio, como era costumbre.
—¡Padre, lo siento! —David cayó a sus pies suplicándole piedad.
—Ustedes dos son unos malditos recogidos. Aprenderán a agradecer cada miga de pan, el simple hecho de que los deje respirar.
—Perdona, perdóname —gritó cuando lo tomó del brazo y lo arrastró hasta recostarlo en un poste de madera.
—¡Deja de llorar! Sé un hombre, los hombres no lloramos.
Como el niño no callaba le dio una cachetada que lo mandó al suelo.
—He sido tan bueno contigo David y mira cómo te comportas, te llegó tu hora. Pero antes mira lo que logran tus actos ¡Joseph! —llamó.
David miró aterrado al hombre salir detrás de la pared de madera. Joseph era el hijo mayor, de unos dieciocho años, disfrutaba de causar terror en los dos niños, y ahí estaba empapado, con los rayos detrás de él alumbrando su cuerpo, y con el pequeño perro blanco en sus manos.
—No le hagas nada, por favor, no le hagas daño —rogó David e intentó correr hacia Joseph.
Su padre de nuevo lo lanzó al piso de un golpe y lo jaló del cabello para que viera en lo que acababa su pequeña travesura.
—¿Ya puedo hacerlo? —preguntó el mayor.
El pequeño perro lloraba y se agitaba, quería ir hacia los brazos del pequeño que lo recogió y cuidó. Ante una seña de su padre, Joseph presionó el débil cuello del cachorro, hasta que dejó de moverse.
David cayó al suelo llorando, gateo hasta el cachorro que ahora yacía a los pies de Joseph, y lo tomó para acunarlo en su pecho y llorar.
—Eres un hombre David —continuó el viejo ebrio. David sabía que no era cierto, tenía tan solo siete años, y si ser un hombre era ser como su padre o su hermano mayor, prefería no serlo. —¡Levántate! ¡Deja de llorar como una niña!
Lo jaló de sus rubios rizos, hasta que lo hizo ponerse de pie. Pero él no iba a soltar al cachorro, así que tomó la correa y sin piedad comenzó a golpearlo con la dura hebilla.
David se hizo un ovillo en el suelo, presionando al cachorro en su pecho, sus piernas comenzaron a sangrar y gritaba ante cada golpe.
Él miró la satisfacción de Joseph y el dolor de David, así que se interpuso.
—Yo fui el de la idea. Yo le traje el perro a David.
El hombre enfurecido lo tomó del brazo lanzándolo al suelo.
—Ya sabía yo que esto fue tu idea inútil. Echarás a perder a mi hijo ¡Malnacido! Owen, cada día me arrepiento más de haberte recogido.
Los golpes con la correa se hicieron más fuertes. Siempre disfrutaba más de golpear a Owen.
David al borde del desmayo observó a su amigo recibiendo parte de su castigo. Intentó detener a su padre, pero solo recibió más golpes. Finalmente cuando ambos niños ya no podían llorar los dejó. Joseph lanzó una cubeta de agua fría en ambos para limpiarles la sangre y los dejó.
—No debiste hacerlo —susurró David acostado en el suelo sin poder levantarse. Ambos acostados de lado se miraron el uno al otro.
—Aunque él diga lo contrario, tú eres mi hermano, en las buenas y en las malas ¿Cierto?
—Cierto.
1 de mayo 1849 Escocia.
—Tú mamá es linda —mencionó Allen desde aquella roca negra a las orillas del río.
—Su real majestad, la reina —rectificó Aimé.
—A su real majestad la reina no parece molestarle que no le llame así. Ella es sencilla ¿Nunca pueden deshacerse de esos hombres? —señaló a los guardias que lo miraban como quien quería asesinar a alguien.
—Quisiera verte intentándolo, están para cuidarnos, librarnos del peligro, como si fueran dios. —Aimé odiaba que la cuidaran. Miró a Stephanie un poco más lejos riendo, hablando de algo y le pareció que llevaba tiempo sin parecer tan jovial y feliz. Su madre tenía recuerdos a los cuales recurrir, ella en cambio no tenía nada memorable, pero eso cambiaría. —Quiero intentarlo.
—¿Intentar qué? —preguntó David sacando su cabeza de aquel agujero dónde estaba recolectando rocas.
—Lo que mamá hizo hace años, yo también puedo aguantar la respiración en las aguas heladas.
—¡Tú! —burló Allen—. Morirás antes de terminar de mojarte los pies, princesa.
—Yo puedo hacerlo.
—Yo también. —Arthur interesado dejó las rocas a un lado y se paró al lado de su hermana.
—No creo que sus queridos guardias los dejen, además ni a mí me provoca entrar en esas aguas.
—Porque eres un cobarde. —Aimé comenzó a quitarse sus botas y Arthur la siguió, también se quitó el suéter y lo dejó a un lado.
—Se enfermaran, son muy delicados, niños. —Allen comenzó a mirar en dirección a Stefan, quería que le avisara a la reina lo que sus hijos querían hacer.
—Mira y aprende.
Aimé tomó la mano de Arthur y sin que él se lo esperara saltó de la roca. Arthur estaba desprevenido y le costó más agarrar aire en el camino. Sus cuerpos entraron con fuerza en las turbulentas y congeladas aguas.
El frío era tan atroz que congeló todos sus sentidos. Por un momento sus pulmones dejaron de trabajar, y solo pudieron aguantar las ganas de exhalar.
Stephanie se levantó en cuanto oyó la caída, los guardias corrieron y se preparaban a entrar, pero Stephanie les hizo señas de que se apartaran. Miró con satisfacción la bruma que salía de aquel lugar dónde sus hijos se habían sumergido.
Allen esperaba que salieran pero eso no pasaba, tan solo habían pasado unos segundos pero aquello lo asustaba, así que maldiciendo se lanzó con todo y zapatos.
Aimé y Arthur salieron a la superficie y no pudieron parar de reír. Sus bocas botaban humo y sus labios ya estaban morados pero se sentían felices.
—Tus hijos están locos —exclamó Stefan detrás de Stephanie.
—No, solo son jóvenes.
Aimé reía y sus ojos brillaban, ese era el mejor regalo para Stephanie ese día.
Aimé observó a Allen saliendo del agua un poco más lejos de ellos y todo le pareció irreal, era como uno de esos sueños en lo que era una ave volando a mucha distancia del suelo. Alzó su vista al cielo y solo observó el cielo grisáceo, las aguas borboteaban a su alrededor, y algunos insectos volaban por ahí, era ese un momento feliz.
—¿Creíste que no sabíamos nadar? —preguntó notando que Allen se acercaba tembloroso.
—Estamos entrenados para todo, incluso para matar. —Aseveró Arthur riendo, tomaba buches de agua y las escupía sobre el rostro de Aimé.
—Ustedes, príncipes, me dan miedo. Esto está helado, ya sálganse.
Allen se retorcía entre los calo fríos y los hermanos aprovecharon para hacerle mofa.
Arthur se subió a una roca y se lanzó de ella de nuevo, era gratificante la sensación del agua helada saturando su cuerpo como si se trataran de miles de agujas. Volvió a subirse, esta vez en una roca más alta y que estaba babosa y se preparaba para saltar cuando escuchó su voz.
—¡Arthur! —gritó James desde la distancia regañándolo.
James no podía creer lo que veía. Era su pequeña nadando con quien sabe quién. Stephanie en la orilla hablando con ese hombre y su hijo sobre una roca en aquel fiero río.
—¿Padre?
Nervioso, buscó a James con la mirada, pisó mal la roca y resbaló.
Stephanie se llevó la mano a la boca cuando vio a su pequeño caer. Arthur cayó de espadas, no sin antes golpearse con la roca en la que se encontraba de pie.
James corrió hacia el río en dónde su hijo se hundía, los guardias también comenzaron a acercarse veloces, pero fue Allen quien sacó a Arthur quien estaba algo desmayado, sangre salía de alguna parte de su cabeza. Aimé llorando siguió a Allen hasta que salieron del río. Allen depositó a Arthur en la orilla y Stephanie se arrodilló a su lado inspeccionándolo, tenía el corazón en la boca y rogaba que no se hubiera hecho daño.
—¡Arthur! ¡Arthur! Cariño ¿Cómo te sientes? —palmeaba su rostro e inspeccionaba aquella herida sobre su cuello.
—Estoy bien madre.
Abría poco los ojos y es que la luz le estaba haciendo daño, se sentía algo perdido y mareado, además el frío por fin estaba llegando a su cuerpo.
—¡Bien! ¡Bien! —James gritó regañando, se arrodilló al lado de Stephanie y tomaba la cabeza de Arthur para revisarla. —Pudiste morir.
—Estoy bien padre, de verdad lo estoy. —Quiso ponerse de pie pero James lo devolvió al suelo.
—¿Qué es todo esto? —Furioso interrogó a Stephanie, mirándola acusadoramente.
—Estábamos paseando, quisieron nadar un poco, no creí que fuera peligroso.
—¿No creíste? Arthur pudo morir, y todavía no sabemos si esté bien. —Sacó su abrigo para cubrir al niño.
—¿Me estás acusando? —Jaló a Arthur hacia ella, abrazándolo. No podía creer que James estuviera haciendo eso. —¿Crees que yo haría algo en contra de mis hijos?
—Son nuestros hijos y te veo ahí tan distraída con ese plebeyo, en vez de estar pendiente de ¡Nuestros hijos!
—¡No le grites a mi mamá! —dijo con convicción levantando la cabeza, para sentarse al lado de Stephanie como protegiéndola.
James se quedó tieso, era la primera vez que Arthur actuaba así, él era más apegado con Stephanie que con él, pero nunca le había levantado la voz, además lo estaba desafiando.
Stephanie iba a contestarle a James y no de la mejor forma, pero Arthur se adelantó a defenderla y le gustó sentirse protegida, aunque era ella la que tenía el deber de protegerlo a él.
—Yo estoy bien.
Arthur se puso de pie y Aimé le acercó sus zapatos. La cabeza le dolía mucho, así que fue casi una tortura agacharse para ponerse bien los zapatos, pero disimuló el dolor y el mareo.
—Gracias Stefan y gracias Allen, la pasamos muy bien, la sopa es la mejor que he probado. —Ambos hombres estrecharon con nerviosismo la mano de Arthur. Veían el rostro poco alentador del Rey, y la verdad no sabían cómo actuar. —Ojala nos dejen compartir más en nuestra estancia por acá. —Miró a su padre dando a entender que era seguro no los dejara salir nunca más. —Y ya viste Allen, el frío no nos da miedo. Hasta pronto.
Estrechó la mano de Stephanie y se dio la vuelta de regreso al palacio. Aimé estaba pálida, miraba a su padre y no podía dejar de pensar que Arthur había enloquecido. Ella se sentía avergonzada de estar frente a su padre toda mojada. Se quedó un rato observando a Stefan y Allen detrás de ellos y se encontró con la mirada de James diciéndole que avanzara, así que lo hizo, corrió hasta colocarse al otro lado de Stephanie, ella no era muy apegada a su madre, pero ahora la necesitaba.
Stephanie se preocupaba por la herida de Arthur, así que llevaba presionando su herida con su chal. Él le aseguraba que estaba bien y así en silencio llegaron al palacio.
—Debemos hablar —exclamó James en cuanto entraron.
—Sí, pero no ahora.
Stephanie subió a la habitación de Arthur junto con él y ordenó que llevaran vendas y agua caliente para curar la herida.
—Aimé tú no puedes...
—¡Aimé! ¿Qué te pasó?
Aimé se preparaba para recibir el regaño de su padre, pero ahí estaba aquella amiga que nunca pensó encontrar en Escocia.
—¡Elisa! —Con alegría se abrazó a ella. —Calla y camina. —susurró en su oído dirigiéndola a su habitación sin escuchar las protestas de su padre.
1 de Mayo 1849. Holstien, Pursia.
Aún no cenaban y Adelaida estaba expectante a la llegada de Lady Cowan, pero en cambio llegó Lucas acompañado de su madre. Adelaida sabía que su estancia en Pursia se debía a que Lucas quería conocerla mejor, pero su semblante cambió cuando escuchó su voz. Todo en aquel hombre le repelía.
Lucas era un hombre de treinta y nueve años, pero que debido a los excesos aparentaba mucho más, casi unos cincuenta y tantos. Su cabello era oscuro y canoso, su panza era una gran muestra de sus excesos y tenía esa sonrisa dorada debido a los dientes de oro que le aportaban más repulsión.
Adelaida quiso correr a esconderse en su habitación, fingir que estaba muy enferma, pero Diana vio sus intenciones y la detuvo.
—¡Déjame ir! —rogó molesta.
—Te dije que no lo hicieras, pero tenías que contarle a Esther sobre el esclavo. Ahora aguántate, mientras ella está con el joven lindo tú aguántate a tu repulsivo futuro esposo que te dará tanto dinero.
Adelaida quiso matarla, pero Lucas entró y tuvo que sonreír e inclinar su cabeza en símbolo de saludo.
Lucas la observó con gran deseo, lo que aceleró el corazón de Adelaida, no sabía cómo iba a soportar tenerlo cerca.
Lady Jacques se acercó a ella y acarició su mejilla. Aprobaba la nueva adquisición de su hijo, era hermosa y educada, aunque lo sentía por la pobre niña, su hijo mayor no era ningún trofeo.
Esther entró minutos después y su madre se la llevó a otro lado para conversar con ella. Lucas tomó la mano de Adelaida y la acariciaba diciéndole todos sus planes para el futuro, mientras con su otra mano fumaba un puro.
Diana de verdad lo sentía por Adelaida, pero a la vez sentía que se lo merecía. Miró hacia afuera por la ventana queriendo trasladarse hasta el lugar del esclavo, era extraño que durante toda la tarde no logró sacarse de la mente aquella mirada dulce y temerosa.
—Cuando termine la cena podemos ir a dar un paseo solos ¿Le parece?
—Por supuesto mi señor.
¡Un paseo! Creía saber lo que significaba un paseo y no quería tenerlo cerca. Lucas se alejó con la excusa de visitar a su cuñado, lord Cowan, que se encontraba en cama. Adelaida lo vio desaparecer escaleras arriba. Diana iba a disculparse con ella, pero Adelaida sin mirarla salió del salón.
No quería que su primer beso fuera con ese despreciable hombre. Se vomitaría encima de él, no creía poder soportarlo, necesitaba de lícor, sí eso necesitaba. Se escabulló a la cocina y tomó una copa que vació en un segundo, el líquido quemó su garganta, debía consumir más aunque no le gustara, a la segunda copa una idea mejor vino a su mente.
Subió por las escaleras de servicio y entró en la habitación de Jacob, pero no lo encontró. Necesitaba encontrarlo, él debía darle su primer beso, él era lindo, gracioso, galante, desde que lo vio quedó prendada del pelirrojo, él era todo lo que de ella, de poseer una buena dote, habría merecido. Ahora solo quería un beso, un buen primer beso que recordar.
Lo buscó con sigilo de no toparse con nadie en el camino, pero al parecer no estaba en la casona. Bajó por las mismas escaleras y salió por la cocina a buscarlo en los jardines pero no lo encontró, caminó hasta las caballerizas, entonces comenzó a llover. Ella no podía mojarse, sería el desastre llegar a la cena en ese estado. Corrió al granero a tan solo unos metros de ella y entró resguardándose.
Él salió de sus pensamientos cuando escuchó una respiración agitada, alzó la mirada y ahí estaba ella, la joven patrona de la mañana.
1 de Mayo 1849. Escocia.
—¿Qué haces? —preguntó James detrás de ella.
Estaban entrando a aquel gallinero.
—Quiero hacerle una sopa a Arthur, vine a buscar unos huevos. —No quería perder la calma.
—Hay cocineras.
—Yo quiero atender a mi hijo —refutó un poco más seria.
—¡Nuestro hijo!
—Sé que es nuestro hijo y por lo mismo entiende que me preocupo por ellos tanto como tú.
—¿Qué hacías con ellos en ese río y con él? —La veía inspeccionando los huevos y quería tomarla del brazo para obligarla a verlo, pero se contuvo.
—¡Con Stefan! Lo estaba saludando.
—¡Stefan! Con esa familiaridad lo tratas. —Le hervía la sangre, su ira creció cuando Stephanie rio.
—¿Estás celoso? Todo esto es porque tienes celos.
—¿Qué hacía Aimé nadando con ese sirviente?
—Es un amigo de Stefan, es un buen muchacho y solo estaban jugando.
—Es un plebeyo, Aimé no puede...
—Yo era una sirvienta y eso no te impidió hablar conmigo.
—Ella no es una sirvienta, es una princesa y debe comportarse como tal. Tienes que dejar de creer que por haber sido una esclava está bien que nuestros hijos hagan amistades así, no sabes qué clase de personas sean.
—Tú padre era del mejor abolengo y mira.
Se arrepintió de decirlo cuando observó el cambio en el semblante de James, de verdad quiso retroceder el tiempo pero el daño estaba hecho.
—Sí, y son un montón de plebeyos rebeldes los que lo acompañan.
Stephanie sintió la misma rabia con la que una vez en el pasado le lanzó un cojín a James. El arrepentimiento se esfumó y dio paso a su ira, sin pensar tomó a una de las gallinas que estaba durmiendo frente a ella y con rabia la lanzó sobre James.
Él jamás habría pensado que eso sucedería. Retrocedió sintió esa bola plumífera agitándose en su cara, de equivocación introdujo su pie en una cubeta con agua y cayó llevándose consigo la repisa dónde más gallinas dormían.
Stephanie observó carcajeándose como algunos huevos caían sobre la cabeza y las piernas de James.
—¡No te rías! —protestó James aún en el suelo.
Los guardias se asomaron pero al ver que no era nada grave se fueron sin hacerse notar mucho.
Stephanie no podía dejar de reír, era tan satisfactorio verlo así. Le asustaba lo bien que se sentía desechar su rabia.
James molesto intentó levantarse, se afincó en una de las repisas de madera, pero esta cedió volviendo a caer al suelo. Unas gallinas impertinentes ya se subían a su estómago.
—Te ves lindo así Rey Alexander.
Stephanie se acercó a él y estrelló el huevo en su mano en la coronilla de James.
—¡Stephanie! Podría...
—¿Qué? ¿Mandarme a colgar? —Se arrodilló a su lado y se acercó lo suficiente a él.
Era el mismo James de hace años, con sus impactantes ojos azules que a veces la atemorizaban, con sus rizos dorados que caían sobre su frente. El mismo amo que amaba y odiaba.
Con un atrevimiento que no habría tenido nunca en sus días de esclava, lo besó. Sintió sus suaves labios y aquella humedad que despertaba todos sus sentidos, hace un tiempo que no se besaban, pero ahí estaba hundiendo sus dedos en aquellos viscosos rizos y saboreando los labios de su esposo.
Él la tomó de la cintura acercándola más a él. La extrañaba tanto.
—Te sienta bien estar cubierto de huevo —bufoneó separándose por un instante.
—Solo a ti te perdono estas cosas. ¡Te amo, Stephanie! —Ahora él buscó sus labios. —¡Perdóname!
—Yo tampoco he sido muy razonable. —Sonrió y eso lo mató, siempre era hermoso verla sonreír, ver aquellos ojuelos en sus mejillas.
—¡Te amo! ¡Te amo tanto! —La abrazó, aunque tuvo que patear a una gallina que estaba cómoda en sus piernas. —Deberías ser muy fea, así no tendría celos.
—Sí eran celos.
—Cómo no tenerlos, tengo que cuidarte de todo el reino. Y más de ese herrero del que te enamoraste.
—¿Seguirás con lo mismo?
—Sí. Deberías ser fea y también mis hijos deberían ser muy feos, así no tendría que preocuparme de Aimé, que para mí mala suerte ha heredado todo de ti.
—No. Aimé tiene tu mal carácter. Deberíamos volver a casa, debo hacer la sopa de Arthur.
Se puso de pie y le extendió la mano a James para ayudarlo a levantarse. De verdad era muy graciosos verlo lleno de clara, yemas, plumas y heno.
—Por cierto... Alberth está en casa con Catalina.
Los ojos de Stephanie alumbraron, siempre era bueno ver a su amiga de la infancia.
1 de Mayo 1849 La Rochelle. Francia.
La noche de Owen no fue la mejor, su cabeza no dejaba de dar vueltas en cómo haría para cumplir su misión y conquistar a la princesa, él no sabía nada de ser galante. Vivió gran parte de su vida con Joseph y luego metido en un barco siendo un pescador. No había nada de delicado y romántico en él. Y la noche empeoró cuando Joseph entró a su habitación, o lo que podía llamar habitación, junto con otro hombre del clan.
—¿Ahora ni siquiera puedo dormir? —esbozó molesto saliendo de su cama.
—Hoy no. Iremos ahora mismo al puerto. Al amanecer partiremos a Londres. —Joseph lo empujó tomando la bolsa de cuero de Owen de la que no había sacado aún nada.
. —¡Qué! ¿A Londres?
—Sí. Es la única oportunidad que tenemos de entrar sin ser detectados. Debemos apurarnos.
—Yo... yo... yo no puedo. —Jaló sui mano soltándola de Joseph y se sentó de nuevo en la cama. —No sé cómo actuar ante una mujer, además que si la princesa esa no me gusta. —Ese era el menor de los problemas pero no sabía qué más objetar.
—La princesa no tiene que gustarte. Da lo mismo si es horrorosa o parece un ángel. —Joseph lo tomó fuerte del rostro, haciéndole doler la mandíbula y obligándolo a verlo.
—Y en cuanto a comportarte ante una dama, para eso vas a Londres ahorita —explicó el otro hombre alto, de tez morena y cabellos negros.
—Serás entrenado para ser un caballero.
—¿Yo?
—Sí, debes aprender a hablar como un inglés y todas esas cosas refinadas. —Joseph volvió a zarandearlo pero él no cedió.
—Yo no podré ser nunca un caballero, no puedo.
—Lo harás porque se lo debemos a nuestro padre. —Joseph estaba perdiendo la paciencia, ya estaba demostrando mucha con el joven.
—Si mal no recuerdo, bien que dejaron en claro que yo no era ¡su hijo! —gritó recordando— Era David el que nació para ser un caballero, yo no puedo.
—Claro que sí y podrás. Ahora andando.
Joseph lo levantó a la fuerza y sin poder protestar se subió a la carreta. Ese día era una pesadilla ¿Él, un caballero? ¿Cómo podía ser eso posible? Miró hacia atrás a esa casa que odiaba desde que era un niño, observó la vieja carreta que ahora lo llevaba a otra nueva vida y recordó aquel día, el día en que se despidió de David para no verlo nunca más. Era extraño que llevaba años sin pensar en él y ahora de pronto todos esos recuerdos volvieron. ¿Qué habría sido de su vida?
1 de Mayo 1849. Holstein, Pursia
Adelaida sonrió cuando notó al esclavo ahí atado. Reviró para cerciorarse de estar sola, o para ver si veía a Jacob por algún lado, después de todo era a él, al amor de su vida al que buscaba, no a ese zarrapastroso esclavo.
—Esclavo ¿No has visto a un caballero de alta estatura y cabellos rojizos pasar por aquí?
—No señorita.
La observó un momento, ella tenía un vestido diferente, con un escote más pronunciado en los hombros, pero bajó la mirada de inmediato cuando la mirada de ella se cruzó con la de él.
—Creo que Lady Cowan no ha podido jugar aún contigo. —Ya estaba a su lado.
—¿Jugar?
Levantó la mirada para verla, quería que alguien le explicara algo de lo que le pasaría con aquella señora.
—Definitivamente no ha jugado. No pareces una mala persona, niño. Y creo que mereces algo mejor que los rugosos labios de Esther Cowan.
Adelaida extendió su mano para alejar uno de los rizos de la cara de David, y le gustó la sensación de rozar su dedo con su piel. David retrocedió un poco y eso le gustó más.
—¡Mírame! —ordenó. David obedeció y sentía esa extraña satisfacción que tenía aquella señorita de humillarlo. —Esto es solo un favor, me siento magnánima hoy.
Ella nunca había hecho eso, pero ahora se sentía con mucha valentía, tomó la cara de David y con torpeza rozó sus labios. Fue tan rápido que a David no le dio tiempo de reaccionar ¿Por qué ella lo había besado?
Adelaida tenía las mejillas sonrojadas y mordió sus labios para no reír. Iba a decir algo, pero la llamaron.
—¡Señorita! Al fin la encuentro, la buscan para la cena.
—¡Hanna!
David la miraba y no podía creer que ella estuviera frente a él. Era Hanna la amiga que había querido encontrar desde hace tanto, la amiga con la que siempre soñaba, uno de sus pocos buenos recuerdos.
Hanna dejó de respirar un momento. Dios le había concedido su gran deseo. Unas lágrimas se escaparon de sus ojos al verlo ahí, iba a correr a abrazarlo y entonces...
—¡Hanna! ¿Conoces al esclavo?
Su ama no lucía muy contenta con su descubrimiento.
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Quiero agradecerles todos los comentarios y lecturas. Aun no se sabe sobre Elizabeth, pero en el siguiente capítulo se tratará más este tema.
También quería aprovechar para dedicar este capi a las primeras lectoras de Cupido, las que me leyeron hace dos años y creo que llegaron a perder la esperanza de una continuación. A muchas no las he vuelto a ver, pero si están por ahí, aquí está Ennoia, ojala les guste.
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