Capítulo 10 - Soy yo
El asombro se estaba prolongando demasiado. Y ya eran las siete de la mañana. Desnudo o desnuda, como el mismo cuarto deshabitado, se puso de pie y sentía que se había encogido un poco. Era completamente una mujer o se había tropezado con un cirujano ilusionista. Necesitaba un espejo y pronto.
Inseguro o insegura brincó hacia la ventana polvorienta para ver si había mucha gente: sus miradas en ese estado serían balas letales: algo traumatizante. Si este era un sueño ya hubiera despertado por el estupor. Más que un sueño esta era una pesadilla digna de alguna película de terror.
Luego de mirar hacia la ventana miró al suelo, tratando de poner a trabajar las ideas. «¿Qué hago? ¿Qué demonios hago? », se preguntó en sus adentros. Cruzar esa puerta vieja y resquebrajada, desnudo o desnuda, era entregarse a las feroces fauces de la burla y algo más. Hizo lo primero que se le ocurrió.
—¡María, María! ¡Soy Ángel, soy Ángel! —Se había dado cuenta que su voz era la de una chica de dieciocho años.
Eran las diez de la mañana y el muchacho o muchacha se moría más de hambre que de frío. Debía arriesgarse o terminaría siendo el sueño de algún vagabundo alcohólico. El cuarto daba a entender que podía ser usado para todo, incluso para hacer un ritual vudú. Las velas derretidas en el suelo no eran nada motivantes.
Ángel se acercó a la puerta con exagerado pavor. No salía y ya sentía que su corazón quería escaparse. La puerta daba más miedo que salir al exterior. Cogió la perilla y la giró con una tembladera impresionante. Luego, asomó los ojos y los rayos del sol tocaron sus manos. Su piel se veía tan blanca como caucásica.
Sabiendo que su casa quedaba a cuatro manzanas, infló su coraje y se atrevió a salir, exponiendo un cuerpo que no era el suyo. Cruzó la puerta y se escondió en el contenedor de basura. Cubriendo sus partes corrió hasta la esquina y al dar la vuelta, dos chicos venían parloteando y, de inmediato, se dieron cuenta de él o ella. Como dos postes sin vida, Ángel pasó por entre medio de ellos y cruzó la calle. Una risa inició y murió al instante: los jóvenes pasaron de la burla al deseo en pocos segundos.
—¿Te presto ropa, amiga? —dijo uno de ellos.
Ángel llegó a una tienda de abasto y buscó refugio y sombra en un toldo. «Mierda, pero qué vergüenza... Yo no llego vivo a casa», se dijo una y otra vez. Luego, siguió caminando al ver que venían una mujer y un anciano.
Faltando solo una cuadra, Ángel corrió y, por la izquierda, tres chicas, que salían de clases, lo vieron en todo su esplendor. De inmediato, de sus bocas, salió una carcajada sonora sin pausa. El sonido ambiente se veía opacado por la risa y los comentarios burlescos que se quedaron en el aire. Ángel cruzó la última cuadra y llegó a su hogar. Ahora surgía otro problema: si antes salir era una pesadilla, entrar sería un infierno.
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