II
La naturaleza es para los japoneses un complemento indispensable a la vida.
Mientras que a través de ciertas religiones (tales como el catolicismo) otros pueblos la entienden como inferior al ser humano, como algo a utilizar y explotar por derecho divino, el sintoísmo japonés se ha esforzado por aprender a convivir con ella. Precisamente son los "Kamis" o "espíritus de la naturaleza" aquellos que se alaban o temen a partes iguales, mezclando elementos naturales con aspectos divinos para dar forma a otra cosa, lo nuevo, lo enigmático, lo inexplicable.
Quizá sea este el lógico desenlace de conocer no sólo la cara beatífica que ofrece un suelo fértil, vientos suaves y lagos repletos de pescados para alimentarse y comerciar, sino también la terrible furia de sus terremotos, el aplastante poder de sus tsunamis y el grito atronador de aquellos volcanes que a modo de cordillera rodean ese gran archipiélago al norte del Océano Pacífico que es Japón.
Así, cualquier uruguayo que decidiera acercarse a camino Millán 4015, o más específicamente al predio conocido como "Quinta de Zúñiga", podía toparse con la forma física y real de esta idea convertida en atracción y enseñanza para turistas y orientales.
El jardín japonés.
Difícilmente podía ser definido de otra manera que no fuera la de una pintura demasiado hermosa y trascendente para ser real, pero no tanto para ser divina.
Era la obra de hombres y mujeres que desde los novecientos estuvieron trabajando allí, dejando su huella, su impronta, pero era también la suma de aquello que brindaba la tierra blanda, el sol de marzo, la lluvia y el viento de julio y agosto. Era productos químicos pero también insectos, creación guiada y sabiduría natural.
Por esto no se podía definir el lugar de una manera concreta pues el jardín japonés era hijo de dos padres, uno hecho de carne y hueso, y la madre aquella dadora de vida que en otros tiempos se había denominado pachamama.
Un sitio con identidades múltiples que podía enseñar orquídeas, cerezos, bambús, pero también ceibos y lapachillo, casi como una prueba viviente de las ilimitadas y diversas formas que la naturaleza era capaz de adoptar.
Hacia allí se dirigió muy veloz e impaciente Rodrigo Clos.
—¿Dónde está el gerente? —exigió saber en la puerta de entrada. El guardia que ya lo conocía le informó su ubicación y el muchacho se alejó en su busca sin decir nada más.
Esta vez no lo acompañaba su equipo de grabación.
Divisando al encargado de mantener todo aquel sitio con más de tres mil metros cuadrados en funcionamiento se acercó.
—Necesito ver las cámaras —ordenó, más que pidió, interrumpiendo al gerente que en ese momento se encontraba frente a un cantero con la tierra removida y hablaba con otros trabajadores.
—¿Dormimos juntos? —preguntó tranquilamente el otro.
—¿Lo que?
—Buenos días, ¿o dormimos juntos? —se aclaró el gerente.
—Ah, sí, sí, buenas. Necesito ver las...
—Y yo necesito tantas cosas —lo interrumpió el hombre —por ejemplo necesito saber quién entró anoche y se robó las orquídeas. Que seguramente sea el mismo, o los mismos, que vinieron la otra noche y se llevaron las clamidias. ¿Por qué la gente roba un jardín? ¿Tan bajo caímos? Y de paso, ya que hablamos de cámaras, no me vendría mal saber porque las precisas justo ahora y es que resulta que misteriosamente dejaron de funcionar desde ayer a la noche —. Esta vez el gerente se volvió hacia Clos y le clavó una mirada de pocos amigos.
El conductor se percató de que estaba siendo un atropellado. "Contrólate" pensó con todas sus fuerzas. Para despejarse observó a su alrededor. En efecto lo que al principio había creído era un cantero con la tierra dada vuelta ahora aparecía demasiado desprolijo como para ser obra de jardineros. Así que alguien los había robado...
—Mi camarógrafo —comenzó. —Leo Steizner. No sé nada de él desde ayer. Teníamos que juntarnos hoy de mañana pero no responde llamadas, no está en la casa, y resulta que según me dijo la novia ayer ni siquiera regresó. —Clos colocó su mejor rostro de preocupación, ahora ya más tranquilo. Solo imaginó que frente a él tenía una cámara grabando y le fue fácil —El último lugar donde estuvimos fue acá, filmando hasta la noche. Lo acompañé hasta afuera y fue la última vez que lo vi. Pensaba que por ahí las cámaras podían mostrar algo.
—Me encantaría ayudarte pero como te digo, están rotas. No sabemos qué pasó, los técnicos dicen que pudo haber sido una falla. Cables viejos, esas cosas. Mira, tengo mucho trabajo. ¿Por qué mejor no vas y haces la denuncia?
—¿Denunciar? ¿Denunciar que? No sé si desapareció o si está de fiesta y además para denunciar tienen que pasar cuarenta... —mientras hablaba Clos había subido la intensidad de su tono pero al mismo tiempo su mirada se posó en alguien a lo lejos y como el dardo en la diana un recuerdo vino a su mente clavándosele en el cerebro. —Sí, claro. Gracias. Eso voy a hacer. Perdona las molestias. —dijo y fingiendo su mejor sonrisa, se apartó del ocupado gerente que murmuró algo así como que todos los de la televisión estaba un poco locos.
En cualquier caso no siguió a Clos con la mirada para comprobar que saliera del predio, y eso fue una fortuna porque este tampoco lo hizo.
Con disimulo, mirando al suelo y subiéndose la campera de cuero lo máximo posible para cubrirle el rostro, Rodrigo Clos se fue acercando por el camino hasta aquella joven a la que había reconocido como la ¿hermana? ¿novia? Que el día anterior había sorprendido robando flores en el jardín. Claro que esta vez no se hallaba robando sino más bien sentada en un banco trazando alguna clase de diseño con una tiza y moviendo los pies sin tocar el suelo como una niña que canturrea sin decidirse a bailar.
Lo extraño sin embargo fue la sensación de Clos al mirar a la desconocida. No supo exactamente qué, pero había algo en ella que se había transformado.
"No", pensó, "Algo no. Todo".
Su cabello era como una cascada perfecta que caía hasta la delgada cintura y al mirarla uno no podía ignorar las pálidas piernas que asomaban de su vestido blanco con tirantes tan finos que parecían a punto de romperse en sus hombros pulcros.
El movimiento de la mano trazando lo que fuera en el banco, sus dedos finos, la piel que parecía brillar ante la luz del día, era casi como el cuerpo de otra mujer. Como la esposa sumisa que un buen día decide dejar atrás las cadenas que toda su vida la ataron y se transforma.
Clos estaba casi a su lado cuando ella levantó el rostro, lo miró fijamente, lanzó una sonrisita enseñando todos los dientes, y se lanzó a la carrera huyendo de él.
—No, espera —quiso decirle pero ella solo se volteó sin dejar de correr, sin dejar de reír, y se lanzó por entre las grandes cañas verdes oscuras del bambú.
Clos no lo pensó dos veces. Se detuvo sólo un segundo, antes de seguirla.
Lo hizo para comprobar que nadie más los estuviera viendo y aprovechar para mirar el diseño que aquella mujer había trazado sobre el banco con la tiza.
Eran cuatro puntos colocados como si de los extremos de una cruz se tratase, aunque sin la línea recta que los unía.
No le dedico más que una mirada pasajera y dispuesto a perseguir, sin saber muy bien porque, a esa Ninfa del jardín japonés, se metió entre las cañas como siguiendo el llamado de primitivas fuerzas que habían dormido en su interior por mucho tiempo y ahora comenzaban a despertar.
"¿Dónde estaba?" el pensamiento iba dirigido al desaparecido Leo, pero también a la extraña mujer... esa ladrona... que había visto internarse entre el bambú.
Rodrigo siguió un inconfundible rastro de hojas aplastadas y ramas apartadas a un lado. Aceleró su andar y pudo jurar que escuchaba el paso de aquella mujer más adelante aunque no podía distinguirla más que como un borrón blanco a pesar del sol de la mañana.
Tantos tonos de verde lo rodeaban que por un momento sintió adentrarse en otro mundo. Como si el tiempo hubiera retrocedido y aquel lugar fuera una selva primigenia.
Así fue hasta que su andar se detuvo.
Había salido del cañaveral y se encontraba en una especie de claro rodeado de árboles frutales y florecientes junto a canteros amplios rodeados con rocas, y justo en el centro un puente de madera pintado en rojo que cruzaba por un pequeño lago artificial y proyectaba sobre el mismo su larga sombra negra.
Como no podía ser de otra manera, pétalos y flores flotaban sobre la superficie del lago, y entre ellas la flor más bella que Rodrigo Clos hubiera recordado ver.
La mujer, cuyo vestido se pegaba con sensualidad al cuerpo humedecido, nadaba en el centro exacto del lago con el largo cabello cayéndole sobre los hombros, como una cascada repentina que acaba con el trayecto calmo de una mirada.
Rodrigo se vio cautivado, impedido de hacer otra cosa más que seguir observando y caminar, caminar como hipnotizado hasta esa mujer.
—Vos... sos la del otro día —murmuró con lentitud como si el esfuerzo de hilar esas palabras fuera demasiado. Dio unos pasos hacia ella mientras hablaba.
La única respuesta que obtuvo fue el brazo delgado de aquella, que se levantaba del agua como el cuello alargado de una mágica criatura de las profundidades y le señalaba directo a la cara con dedos seductores indicándole acercarse más.
Rodrigo así lo hizo.
—Te conozco. Es decir, ella te conoce —dijo la joven cuando el conductor de televisión estuvo más cerca, tanto que si hubiera avanzado más habría sentido el agua helada en contacto con su cuerpo. —Estas en sus recuerdos señor gritón —la mujer se acercó, y no nadaba, el agua se habría paso para ella.
—¿Qué haces? —fue la única respuesta de Clos. Sin pensarlo se arrodilló. Se vio reflejado en la superficie cristalina pero nada de aquello llamó su atención. Ni sus ojos desencajados, ni el rictus de precaución en su rostro, en medio de su mente se escuchaba una suave melodía que le impedía pensar.
Esa melodía, pudo saber, no era otra que la voz de aquella hembra.
—Supongo que no fue coincidencia. Su encuentro previo. Que extraño como se cruzan los caminos de los vivos y los muertos. —. Clos no supo cuándo pero un pestañeo la mujer que pronunciaba esas enigmáticas palabras en medio del lago apareció delante de su rostro, tan cerca que podía sentir su respiración, mirar las gotas de agua que se suspendían del puente de su nariz y caían, verle directo a los ojos, el alma.
Pero entonces por primera vez su mente adormecida fue capaz de... sacudirse.
Como un hombre dormido que escucha un ruido muy fuerte.
Al mirar aquellos ojos, directo a sus pupilas, las vio dobles como si detrás del iris hubiera otro. Algo imposible, antinatural. "Algo que no debiera ser" pensó pero el pensamiento se le pasó fugaz como una idea reprimida.
—¿Que estás haciendo? —preguntó en un susurro. Le temblaron los labios.
—Si... soy otra. No la que conociste. No la misma. Tomé prestado su cuerpo. Fue elegida con honores para participar de la fiesta. Ella fue elegida y parece que también vos.
—¿Fiesta? ¿Qué fiesta?
—La fiesta de los muertos. —contestó con frialdad. Levantó sus manos mojadas "heladas" pensó Clos mientras lo rodeaban. Frías. Frías como una guadaña por el cuello.
Y era por el cuello, precisamente, por donde se las pasó.
—¿Que...? —intentó formular la pregunta pero sus párpados estaban demasiado pesados. Su mente demasiado saturada de un canto que no estaba allí. Que no podía estarlo.
—Estoy aquí para abrir la puerta —dijo con dulzura la voz que no era la voz de la mujer, sino otra, una que surgía desde unas profundidades insondables. Pozos tan oscuros y alejados que aquel lago parecía una gota de agua a comparación. —Y vos sos la llave —rugió en el último momento y tiró de Rodrigo con fuerza tal que antes de poder siquiera gritar ya el agua fría le cubrió la boca, la cara, y finalmente el resto del cuerpo mientras aquella aparición terrible lo arrastraba con facilidad hasta el fondo.
Intentó sacudírsela pero fue inútil, no tenía la fuerza.
Mientras se hundía en su mente ya no se oía una canción, sino más bien un grito desgarrador que no era más que su propio grito.
Lo último que escuchó antes de despertar fueron palabras al azar, inconexas e incomprensibles.
"Con un pie allá, y un pie acá". "Fiesta". "Diversión". "Muerte".
Abrió los ojos sintiendo todavía el frío del agua quemando sus cuencas, su impenetrable pared quitándole oxígeno, en el momento en que imágenes irreales pasaban por su mente como flechas.
Veía una especie de altar con flores. A una mujer encapuchada y a sí mismo (solo que ahora era mujer) en un espejo amplio. La habitación mal iluminada. ¡Leo! Su camarógrafo, que era... ¿arrastrado por un hombre? ¿Acaso eso que manchaba el suelo desde su cabeza era... sangre?
—Dale boludo ni se te ocurra morirte acá —.
Dos cachetadas fueron suficientes para hacerle entender que ya no estaba bajo el agua.
Aspirando una enorme bocanada de aire se incorporó.
—¿Dónde estoy? —. Fue lo primero que preguntó.
—En el lugar más parecido al paraíso, pero para los vivos. —. Clos abrió bien los ojos. Se trataba del gerente del jardín japonés. Parecía aliviado y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse.
—No entiendo nada.
—Yo menos. Primero venís a ver las cámaras y después resulta que te intentas matar. Ustedes los de la tele están todos mal de la cabeza. De no haber sido por el guardia que te ve, no la contas.
—No. No me quise matar. Había una mujer. Me intentó ahogar. Decía un montón de cosas y yo no podía pensar bien y... —Clos se interrumpió. Miro alrededor. —¿Dónde está?
—¿Quien?
—Leo, Leo Steizner. Mi camarógrafo. Y la mujer. Ella sabe, ella lo vio. Yo... yo... no sé qué pasa acá —sin poder evitarlo se derrumbó ante la última frase.
—Mira flaco sea lo que sea, creo que necesitas ayuda profesional. Estas muy mal. Tu programa me gusta y por eso te deje filmar acá, además de la publicidad, pero esto ya es demasiado. Mejor anda a tu casa. Descansa. Se nota que lo necesitas. —Y dicho esto Clos fue conducido fuera por las firmes y poco amigables manos de los guardias que se encontraban junto a ellos.
Todavía confuso logro recuperarse cuando ya se encontraba del otro lado del portón de entrada al jardín japonés, ahora cerrado para su persona.
—¿Rodrigo? ¡Hey! —se giró con los puños cerrados al escuchar como lo llamaban. Esta vez no sería tomado por sorpresa. Ese loco día había tenido demasiadas ya.
—Soy yo. ¿Supiste algo? ¿Lo encontraste? —La mujer que apareció ante él descendía de un Chevrolet rojo de dos puertas. Le costó reconocerla al principio pero cuando estuvo más cerca pudo hacerlo. Se trataba de Carla, la novia de Leo.
Al verla recordó además que había sido ella con quien él se había comunicado para preguntar por el camarógrafo, alertándola entonces de su desaparición. Y, ¿acaso no le había dicho que él iría a averiguar en el jardín japonés? Claro que nunca espero que la muchacha se apersonara allí mismo.
—Carla. No. Nada. Dice que las cámaras no funcionan.
—Pero, ¿qué te pasó? Estás empapado. —la muchacha alta y esbelta le dedicó una mirada de arriba a abajo. Rodrigo Clos hizo lo mismo casi por instinto pues no podía negarse que aquella dama tenía mucha elegancia y sensualidad al vestir. Y ese pantalón vaquero le daba una firmeza a sus piernas que uno no podía simplemente ignorar. Si, así era el viejo Clos, un lobo siempre al acecho de carne fresca.
"No" pensó, "ya fue bastante de mujeres nuevas en mi vida por hoy".
Leo, la ladrona, ¿qué relación había entre esas cosas? ¿Qué fueron esas imágenes terribles que vio, alucinaciones, o algo más? ¿Había dicho la mujer algo sobre una fiesta de muertos?
—Basta. No penses en eso ahora. Creo... creo que se cómo encontrar a Leo. Pero vos me vas a tener que ayudar. —. Si, sea lo que sea, acá hay muy buen material para el show. Con algo así... si he logrado toda esta audiencia con casos falsos e inventos, no me imagino lo que podré hacer con algo real. Premios y reconocimientos, allá voy.
—¿De verdad? Decime cómo encontrarlo ya mismo. —Lo interrumpió la novia, mirándolo de frente. "No va a ser fácil" pensó Leo.
Su reacción inmediata fue colocar la sonrisa. La tranquilizadora, la efectiva. Se acercó a Carla poniéndole una mano en su hombro pero elevándose todo lo alto que era sobre ella.
—Leo siempre me habló de vos. Decía que vos eras buena escuchando pero todavía mejor haciendo. Si queres verlo de nuevo, como también yo quiero con toda el alma, entonces ahora necesito que hagas ambas cosas, que escuches, y que me ayudes a hacer algo. —Sin pestañear Clos disparó cada palabra de la manera más precisa que pudo.
Supo que había tenido efecto por el simple motivo de que ella no lo interrumpió nunca y más aún, bajo la vista y escuchó.
"Muy bien Carlita, muy bien" pensó. "Primero me das una manito y después vemos qué onda con el novio tuyo desaparecido. Y si en dado caso, cuando todo se acabe, quedara sin aparecer, ya te puedo asegurar que en mi vas a tener un hombro donde consolarte."
Pensando aquello Rodrigo habló mientras Carla escuchaba y asentía atentamente.
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