7. Una nueva vida
Vermont, 1971.
—¿Y estás seguro de que esa es una buena decisión? —preguntó Estela mientras se quitaba los pendientes y los depositaba sobre su peinador.
—No solo eso: creo que es una magnífica decisión —dijo Luis mientras desataba el nudo de la corbata—. Isabel necesita una influencia como ésa en su vida. No me gusta en lo que se está convirtiendo ni quiero que sea tan arrogante y déspota como lo fue mi abuela, que Dios tenga en su santa gloria. No quiero que sus actitudes y decisiones obstaculicen su camino.
—¡Es que tú la has consentido demasiado! —replicó ella dejando caer toda la responsabilidad sobre su esposo.
—No solo he sido yo, Estela; también tú lo has hecho. Los dos hemos creado el pequeño monstruo que es nuestra hija.
—¿Pequeño monstruo? —repitió ella indignada—. ¿Cómo te atreves a hablar así de tu propia hija?
—No lo tomes a mal, querida. —Luis quiso condescender. Se dirigió al lavabo de mármol y empezó a lavarse la cara—. Es lógico que ambos nos hemos equivocado, y tal vez yo sea aún más culpable que tú. Desgraciadamente —suavizó el tono—, nadie nos enseña a ser padres, y a veces queremos darles sólo lo mejor a nuestros hijos y no sabemos en qué momento parar. Me siento muy mal por eso. Quisiera remediarlo.
—¿Y tú crees que solucionarás las cosas involucrando a esa chiquilla? Pienso que te equivocas. Isabel no la soporta. Nunca la aceptará —sentenció su mujer.
—Tengo un buen presentimiento. Deberías conocer a Irenne. Tiene buen corazón, es sencilla, no reniega de sus orígenes, es alegre, divertida y, además, tiene carácter —añadió Luis recordando con una sonrisa a la jovencita.
—Suena como todo un estuche de monerías...
—La traeré pronto y verás que tengo razón.
—Yo no le auguro nada bueno a esto. Pero, finalmente, siempre haces lo que tú quieres, Luis. —Estela comenzó a levantar las cobijas de su cama—. Espero que tu plan resulte y que no termine dañando a nadie.
—Todo lo contrario, querida. todo lo contrario.
Pero Estela tendría cierta razón acerca de sus presentimientos.
Las visitas de Luis Riveira al Colegio San Jorge se hicieron más frecuentes. El hombre se había empecinado en conocer más a la señorita San Luis. En ocasiones llevaba a Isabel consigo, quien únicamente se limitaba a quedarse callada durante toda la visita, sucumbiendo estoicamente a la prohibición de ofender nuevamente a la que para ella era una simple vulgar. Esperaba que con eso su padre dejara de atormentarla y abandonara la idea de forzar una amistad entre quienes claramente pertenecían a mundos diferentes.
No obstante, el comportamiento de la rubia no dejaba de sorprenderla en cada ocasión. Era tan ocurrente, vivaz y despreocupada, siempre diciendo lo primero que se le venía a la mente. Pensaba, en efecto, que era una vulgar, pero había ese algo en ella que la hacía diferente de todas las chicas de su edad, al margen de su pobreza y orfandad. Pensó que tal vez si se animara a conocerla un poco lo averiguaría, pero prefirió no dar su brazo a torcer.
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Luis Riveira llegó una tarde de agosto al Colegio San Jorge. Fue recibido en el despacho de la madre superiora. Saludó a la respetable monja y pidió hablar con Irenne. A los pocos minutos entró como caballo desbocado, y detuvo su carrera en los brazos de Luis, quien reía mientras la superiora reprendía una vez más a la joven por mostrar semejantes modales.
—¿Cómo estas, Irenne? —preguntó él sonriendo una vez que la sanguijuela soltó su cuerpo.
—¡Muy bien, señor Riveira! —exclamó Irenne con una amplia sonrisa.
—Puedes llamarme Luis si tú quieres.
—¡Oh, no, señor! —replicó la chica poniéndose un tanto seria—. ¡No es de buenos modales llamar a las personas mayores por su nombre de pila!
—¿Ah, sí? —preguntó Luis alzando una ceja—. ¿Pero sí son buenos modales entrar así a una habitación y casi tumbarme?
—¡Bueno! —soltó una risotada—. ¡Eso es diferente!
Luis le entregó unos dulces que había comprado por el camino, platicó unos momentos con ella, quien con grandes aspavientos le contaba lo que había hecho durante el día: cómo había perseguido a una ardilla durante una hora; cómo había ganado una carrera de obstáculos, y cómo se había peleado con una niña de nueve años que no quiso compartir con ella sus golosinas.
—¡Pero le presumiré todas éstas que me trajo usted! —exclamó Irenne cerrando el puño derecho jurando venganza.
Después de un rato, la joven fue despedida por las madres. Hizo una cómica reverencia y se retiró a su habitación.
—Con que... —dijo la madre Rita dándole un sorbo al té— ... usted quiere llevarse a Irenne y hacerla parte de su familia.
—Así es, madre —respondió Luis mirando de frente a la madre superiora. Quisiera ayudar a la niña, darle un mejor futuro.
—Me pregunto cómo lo tomaría ella. ¿Usted cree que pueda acostumbrarse? Ha vivido aquí toda su vida. Si bien no ha tenido lujos, hemos procurado darle lo que ha estado a nuestro alcance. La hemos educado, y aunque es rebelde por naturaleza, es alegre y tiene buen corazón.
—Nosotras... —dijo la madre agachando la vista— ...la amamos mucho, es nuestra alegría.
—Sé que la quieren como a una hija, pero piense en el futuro de ella —reconvino Luis—; mi familia puede darle muchas cosas.
—Ella necesita más amor que dinero —sentenció la madre.
—Por supuesto que el amor es lo primero, pero piense que con la ayuda adecuada, ella puede convertirse en una mujer de éxito. Su vida puede cambiar. Yo quiero ayudarla. Quiero convertirme en su tutor.
—Hay algo que debe saber, señor Riveira. No estoy segura de que usted pueda adoptar a Irenne, no legalmente. Ella ya tiene un tutor. —Él la miraba desconcertado—. Se trata de su tío —continuó la rectora—, el hermano de su madre. Él tiene la custodia legal. Esa fue la última voluntad de su hermana Sarah. tampoco tiene dinero, pero mensualmente nos hace llegar una cantidad para la manutención de Irenne; no es mucho porque es carpintero, pero el hombre hace lo que puede. La visita dos o tres veces al año. Usted tendría que hablar primero con él. Aunque no estoy tan segura de que él quiera transferirle su custodia.
—¡Lo intentaré! —aseguró Luis poniéndose de pie—. ¿Puede usted darme su dirección?
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Tomás San Luis trabajaba en un modesto taller ubicado en las afueras de San Johnsbury, en Vermont. Era el último de los San Luis. Su abuelo paterno había viajado desde España a Estados Unidos a inicios del siglo XX.
Desafortunadamente, para 1971 Tomás era el único sobreviviente de aquel linaje que llegó a América y vivió en la pobreza. Como aún no tenía descendientes, todo parecía indicar que en él moriría para siempre el apellido San Luis. El hombre tenía treinta y siete años. Sarah, su hermana, había muerto seis años atrás, víctima de cáncer. Ella nunca se casó y mantuvo en secreto la identidad del padre de Irenne. Solía decir que no era relevante.
Hacerse cargo de Irenne no era en realidad un problema para Tomás. Había sido una suerte que las piadosas monjas se hubieran ofrecido a cuidar de la niña, cuando él pensaba que al morir su madre la echarían del colegio. En realidad, él no habría sabido qué hacer con una niña tan pequeña bajo su cuidado. Sin embargo, eso no lo liberaba del todo de su responsabilidad. Era, después de todo, su única familia.
A Luis Riveira no le tomó mucho tiempo encontrar el pequeño taller de tomás. La gente del pueblo lo conocía muy bien. Encontró al hombre serruchando una tabla afanosamente.
—¡Buenas tardes! —saludó Luis al abrirse paso entre el aserrín y los trozos de madera que se amontonaban en el suelo.
Tomás respondió el saludo, apenas asintiendo, sin siquiera mirarlo ni interrumpir su labor.
—¿Tomás San Luis?
—A sus órdenes —dijo el carpintero mientras empujaba el serrucho con más fuerza. Esa tabla le estaba dando problemas.
—Mi nombre es Luis Riveira. —Se presentó, en espera de que el hombre dejara su tarea y estrechara su mano—. Quisiera hablar con usted sobre su sobrina Irenne —añadió.
—¿De qué se trata? —preguntó Tomás, indiferente.
Luis estaba seguro de que tendría las palabras precisas para dialogar con el tío de Irenne, pero la forma descortés y antipática de recibirlo echaron por tierra el fabuloso discurso planeado para ese encuentro.
—¿De qué se trata? —preguntó de nuevo Tomás, con fastidio.
—Tuve la oportunidad de conocer a su sobrina. —Luis trataba de recuperar su confianza—. Sé perfectamente su situación y las condiciones en las que ella vive. Me interesa mucho hacer algo por ella. Mi esposa y yo le hemos tomado cariño, creemos que es una joven con mucho potencial. Nosotros... —dudó un momento— ...hemos pensado en llevarla a vivir a nuestra casa. Quisiéramos adoptarla como nuestra hija.
—Adoptarla, ¿eh? —preguntó tomás con sarcasmo—. ¿De eso se trata todo esto? Ustedes los ricos —añadió—. ¡Creen que el dinero lo resuelve todo, ¿no?! ¡Usted y su fina esposa creen que pueden cambiar el destino de una criatura como si fueran dioses! —Estalló sin poder evitarlo—. ¡Así son todos ustedes! —continuó—. ¡Estúpidos aristócratas! todos son iguales, piensan que con su dinero pueden hacer lo que se les venga en gana. Como adoptar a una niña que apenas conocen. ¿Tan solos se sienten en su mansión? ¿O es solo uno de sus tantos caprichos? ¿Creen que voy a vender a mi sobrina como si fuera uno de esos vehículos que están acostumbrados a coleccionar? Pues está equivocado, señor. Yo soy el tutor de la niña. ¡Y no está en venta!
—Con todo respeto, le pido que no me malinterprete, señor —aclaró Luis e hizo un esfuerzo por ganar ecuanimidad—. Nosotros no queremos comprar a su sobrina, queremos adoptarla para que sea un miembro más de nuestra familia. Ella tomará sus propias decisiones. Nosotros solamente queremos orientarla y darle un mejor futuro.
—Mejor futuro... —Resopló aquél—. Y eso supongo que lo hará su dinero, ¿verdad? Le darían un futuro mejor que el que este pobre hombre y esas madres benevolentes pueden, ¿no es así? ¿Es eso lo que está tratando de decir?
Tomás guardó silencio un momento.
—Por favor, señor San Luis —rogó Luis—, no sea tan egoísta. Le pido que abra su corazón y que piense solamente en el futuro de la niña. Pregúntese qué es lo mejor para ella.
—Lo mejor para ella... —murmuró el tío tristemente y agachó la cabeza—. Claro que sé lo que es mejor para ella. Lo mejor para ella es salir de esta maldita pobreza que nos ha seguido despiadadamente por generaciones. Lo mejor para ella es olvidar sus orígenes, tener cosas lindas y vestirse bien. Casarse con un hombre bueno que la cuide y la proteja. Sé que... —Miró a Luis— ...sé que las madres y yo no le daremos ese futuro. Lo mejor para ella... Lo mejor para ella es que un rico como usted la lleve a vivir con él —terminó secamente y regresó a su labor.
—¿Entonces? —exclamó Luis, atónito—. ¿Quiere usted decir que...?
—¡No me malinterprete, señor! —rugió Tomás. Colocó otra tabla y empezó a cortarla por la delicada línea a lápiz que estaba trazada—. ¡Llévesela a su casa! ¡Dele todas las comodidades que desee! ¡Pero el apellido «San Luis» ella lo conservará! Se lo prometí a su madre y así será. Yo siempre seré su tutor legal. ¡Y esta es mi última palabra! Buenas tardes, señor Riveira —concluyó con aspereza.
Luis abandonó el pequeño taller cargado de sentimientos encontrados. Ni siquiera tuvo la oportunidad de increpar las últimas palabras de Tomás. Sabía que el hombre no daría su brazo a torcer. Jamás le daría poder legal sobre Irenne. Aun así, se convenció de que eso no debería representar ningún problema. Se llevaría a la joven a vivir con él. No había más que discutir: Tomás San Luis había dado su permiso y Luis sabía que él era un hombre de palabra.
Eso no era lo que Irenne tenía en mente (ser adoptada, pero no legalmente), pero era suficiente para ella. Estaba feliz, brincoteando de un lado a otro cuando las madres le dieron la noticia. Su sueño se haría realidad, y sin proponérselo. Viviría al lado del hombre al que ella tanto admiraba y quería, con una de las familias más acaudaladas de Vermont. Tendría una recámara para ella sola, estudiaría en un colegio prestigioso. Tendría unos nuevos padres que la colmarían de todo lo que a ella le había hecho falta desde que nació. El único problema que aminoraba su felicidad era la caprichosa y orgullosa de Isabel. ¿Cómo iba a lidiar con ella? Era fácil cuando la veía por pocas horas; podía aguantar esa mirada arrogante, sus comentarios déspotas, incluso ser tan cínica y sarcástica como sólo ella sabía ser, tan sólo para molestarla. ¿Cómo se suponía que iba a convivir con ella todos los días del año, y para siempre? Sin embargo, estaba decidida a formar parte de la acaudalada familia Riveira, aunque jamás llevara su apellido. Tal vez en el futuro ella misma podría convencer a su tío de que le diera la tutela a Luis, pero por el momento esa felicidad le bastaba.
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—¿Pero por qué, papá? ¿Por qué me haces esto? —chillaba Isabel—. ¡No la quiero! ¡No la quiero!
—Aprenderás a llevarte bien con ella —sentenció su padre.
Estela no murmuró ni una palabra. Para ella las decisiones de su marido eran sagradas. Siempre las respetaría.
—¿Tú no dices nada, madre? —rogó Isabel.
—Es la decisión de tu padre y debemos respetarla, Isabel. Él siempre sabe lo que es mejor para nosotras. —Siguió bordando tranquilamente un pañuelo de seda en el diván.
—Papá, ¿si me disculpo con ella olvidarás todo esto?
—No se trata de eso Isabel. La decisión ya está tomada —terminó Luis.
—¡Pues no! ¡No lo acepto! ¡Jamás la querré! ¡Jamás! —vociferó Isabel y azotó la puerta de la habitación de sus padres.
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Irenne llegó a la casa Riveira un caluroso sábado por la mañana. Se despidió de las monjas que tan amablemente habían cuidado de ella durante trece años. La cocinera Celia, el jardinero Hermes y la madre Rita lamentaron el tener que decir adiós a la jovencita que siempre había alegrado sus vidas con sus travesuras y ocurrencias. Sin más remedio, tuvieron que dejarla ir.
Irenne no sentía tristeza. Siempre recordaría a las personas que se habían ocupado de ella en su niñez, pero la puerta para una nueva vida se abría de par en par, y ella estaba emocionada por entrar.
Lo primero que sus ojos esmeralda vieron al bajarse del coche, cuando un mayordomo abrió para ellos una de las puertas del portal de piedra arenisca, fue el majestuoso jardín, mucho más grande y bello que el del Colegio San Jorge. Un jardín edénico, pensó ella. Ahí crecían árboles y flores de todo tipo; altos setos en forma de animales y bellas figuras se alzaban ante sus ojos. Siguieron a través de un camino empedrado a cuyos lados crecían arbustos de mediana altura bien alineados y podados. Flanqueaban el sendero tan cetrinos y lozanos que la joven no podía dejar de mirarlos.
Colocada en el centro del vergel, había una fuente de piedra de casi dos metros en forma de cascada. El agua caía divinamente a través de sus tres niveles. El sonido era arrullador. Por un momento, la frescura del agua en ese día tan bochornoso invitó a Irenne a hacer una de sus locuras, pero se contuvo.
La casa le pareció enorme. Era en verdad una hermosa residencia de tres pisos. Las ventanas y puertas, de madera de cedro, contrastaban a la perfección con el blanco de las paredes. Había un porche con un par de columpios y unos sillones que invitaban a sentarse para relajarse y tomar el sol.
La señora Riveira esperaba dentro a la nueva inquilina. Sólo la había tratado en dos o tres ocasiones, y aunque no le había parecido la persona más educada o fascinante del mundo, no tuvo objeción para que su esposo siguiera adelante con la loca decisión que había tomado. En realidad, la jovencita sabía ganarse con facilidad el corazón de las personas.
—Buenos días, Irenne —saludó Estela.
La joven iba graciosamente vestida con una blusa color rosa pálido y una falda blanca que se ceñía a la cintura con unas cintillas color rosa oscuro; la prenda terminaba en dos graciosos holanes que le llegaban a las pantorrillas. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo a cuadros blanco con rosa, con el cual trataba de domar un poco su rebelde y larga cabellera. El propio Luis la había llevado el día anterior a comprar ese atuendo.
—¡Buenos días, señora! —respondió alegremente Irenne, con el brazo extendido para saludar .
—Así se saludan entre hombres, Irenne. —Estela impartió su primera clase—. Las mujeres nos abrazamos delicadamente y nos damos un beso en la mejilla.
—¡Ah, sí! Lo he visto en la televisión —aceptó la jovencita—. Pensé que era algo nuevo. En la escuela las monjas no saludaban de esa manera, sólo nos dicen cosas como «¡Hey, tú, bájate de ahí! o ¡No hagas ruido cuando comas!»
Luis rió y Estela no pudo disimular una genuina sonrisa.
—Bueno, bueno. Ya aprenderás muchas cosas con el tiempo —advirtió él.
Isabel veía la escena desde el piso de arriba. «Así que mi padre se salió con la suya y la mocosa de ahora en adelante vivirá con nosotros...» Le parecía estar viviendo una pesadilla de la cual seguramente nunca iba a despertar.
—¡Isabel! —gritó su padre cuando se percató de la presencia de su hija—. ¿No te gustaría bajar a saludar a Irenne?
Ella no contestó. En su lugar, se dirigió a su habitación y cerró la puerta bruscamente.
—¡Bueno! Habrá que darle tiempo —dijo Luis animado—. ¿Quieres conocer tu nuevo cuarto, Irenne?
—¿Tendré cuarto propio? —Fingió un poco de sorpresa.
—Por supuesto. Subiendo las escaleras, tu cuarto se encuentra en el ala izquierda. Es la primera puerta. El cuarto de Isabel es el primero del ala derecha. —Señaló Luis.
«¡Perfecto!», deseaba estar alejada, como mínimo, tres millas de distancia de la presumida. «Por cierto, ¡Todavía me debe una disculpa!»
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