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No entendía como aquel chico se mostraba tan confiado con una desconocida como yo. Me incomodaba su cercanía en cierto modo, ¿es que no sabía respetar los espacios personales?

Lo seguí a lo largo del oscuro pasillo, la única luz provenía del corto pasaje enfrente de la oficina de recepción donde se encontraba Rosalía. Las habitaciones permanecían oscuras mientras los pacientes dormían, a excepción de alguna que otra en la que se podía distinguir una tenue luz blanquecina proveniente de los televisores.

El chico paró en seco en una esquina.

Aún trataba de averiguar cómo había conseguido que Rosario abriese la puerta de acceso a la planta de psiquiatría. "Encanto y astucia" Aclaró él con una de sus triunfantes sonrisas. A pesar de su arrogancia, lo había escuchado excusarse diciendo que se había quedado dormido en una de las salas de espera y que su madre lo reñiría si no aparecía por casa en toda la noche. Por otra parte, sabía que aquello no era más que una mentira piadosa, apuesto a que a aquel chico le importaba bien poco llegar tarde a casa y que lo estuviese esperando su madre echa una furia.

Seguimos avanzando bajo la tenue luz de los fluorescentes. Tras varios giros y largas caminatas llegamos por fin a una puerta que daba con uno de los múltiples tramos de escaleras distribuidos por el hospital.

De pronto, cuando habíamos dejado atrás dos plantas, escuchamos unas voces. Él paró en seco y yo sentí mi corazón desbocarse de mi pecho. Si algún médico o enfermero me encontraba en pijama estaría en un buen lío. Su cálido y brusco agarre me sobresaltó, miré al chico aterrada y éste tiró de mí con la máxima delicadeza que pudo en aquella peliaguda situación. Me condujo a un estrecho pasadizo perpendicular al comienzo del siguiente tramo de escaleras apenas unos segundos antes de que una médica caminase charlando animadamente con un auxiliar.

Contuve la respiración tanto como me lo permitieron mis pulmones. Una vez pasado el peligro me cercioré de la incómoda cercanía de aquel chico. Nuestros cuerpos quedaban en contacto dada la evidente falta de espacio. Mis manos reposaban sobre su vibrante pecho y las suyas me tomaban por la parte inferior de ambos hombros para ocultarme en caso de que aquellos desconocidos hubiesen dado cuenta de nosotros, supuse.

Las voces de los caminantes apenas eran ya audibles y a cada segundo que pasaba en esa posición, tan cerca de él, me embargaba un profundo sentimiento de timidez y sofoco. Cabe destacar que en mi vida había estado tan cerca de un chico, al que no conocía, por supuesto. Aquello, sin duda, se salía de mi rutina y, sin embargo, a él no parecía incomodarle, podría decir que hasta le agradaba la compañía, vaya. Ni siquiera me atrevía a mirar hacia arriba porque sabía que su rostro quedaba a escasos milímetros del mío, su barbilla rozaba suavemente mi pelo y notaba como el aire que exhalaba templaba mi cabeza.

Con notable torpeza logré salir de aquel claustrofóbico rincón y respirar profundamente. Dirigí un rápido vistazo al chico, éste salió sin problemas y se detuvo en frente mío, observándome, o al menos eso creía.Cuando recuperé mi compostura estiré mi espalda inclinándome ligeramente hacia atrás y solté un hondo suspiro. Él seguía ensimismado.

–Te sigo –dije con ambas manos en las caderas.

–¿Uhm? –murmuró parpadeando un par de veces.

Me miró a los ojos con detenimiento y luego se encaminó escaleras arriba sin decir una sola palabra. Me encogí de hombros y continuamos nuestro camino.

Tras un agotador e interminable ascenso, llegamos a lo que parecía la cima de aquel hospital, nunca lo imaginé tan alto.

Él se adelantó para abrir una estrecha puerta metálica y luego me cedió el paso como todo un caballero. Insegura, crucé el umbral sintiendo una oleada de viento polar azotar todo mi cuerpo. Dichoso invierno. Maldije.

Abrazándome a mi misma me esforcé por vislumbrar el muro de sotavento en el que guarecerme mientras mi pelo se agitaba siniestramente movido por las fuertes ráfagas de viento. Una vez detrás del muro pegué mi espalda a él y me deslicé hasta quedar sentada con ambos muslos pegados a mi pecho y los brazos rodeando mis piernas, intentado proporcionarme el mayor calor posible.

–¿Estás loco? –pregunté.– ¿Cómo me traes a la azotea? ¿No ves que voy en pijama y que, para variar, estamos en Diciembre? ¿Acaso quieres que muera de hipotermia?

Antes de que alguna grosería saliese de mi boca, me tendió una gruesa manta que tomé sin dudarlo.

–Tienes costumbre de venir aquí arriba, ¿no?

Se encogió de hombros sin apartar la mirada del gélido cielo estrellado.

– ¿Por qué me trajiste a este lugar? –volví a cuestionar.

De pronto, giró la cabeza y me observó directamente a los ojos. Los suyos brillaban intensamente, y sus pupilas parecían haber absorbido hasta el último milímetro de aquel penetrante marrón.

–Dime, ¿qué haces en un lugar como este? –preguntó en un tono sincero y tranquilizador.

Me quedé paralizada ante su pregunta. Sabía que la formularía tarde o temprano pero, al mismo tiempo, tenía la esperanza de que no lo hiciese, de que él fuese diferente.

–En tu tiempo libre, para divertirte, ¿qué haces? –aclaró al darse cuenta de lo generalizada que había sonado su anterior pregunta.

Respiré profundamente, aliviada, y me detuve a pensar.

–A parte de toparme con fisgones como tú... Supongo que investigar los recovecos de este aburrido lugar.

Soltó una ligera pero impecable risa.

– ¿No te has parado a pensar que puede haber algo más interesante que rondar por los pasillos? –comentó con una ceja enarcada.

Fruncí el ceño.

–Yo no rondo por los pasillos –refunfuñé alzando la voz–, yo investigo.

–Existen otros sitios para investigar. Más interesantes para variar.

Lo miré intrigada.

–Bueno, resulta –Me detuve un instante.–, que no puedo salir.

Mi gesto se entristeció notablemente y justo cuando iba a apartar la mirada del chico, sus ojos volvieron a atraparme.

–Hey, hay formas mucho más sencillas de lo que crees de abrir una puerta de seguridad –susurró acercándose. Casi podía notar su cálido aliento acariciarme la nariz- Aunque es cierto que puedas necesitar ayuda.

Dejó caer su espalda contra la pared, de nuevo. Alejando su rostro del mío–. Al menos, por ahora.

– ¿Cómo? –inquirí.

–Necesitas ganar un poco de habilidad. No todos nacemos con el don –contestó egocéntrico.

Lo aparte con la mano con intención de que volcara pero apenas conseguí que se moviera.

Rió de nuevo, pero esta vez me molestó.

– ¿Acaso sabes quién soy? Es de mala educación juzgar a las personas sin saber nada de ellas –bufé apuntándole con el dedo índice–. Y tú... Tú no me conoces.

Su expresión se relajó al instante, alertándome. Al principio, me miró algo serio, intentando leerme el pensamiento. Luego suspiró: –Bien, pues, ayúdame a conocerte.

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