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Suaves caricias recorrieron la desnuda y sudorosa piel de mi pecho. Un torturador zumbido cubría el fondo de la estancia mientras la presión sobre mi frente aumentaba de nuevo. No me esforcé por abrir los ojos pues sabía que todo a mi alrededor daría vueltas. Apenas logré distinguir una voces distorsionadas.

–We-gen, ne we-ge-len.

¿Estoy consciente? Era inútil. Me abandoné de nuevo a la sobrecogedora oscuridad.

Tras una indefinida cantidad de sueño, un ligero cosquilleo logró devolverme a la realidad poco a poco. Mis sentidos comenzaban a recuperar su sensibilidad con extremada lentitud y eso me perturbaba, detestaba esperar. Ante la imposibilidad de rascarme el rostro, fuente del picor, abrí los párpados y me sorprendí ante la escasez de luz de la habitación. Debía ser tarde. La única luz que irrumpía era la proveniente del pasillo a través del estrecho ventanal junto a la puerta, a mis espaldas. De nuevo, reuní esfuerzos para zafarme el húmedo trapo que goteaba por doquier. Después, rebusqué el mando de la camilla con el brazo desocupado y la recliné a cuarenta y cinco grados. La única señal de que alguien hubiese estado allí era el sillón a mi derecha, además de un oscuro bulto a los pies de la misma. Agudicé la vista. Era un maletín.

Papá... Pero él no estaba. Tal vez se quedó dormido en la sala de espera tras uno de los procedimientos rutinarios de las enfermeras o estuviese hablando con un médico. ¿Qué hora es?

El molesto zumbido seguía martilleándome. Con un movimiento rápido me deshice del tensiómetro y la pequeña pinza de plástico sobre mi dedo índice. Como era de esperar, la máquina de constantes prorrumpió en un insoportable pitido que me hizo reaccionar con mayor avidez, lo más efectivo era pulsar el gran botón central. Pero, entonces, como por arte de magia, mis recuerdos aparecieron como una ráfaga de deslumbrantes flashes sobre la alfombra roja.

–Mon-mónica... –Las lágrimas acudieron de nuevo, sobreponiéndose al cansancio que aletargaba mi cuerpo.

Inconscientemente llegué a la puerta y la abrí. Volví a preguntarme qué hora sería pero aparté con rapidez esa automática urgencia de orientación. Los pasillos estaban desérticos. Me tambaleé buscando algo que no lograba entender del todo. Luego comencé a arrastrar mis adormilados pies hacia la salida. Una vez mis temblorosos dedos palparon el frío metal de la puerta principal, una voz familiar me paralizó.

–¿Elena?

No sabía a ciencia cierta si estaba despierta, aunque deseé estarlo.

–Elena, ¿qué...? Deberías...

Giré mi rostro con pausada cautela iluminado por el reciente shock. Allí estaba, reluciente, o casi, con su rubia melena recogida en una torpe y desenmarañada coleta, su pulcra bata abierta dejaba entrever una bonita blusa a estampados azules a juego con sus ojos... Sus ojos, había algo distinto en cómo los recordaba. Ni bajo la luz directa del fluorescente despedían su característica vivacidad. ¿Sería cierto que había estado enferma? Una fuerte oleada de alivio me sacudió de pies a cabeza, haciendo que mis piernas se sintieran como gelatina de nuevo. Mónica se acercó veloz y me envolvió en un cálido abrazo. Estaba feliz, sin duda. No obstante, esa sensación apenas logró expandirse más allá de mi cabeza. Me quedé quieta como un juguete inanimado hasta que ella me apartó unos centímetros. Sus inquietas pupilas me escanearon con ansia pero no conectaron con las mías. En ese momento, mis actos volvieron a sobrepasar mi razón y abrí la boca, más decidida que confusa.

–Rubén –dije. Y, más tarde, recordando su punzante mirada de dolor comprendí porque solo mencioné su nombre.

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