¿Quién eres tú?

Levantó la mano y el coche paró. Se subió y dijo hacia dónde se dirigía. Pasaron un par de minutos hasta que se dio cuenta de que no iba a dónde él quería... y que tampoco estaba subido en un taxi. Miró entonces al conductor del vehículo, para pedirle disculpas por aquel error, y preguntarle por qué había dejado que lo cometiera.

—No es un error, Cristian —dijo aquel, ahora enigmático, conductor.

—¿Qué? —preguntó sin dar crédito a lo que oía—. ¿Quién es usted? ¿Y por qué sabe...?

—Sé quién eres porque te conozco —interrumpió el enigmático, y ahora obvio, conductor.

El enigmático obvio continuó conduciendo, mientras Cristian seguía sin dar crédito a aquella extraña situación. Los ojos los tenía a punto de irse a Cuenca, digo... de salírsele de las cuencas.

—¿Pero quién es usted? —insistió—. ¿A dónde me lleva?

—Ya mismo lo sabrás... ¡Ahora, cállate! —contestó el enigmático, obvio, y ahora violento, conductor.

Se recostó un poco sin creerse aún que algo así le estuviera pasando a él. Aquel enigmático, obvio y violento hombre le estaba llevando a algún sitio de vete a saber dónde, y encima lo hacía a cara descubierta, por lo que pensaba que no tenía escapatoria.

«Joder, de esta no me escapo».

En efecto, pensaba eso. Por fin, el intenso trayecto llegó al final.

—Sal —dijo el... conductor.

Quiso salir del coche lo antes posible, pero al hacerlo se golpeó contra el techo, lo que lo retrasó un poco.

—¿Estás bien, inútil? —le preguntó el enigmático.

—Me has secuestrado y encima me duele la cabeza, ¿a ti qué te parece?

—No sé, por eso lo pregunto. ¿Lo estás?

—¡No!

«Será obvio el tío» pensó.

«Te estoy escuchando, inútil». Pensó el enigmáticamente obvio, violento, y ahora telepático, conductor.

—¡¿Pero qué...?! ¡Me cago en Peneke! ¿Quién eres tú, tío?

—En efecto... tu tío.

Cristian comenzó a mirar hacia todos lados, buscando una respuesta, o tal vez una cámara. Se preguntaba de dónde había salido aquel tipo y qué quería de él. Pero claro, lo pensaba pero poco, porque el otro tenía la oreja mental puesta.

Estaban frente a un caserón que parecía deshabitado...

«¡Esto es tan típico! Un caserón deshabitado, se podría haber descrito algo mejor». Ha pensado el enigmático, obvio, violento, telepático, y ahora comentarista de la historia junto al narrador, conductor.

El caso es que estaban frente a un caserón deshabitado y punto. También de forma típica y evidente, la puerta se abrió sola, acompañándose de un sonido chirriante y aterrador, algo que no sorprendió ni asustó a Cristian, quien ya estaba desde hacía mucho, cagado de miedo.

Un tipo extraño les...

«¿Extraño? ¿Pero tú dónde has estado metido, buen hombre?».

Mira, telepático de mierda, yo digo lo que me da la gana, que para eso soy el narrador.

Como iba diciendo... un tipo de lo más extraño esperaba dentro. Sostenía sobre sus manos una cruz de palo, roída por la carcoma, que le sirvió para señalar el camino que debían tomar, aunque se lo podría haber ahorrado, porque el telepático este lo sabía, claro está.

Por aquel estrecho pasillo, llegaron a una gran sala llena... de polvo, porque otra cosa no tenía. Cristian empezó a estornudar sin poder frenar aquella reacción.

—Esta es tu prueba —le dijo el enigmático, obvio, violento, telepático, comentarista de la historia y también, tío de Cristian.

—¿Qué prueba? ¡¿Pero qué carajo me estás contando?!

—Tu prueba para recibir tu parte de la herencia.

—No, en serio. ¿Qué leches me estás contando?

—Siéntate, te lo explicaré.

—¿Dónde? —preguntó mirando a su alrededor.

—En el suelo, por supuesto.

—Sí, claro... ni que fuera imbécil.

«¡Que te sientes digo!» le pensó.

Cristian se desplomó al instante, no estaba acostumbrado a oír voces en su cabeza, por lo menos no tan claras y autoritarias como esta.

—Así me gusta —dijo el enigmático, todas las demás cosas y, ahora también bastante chulo, tío de Cristian.

Nuestro protagonista no dejaba de estornudar y moquear. No podía contener las lágrimas y aquel picor de ojos se le había insoportable. Mientras, el tipo místico no se arrancaba a contar su historia. ¡Venga ya!

«Ooooooommmm... Oooooooommmmm... No me estreses. Yo voy a mi ritmo» me dijo.

—Verás —comenzó por fin el tío enigmático—. Aquellos que vayan a recibir mi herencia tendrán que superar una prueba de fuerza. Pero de fuerza espiritual.

—¿Lo qué? —pudo contestar entre estornudo y estornudo.

—Yo he desarrollado una fuerza mental, que ha sido vital para deshacerme de esos defectos o taras que limitaban mis movimientos. Tú, uno de mis tres posibles herederos, tendrás que hacer lo mismo para poder ser merecedor de mi herencia.

—Pero...

—Déjame terminar —interrumpió—. Estarás en esta habitación llena de polvo y nunca limpiada, hasta que desaparezca, aplicando tu fuerza mental, esa alergia que te coarta.

—¡Qué dices! Que le den por saco a tu herencia, yo me largo de aquí —dijo levantándose.

—Te equivocas —contestó sujetándolo de un hombro con una mano, y volviéndolo al suelo—. No tienes opción.

—¿Cómo que no tengo opción? ¿Estás loco o qué? ¿No ves que lo estoy pasando mal? —dijo sin dejar de moquear—. Seas quien seas deja ya la bromita.

—No es ninguna broma, como tampoco es broma que no tengas opción.

—Mira... renuncio a esa herencia, que se la lleven los otros dos.

—Los otros dos están demostrando su valía, aunque aún no han logrado el éxito.

—¿Sí? Y qué están haciendo, a ver.

—Uno de ellos tiene miedo a las alturas y lo están tirando una y otra vez en paracaídas.

—Estás loco. ¿Cuándo acabará su tortura, cuando no se le abra el paraca?

—Cuando deje de cerrar los ojos.

—¿Y el otro? —preguntó curioso, mientras seguía estornudando.

—El otro lleva encerrado en un ascensor unas cuantas horas. En el momento en que deje de llorar y patalear, conseguirá estar en paz consigo mismo.

—Conseguirá un ataque al corazón, eso conseguirá. ¡En serio que estás loco!

—Después me darás las gracias.

«Lo que te voy a dar es...»

«Eh, eh, eh» interrumpió el pensamiento. «Recuerda que te vigilo siempre». Pensó en tono amenazante, mientras con el dedo índice se señalaba la cabeza.

—Pero... lo suyo es miedo, que sí que puede desaparecer. Pero lo mío no es psicológico, es patológico, no hay remedio.

—De nuevo te equivocas. Si controlas tu mente, lo controlas todo.

—¡¿Pero tú qué te has fumao?!

—Fumar es una debilidad, no me lo permito —contestó el enigmático, obvio, violento, telepático, comentarista de la historia, y quien no entendía el sarcasmo, tío de Cristian—. Ahora comienza tu prueba. Recuerda que te estaré vigilando, y que no estarás ni un minuto más del necesario. Ni un minuto más... pero tampoco uno menos.

Acto seguido se fue, sin que Cristian pudiera impedirlo y sin poder escapar.

No dejaba de estornudar, ni de llorar. Respiraba con bastante dificultad y no hacía más que maldecir el momento en que levantó la mano y el coche del psicópata paró, además de rezar por acostumbrarse al polvo de aquella habitación el tiempo suficiente para que el telepático chiflado lo liberara.

Pasaba el tiempo más lento que nunca. Se sentó en el suelo con sumo cuidado, para no levantar demasiado polvo. Ya apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que no opuso resistencia y los cerró. De todas formas, allí no había nada que ver. Era una simple habitación sin un triste sofá, o una triste silla. Pero sí llena de cortinas y alfombras para que pudieran acumular más ácaros si era posible.

Al cerrar los ojos, y entre estornudo y estornudo, se le venían a la mente momentos de su vida. Aquellas noches que tuvo que pasar en el hospital, mientras le ponían el oxígeno, e imaginaba historias con aquella "Hormiga atómica" dibujada en el pabellón infantil. O los momentos previos a aquella inyección mensual que le ponían para la alergia.

Por supuesto que aquello le cortaba. Claro que no le gustaba que, en ciertos momentos, tuviera que depender de una bombona y de una mascarilla para poder respirar pero no podía entender por qué a aquel extraño individuo le importaba tanto. No entendía por qué pretendía obligarle a deshacerse de algo que, como mucho, solo podría ocultar, y no hacer desaparecer.

Notaba que le empezaba a pesar el cuerpo, que apenas tenía fuerzas. Se dejó caer hacia atrás, dándole igual las motas de polvo del suelo que volaban hacia su nariz, lo que hizo que estornudara con mayor intensidad.

Decidió ahora pensar en momentos más felices que las noches de hospital, o las tardes de inyecciones. Las imágenes se sucedían una tras otra. Personas que habían pasado por su vida, quedándose en ella más o menos tiempo. Amigos de la infancia que le alegraron el colegio. Amigos de instituto que le enseñaron a vivir. Amigos eternos de los que nunca se separó. Y sus padres... aquellos padres tan geniales que siempre lo apoyaron en todo y que, por desgracias, nunca le hablaron de que tenía un familiar loco, si es que realmente era su tío.

Se le antojó que aquello era el guión de una mala película, y que su vida, era el tema principal. Pensó que aquellos recuerdos de amistades tenidas o perdidas, halladas o conservadas, eran solo preludio del final. Porque se dice que ves pasar tu vida ante tus ojos antes de morir.

De pronto una voz en su cabeza le advirtió de algo.

«Tan solo quedas tú...».

—¡Serás hijo de perra! —dijo levantándose rápidamente—. Espero que no le haya pasado nada a nadie, si no desearás estar muerto. Y créeme, tu "fuerza mental de los cojones" no te servirá de nada.

«Guarda tu ira para mejor ocasión. Ahora no te ayuda».

—Pero qué equivocado estás. Mantente en antena que en cinco minutos estaré listo —dijo con más rabia que nunca.

Pasaron más de cinco minutos, pero al fin consiguió que los ojos le dejaran de llorar. Los estornudos también le dieron alguna tregua y, entonces, una pared se abrió dejando al descubierto aquella salida que se le había antojado casi imposible.

Un angosto pasillo le llevó hasta otra enorme sala con grandes ventanales, que dejaban pasar la luz del sol, que le parecía mucho más brillante que nunca.

—¡¿Dónde estás?! —gritó.

—Aquí —contestó escuetamente, sobresaltando a Cristian, quien hubo de volverse para verlo—. Lo has hecho bien.

—No es para mí ningún cumplido.

—No pretendía quedar bien.

—Me alegro, porque si lo hubieras pretendido habrías fracasado en tu intento. Por cierto, ¿no tendrás una pistola por ahí, no?

—Pues sí que la tengo de hecho.

—Pues déjamela, anda. Que tengo ganas de pegarte un tiro, hijo de...

—No te servirá de nada —interrumpió—. Si lo miras fríamente, te he ayudado a deshacerte de esa estúpida debilidad.

—¡¡Encima querrás que te lo agradezca!! —gritó de nuevo—. ¿Qué más da tener una debilidad?

—¡No quiero herederos débiles! —dijo entonces él, subiendo también el tono.

Cristian sonrió sarcásticamente, aunque el enigmático, obvio, violento, telepático, comentarista de esta historia, tío de Cristian no entendía el sarcasmo.

—¿De qué te ríes?

—¿Acaso crees que vas a morir fuerte? Seguramente morirás agonizando como desgraciado que eres. No es malo tener debilidades, porque eso es de humanos...

—Es de humanos el superarse —interrumpió una vez más.

—Claro, pero tú no eres nadie para forzar esa superación.

—¡Yo lo que soy es un ser superior! —dijo con aires de grandeza.

—Un gilipollas es lo que eres tú. Seguro que nadie te ha querido nunca, porque entre otras cosas te mereces estar solo. Probablemente, a tu casa no se acerquen ni las cucarachas.

—Te equivocas. Tengo grandes amigos en las cucarachas.

Antes de que Cristian pudiera alegar nada acerca de esa última y extraña afirmación, sonó un portazo.

—¡Serás hijo de puta! —dijo uno de los dos que habían llegado tan airados, mientras se iba hacia el místico y lo cogía del cuello.

—Quieto, Jorge —le dijo el otro sujetándole.

—¿Cómo que quieto? ¡¡Cuatro horas me ha tenido encerrado en un ascensor enano, y tú vas y me separas!!

—Sois vosotros... —pudo decir entonces Cristian.

—¿Y quién carajo eres tú? —continuó gritando Jorge.

—Es el tercero —comentó el otro en su lugar, aunque sin estar muy convencido—. ¿Verdad? Eres el otro —se dirigió a él.

—Sí, soy Cristian. Salí hace un momento, y llevo un rato pensando una muerte lenta y dolorosa, en la que una enorme fuerza mental no sirva de nada.

—Yo soy Santi, el del vértigo, y este es mi hermano Jorge, el estresado por la claustrofobia.

—No, en serio, ¿qué os pasa? ¡Vamos a cargárnoslo ya! ¿No querías herederos fuertes? —le dijo al místico—. Pues fuertes no sé, pero herederos vamos a ser ya mismo.

—¿Vais a acabar alguna vez de decir tonterías? —dijo el enigmático (y todo lo demás), en un tono amenazante—. Porque tengo mejores cosas que hacer.

—¿Ah, sí? ¡¿Tienes que joderle la vida a alguien más?! —gritó de nuevo Jorge.

—A vosotros os he solucionado la vida. Tendríais que estar agradecidos.

—Me das pena —comentó Santi.

—¿Qué? —preguntó confuso el místico.

—Que me das pena —repitió de forma lenta y vocalizando demasiado—. Porque no somos nosotros los débiles, sino tú.

—¿Qué? —repitió sin dar crédito a lo que oía.

Los tres en ese momento se dieron cuenta de que podían matar a aquel extraño individuo, pero le daría igual, porque estaba mentalizado y preparado para soportar estoicamente esa reacción, bastante previsible por otra parte. Sin embargo, observaron en ese atisbo de duda, que no estaba preparado para oír críticas o verdades y, mucho menos, para que pusieran en duda su método o manera de vivir, y era por ahí por donde pensaban atacar.

—¡Un ser superior! dices —comentaba Cristian, imitando su grandilocuencia anterior—. Tú no sabes ni lo que es eso.

—Si fueras un ser superior ayudaría a los demás a superar sus miedos, pero aceptándolos tal y como son —dijo ahora Jorge.

—Sí, sin imposiciones, y sin obligarles a tirarse treinta y siete veces en paracaídas sin poder siquiera parpadear. No es muy sencillo, ¿sabes? —añadió Santi.

—Y además tu método... —comenzó a atacar Cristian—. Tu método es una auténtica mierda. Porque, por si no lo sabes, seguramente Jorge no vuelva a subirse a un ascensor en la vida...

—Y yo desde luego voy a mudarme a un bajo —completó Santi, acercándose a Cristian y pasándole el brazo por encima de los hombros.

—Exacto —siguió Cristian—. Y en cuanto a mí... en cuanto a mí...

Se calló de pronto, haciendo una mueca extraña con la cara.

—Y en cuanto a él —dijo Jorge mirándolo para que acabara su frase.

—Creo que me está dando un infarto —consiguió decir en un hilo de voz. 

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