Capítulo I

—Entonces, señorita...

—Stuart —dije—. Brooke Stuart.

El hombre que tenía frente a mí subió la vista de la carpeta de manila que sostenía entre las manos y me dirigió una sonrisa.

—Sí, exacto. —Se acomodó los lentes de pasta que pendían sobre el puente de su nariz—. Veamos, señorita Stuart, aquí dice que abandonó su último trabajo por un «conflicto de intereses». ¿Podría explicar mejor la situación?

—Bueno, esto...

Rayos. No me moví de mi posición. Ese tipo sabía de lenguaje corporal, así que si dirigía la vista hacia la izquierda, iba a saber que estaba mintiendo... ¿o era hacia la derecha? Bien, las clases de cinésica por internet no me habían funcionado; lo estaba haciendo todo mal. Me enderecé en mi asiento e intenté fijarme sólo en su rostro. Era difícil, el entrevistador era realmente feo y tenía un aura de acosador sexual que no se podía pasar por alto.

—Mi jefe y yo teníamos ideas diferentes sobre cómo llevar la organización de la empresa. —Y por ideas diferentes, me refiero a su esposa; la muy perra creía que yo estaba seduciendo a su marido cuando él no podía disimular su atracción por mí—. Así que decidí que lo mejor era cortar mis relaciones laborales para poder ver mejoras en mi espectro profesional.

A que la frase no sonó guay, ¿eh? Había buscado un tutorial en youtube para la ocasión y me lo había aprendido casi de memoria. «Cómo no ser un total fracaso en tu primera entrevista de trabajo» se llamaba. El posible acosador asintió y anotó algo en su libreta.

—¿Y qué significaría para usted nuestra Compañía? —preguntó.

—La Compañía Schreiner es la mayor productora de artículos musicales en el estado —dije—. Además, está entre las diez más importantes del país y tengo entendido que el año pasado subió dos puestos en el ranking, incluso por encima de Domastic y Pirastro. Sería un honor para mí poder ser parte de esta exitosa empresa.

—Tiene razón, sería un honor —repitió y, mientras bajaba la vista, sus gafas volvieron a deslizarse hasta la punta de su nariz. Qué desesperante—. Creo que con esto será suficiente. Por favor, espere nuestra llamada en las próximas semanas para tener respuesta de su solicitud. Ha sido un gusto, señorita...

—Stuart. —Era la quinta vez que repetía mi apellido, tenía ganas de rodar los ojos por la exasperación que eso me causaba—. Muchas gracias.

Le di la mano a mi detestable entrevistador y sonreí de la manera menos antipática que pude. Llevaba casi una hora allí y había sido una tortura; ni por un momento aquel imbécil había quitado la cara de hastío que llevaba plantada en el rostro para reflejar cualquier otra emoción. No tenía ni idea de qué tal lo había hecho, pero a mi parecer había estado bastante decente.

De cualquier forma, no esperaba demasiado. Lo cierto es que había realizado un reconocimiento visual por el pasillo donde aguardaban su turno los demás postulantes y no había tardado en notar que era la más joven. Con probabilidad, la del currículo más simple también. Apenas me había graduado dos años atrás y sólo había tenido un trabajo desde ese entonces (a menos que las veces que había hecho de cajera en la tienda de comestibles de la tía Marie contara de algo). Pero también sabía francés; a las macro empresas musicales les interesaban las personas que hablaban varios idiomas, ¿no?

¡Rayos! De verdad quería ese empleo; aquella era una compañía de las grandes, la paga y los beneficios que ofrecía eran muy atractivos. Además... decirle a mis amigos que trabajaba en el edificio más elegante y más alto del centro de la ciudad tampoco estaría mal, ¿eh? Uno a veces tenía ganas de presumir un poco. «Necesidad de aceptación social crónica» la llamaría Jesse, pero a mí me daba igual.

Abandoné la imponente estructura de la Compañía Schreiner fantaseando sobre todo aquello. Ni siquiera me importó tener que cederle mi puesto en el autobús a la embarazada que se plantó frente a mí y me miró con cara de tragedia. Y eso que faltaban dos paradas y yo, por regla general, no soportaba que las embarazadas gozaran de todo tipo de beneficios sociales por haberle abierto las piernas a un hombre sin dinero. Pero estaba de buen humor, les digo.

Cuando pensaba en el apellido «Schreiner» me imaginaba un Anthony o un Edward... quizá hasta un Christian con un traje de diseñador, tomando una copa de vino en la terraza de su lujoso pent-house. Cómo quería conocer al dueño de aquella prestigiosa compañía, debía ser un hombre divino. «Un dios griego» era la descripción que se me venía a la mente. Quizá hasta tuviera suerte y me contrataran; quizá y me lo encontrara en el ascensor del edificio y nos enamoráramos; o quizá yo me haría la torpe cuando caminara por los pasillos de la empresa para que él me recogiera la carpeta que tiraría al suelo y nuestras miradas se encontrarían. Quizá...

Suspiré. El autobús acababa de detenerse en mi parada. Quizá debería volver al mundo real y dejarme de estupideces, pero tenía un ejemplar de «Amor cachondo en la oficina» en el escritorio de mi habitación por terminar, así que lo otro tendría que esperar.

.

Pasaron más de dos semanas y me sentía fatal porque no había recibido ninguna respuesta a mi entrevista. A ver, al principio pensé que se podían estar haciendo del rogar porque eran una compañía grande y toda la cosa, pero luego la realidad tuvo más peso que mis intentos de optimismo fallidos.

Y ahí estaba yo, con el peso del fracaso sobre mis hombros, habiendo comprado varios ejemplares de periódicos locales y abriéndolos en las páginas de los clasificados. Ningún anuncio ocupaba media página como lo había hecho el de la Compañía Schreiner, pero yo no me iba a dejar desmoralizar tan fácil. De cualquier forma, subrayé unas tres opciones que me parecieron decentes. No en vano mis padres habían ahorrado casi una década para pagarme la matrícula universitaria.

Fue mientras estaba recogiendo de la mesa los periódicos que sonó mi celular.

«I look and stare so deep in your eyes»,

«I touch on you more and more every time»

No me juzguen, ¿eh? A todo el mundo le ponía cachondo esa canción. Estiré la mano para cogerlo de la mesa y atendí sin mirar el número.

—¿Hola?

Buenas tardes, ¿tengo el placer de comunicarme con Brooke Stuart? —preguntó una voz muy formal al otro lado.

Abrí los ojos y comencé a respirar con dificultad. Mi móvil casi se cayó al suelo por la emoción. ¡No podía ser! ¡No podía ser!

—Sí, habla con ella—dije tratando de parecer calmada.

Muy bien, señorita Stuart. Somos de la Compañía de artículos musicales Schreiner. —Muy bien, ahora sí había comenzado a dar saltitos por toda la casa—. Queríamos saber si todavía prestaba disponibilidad laboral.

¡Oh, claro que sí! Desempleada y disponible, amigos, esa era yo. Bien, no lo contesté con esas palabras. De hecho, hasta reaccioné como una persona decente mientras la chica al otro lado me explicaba la situación. La plaza para la que yo había aplicado había sido ocupada, me explicó, pero había otra oferta que podía interesarme, que si estaba dispuesta a presentarme a la mañana siguiente para discutir las nuevas condiciones. ¿Cómo decir que no? Era obvio que allí estaría.

Nos alegra oírlo —fue la contestación—. No se arrepentirá.

.

¡La presidencia! ¿Han oído bien? ¡Habían visto mi currículo en la presidencia de la compañía y querían que trabajara de secretaria allí! Y eso que la foto tamaño carnet que había entregado para la solicitud no me favorecía para nada, no entendía cómo habían podido fijarse en mí. De verdad, esas cosas no pasaban en el mundo real. Aunque en «El multimillonario que embarazó a la mucama» a Dimitro le había cautivado la inocente belleza de Rosa casi al instante...

Ni se fijen, a mí me gustaba guardar esperanzas. Me gustaba creer que había mucha gente en el mundo y que a alguien le había tenido que pasar algo parecido a lo que yo leía. Además, si me mostraba receptiva al amor, el amor vendría a mí más fácil, ¿no? Pues díganle eso a la esposa —tal vez ex esposa para ese momento— de mi antiguo jefe. ¡Si yo no era la que había propuesto, mucho menos pagado, aquella lujosa habitación de hotel! Tampoco es que el tío hubiese sido un gran polvo, no había aguantado ni dos minutos. Pobre mujer.

Dejando de lado mi antigua y desastrosa experiencia laboral, decidí animarme y arreglarme para el primer día en mi nuevo trabajo. Era una gran oportunidad y miles de escenarios se dibujaban ante mí. Estaba emocionadísima. Incluso practiqué varias veces la frase de «Buenos días, señor Schreider» hasta conseguir que mi voz la entonara de una forma sensual y no demasiado evidente.

Lo cierto es que para el momento en que caminaba por los pulcros pasillos de la compañía me sentía muy segura de mí misma. Yo tenía un buen trasero y aquella falda en forma de lápiz lo favorecía. Además, mi rostro con maquillaje lucía bastante bien y por supuesto que no había olvidado las gafas de pasta. Vale, no tenían aumento, pero ninguna secretaria respetable podría resultar atractiva sin un par.

Como era de esperarse, la presidencia de la empresa se situaba en la planta más alta del edificio, donde se podía obtener una vista panorámica de la ciudad por cualquier ventana que te asomases. Había un hombre en la recepción que me indicó que siguiera de largo y luego cruzara a la izquierda, que me estaban esperando. Respiré profundo. Yo podía con eso. Era una chica competente que sabía hacer su trabajo.

¿Qué? ¿Creen que sólo estaba allí para tirarme al multimillonario? Pues no, amigos, yo también tenía un propósito con mi profesión. Claro está, no pensaba quejarme si un hombre rico y apuesto se disponía a amarme y mantenerme por el resto de mi vida, pero un plan de contingencia tampoco estaba mal. Sonreí ante mi propia ocurrencia y entré a la habitación que precedía el despacho del presidente.

Allí podía ver, cerca de la puerta hecha de fino cristal, el que sería mi escritorio. Tenía madera de ébano. ¡Ébano, vaya! Eso sí que era un lujo, en mi antiguo trabajo el chapado blanco de mi mesa de trabajo se estaba despegando y lucía terrible. También había unos sillones de cuero y una mesa baja en un rincón que hacía de sala de espera, que fue donde encontré a una mujer sentada.

Se puso de pie al verme aparecer y me fijé en que era más alta que yo. Tenía una estatura de modelo, la verdad, aunque sus medidas tampoco eran las de una de esas muchachas desnutridas que desfilaban en una pasarela. «Singular» era la palabra que se me venía a la mente. Me daban ganas de quedarme mirándola por largo rato para poder entender el porqué aquella rubia enfundada en un traje de gabardina me causaba tanta curiosidad.

—Hola —dijo y su tono de voz me pareció verdaderamente cautivante. Era grave y suave, muy poco común en una mujer promedio— ¿Con quién tengo el gusto?

—Brooke Stuart —me limité a contestar.

—Regina Monroe —se presentó y nos estrechamos las manos.

Noté que tenía un pequeño tatuaje en el dorso de su muñeca. Qué guay, no sabía que una empresa tan seria permitiera a sus empleados lucir así. Me quedé ahí de pie, esperando que en cualquier momento alguien apareciera para darme la bienvenida y ella alzó una ceja. Pasaron unos minutos en los que las dos nos miramos en silencio, hasta que Regina chasqueó la lengua y dijo:

—No quiero ser grosera, Brooke, pero ¿qué haces aquí?

De acuerdo, no me esperaba eso. La miré extrañada, ¿quién era ella para andar con esas ínfulas en la oficina del jefe? Pues bien, tenía que comportarme en mi primer día, así que me mordí la lengua.

—Yo... —carraspeé y desvié la vista hacia el escritorio de ébano— he sido contratada ayer.

Regina pareció comprenderlo al instante.

—¡Ah, claro! La nueva secretaria. —Asintió y unos cuantos mechones de su rubio cabello se salieron del moño que los sujetaba—. Me da mucho gusto conocerte. Espero que nuestro trabajo juntas resulte satisfactorio.

En la última palabra su voz sonó más ronca. Me daba escalofríos, se los juro. Esa mujer debía ser locutora o recepcionista en una central telefónica de llamadas eróticas a medio tiempo.

—¿Perdón? —Fruncí el ceño, tratando de centrarme en lo que acababa de decirme—. ¿Trabajar juntas? Pensé que sólo necesitarían una secretaria para el presidente.

—Presidenta —corrigió con una media sonrisa y un brillo de diversión cruzando por sus ojos—. Y sí, sólo necesito una y esa eres tú, Brooke.

tate




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