III
Antes de regresar al jardín Rodrigo se tomó todo el tiempo necesario para prepararse. Y eso incluía no solo buscar los instrumentos necesarios para lo que tenía en mente (la cámara, linternas, y otras cosas), sino que incluso se tomó sus minutos para darse un buen baño. Algunos podrían haber pensado en que era un exceso de calma, más él tenía una idea muy diferente.
¿Qué clase de locutor asistía al más importante de sus programas sucio? ¿Iba un rey a su coronación sin haberse aseado si quiera?
Antes de marcharse del baño Rodrigo se había mirado en el espejo empañado. Cabello húmedo, pómulos firmes, labios gruesos. No iba a necesitar maquillaje, su rostro era el de un ganador sin necesidad de ser exaltado por nada ni nadie.
—Es hoy —le dijo a su propia imagen y se tomó su tiempo en vestirse de la forma más adecuada posible, camisa azul ajustada, vaqueros negros planchados, y unas botas del mismo color que había comprado la semana anterior. Tomando su saco por si el frío se volvía un problema, salió del apartamento.
Allí afuera, en su coche, lo esperaba Carla, la novia del desaparecido camarógrafo que tantos programas de "Encuentros del más allá" había filmado con él.
—¿Estamos? —preguntó está cuando lo vio venir. Claramente se notaba cansada, hasta agobiada, y Clos no perdió ni un segundo en colocar su más tranquilizadora sonrisa.
—Nunca me sentí más listo —comentó feliz, seguro de sí mismo y confiado en que si su plan salía tal y como esperaba, esa noche cambiaría todo su futuro.
Para cuando estuvieron de nuevo en esa esquina que en los últimos días se convirtiera en habitual para el equipo técnico del programa televisivo, Clos extendió su mano y evitó que Carla saliera del automóvil.
—Todavía no. Tiene que ser por la noche —le dijo mirándola con total seriedad y sin desviar la mirada.
—¿Qué cosa será de noche? Te escuché hasta ahora pero no me explicaste nada y ya esto me parece demasiado raro. ¿Cómo sabes dónde está mi novio? ¿Qué está pasando? —Clos supuso que la seguidilla de preguntas tenía que llegar en algún momento por lo que la atajó con delicadeza pero rapidez colocando sus manos sobre los hombros de la muchacha y acercándose a ella lo más posible.
—Sé que no me conoces mucho pero tenes que confiar en mí —comenzó. —La última vez que estuvimos acá con Leo vimos a dos ladrones de flores. Nada del otro mundo, pero hoy, cuando vine a pedir que revisaran las cámaras me encontré con esa misma ladrona. Ella aparece y Leo no. Demasiada coincidencia. —Rodrigo se sorprendió a sí mismo con su capacidad de mentir. Durante el viaje de ida había intentado inventar alguna suerte de estrategia para asegurarse que la muchacha permaneciera junto a él el tiempo que fuera necesario más nada muy realista se le había ocurrido. Ahora sin embargo solo se tuvo que dejar llevar, soltar pequeñas frases que en sí mismas dijeran mucho y nada al mismo tiempo, y ya notaba como el interés en la mirada de Carla aumentaba.
—¿Crees que le pudieron haber hecho algo? ¿Por qué no vamos a la policía entonces? —Ah, allí estaba la pregunta central.
—En primer lugar porque para denunciar a una persona desaparecía tienen que pasar cuarenta y ocho horas pero sobretodo porque aunque lo hiciéramos y los agarraran, ningún fiscal les va a dar mucho por robar unas flores. Además sin pruebas de nada nadie va a creernos un carajo. No. Lo que tenemos que hacer es esperar. Tengo la total certeza de que van a volver y una vez que suceda, vos y yo, y la cámara, estaremos acá para grabarlos, tener pruebas de su crimen, y así poder averiguar qué corno le pasó a Leo.
Así lo dijo Rodrigo Clos, el locutor de un programa donde los ruidos casuales de la noche se convertían en pasos de fantasmas y suspiros lejanos en voces de ultratumba. Un hombre que había llegado a la televisión usando la mentira como herramienta y que sin duda se mantenía allí gracias a esa habilidad única para construir con palabras castillos en el aire.
—Está bien. —contestó sencillamente Carla quien al igual que tantos otros había caído en su red y sin siquiera saberlo danzaba ahora al compás de una mente a la que poco o nada le importaba el paradero de su novio, e incluso habría dado su vida y la de ella con toda facilidad, por un poco de rating y fama.
Los vieron aparecer cerca de la medianoche. Para ese momento ya las luces de la calle estaban prendidas desde hacía rato y sobre el portón de entrada al jardín japonés un gran candado y dos cadenas cruzadas impedían la entrada.
—Mira, alguien viene —le había dicho Carla codeándolo. Rodrigo salió de sus ensoñaciones y meditares sobre cómo proceder si esa noche nada sucedía y observó fijamente a los recién llegados. Eran tres.
Al muchacho y la mujer más jóvenes los reconoció de inmediato, simplemente porque ya antes los había visto, en ese encuentro anterior en que los pescó robando flores de aquel antiguo jardín.
Por un momento se detuvo en admirar a la muchacha, la que en cierto modo parecía ser esa misma joven, pero al mismo tiempo lucía distinta. Casi como... como si fuera otra persona.
Junto a ellos, una mujer mayor, de cabello corto y cano, caminaba despacio. ¿La madre? pensó Clos sin dejar de mirar cada detalle.
Los tres vestían una suerte de túnica blanca que arrastraban por el suelo y se pararon frente al portón de entrada.
—¿Que hacen? —preguntó Carla pero entonces las luces destellaron y luego se apagaron, dejando por un segundo todo a oscuras.
Los dos espectadores sobresaltados se llevaron las manos a los ojos y cuando volvieron a mirar solo había penumbras y restos de la cadena con el candado en el piso, cerca del portón que ahora permanecía abierto.
—Ahí'sta. Vamos, vamos, vamos —instó Clos saliendo del coche. Carla lo hizo, algo turbada por lo que acababa de suceder, con mayor lentitud. —Y no te olvides de la cámara —le advirtió el muchacho a lo que ella sacó del asiento trasero el aparato que específicamente habían ido a conseguir en la ciudad esa tarde.
—No estoy segura de esto, tengo miedo —le dijo cuando estuvieron ya cerca del portón. Del otro lado les llegaba la oscuridad del jardín japonés por la noche, esas sombras que tenían tanto de natural como de atemorizante, y a pesar de lo extraño que sonara no parecían estar invitándolos a entrar.
—Pensá en Leo —le contestó Clos —¿No queres ayudarlo si algo malo le pasó? —y tras esa pregunta se aventuró por el hueco del portón, seguro de que aquella mujer enamorada no tardaría mucho en decidirse a ir tras él. Quisiera o no, ahora los dos estaban metidos en esto.
Como el cambio de estaciones, tan real como imperceptible en un punto concreto, así era el cambio entre el jardín japonés por el día y el mismo lugar ahora, por la noche. Rodrigo y Carla se encaminaron hasta la casilla del guardia que aparecía extrañamente vacía y allí se dedicaron a observar el panorama.
Las luces de todo el lugar estaban tan apagadas como las de la calle y aunque era noche de luna llena, ver algo metros más allá no era muy sencillo.
—¿Tenes la cámara preparada? —inquirió Clos señalando el aparato.
—Sí, pero ¿para qué? —quiso saber la desconfiada y algo ansiosa mujer.
—Los vamos a grabar. Son esas las pruebas que necesitamos —.
Y tras pronunciar esas palabras comenzó a caminar un tanto agachado en dirección al centro del jardín, buscando con la mirada las blancas túnicas de quienes lo habían asaltado.
Cuando las divisó se detuvo. Carla lo hizo tras él.
Allí estaban las tres figuras.
Sus túnicas refulgían bajo la luz de la luna y el viento que las agitaba. Las manos elevadas al cielo parecían pedir clemencia. Se encontraban en un claro rodeados por bambú florecido y pequeños lagos artificiales con violetas flores dormidas sobre la superficie.
—Esto no me gusta nada —comenzó a decir Carla.
—Vos filma —la interrumpió el otro y se colocó detrás de ella levantándole los hombros para hacer que la cámara apuntara a los ladrones, cultistas, o lo que fueran.
—¿Graba bien? —preguntó. Desde lejos le llegó algo así como un cántico cuyas palabras no pudo descifrar.
Aquello era perfecto. Un evento sobrenatural real, personas que intentaban invocar al demonio o algo parecido, grabado en vivo y en directo. Cuando se lo presentara a los productores el éxito estaba garantizado.
—¿Graba o no? —preguntó con mayor violencia, acercándose al oído de la muchacha.
Carla, repentinamente pálida apartó la vista del aparato y la dirigió hacia los tres desconocidos. Luego volvió a observar la pantalla y de nuevo, a los desconocidos.
—Hay... más —dijo casi en un susurro entrecortado por el miedo. De repente comenzó a girar con la cámara a su alrededor enfocando con ella las sombras danzarinas de ese jardín oscuro. —¿Quiénes son? ¿De dónde salieron? —decía ya no entre susurros sino casi a voz de grito.
—¿Qué te pasa loca? Nos vas a descubrir —le escupió Clos furioso pero eso no logró evitar que la mujer continuara enfocando con su cámara puntos casuales en el espacio, lugares donde nada se veía ni nada había más que sombras entrecortadas por la luz de luna.
Carla ahogó un grito.
—Me está mirando —aseguró mientras enfocaba algo cerca del portón de entrada. —Me... me ve —dijo y la cámara le tembló entre las manos.
Clos pensó en decirle algo, cualquier cosa, pero detrás de ella pudo ver los brazos levantados al cielo de los tres extraños, que justo en ese preciso instante descendían tras arrojar al aire una enorme cantidad de flores que sin lugar a dudas habían arrancado de aquel mismo jardín.
Fue entonces cuando él también los vio.
Eran decenas de figuras. Apenas siluetas que avanzaban cada una a su manera. En marcha lenta, pero firme, sin rumbo aparente. Surgían por aquí y se perdían por allí.
Clos enfocó la mirada en una de esas figuras, la más cercana a él.
Era apenas un niño. Pequeño, delgado, vestía su camisa azulada y sus pantaloncitos cortos.
Y caminaba con lentitud pero sin dudar, como si ese corte sangrante sobre la cabeza no el doliera en lo más mínimo. El niño cruzó una mirada con él, sonrió, y luego siguió con su camino como si nada.
—¡Leo! —gritó Carla a su lado y lo sorprendió. Rodrigo llegó apenas a sujetar la cámara que caía de sus manos y entonces no pudo hacer más que ver cómo la muchacha se alejaba corriendo en dirección a un punto concreto del parque, un punto donde no había nada ni nadie, tan veloz que en solo segundos se había perdido entre sus pasillos y arboledas, esa extraña mezcla de naturaleza con humanidad.
Alguien le hablaba.
Rodrigo se volteó.
Una mujer alta, de negro cabello y vestida completamente de blanco, con un cubre bocas que le tapaba de la nariz a la pera se encontraba parada tras él y le decía algo en un idioma que el joven locutor no pudo entender pero parecía japonés.
—¿Qué? —preguntó este mientras la mujer repetía una y otra vez las mismas palabras.
—Ella quiere saber si le parece bonita —murmuró alguien a su lado. Clos se giró asustado. ¿De dónde había salido ese otro? Hablaba un español extraño, pero al menos comprensible, aunque llevaba una máscara muy rara sobre el rostro. Una máscara que aparentaba ser el rostro de una persona hecho de forma tan realista que le produjo un verdadero escalofrío.
Observó turbado a ese pequeño hombrecito jorobado, arrugado y casi torcido, que lo miraba con ojos de almendras tras la máscara demasiado realista.
La mujer alta le dio un golpe en el brazo y le volvió a hablar.
—De nuevo, pregunta si ella le parece a usted bonita —dijo el hombre de la máscara. —Mire, si quiere un consejo, le recomiendo decir que no. Créame, no quiere que se quite ese cubre bocas. —Y tras dar esa advertencia tan extraña se quitó la máscara, llevó su mano a la deforme espalda y desde allí mismo extrajo otra que se colocó de inmediato.
Era el retrato perfecto de un niño y con ella salió dando saltos y gritos como un enloquecido.
A lo lejos otro grito se hizo escuchar.
Era de mujer y provenía del mismo lugar por el que Carla hubiera corrido antes proclamando que había visto a su novio.
Rodrigo Clos se giró hacia los tres extraños que habían irrumpido en el jardín por primera vez pero ya no se encontraban en el claro. Sus blancas túnicas no eran fácilmente distinguibles como antes, pues ante sus ojos todo tipo de figuras aparecían y desaparecían, recorriendo los pasillos, acercándose a los árboles, andando... contempló con increíble asombro, andando por encima de los lagos y los charcos sin mojarse.
Hombres, mujeres, niños, ancianos, y otros que no parecían siquiera humanos.
Lanzó una mirada en busca de la mujer del cubre bocas pero ya no estaba allí.
En su lugar divisó a una cosa que le congeló la sangre en el lugar. Con la mitad inferior del cuerpo similar a una serpiente y la superior de hermosa mujer, esa criatura se encaminaba arrastrándose en su dirección. Clos miró alrededor y por todos lados fue testigo del horror, de lo enigmático, de lo extraño, que aparecía por todas partes y lanzaba miradas rápidas en su dirección como si se tratara de que era él un bicho raro en esa suerte de fiesta de fenómenos.
Asustado y desesperado, dejó caer la cámara y comenzó a correr en busca de un escape a esa locura repentina.
La salida no estaba allí. Con desesperación comprobó que la salida ya no estaba allí.
Giraba, daba vueltas, corría y regresaba pero sin importar donde fuera o donde mirara, solo era uno más entre los desconocidos que caminaban de un lado a otro sin descanso.
Rodrigo Clos chocó con uno de ellos que caminaba de espaldas.
—¿Si? —preguntó la boca de aquella mujer, boca que, en lugar de estar en su rostro, surgía de la parte trasera de su cabeza.
Clos gritó y se alejó corriendo. De reojo miró a su izquierda donde otra mujer se hallaba parada inmóvil mientras su cuello, que medía seis o siete metros, se elevaba hasta el alto matorral de un ceibo con suavidad aspiraba el olor de sus flores sin percatarse de la huida de aquel hombre.
¿Qué clase de infierno era ese? pensaba Clos sin dejar de gritar con cada nuevo y terrible descubrimiento que hacía.
—Yokai —dijo una voz al pasar. Rodrigo se detuvo solamente porque aquella figura le era conocida. La túnica blanca, el rostro claro, los ojos que parecían ser de dos mujeres al mismo tiempo. Allí estaba la ladrona de flores, la mujer con la que todo aquello había comenzado.
—¿Qué está pasando acá? —inquirió el muchacho sin perder tiempo.
—Cada cierto tiempo, en noches especiales como esta, los muertos se reúnen. Ellos tienen su celebración. Hoy le tocó a los japoneses. Las almas de los fallecidos, los viejos espíritus y demonios, Yokai, como prefieren ser llamados. Está noche es su noche, es su celebración a la vida en la muerte.
—Esto es una locura —escupió Clos incapaz de creer en nada de lo que veía. Sus ojos desesperados buscaban otra vez la salida sin verla.
—No te apresures a irte. Toda fiesta necesita una puerta por la que acceder a ella y... con los muertos, eso no es diferente. Las flores son la ofrenda, pero con eso no es nunca suficiente. Vos sos la puerta. Tu vida —concluyó la joven y ante lo que acaba de desvelar Rodrigo Clos retrocedió.
De repente sentía algo que no había experimentado hasta ahora.
Los ojos de los espíritus clavados sobre él. Al girarse lo comprobó. Las miradas de aquellos que ya no caminaban ni se alejaban, sino que ahora fijos e inmóviles, se dedicaban a observarlo como un niño que descubre un juguete preciado.
Las miradas de los muertos.
—No... —dijo tartamudeando, incapaz de actuar o pensar en otra cosa por su miedo.
—Todos tenemos derecho a festejar —afirmó tras el la voz de la joven. —Una vida que insufla vida a todas las demás. Una puerta. —comentó casi en un susurro. —Una puerta abierta —lanzó y entonces Clos vio el cuchillo que se dirigía hacia su pecho.
Lo vio un segundo más tarde de lo necesario y fue así que de la roja "puerta" comenzó a manar el incontrolable manjar de la vida, un líquido más preciado y delicioso que el mejor de los vinos.
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