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Este capítulo me recuerda al poema de Julio Verne: “Tempestad y Calma.”

¡Buena lectura!

A la mañana siguiente, Sango llevaba un bonito par de ojeras, así como su ahora inevitable delantal. Había llegado a casa muy tarde, había pasado la mayor parte de la noche anterior hablando con Kagome sobre los sentimientos de esta y la extraña reaparición de Kikyo en forma de orbe.

—Llegaste muy tarde anoche. Ni siquiera te escuché entrar.

 —Me quedé con Kagome hasta que se durmió. Inuyasha fue a ver cómo estaba e incluso le pidió emparejarse. Ya puedes imaginar el fruto de dicha discusión.

 Mientras preparaba el té de la mañana, Sango le contaba a Miroku algunos detalles de la velada pasada en casa de la sacerdotisa. 

—Nada bueno, a juzgar por tu cara hosca.

—¡Exacto! No sé lo que está en su mente, su cerebro todavía está en gelatina por Kikyo.

—Sé que tienes todas las razones del mundo para estar enojada con Inuyasha— dijo Miroku, frotándose los hombros—. Pero no puedes hacer mucho al respecto. 

—Ah, lo sé Miroku. Pero ahora resulta que el alma Kikyo ha regresado al mundo de los vivos. Si no lo hubiese escuchado de la boca de Kagome no lo habría creído. También me preocupa Inuyasha. No te parece extraño que últimamente se comporte de forma esquiva, casi ni nos visita.

—¿Estás segura, cariño? —Miroku no cabía de asombro.

—Kagome jamás nos mentiría, ella no es así. 

—Tienes razón querida, más tarde buscaré a Inuyasha para ver si noto algo extraño. Tal vez sea solo coincidencia, y que su mal comportamiento seguramente se deba a su situación con la señorita Kagome.

—Ojalá y sea como dices. 

—Te preocupas demasiado Sanguito.  

Hoy estaba pensando en enviar a las chicas a con Rin y Shippo a visitar la señorita Kagome. Así podremos tener un momento a solas. 

La intención de Miroku fue inmediatamente captada por su esposa, quién no tardó en expresar su aprobación, mientras un gran sonrojo cubría su cara.

—Es una idea maravillosa.

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—¡¡Esperen niñas, no corran!!

—Estás actuando como una madre preocupada —comentó Rin. Mientras caminaba junto a su amigo Shippo. 

Aunque el cielo plomizo no presagiaba un día despejado, ella felizmente mecía la canasta llena de flores que llevaba como regalo para la sacerdotisa, riéndose de la histeria de Shippo. 

Era divertido ver como se ponía de nervioso cada vez que tenía que lidiar con las gemelas de Sango y Miroku. 

—¡Pero Rin, tú también las ves! Cuando están con sus padres son dos angelitos, pero conmigo se convierten en verdaderos demonios.

—Pero si son buenas niñas, Shippo. La señorita Kagome estará feliz de verlas. ¡Mira, ya hemos llegado!

 —¡Oigan ustedes dos! ¡¡Kagome está enferma, no dejen la puerta abierta!! ¿Cuántas veces les he dicho que toquen antes de entrar?—. Hola, Kagome. Perdona el escándalo, es que estas niñas cuando están conmigo se comportan como bestias.

Shippo estaba completamente en modo “mamá gruñona”, parado en la jamba de la puerta con las manos en las caderas. Regañando a las gemelas como si fueran sus propias hijas.

 —Lo siento, tío Shippo —respondieron las chicas a coro. 

—¿Y? —cuestionó el kitsune apuntando con uno de sus dedos a la chica enferma que observaba divertida la escena.

—Lo siento tía Kagome.

La sacerdotisa, envuelta bajo las mantas del futón, se reía cálidamente. Ese trío llevaba alegría, fuesen a dónde fuesen.

—No se preocupen chicas, ¡me alegro de que hayan venido a verme!

—¡La tía Rin también vino! —gritaron ambas.

—¿En serio? ¡Rin, entra! ¡No te he visto en días!

La joven, que había estado esperando en el marco de la puerta, entró en la casa, seguida de un rugido ensordecedor. Todos estaban sorprendidos, ciertamente no esperaban una tormenta eléctrica a última hora de la mañana.

     

—¡Fiuuu, qué susto! —vociferó Rin cerrando la puerta detrás de ella—. ¿Ya se siente mejor, señorita Kagome? ¿Qué le sucede?

La miko miraba a Rin con los ojos muy abiertos.

 La joven no entendía qué le pasaba, todos habían temblado por un momento ante el inesperado rugido del trueno. Pero Kagome parecía congelada, con la mirada fija en Rin.

—Oye, Kagome —susurró Shippo, colocando una mano sobre su hombro.

—¡Oh, lo siento! ¡Qué bueno tenerlos aquí conmigo, chicos, estoy muy feliz! —la sacerdotisa pareció volver en sí—. Rin… ¿Ese kimono es nuevo?

—¡Oh, sí! —respondió la joven—. El señor Sesshoumaru me lo trajo esta mañana. Me lo puse de inmediato porque quería mostrarle como me queda.                       

—Te queda hermoso, Rin —le dijo la sacerdotisa con una cálida sonrisa.

Rin y Shippo dieron un suspiro de alivio, por un momento temieron que la sacerdotisa tuviera un colapso nuevamente.

—¡Vamos, siéntense! ¡Oh, Rin, también me trajiste flores! Son preciosas. 

Kagome literalmente metió la cabeza en la canasta, disfrutando del dulce aroma de las flores frescas.

                                 

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Unas tímidas gotas comenzaron a descender del cielo, dando paso luego a una intensa y torrencial lluvia. Los tres amigos se reían y bromeaban como niños, Shippo se sentía realmente feliz de ver a Kagome tan tranquila y alegre. 

Había dudado un poco en ir a verla, no quería molestarla y mucho menos cansarla. Pero gracias también a Rin le habían llevado un soplo de alegría.

—¿Por qué no se quedan hasta que pase la lluvia? —Kagome insistía, pero ni Rin ni Shippo daban señales de darse por vencidos.

—Ya hemos molestado lo suficiente por hoy, las chicas están agotadas.

Los dos jóvenes cargaron a las gemelas casi dormidas sobre sus hombros, debidamente tapadas. Así que estaban listos para enfrentar la lluvia incendiaria.

—Lo siento, vinieron a verme y ahora deben irse bajo tremendo temporal—dijo Kagome visiblemente angustiada. 

—¡No se preocupe, señorita Kagome! —Rin respondió con calma y sonriendo—. Estamos felices de haber venido. Además, las chicas están bien cubiertas. 

La alegría de Rin siempre fue contagiosa, verla tan calmada tranquilizó a Kagome. 

—Está bien. Tengan cuidado, el camino ha de estar resbaloso.

—Claro, te veo pronto Kagome, ¡Qué te mejores!

 Rin cerró la puerta a sus espaldas, la casa volvió a caer en el silencio de la soledad. Kagome se sentía realmente feliz de haber recibido una visita tan inesperada.

Kagome trató de concentrarse en esos pensamientos serenos, en su lenta, pero inexorable recuperación, en el dulce aroma que emanaba de las flores que Rin le había llevado. Sin embargo, pensara lo que pensara, su cerebro le seguía jugando malas pasadas: 

Cuando cerraba los ojos, aparecía ante ella el espléndido kimono nuevo que llevaba puesto Rin. 

«¡Entonces había regresado! ¿La estaría esperando? Imposible. Seguramente ya se habría marchado. Sesshomaru no tenía ningún interés personal en una simple humana como ella.»

Su mente racional trataba de hacerla reflexionar. Sin embargo, su corazón, mucho más engañoso y esperanzado, se aferraba obstinadamente a esa efímera posibilidad de que todavía estuviese allí.

Aunque luchaba por no pensar en ello, distrayéndose con cualquier otro pensamiento, la duda la carcomía por dentro. 

¿Estaría Sesshomaru esperándola?

Suficiente.

No podía soportarlo más. Se puso de pie, tambaleándose ligeramente por el repentino movimiento. Recogió una de las pocas cosas que pertenecían a su viejo mundo, un suéter de lana desteñido que colocó sobre el yukata que llevaba puesto. 

Respirando con dificultad, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, se puso los zapatos. Observó por una de las ventanas la lluvia que caía a cántaros. Era una mala idea salir en ese estado, lo sabía muy bien. Sango la habría regañado duramente por esa tontería. Pero la necesidad de verlo era casi dolorosa.

Agarró una manta, envolviéndola alrededor de su cabeza y hombros, abrió la puerta y se zambulló en la lluvia, corriendo tan rápido como podía.

 Al abrigo del follaje, la lluvia era menos intensa, pero Kagome ya estaba empapada. Sus pies estaban pesados ​​por el barro adherido a sus zapatos, su ropa se había mojado rápidamente, haciendo sus movimientos incómodos y complicados. Pero ella no se dio por vencida, avanzó lentamente a través de la espesa y húmeda vegetación. 

Pronto comenzó a quedar sin aliento, y de su boca jadeante salía un nuevo y pequeño vapor caliente. Pero nada le importaba, prosiguió sin importarle su respiración dificultosa y mucho menos el frío que comenzaba a sacudir sus extremidades. 

Pronto volvería a casa, se secaría y se calentaría en el futón, pero primero, primero tenía que ver por sí misma si él estaba allí o no.

Cuando llegó cerca del pequeño claro -ni siquiera sabía cómo lograba orientarse en aquel bosque deformado por la lluvia y el viento- pensó que tenía un espejismo frente a sus ojos, fruto de su mente febril. 

Sesshoumaru estaba sentado, al pie del gran tronco que siempre solía apoyarse, sus ojos cerrados, sus brazos cruzados suavemente sobre su pecho. Parecía estar durmiendo, sin importarle la lluvia que caía sobre él.

 Kagome estaba inmóvil, aferrándose al árbol más cercano, incapaz de quitarle los ojos de encima. 

—Sesshomaru —susurró imperceptiblemente, pero fue suficiente para sacar al demonio de ese letargo. 

El gran demonio se giró hacia ella y, por un momento, Kagome tuvo la clara sensación de haberlo sorprendido. ¿Realmente no había notado su presencia?

Ella sonrió. Una sonrisa feliz, llena de alivio, ojos brillantes y mejillas rojas

—Has vuelto... 

Lo que salió de sus labios no fue más que un susurro, su fuerza la abandonó junto con las palabras que acababa de pronunciar. La mano en la que se apoyaba perdió fuerza, haciendo  deslizar su cuerpo hacia adelante. 

Habría caído en el barro si Sesshomaru no hubiese intervenido rápidamente, sujetándola por la cintura.

El perro demonio se encontró asombrado por la situación, no se había dado cuenta de que la chica lo había alcanzado, no lo esperaba con tanta lluvia.

La tomó en sus brazos y, sin darse cuenta, tocó un trozo de piel, notando de inmediato el calor que emanaba.

—Miko tonta, estás enferma.

No tenía muchas alternativas.

Caminó en dirección a la cabaña de la humana imprudente. Solo la llevaría hasta su casa y luego se marcharía. 

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