Capítulo 5: Lágrimas
—Quédate aquí y sigue con lo que estás haciendo, necesito hablar con alguien, no tardaré.
—Como diga, alteza.
Kierab salió de la habitación y caminó por un largo pasillo. Entre más avanzaba menos personas se encontraba, y en cambio, notó que el número de esclavos aumentaba. Todos se inclinaban en silencio, sin mirarlo directamente.
—¿Sabes dónde está el capataz de los esclavos? —preguntó Kierab a un esclavo.
—Permítame guiarlo, alteza.
Llegaron hasta un patio de unos ochenta metros por cincuenta, en donde había una caseta de piedra en el fondo. El esclavo le indicó quien la persona. Un hombre de unos treinta, alto y delgado, con una expresión serena y amable.
—Gracias, está bien si me dejas aquí. Puedo continuar por mi cuenta.
—Como diga, alteza—se quedó en blanco unos según antes de inclinarse e irse.
Kierab no llevaba ropas tan llamativas, y se acercó desde un lado sin hacer mucho ruido.
—¿El grupo D está listo? Hoy se encargará de la zona norte con el cuidado de las plantas. Revisen que todo esté en orden, si a alguien le hace falta algo o de averió una herramienta infórmelo de inmediato...
—Si—respondieron todos.
—Buenos días señor, ¿está muy ocupado? Me gustaría hablar con usted—dijo Kierab mientras se acercaba.
—¡Alteza! —exclamó sorprendido, inclinándose junto a los esclavos.
—Está bien, no te preocupes por esta clase de cosas—dijo agitando su mano—Tu nombre es Fergus ¿verdad?
—Así es—dijo enérgico.
—Sólo quería hablar unos minutos, no te quitaré mucho tiempo.
—Claro que si alteza, pase a mi oficina por favor.
Caminaron hasta la caseta de piedra. Dentro era simple, limpio y ordenado. Se sentó en la silla frente al escritorio y miró todo con curiosidad.
—Gracias por visitarme, alteza. Es un placer tenerlo aquí, pero podía llamarme y así no tendría que venir hasta aquí—dijo alisando su ropa para tomar asiento.
—Quería venir aquí—dijo seriamente—Debía observar con mis propios ojos la situación—se inclinó ligeramente en su asiento, tomó una pluma y jugó con ella—¿Cómo va el trabajo? ¿ya te acostumbraste a tu puesto?
—Si alteza, todo está en orden ahora. Aún estoy revisando los registros anteriores y ver que las cosas estén bien.
—Bien, déjame preguntarte algo, ¿sabes por qué eres el nuevo capataz?
—El antiguo jefe de esclavos fue retirado de su cargo—contestó de inmediato—No realizó bien su trabajo.
—¿Qué hizo exactamente?
—Hizo algo que le disgustó—dijo mirando las manos de Kierab, que hacían girar la pluma—Degradó a su esclavo.
—No sólo eso—levantó la mirada y lo observó fijamente—Me enfureció. Hizo lo que quiso con mi esclavo y lo maltrató cuando no estaba. Y luego de investigar un poco supe qué hacía lo que quería con los esclavos. Hacía lo que se le antojaba.
Fergus trató saliva, tratando de no apartar la mirada.
—No sé lo que piensan los demás ni me importa; no me gusta que los esclavos sean tratados como animales. Ellos son personas y entienden perfectamente el lenguaje humano. Noté que te diriges a los esclavos con respeto, ¿lo haces siempre?
—Por supuesto alteza. Jamás haría lo contrario—contestó solemne.
—Me alegra escucharlo. Porque desde ahora está prohibido lastimar a los esclavos, a menos que sea una situación extrema, la cuál debe ser consultada conmigo. Las condiciones de vida deben ser las mejores y también se les dará comida tres veces al día, y no dos, con sus respectivos descansos—devolvió la pluma y relajó su expresión—El anterior capataz hacia todo lo contrario, por lo que fue castigado y expulsado del palacio para siempre.
Los que violen estas reglas serán castigados de igual manera, ¿entendido?
—Sus deseos son órdenes alteza—y se puso de pie, haciendo una reverencia.
Kierab se puso de pie y le entregó un medallón. Tallado con un tigre y dos olas detrás de él, el símbolo del reino.
—Este medallón te da la autoridad de sentenciar a quienes violen estás reglas. Pronto declararé este edicto. También te da la obligación de cumplir con tu papel como te he ordenado.
—Es un honor recibir tal objeto de usted. Acepto sus órdenes—dijo sorprendido. Este era un medallón que sólo era otorgado por la realeza en circunstancias especiales.
Kierab hizo que Fergus llamara a todos los esclavos y declaró frente a ellos las mismas reglas. Luego de quedar satisfecho se fue del lugar y regreso a su habitación.
Ahora se sentía más tranquilo.
Enormes banderas celestes con el símbolo del reino fueron colgadas por todo el palacio. La fecha que se fijó para la coronación había llegado, tardando un mes en ser preparada.
Eran las tres de la tarde cuando el evento comenzó. Kierab, en su habitación inundada de silencio, se vestía con la mente en blanco.
Sobre las tres capas de ropa, blanca y suave como las nubes, decorada con joyas doradas, vestía una larga bata de manga ancha. Sus pantalones holgados y su camisa, ajustadas y traslapadas, con bordaron delicados, hechos de hilos dorados. Figuras de olas poderosas, y en su espalda la forma de un felino en dos patas, mostrando sus filosos colmillos.
Su cabello rizado estaba peinado de forma hermosa, recogido en tres anillos dorados y con mechones trenzados finamente, haciendo una delgada tiara en su la coronilla de su cabeza. Su rostro ligeramente maquillado de pintura dorada y celeste, con dos marcas en el borde de los ojos y una en la frente. Aretes de argolla y un medallón de oro, con el símbolo de Krastos.
—Vamos.
Él siguió a Kierab desde atrás, escuchando sus pies descalzos en las losas de piedra. En su camino habían cientos de palmas sostenidas por todas las personas del palacio. Su esclavo se alejó de él y Kierab avanzó por un camino de pétalos blancos, hasta llegar al salón del trono mientras todos aplaudían.
El sacerdote del templo principal estaba frente a los dos tronos. Cuando llegó Fa'ya las personas guardaron silencio.
El sacerdote comenzó la ceremonia de bodas, pero Kierab no escuchó nada.
Habló sobre el matrimonio y su historia en el reino, pero no presto atención. Dieron sus votos al tomarse de las manos, intercambiaron uno de sus aretes en símbolo de entrega, se arrodillaron uno frente al otro e hicieron tres reverencias para finalmente sellar el rito con un beso, pero Kierab apenas pudo hacerlo consciente.
Luego de eso fue la coronación. En esta prestó un poco más de atención y dijo sus votos a la perfección. Aceptó sus obligaciones, dichas por el sacerdote al leer un grueso libro, y luego de inclinarse y tocar su frente con el suelo juró lealtad a su reino con los cielos y la tierra como testigos. Y al ponerse de pie recibió la corona con una postura recta. Fina y delgada, elegante por dónde la vieras. Una corona digna de alguien como él.
Nadie dijo nada y observó a Kierab caminar fuera del salón del trono. Se dirigió hacia un par de puertas enormes, que fueron abiertas por dos esclavos y avanzó hacia el balcón.
El reino entero estaba reunido en las calles, mirando el balcón. Cuando Kierab se asomó todos prestaron atención a sus acciones.
—Querido reino de Krastos, lamento mucho decir esto, pero este día no es el más alegre para todos nosotros. El antiguo rey, mi amado padre, dejó la corona repentinamente. Y yo, el día de hoy, la tomo con pesar. Fue un gran rey, un rey que deseo tomar como ejemplo. Quiero seguir sus pasos y hacer de este reino el más próspero de la historia—elevó la voz y puso la mano derecha sobre su pecho—Juro por mi vida que entregaré hasta mi último aliento y mi última gota de sangre para forjar un lugar donde todos puedan vivir en paz. Un lugar del que se sienten orgullos, donde quieran vivir todos ustedes y las futuras generaciones.
Se inclinó, haciendo una reverencia ante el pueblo, y añadió:
—Espero ser lo que sus corazones deseen, por favor, otórguenme sus esperanzas y bendiciones.
Uno por uno, los habitantes de Krastos se arrodillaron en silencio. En sus manos tenían tablas y platos de madera, haciendo un sonido penetrante al ser golpeados por palos, ni muy rápido ni muy lento.
Este acto tenía un significado aún más grande por ser el día de la coronación. Por si sólo transmitía un sentimiento de humildad o tristeza, en ocasiones como la llegada del ejército después de la guerra o un desastre a nivel masivo, pero al ser tocado frente a Kierab los habitantes quisieron decir lo mucho que lamentaban su pérdida, y también el apoyo que le daban al nuevo rey, aceptando su juramento.
Sin aplausos ni gritos de jubiló.
Arrodillados, sin hacer otro sonido, más que el del sonar de la madera.
En el salón del banquete la comida se sirvió en un ambiente melancólico, con música suave y serena, transmitiendo paz a quien la escuchara. Ambos, rey y reina estaban en unos pequeños tronos a la altura del suelo en lo alto de un podio, sentados con las piernas cruzadas.
Probó la comida y bebió del vino, pero todo le pareció bastante soso. Luego de la comida los invitados llegaron ante los reyes y otorgaron sus buenos deseos. Los gobernantes de los dieciocho estados que formaban el reino, siendo cuatro dirigirnos por la poca familia que le quedaba. Un primo y tío lejanos de su madre, y dos sobrinos de su padre. No habían podido verlo hasta la fecha, por lo que hablaron todo lo que habían querido decirse.
Los ministros y su mano derecha se acercaron también, brindando y presentando una copa de vino.
Kierab miró la multitud, para luego alejarse lentamente.
—Majestad, ¿se encuentra bien? —exclamó una voz detrás de él con un tono suave. Su esposa, quien parecía muy preocupada por él.
—Iré a tomar un poco de aire. No te preocupes, tú quédate aquí, volveré pronto—dijo sin mirarla y siguió caminando.
—Está bien, tómate tu tiempo—dijo con calma, mirando su figura doblar una esquina...
El sonido de la fiesta era cada vez más lejano, hasta el punto donde sólo las pisadas de los pies descalzos se escuchaban en el pasillo. Algunas linternas y plantas decoraban el camino, con las paredes siempre abiertas a su lado derecho.
La luna brillaba en lo alto, con estrellas y un cielo despejado de nubes.
Kierab dejó de caminar y se acercó al borde, poniendo sus manos en la orilla. Se quitó la bata y la puso a un lado, mirándola fijamente por un rato.
Luego vio sus pies sin calzado.
Toda su ropa era costosa, con piezas e hilos de oro, pero sus pies descalzos comparados con su ropa tenían un significado; él era un rey, con lujos y poder, pero no debía olvidar que también era humano, un mortal que algún día morirá, y tampoco debía olvidar a su pueblo, quienes estaban a sus pies.
Y los pies de los esclavos, ¿entonces que significado tenían?
¿Miseria? ¿dolor? ¿abandono?
Él no era muy diferente de esas palabras justo ahora.
—Acércate un poco más. Cuando estemos en privado puedes estar a mi lado—dijo Kierab en voz baja—Y tampoco temas mirarme a los ojos. Me gusta mucho mirar los ojos de las personas cuando hablo.
—Gracias majestad, así lo haré—respondió con tono suave y obedeció.
—Esto me recuerda al primer día que nos conocimos—comentó Kierab—Fue un rato agradable.
—También pienso lo mismo majestad. Es un día que nunca olvidaré—respondió, admirado de que recordara tal cosa.
—No sabes lo feliz que me hace llevarme tan bien contigo—exclamó bajando la mirada —Siempre me siento cómodo estando cerca de ti. No sé cómo lo logró, pero se lo agradezco mucho a mi padre. Él me hizo conocer a alguien tan bueno como tú...
—No merezco tales palabras—dijo profundamente conmovido. Para este punto también llegó a apreciar a Kierab con todo su corazón. Y le dolía ver como una persona tan buena como él estaba pasando por un mal momento.
—¿Cómo no hacerlo? Tu compañía me ha ayudado.... Tu presencia es la única que me agrada ahora mismo, y la que me hace querer dejar salir mis pensamientos. La que me hace olvidar ser yo. No siento presión, ni pena, ni angustia, ni miedo...
Tragó con dificultad y se cubrió los ojos con la mano.
—Siempre imaginé este día. Mi padre y las palabras que me diría al verme como rey. Su sonrisa, lo orgulloso que estaría... Pero al final, cuando se dio cuenta que iba a morir, no tenía fuerzas para hablar ni para escribir. No pudo dejar ni siquiera unas últimas palabras. Y esto es algo que no pude ver, sino algo que me fue contado—Kierab bajó su mano y miró la luna, haciendo brillar las dos lágrimas que caían por sus mejillas. Lleno de tristeza e ira en su corazón—¿Quién me dirá las palabras sabias que quiero oír? ¿Dónde apoyaré mi cabeza cuando quiera un abrazo suyo? ¿...Por qué me quitaron a mi padre?
Kierab no debía llorar frente a nadie, debía ser fuerte, debía ser el rey que necesitaba su gente, no había tiempo que perder en la tristeza. Apenas lloró sobre su ataúd, y nada más. Pero lo que él quería era llorar frente a alguien y ser consolado. Cómo todos los humanos deseamos alguna vez.
Y alguien a quien apreciaba, que también estaba solo en este mundo, que podía entender, estaba parado a su lado. Su esclavo.
Sabía que el rey quería ser consolado, por lo que dijo con voz suave mientras Kierab lloraba:
—La tristeza no se irá nunca, pero será más ligera con el tiempo. No está solo, estaré a su lado hasta que usted lo desee. No sé si eso baste, pero es lo único que puedo darle.
Kierab contuvo sus sollozos y asintió en agradecimiento. Lloró hasta que se quedó sin lágrimas, pero con la compañía de alguien. Confío en sus palabras y las grabó en su corazón.
"Pronto, todo será más ligero"
Nadie se sorprendió por la desaparición del rey, suponían su estado de ánimo. Lo último que quería hacer era estar en una fiesta, por lo que el banquete terminó antes de la media noche.
Kierab no volvió al salón, y en cambio fue a su nueva habitación, se quitó toda esa ropa ostentosa con la ayuda de su esclavo y se dio un largo baño.
Esa noche era la noche de su boda, pero nadie se atrevió a decir algo al respecto. Comprendían el estado del rey, por lo que Fa'ya no le exigió nada ni fue a su habitación, como era la costumbre.
La reina lo visitaba y pasaban la noche, durmiendo juntos hasta el día siguiente.
Los Reyes no dormían en la misma habitación, así que ambos debían visitarse cada vez que quisieran estar con el otro. Costumbre que nació de una leyenda antigua basada en los dioses. Un ritual bastante romántico para todos.
Pero Kierab no pensó ni un segundo en eso y se metió en la cama, cansado y con deseos de dormir.
—También debes estar cansado. Apaga las luces y ve a dormir—musitó Kierab.
—Gracias majestad. Descanse.
Terminó de poner el incienso y apagó las velas. Caminó hacia una pequeña puerta, escondida en el lado izquierda de la habitación y entro ahí. Su dormitorio.
Un lugar donde sólo cabía una cama, un mueble y una pequeña tina.
Se aseó un poco antes de ir a dormir, pensando en cómo el rey lloró frente suyo.
Un acto tan vergonzoso para algunos, y una muestra de debilidad para muchos.
Cerró los ojos y se prometió a sí mismo ayudar al rey, hasta que no pueda más.
Un juramento que hacía desde lo más profundo de su ser.
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