Capítulo 19.- Los días contados de un rey (parte 1)


1 de Marzo 1841. Francia.

Estaba acostumbrada al oficio de su padre, si es que abrir tumbas para robar su contenido, podía llamarse oficio. Su padre era un sepulturero, arreglaba los cuerpos, fabricaba los ataúdes, y luego cuando los familiares se iban robaba aquellos objetos de valor que tuviera el muerto.

Era algo normal en ella ver cuerpos fétidos, su padre le decía que la muerte era el oficio familiar, y a ella en particular no le incomodaba. A sus siete años conocía todos los órganos del cuerpo, ver esos ojos sin vida, esa piel fría y agrietada, los gusanos y su festín, si algo sabía Jo era que el cuerpo humano apesta, y que todos tenemos el mismo y trágico fin.

No entendió la obsesión de su padre de seguir a ese hombre que vino al pueblo en busca de un ataúd, el hombre bastante joven solo pidió una caja, sin especificar medidas, y sin pedir los servicios de preparación. Al padre de Jo haberse mudado, a un pueblo dónde todo se congelaba, no le estaba resultando para sus finanzas. Al parecer su padre identifico al joven y decidió que ese muerto no se le escapaba. Ahora estaban allí, en medio de la nada en esa montaña helada, con solo unas piedras rompiendo con lo monocromático de la nieve. Debajo de esas piedras estaba el ataúd que su padre fabricó con un muerto dentro que desconocían.

Jo se sentó a un lado a esperar que su padre terminara de retirar la nieve, y luego de un buen tiempo, en el que casi se durmió, pudo ver el cuerpo que tanta incógnita le había dado. Era un hombre mayor, su piel ya estaba morada y por el frío estaba a un paso de congelarse. Su abrigo lucía costoso, así que su padre se lo quitó.

Encima de Jo vino a parar el abrigo que su padre lanzó desde la pequeña fosa y ella con algo de asco se lo quitó. Su padre continuó buscando algo de valor, encontrándose con un anillo de oro y una cadena costosa. Jo escuchaba los reclamos de su padre por no encontrar nada más, luego su resignación en que el anillo era costoso, pero ella se fijó en una pieza de cuero que salía debajo del abrigo. Sin llamar la atención de su padre lo tomó y escondió entre su ropa.

Como siempre volvieron a dejar la tumba como la encontraron al principio y volvieron a su hogar.

Jo corrió a su habitación y sacó aquello que aún no sabía qué era. Lo tomó y era un cuaderno con cubierta de cuero, dentro se encontraban varias hojas llenas de letras. Ella por no saber leer no pudo saber de qué se trataba. Le disgustó saber que no había ningún dibujo con el cual entretenerse, más sin embargo, quedó maravillada con las letras en dorado que estaban delineadas en el cuero.

Volvió a guardar el cuaderno en un lugar seguro, algún día aprendería a leer y sabría lo que ese cuaderno decía, algún día podría encontrar significado a esas letras elegantes y barrigonas.

28 de Septiembre. Sajonia, Alemania. 1849.

—¡Allen! ¡Llegaste!

Adelaida aun con lágrimas en los ojos corrió hacia un mojado Allen, y en un acto de lo más inusual se abrazó a él, pasando las manos alrededor del cuello de Allen, quien estaba sopesando la idea de haberse caído en el camino, y ahora estar viviendo una especie de pesadilla.

—¡Por fin llegaste!

—¿Y a ti qué te pasó?

Adelaida dejó pasar el empujón que le dio Allen para alejarla de él, estaba tan contenta que no lo notó.

—David está muy mal. Ven, tienes que curarlo.

Allen en menos de lo que dura un parpadeo, se encontraba al lado de su amigo inspeccionando su estado.

—Traje estas hierbas, eso ayudará con la tos y la fiebre, o al menos eso espero, también me dieron este jarabe. Hay que hacer el té.

—Yo lo hago, dame eso.

Él se quedó sin palabras al ver como Adelaida arrancó la bolsa de tela de sus manos y corrió a buscar la pequeña y vieja olla de barro que tenían. Era muy extraño verla siendo colaboradora.

—Sigue colocándole trapos fríos. Haz algo, Allen.

Sí, esa Adelaida gritona y mandona era la verdadera.

***

Le preocupaba mucho el estado de David, sus labios mostraban un color muy morado y no paraba de sudar. De vez en vez reaccionaba para toser y volvía a la inconsciencia.

—Oye enano, tienes que ponerte bien —susurró a su oído.

—Aquí está el té. Esas hierbas saben muy amargo, cuidado y no se va en vómito. Siéntalo un poco.

Adelaida se arrodilló a su lado y Allen jaló el brazo de David para sentarlo.

—¡No tan brusco! Ten cuidado.

Ella misma ayudó a David, colocándose tras él como espaldar, abrazándolo con una mano y sosteniendo la taza con el té con la otra. El rostro de David reposaba entre el cuello de Adelaida, y aquella imagen se le hizo de lo más bizarra a Allen.

—¡David! Tienes que tomar esto o no te curarás, vamos, tómalo.

Adelaida ya estaba perdiendo la paciencia, era imposible que David reaccionara, así que Allen como última opción, quitó a David de los brazos de Adelaida y lo zarandeó tan fuerte hasta que David ido de la realidad despertó sin reconocer nada a su alrededor.

—David, escúchame, tomate todo este líquido, vamos, bébelo todo.

Allen no le dio tiempo a protestas, abrió la boca de David y vertió todo el líquido, una buena parte se resbaló de los labios al cuerpo, pero al menos había tomado algo.

—Tengo mucho frío —esbozó David como un quejido.

—Nosotros te ayudaremos a estar mejor.

Allen fue por más leña. Adelaida se encargó de cubrir a David con lo que encontraba, y debido a que la temperatura no dejaba de descender, Allen y Adelaida decidieron abrazar a David para darle más calor.

—¿Por qué él se enfermó y nosotros no? —preguntó Adelaida, evitando tocar las manos o brazos de Allen, estaban abrazados a la misma persona, pero no por eso permitirían contacto entre ellos.

—Yo vengo de tener una buena vida.

—Permíteme dudarlo —dijo Adelaida con sarcasmo.

—Aunque la cabra no lo crea, tenía una buena vida. La comida no me faltaba, tampoco un techo, o una cama caliente, además no le debía obediencia a nadie. Mi buena alimentación me tiene fuerte y estoy acostumbrado a climas como este. Tú, bueno... tú en cualquier momento morirás también, nada más falta que te pique un mosquito, lo que pasa es que como no ayudas en nada, andas en tu tasita de cristal...

—¡Esto es una tasita de cristal! A parte de pobre entonces también me quedé ciega.

—Tú entiendes. El punto es que de buenas o de malas, tú también tuviste una buena alimentación, pero David viene siendo esclavo desde hace mucho, desde casi que toda la vida, trabajando duro, recibiendo golpes, sus fuerzas ya se están agotando.

Adelaida no dejó de observar a David durante el relato de Allen y tuvo ganas de llorar, le era extraño sentir compasión por el esclavo, pero ahí estaba tragándose el nudo en su garganta, queriendo que no estuviera Allen ahí para poder decirle una mentira: que todo estaría bien.

—¿No morirá, cierto?

—Ni siquiera lo preguntes, claro que no. David saldrá de esto, es solo una gripe.

—¿Cómo se conocieron él y tú? ¿Por qué se separaron? ¿Cómo fue que se alejó de Hanna?

—Nos conocimos en el orfanato. Hanna, él y yo nos hicimos amigos, nos separamos porque... Deberías intentar dormir.

Adelaida iba a protestar pero Allen cerró los ojos. A él no le gustaba pensar en aquello que llevó a David, Hanna y él, abandonar el orfanato, tampoco en el por qué David de pronto desapareció, dejándolo solo en Escocia. Apenas al reencontrarse con David pudo saber bien lo que había pasado ese día. No eran cosas de las que se sintiera orgulloso, y una parte de él se culpaba por todas las catástrofes que había vivido David.

3 de febrero 1843. Irlanda.

Hanna llegó a él asustada, y su cuerpo se heló al oír de boca de su amiga que unas monjas se habían llevado a David a ver al cura.

Ya desde hace días que percibió el interés del cura en su amigo. Cada vez que podía se acercaba a él, acariciaba sus rizos, le decía que era un buen niño, y le daba palmadas en las mejillas. Incluso por una supuesta revisión médica, los había hecho desnudar a todos, pero Allen no se quitó de la cabeza la forma como el cura miró a David, a diferencia de al resto, él mismo se ofreció a revisar al niño, y Allen desde la distancia supo que el que tocara con tanta vehemencia el cuerpo de David, no era normal. Desde ese momento se prometió ser la sombra de su amigo, hasta ese día que lo enviaron a alimentar a los cochinos y a David a lavar los trastos.

Los niños que entraban al despacho del cura, siempre salían llorando, adoloridos y sin ganas de hablar con nadie. No eran capaces de contar lo que ocurría, el miedo se quedaba marcado con fuego en sus ojos.

Allen supo que no importaba cómo, él tenía que sacar a David de ahí.

Uno de los niños les dijo asustado que a David lo llevaron a los calabozos. Nunca llevaban a nadie allá, pero Allen supo que sería más fácil entrar al lugar.

***

Llegaron a un pasillo de roca, con rejas corroídas separando cada uno de los calabozos. Escucharon la voz del cura diciendo algo, sonaba amable, y con cautela se acercaron, Allen tomó una antorcha en el camino y Hanna lo siguió.

***

David estaba asustado, no entendía qué hacía en ese lugar. El cura le había ordenado quitarse la camisa para una revisión médica, él odió la última que le hicieron, pero con nerviosismo obedeció.

—Eres un niño bueno, y seguirás siéndolo ¿Verdad?

David imposibilitado de decir palabra, asintió.

—Entonces deberás obedecer en todo o Dios no te querrá. ¿Quieres que eso pase?

David negó. Lo único a lo que había podido aferrarse era a Dios. Por él, por su fe, sabía que aunque lo pareciera, él no estaba solo, así que nunca haría nada para que Dios se alejara de él.

—Perfecto, ven acá. Pase lo que pase no gritarás, esto es lo que Dios quiere.

David sintió esas toscas y frías manos tomar su cintura y jalar su pequeño cuerpo hacia él. Las manos comenzaron a recorrerlo y por alguna razón tuvo ganas de llorar, eso no le gustaba, se repetía que debía ser fuerte, que nada malo pasaría, ya había dicho el cura que eso es lo que Dios quería, pero toda su fuerza de voluntad se fue cuando el cura besó su cuello.

Asustado se alejó de él, y ya las lágrimas brotaban sin cesar.

—Te dije que debes ser obediente, vuelve acá.

—No, no quiero —sollozó.

—¿Quieres molestar a Dios?

—No, pero... no quiero.

—No es cosa de que quieras o no.

Lo jaló y de un solo empujón lo lanzó en aquella pieza de metal que servía de cama. David gritó, pataleó y como pudo se escurrió alejándose de ese hombre, pero el cura siendo más fuerte lo cacheteó haciéndolo sangrar, arrancó sus pequeños pantalones, y cuándo David ya no sabía que esperar el cura cayó con gran estrepito sobre su cuerpo.

—¡Por favor! ¡Suélteme! ¡Déjeme!

—¡David! ¡David!

Él conocía esa voz. Intentó incorporarse y de pronto el peso del hombre ya no estaba sobre él. Hanna llorando lo abrazó, y él confundido observó con vista borrosa a Allen y un objeto que guindaba de su mano, aquella cosa estaba llena de sangre, asustado miró al cura, y el hombre yacía en el suelo inconsciente y sangre brotaba de alguna parte de su cabeza.

—¿Está muerto? —preguntó tan bajo que Allen solo leyó sus labios.

Allen no podía contestar a ello. Él no acababa de entender lo que había hecho, era solo un niño de doce años, no un asesino.

—¡Debemos irnos! ¡Corran! Debemos huir.

La forma en cómo salieron y corrieron durante toda la noche no fue más que un recuerdo borroso, muy borroso. Para cuándo Allen cayó en sí ya era de día y debían desesperadamente saber qué harían con sus vidas. Así de la noche a la mañana tres niños perdieron su inocencia.

28 de Septiembre. Sajonia, Alemania. 1849.

Allen despertó luego de haber soñado con el pasado el resto de la noche, y para su sorpresa David a su lado comenzó a removerse también. Afuera continuaba lloviendo, aunque ya entraba claridad por los múltiples huecos de la casa, y las ventanas.

—¿Cómo te sientes? —preguntó sentándose.

—Mejor creo. ¡Llegaste! ¿Cuándo llegaste?

—En la madrugada... yo...

—¡David! Tienes que tomar el té, ya lo preparé.

Adelaida tocó su frente para verificar la temperatura, asintió contenta porque parecía que quedaba un leve quebranto, y con una gran sonrisa acercó la taza humeante a las manos de David.

David algo apenado y muy confundido, tomó la taza. No recordaba casi nada de la noche que había pasado, solo pequeños fragmentos llegaban a su mente. Miró a Allen buscando una explicación, pero él se encogió de hombros.

David seguía sintiendo mucho frío y le dolía todo el cuerpo, pero al menos podía mantenerse despierto. No iba ni por la mitad de ese té amargo que le estaba durmiendo la lengua, cuando Adelaida le acercó una cucharilla con un líquido rojizo, más apenado aún, abrió la boca recibiendo el jarabe como si fuera un niño pequeño, si bien de niño nadie lo había atendido.

—Debes comer para recuperarte. Hice más sopa.

—¿Tú cocinaste? ¿Sabes cocinar? —preguntó Allen atónito.

—Allen, no busques que te deje sin comida.

—Hasta te lo agradecería, primero no creo que cocines bien y segundo quien dice que no quieras matarte.

—¡Agh! Solo come.

Adelaida casi que le lanzó el tazón, pero él logró sostenerlo, con más delicadeza le pasó el tazón a David.

—Muchas gracias —dijo David sonriendo.

—No quiero que se quejen del sabor, sé que no está bueno, pero qué puedo hacer con lo que nos dan, es decir, a duras penas y nos dan papas, y usé un poco de carne seca para darle sabor.

David llevó la cucharilla a su boca y sintió que el alma volvía al cuerpo, siendo esclavo sabía lo que era mal comer, muy pocas veces un esclavo recibía algo más que no fuera una pieza de pan viejo y agua. Allen se sorprendió de que la sopa no estuviera tan mala, y con el frío que hacía le supo a gloria.

—Está muy sabrosa Adelaida —comentó David sin dejar de tomar el caldo.

—Yo creí que no sabías ni pelar una papa.

—La verdad es que mi mamá decía que una buena esposa debía saber hacerle una buena comida a su esposo, para que en ocasiones especiales le preparara un postre o algo. También mi papá por castigo, debido a que creía que era demasiado presumida, me dejó dos meses enteros ayudando a la cocinera, fue humillante, pero algo aprendí. Estaba pensando que deben empezar a cazar.

—¿Deben? ¿Por qué no, debemos?

—Yo no sé cazar. Pero no podemos quedarnos solo con las migajas que nos dan. También deberíamos sembrar. Tú, Allen podrías robarte cosas del pueblo, como apio, y esas cosas, para poder sembrarlas aquí.

—Somos esclavos, no podemos hacerlo, nos castigarían —acotó David.

—Allen no es esclavo, además podríamos esconderlo, hacer un pequeño huerto en el bosque. Tenemos que alimentarnos bien.

Si bien las ideas de Adelaida eran buenas, ese entusiasmo no era nada normal. A David y Allen les costaría acostumbrarse a esta nueva Adelaida...

—¡Allen, no sorbas la sopa! ¡Es de mala educación!

...O tal vez no.

30 de septiembre 1849. Palacio de Buckingham.

"Frente a él el cuerpo sin vida de su hijo yaciendo en un sucio piso. No podía ver su rostro, pero esos rizos dorados no podían pertenecer a nadie más que a Arthur. Quería ir a su lado, tomarlo en sus brazos, gritar y llorar de agonía, pero solo era un espectador de ese algo que azotaba a su hijo, destrozando su frágil espalda, arruinando lo que ya no suspiraba.

Todo era tan oscuro pero la sangre de su pequeño resplandecía por doquier. Ahogándose en su desesperación se acuclilló y tapó sus ojos, todo debía ser una pesadilla, él solo quería despertar. Los gritos y las voces cesaron, alzó su vista y lo primero que divisó fueron sus manos ensangrentadas, empuñaba un látigo y la imagen de una Stephanie llena de odio apareció frente a él.

¡Asesino!

Gritó ella".

James sudando despertó de aquellas pesadillas que desde el ataque no había dejado de atormentarlo. Sintió los brazos de Stephanie rodearlo y escuchó sus susurros tranquilizadores. Fue calmándose un poco, pero esos sueños no podían ser normales.

—¿Crees que llegue un momento en el que puedas odiarme? —preguntó asustado.

Stephanie sabía qué hace semanas que James no se encontraba bien, casi no dormía y estaba siempre asustado. Ella misma tenía miedo de que su actual vida se les arrebatara, así que lo entendía, aunque no le gustaba verlo así, él era el fuerte de los dos.

—Nunca lo haré James. Si no lo hice cuando era tu esclava, no lo haré ahora. Te amo, y en serio te amo, eso no cambiará nunca.

—Tengo miedo. Miedo de que cualquier bastardo nos quite a nuestros hijos, o a ti. Hay algo que siento aquí, en mi corazón, algo que me dice que cosas malas pasarán.

—¡James!

—Es lo que siento. Creo que... es como si... no quedara tiempo.

—¿Qué dices? No pienses cosas malas James. Solo no pienses en ello.

—No es que lo piense, siento que mi cuerpo me está advirtiendo.

Era ese vacío en su estómago, el sonreír aunque aquella opresión en su garganta le recordaba que no podía ser feliz. Era ver todo con nostalgia como si fuera la última vez. No podía pasar todo eso por alto.

—Stephanie pase lo que pase recuerda que te amo, eres lo más preciado que he podido tener, tú y mis hijos, pero tú más que nadie por dármelos, y hacerme tan feliz, yo...

—James no te despidas, no hables así, no lo hagas.

Con lágrimas en los ojos lo abrazó.

—Nada malo pasará, estamos juntos, todo estará bien, estamos protegidos y por fin estamos todos, Charles está con nosotros, seamos felices. No te despidas porque no podría vivir sin ti y lo sabes.

James se abrazó más a ella e intentó dejar sus pesadillas a un lado, pero sabía que no podía simplemente no hacerles caso.

"Antes de que te hagan daño solo acaba con ellos"

***

—¿Qué yo qué? —Arthur sabía que quería crecer, demostrar que era un hombre, pero eso de irse lejos de casa no le gustaba mucho.

—¡¿Esa es tu solución?! ¡Enviar a Arthur a la academia militar! —gritó Stephanie. Si antes dijo que nunca odiaría a James, ahora sopesaba la idea.

—Debe saber defenderse, así como Charles sabe hacerlo.

—Owen no fue nunca a la academia militar —refutó Stephanie—. Él podría enseñarle. No quiero que se lleven a mi niño lejos y menos a algo tan peligroso.

—El hijo de Alberth...

—Alberth es Alberth , nosotros no tenemos por qué imitar lo que hace.

—Aunque sea dejemos que Arthur decida. Hijo ya estás grande. ¿Quieres ir a la academia militar?

Arthur prefería que fueran sus villanos padres los que tomaran una decisión así, que le ordenaran y él solo obedeciera a regañadientes, con la excusa que sus padres lo obligaban y nada podía hacer. Pere tener el poder de elegir se le hacía una opción difícil. Si decía que no era un cobarde, pero si decía que sí era un mentiroso.

—¿Tan solo puedo pensarlo? ¿Cuándo tendría que irme?

—En enero del año que viene —respondió James.

—Eso no pasará porque no irás.

Stephanie tomó la mano de Arthur y lo jaló con ella lejos de ese salón, todo lo lejos posible de James.

***

—¿Pasó algo? —preguntó Owen sentándose al lado de James en el comedor.

—¿Crees que sea mala idea que Arthur entre a la academia militar? Se supone que todo príncipe debe hacerlo, debe saber defender a su país. ¿Tú irías con él?

—¡¿Qué?!

—Tú eres el futuro Rey, debes estar preparado, y aunque parecieras estar más que listo, hay que cumplir con esa formalidad. Solo irías por un año, tal vez así Stephanie acepte enviar a Arthur.

—Si es mi deber hacerlo, lo haré.

James sonrió y volvió a su comida. Owen sabía que nunca pondría un pie dentro de la academia militar, no es que le asustara, ya que él creció en una, o al menos se le parecía, es solo que nunca de los nunca estaría al servicio de la fuerza militar que más odiaba.

—No sabía si decirte, pero creo que estás listo.

Owen dejó sus cubiertos a un lado para prestar atención.

—Una operación especial logró atrapar a un grupo de rebeldes que estaban instalados en las afueras de Londres, unos incluso intentaban escapar por el océano.

Owen escondió su sorpresa tomando un poco de agua.

—Ahora están acá en Londres y hoy serán fusilados en público para demostrar que nadie que ataque a la corona sale ileso.

Owen tragó saliva y palideció, más pudo disimular la tribulación que llevaba por dentro.

—Quiero que me acompañes, así demostrarás aún más lo listo que estás para tomar el reinado en mi ausencia, y podrás conocer la cara de esos asesinos que casi se llevan la vida de tu hermano. No le pregunté a Arthur porque sé que Stephanie me mataría si lo llevo a ver una condena de muerte.

—Claro que iré.

Owen no quería ir y ver morir a los suyos, pero necesitaba hacerlo, tal vez encontrara la posibilidad de salvarlos.

***

Todo el camino hacia el juzgado estuvo en silencio. Intentaba pensar en la forma de salvar a esos hombres, debía saber quiénes eran, pero a la vez, ¿qué pasaría si lo reconocían? Tal vez fue una mala idea ir, Joseph se lo habría prohibido pero él necesitaba hacerlo.

Por más vueltas que le daba en su cabeza no había forma de que pudiera liberar a esos hombres, y toda esperanza se esfumó cuando entró al fuerte. Una gran estructura repleta con soldados en cada esquina. Nunca podría salir de ahí siendo Owen el rebelde.

Caminó siguiendo a James, y se detuvo en seco al ver la cantidad de rebeldes que tenían atados esperando su fin. Todos estaban amordazados y eran un total de quince, según pudo contar Owen en su mente.

Cinco de ellos eran los que vivieron con él en la casa de Sebastian, nunca los toleró, pero eso no quería decir que no fueran parte de su familia. Ellos lo miraron con firmeza, no le pedían socorro, solo le estaban recordando la labor que tenían. Owen entendió más que nunca que debía asesinar a James, no había cabida para la duda en ese aspecto, tenía que hacerlo.

James notó la mirada de esos hombres en su hijo y se asustó. Charles se veía turbado, su piel palideció y pensó que no había sido buena idea llevarlo.

—¡Cubran sus rostros! —ordenó James.

"¡Maldito cobarde! ¿No puedes mirar a los ojos a quienes asesinas?"

Por fortuna James estaba de espaldas a él para no notar la expresión de odio de Owen hacia él.

Owen pudo notar que otro de los rebeldes, uno que no estaba en el grupo de los cinco, lo miraba atentamente y con sorpresa. Un gran nudo se alojó en su garganta al reconocer quién era. Cuando estás acostumbrado a no recibir amabilidad de parte de nadie, llegas a atesorar a ese alguien que alguna vez mostró un mínimo de compasión.

En todas las edades de Owen siempre hubo alguien que hizo su vida menos gris, que con su trato y gestos le devolvía la fe en la humanidad. El hombre mayor frente a él fue uno de ellos. Owen nunca olvidaría su llegada al campamento del clan, lo triste que se sentía, la gran fuerza que estaba haciendo para no llorar, y como ese hombre se sentó a su lado y le extendió una manzana. Fue ese hombre, no Joseph, quién le enseñó a disparar, le enseñó de plantas y a cazar, no era alguien de dar abrazos y besos, pero a Owen le bastaba con lo que recibía. Fue ese hombre el que lo ayudó a dejar el clan y empezar su vida en el mar.

El hombre alzó la barbilla, en el típico gesto que le daba cuando hacía algo bien. Los ojos de Owen se cristalizaron cuando ese rostro fue suplantado por una tela de saco que lo cubrió.

Tuvo que de verdad poner todo de su parte para no derrumbarse. Cerró los ojos ante la primera fila de hombres que fueron fusilados, y los abrió para ver como la segunda y última fila se despedía de este mundo.

"James Prestwick disfrutaré tanto cuando te corte la cabeza"

***

Diana ya no se hospedaba en el palacio. Elizabeth no soportaba el estrés de no poder contarle a Stephanie los eventos desafortunados que acarreaba su familia. Diana no se opuso a irse a su casa, ya que ella quería evitar seguir pensando en Owen y su parecido con David. Había acompañado a Amelie a alguno de sus laboratorios y lo que estaba aprendiendo le gustaba, aunque entendía poco.

Ahora se encontraba en el palacio debido a que Amelie fue a revisar a Arthur. Ella dejó a Amelie en la habitación del menor y se quedó sentada con Jo afuera del carruaje, no tenía ganas de entrar.

Jo, era un joven de su misma edad, de cabellos negros muy rizados, de piel muy blanca y muchas pecas en la cara. A Diana le agradaba lo brusca que era, parecía una niña salvaje. Todo le impresionaba, pero nunca se sentía avergonzada ante extraños, era como si en su mundo no existiera diferencia de ningún tipo, todos eran iguales. Por esa razón Amelie nunca la dejaba entrar al palacio, dónde el protocolo era la orden del día.

Amelie encontró a Jo en el último viaje que hizo a Francia. La joven estaba robando, y tal vez para su fortuna le robó a Amelie uno de sus cuadernos. Amelie no se molestó, le ofreció una mejor vida y Jo no teniendo a nadie aceptó irse con la extraña mujer.

Diana observó aquel cuaderno viejo que Jo siempre que estaba aburrida sacaba, y ahora danzaba en sus manos.

—¿Qué es eso?

—G.P —señaló las letras ya un poco desteñidas marcadas en el cuero. Estaba feliz de saber qué letras eran esas. Amelie había comenzado a enseñarle a leer, pero apenas y entendía algunas palabras—. Ahora sé que son de George...

No pudo seguir hablando porque alguien la empujó y el cuaderno cayó a sus pies.

***

Owen estaba furioso y triste, no podía adivinar que tras ese carruaje había alguien, así que pasó por él tropezando con algún harapiento. Al levantar la vista fastidiado se encontró con Diana y tragó saliva para disculparse.

—Lo siento señorita... —¿Cómo es que no recordaba su apellido?

—Conrad, señorita Conrad —respondió Diana percibiendo que Owen estaba algo tenso.

—Eso, señorita Conrad.

—No se disculpe conmigo sino con Jo, la tropezó a ella.

Owen miró a la joven y supo que era alguna sirvienta o algo así, estaba despeinada y su ropa era muy humilde. Intentando parecer amable se agachó, tomó aquella cosa a los pies de la joven y se lo dio.

—Tome, estoy apurado, si me disculpan, pasen buenas tardes señoritas.

Jo limpió el cuaderno y volvió a guardarlo entre los pliegues de su falda, continuaría su lectura luego.

***

Owen entró a su habitación queriendo romper todo lo que había en ella, quería gritar, maldecir, salir y acabar con la vida de ese desgraciado.

—Creciste viendo a los nuestros morir. ¿Por qué te impresionas ahora?

Owen estupefacto volteo a su derecha encontrándose con Joseph recostado en la ventana fumando un puro.

—¿Qué haces aquí? Amelie todavía está en Londres, no ves lo peligroso que es. Si ella te ve...

—Dudo que pueda reconocerme, reconozco que la vida me ha tratado mal, no soy el mismo de hace dieciocho años. Simplemente la evitaré para no tentar al diablo y punto. Tenía que venir.

—¿Cómo sabes que los vi morir?

—Yo lo sé todo.

—¡Quiero matarlo Joseph! Quiero hacerlo ya, esta misma noche, no podré aguantar más con esta farsa.

—Tranquilo no hemos planeado esto por tantos años para que tú arruines todo por un ataque sentimental. Esto no se trata de ti ni de mí, sino de un cambio.

—Pero Joseph.

—¡Un mes! Esa noticia venía a darte. En un mes es el aniversario de la muerte del antiguo rey, el mes en que el rey Alexander ascendió al trono.

—Que poetas se han vuelto.

—En un mes hay fiesta, lo ideal para asesinarlo y que un nuevo rey se erija, ese serás tú. ¿Acaso quieres perder lo que tienes? Puedes tener la cabeza de James y continuar con tu madre y hermanos, continuar siendo de la realeza. Te mereces esto.

—No lo merezco, lo tomé —razonó con pesar.

—Pues por algo somos asesinos. Duerme un poco muchacho. Comenzó la cuenta regresiva de los días del rey. El reloj hace tic tac.

Owen no podría esperar a que el mes pasara. Contaría cada día recordando los rostros de todos los que habían muerto a manos de James Prestwick. Sí, James hizo todo eso en venganza por su hijo, pero la vida de su hijo no valía tantas otras vidas.

"Morirás y sabrás que yo lo hice, verás mi rostro al hacerlo y te irás con el dolor de creer que soy tu hijo".

20 de Octubre 1849. Sojonia. Alemania.

Adelaida no se acostumbraba a matar animales, podía cocinarlos pero eso de quitarles el cuero y los órganos, no era lo de ella. Allí estaba con los ojos cerrados escuchando a David quitarles la piel a esos pobres conejos.

—¿Terminaste?

—¡No abras los ojos! Yo te digo cuando.

David sonreía ante la expresión de asco de Adelaida, tenía sus ojos tan presionados que unas leves arrugas se formaban alrededor, incluso tenía los oídos tapados, aunque ya desde hace rato que los conejos estaban muertos.

—Sería mejor si te quedaras en la casa y yo te los llevo ya listos —comentó David jalando la piel del segundo conejo.

—Yo quería aprender, pero no pude.

—No tienes que hacerlo, hay cosas que no deberías hacer para eso estoy yo.

—Quiero ser autosuficiente.

—Ya lo eres.

Adelaida sonrió, iba a abrir los ojos pero el grito de David la detuvo.

Llevaban casi un mes desde que David se enfermó, y esa noche transmutó a Adelaida por completo. Ahora ella se encargaba de la comida, tenían un pequeño huerto escondido, tal y como ella recomendó, y entre Allen y él cazaban para tener proteína. Un hombre subía cada semana a darles su escaza porción de comida, pero ellos por su cuenta se estaban alimentando bien.

En cuanto al terreno ya Allen y David lo habían limpiado y arado, justo ese día comenzaron a sembrar las semillas. Les quedaba esperar que el clima fuera favorable y tener su cosecha en el tiempo previsto. Para celebrar comerían conejo.

—Listos, puedes abrir los ojos.

—Gracias... ¡Uy! Tienes que bañarte, estás lleno de sangre de conejo, lava esa ropa.

—Como ordenes.

Ya se había hecho habitual entre Allen y él tratar a Adelaida como si fuera su patrona. Ella amaba dar órdenes.

—Yo iré cocinando esto.

—Espera, me lavo las manos y te acompaño.

—Te dije que te bañaras.

—Sí, pero primero te acompaño.

—¿Qué puede pasarme de aquí a la casa?

—No lo sé, y mejor no averiguarlo. Vamos.

Adelaida continuó fingiendo molestia por ser sobreprotegida, la verdad era que le encantaba que se preocuparan por ella, incluso Allen en una ocasión casi la mató cuando se fue sola un poco más allá del río buscando bayas.

***

—¡Oh por Dios! Esto está muy, muy bueno —exclamó Allen con un pedazo de conejo saliéndose de su boca.

—Que te he dicho de comer con la boca abierta —regañó Adelaida.

—Estamos en confianza, deja tu finura, toma ese muslo y embárrate la cara comiendo. Algo bueno tienes que sacarle a ser esclava.

—Honestamente amo poder insultar sin que suene impropio, y me encanta no tener que tratar a nadie de Señor, Señorita, usted.

—Eso es porque estamos en medio de la nada, pero a los esclavos nos tocan palabras peores: Amo, Ama.

Adelaida calló ante las palabras de David, ella llevaba viviendo esos días como si fueran una aventura, como si en unos días volvería a su vida normal, pero esa no era la realidad, hasta su muerte sería una esclava, y algún día tendría que pronunciar aquellas horribles palabras.

—Adelaida lo siento no quise... —David notó el cambio en su humor, pero no tenía forma de remendar lo hecho.

—Es la verdad, no hiciste nada malo. Continuemos comiendo, miren que hay moras silvestres de postre.

***

Después de la cena Allen se entretuvo tallando un caballo de madera, y Adelaida decidió salir afuera para mirar un poco las estrellas. Decidió ser servicial para tener algo en lo que entretenerse y no sumirse en la depresión, pero había veces, como esa noche, que la realidad la aplastaba.

—No es bueno que agarres mucho frío. —David se sentó a su lado cubriéndola con una de las cobijas.

—Hoy no hace tanto frío. La noche está hermosa, mira la luna.

—Hay algo especial en la noche. En el día nadie se toma el momento de ver el sol, nadie puede hacerlo directamente, y son pocos los que observan el atardecer, pero en la noche es imposible ignorar la luna, ella está ahí brillando en la oscuridad, llevándose toda la atención. No sabes quién esté al igual que tú observando la luna desde algún lugar recóndito.

—¿Crees que mi mamá y Diana lo hagan?

—Estoy casi seguro que sí.

Se quedaron largo rato en silencio, perdiendo sus pensamientos en la gran luna llena sobre ellos. David desvió su mirada hacia Adelaida, ella parecía llevar la luna en sus grandes irises grises. Era como la luna, hermosa, fría y sola.

—Eres muy diferente a lo que creía que eras —comentó David algo apenado, por lo general era difícil decirle algún elogio a Adelaida, nunca sabía cómo se lo tomaría.

—Yo también creo que soy muy diferente a quien creía ser. La antigua yo no estaría cocinando conejo.

—¿Qué estaría haciendo?

—No sé... Creo que le prepararía una buena torta de chocolate y cereza a mi esposo —respondió sonriendo.

—¡Cerezas! Nunca he comido cerezas. —No quería parecer que se incluyó en la referencia a: esposo. Aunque en efecto eso era de ella, al menos ante la ley.

—¿En serio?

—Sí. Comí cosas muy sabrosas en casa de la reina, ella siempre me cocinaba, pero no probé las cerezas.

—Algún día tienes que hacerlo. Tú siempre has querido una casa, una cama, comida, cobijas, un perro... una oveja y un violín ¿No? —David asintió, le sorprendía que ella lo recordara—. En cambio yo quiero chocolate, cerezas, harina y azúcar para hacer una torta.

—¿Solo eso quieres? —preguntó divertido.

—Es lo que más quiero en estos momentos, una buena pieza de pastel. Pero podemos incluir esas cosas en tu casa, ¿no?

La sonrisa que iluminaba el rostro de David se desvaneció, y Adelaida sospechó la razón. Él no sabía que responder, y por la expresión de Adelaida supo que ella conocía la dirección de sus pensamientos.

—Yo no estoy incluida en tu casa, ¿cierto?

¿Cómo podía David contestar a ello? Su silencio dijo más de lo que sus palabras podían expresar y Adelaida recobrando su orgullo se puso de pie.

—Adelaida espera, yo...

—No importa, tú tampoco estás incluido en mi casa, después de todo tú asesinaste a mi novio.

—Y tú entregaste a Hanna a Lady Cowan. —Ya estaba harto de ser acusado y quedarse callado, él podía guardar tanto rencor hacia ella, como ella hacia él—. ¿Quieres saber cómo murió? ¿Hasta dónde llegaron tus planes?

—¿De qué hablas?

—Deja de fingir. Tú engañaste a Hanna, la enviaste a ese lugar para que Lady Cowan la encontrara. ¿No te detuviste a pensar en el daño que hiciste?

—Yo no hice nada de eso. Ayude a Hanna, incluso logré enviarte la carta a ti. Lady Cowan nos secuestró a Diana y a mí. Amenazó con matar a Diana así que le hablé de Hanna, pero sin decir dónde se encontraba, ella luego amenazó con matarme a mí, y fue Diana la que le contó dónde se encontraba Hanna, dónde te encontrabas tú, todo.

David no supo cómo reaccionar a ello. Adelaida estaba aguantando las ganas de llorar, recordar esa noche no era lindo.

—No culpes a Diana tampoco porque ella lo hizo para salvarme a mí, estábamos entre la espada y la pared. Yo quería a Hanna, era más amiga mía que de Diana, era mi dama de compañía, no había nada que le ocultara a ella, absolutamente todo se lo contaba y ella siempre me apoyaba. No por eso digo que dejes de odiarme porque por mi culpa Lady Cowan te conoció, yo le hablé de ti a ella, así que igual soy la responsable de tus desgracias, pero lo estoy pagando.

Adelaida corrió dentro y se lanzó en su pedazo del suelo, cubriendo su rostro para esconder sus lágrimas de Allen. Él por respeto salió fuera, dándole un poco de privacidad. Miró a David hincado un poco más allá y no entendía qué pudo pasar.

***

Al día siguiente Adelaida ni siquiera miraba a David, y él no sabía cómo abordarla. Una carta llegó y eso liberó un poco la tensión.

Los dos estaban al lado de Adelaida esperando que ella leyera la comitiva.

—¡Iremos a Londres! —gritó Adelaida emocionada.

—¡¿Qué?! —preguntaron Allen y David al unísono.

—Aquí dice que hoy mismo emprenderemos nuestro viaje a Londres. William pide que sirvamos de esclavos allá. Si estamos en Londres tal vez pueda ver a Diana y a mamá, tú podrías ver a tu hermano David. ¡Oh! ¡Iremos a Londres!

Adelaida dejando la noche anterior a un lado se abrazó a David celebrando. Tal vez en Londres las esperanzas de recuperar su antigua vida volverían.

28 de octubre 1849. Londres.

Solo dos semanas y James moriría. Owen se sentía más preparado que nunca. En el palacio Aimé había notado lo extraño y ausente que estaba, constantemente le pregunta qué le ocurría, pero él siempre lograba evadir la respuesta.

En esos días se entretuvo enseñándole a Arthur y Aimé técnicas de lucha, aunque Arthur por su condición no podía hacer mucho esfuerzo.

Amelie viajó por unas semanas a Irlanda, así que no verla a ella ni a Diana, aligeró el estrés en el que vivía. Le era casi imposible ver a James sin romperle la cara, y lo peor es que últimamente debía estar con él para atender asuntos del reino.

Quiso escapar un rato, necesitaba hablar con alguien para desahogarse y pensó que no había nadie mejor para ello que su amiga Athalía. Creía recordar el prostíbulo en el que trabajada, así que burlando a los guardias se encontró caminando en las atestadas calles de Londres. Llevaba un sombrero que intentaba cubrir bien su rostro.

Ya estaba cerca de su destino cuando una carreta se atravesó en su camino. Molesto espero a que la carreta descargara, supo por el sonido de las cadenas que bajaban a un par o trío de esclavos, no le interesaba aquello, así que comenzó a jugar con su reloj de bolsillo, hasta que escuchó su nombre provenir de una voz conocida.

—¡Owen! ¡Hermano!

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Como es muy largo este capítulo lo dividí en dos partes. Como esta semana estaré algo ocupada supongo o estimo que subiré la continuación entre jueves y viernes. Es que debo estudiar mucho para una practica de laboratorio que me toca el miércoles. 

Los capítulos 20, 21 y 22 si no los dividiré, serán bastante largos, pero sé que así ustedes los aman. 

Muchas gracias por leer!!!! 

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Por cierto se lo dedico a Julimar que cumplió años en estos días. Gracias por ser mi lectora desde que comencé a escribir ya en el 2013. De verdad siempre agradeceré todo tu apoyo. 

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