49. Segundas oportunidades

Carlo sería el indicado para salvar a su hija, si existía aún en los recovecos del corazón de Clara un poco de nobleza. Debía rescatarla antes de que se sumergiera por completo en un profundo pozo de amargura y resentimiento. Sería él y no yo. Aunque me habría gustado ser yo, su amiga entrañable, quien la liberara de sus espectros y pesares.

Pero ella me había dado la espalda en incontables ocasiones, franqueando cada uno de los senderos que me hubieran podido trasladar hasta llegar al fondo de su alma, donde una pequeña niña sufría por el abandono de su madre.

Sin embargo, había alguien a quien yo sí podía rescatar. Debía. Carlo me reveló la verdad para que su hijo fuera feliz. Clara y Mario lo odiarían seguramente; quizás todo el rencor que sintieron hacia su madre se volcaría ahora en él, de manera irreversible. Quizá tampoco podrían perdonarlo. Pero al menos ahora serían libres. La verdad, por dolorosa que fuera, les brindaría el alivio y la calma buscada durante tantos años. Nada frustraría mis planes ni le arrebataría a Mario la felicidad que le correspondía. Con una nueva resolución en mi vida, marqué el móvil dispuesta a aclararlo todo.

Él no contestó. Después de varios intentos, marqué el número de su departamento. Para mi sorpresa, me contestó la voz de otro chico, su amigo de sus años adolescentes.

—No ha venido desde anoche. Dejó su móvil olvidado —respondió tranquilo.

Creo que el joven notó mi desconcierto y preocupación, porque de inmediato se aventuró a decir:

—No te preocupes, sé que está bien. Está empezando a trabajar en un proyecto, así que seguramente pasó la noche en el centro de investigación. Le daré tu mensaje si es que regresa hoy.

—Gracias —musité, y colgué.

El sol de julio ascendía cada vez más hacia su cenit y la brisa del océano volvía el aire cada vez más denso, casi irrespirable. Era uno de los días más calurosos del verano. Tomé un baño con agua helada para aminorar un poco la temperatura corporal. Poco después de salir de la regadera, alcancé a escuchar los timbrazos de mi móvil. Corrí a toda velocidad y, jadeante, levanté el auricular. Del otro lado, la dulce voz de Mario me devolvió el alma al cuerpo.

—¿Buñuelo? ¿Cómo estás?

—¡Mario! ¡Gracias al cielo que me llamas! ¡Tengo que verte! Escucha, Mario, todo ha sido un error. —Las palabras salieron atropelladamente de mi boca, sin dejar ocasión para que él hablara—. ¡Tengo que verte! —repetí.

—Annia… —susurró—. También quiero verte. Por eso he venido. ¿Recuerdas que lo prometí?

—¿Dónde estás? —pregunté extrañada.

—En la galería, preguntándome por qué no estás aquí. Tampoco veo ninguno de tus cuadros. ¿No piensas venir?

—¿La galería? ¿Qué día es hoy?

—¿En qué mundo vives, linda? Sigues tan despistada como siempre. Ven pronto antes de que Anton el Virtuoso se lleve todas las palmas.

Un estremecimiento me paralizó.

—¿Anton está ahí? —tartamudeé.

—Sí —contestó despreocupado—. Y déjame decirte que no me ha mirado con buenos ojos desde que entré. Me atrevo a decir que ahora me odia más que nunca. Deberías verlo, ahora mismo está recargado en la puerta principal mirándome con toda la aversión y el desprecio que le es posible. Es escalofriante, debo admitir.

—¡Mario, Mario! ¡Sal de ahí inmediatamente!

—¿Que me vaya?

—¡Por favor! —supliqué.
De pronto se hizo un silencio sepulcral.

—¿Mario? —Escuché un ruido sordo, como si hubiera dejado caer el teléfono. A continuación una gritería enloquecida y progresiva comenzó a ascender y a retumbar en mi cabeza.

—¡Mario! —chillé, pero nadie contestó.

Algo terrible estaba pasando en la galería, y yo fui tan tonta que olvidé por completo decirle a Mario que no asistiría. Él ignoraba lo que Anton había hecho conmigo. Solo estaba ahí, cumpliendo su promesa. Nunca debí olvidar que él siempre cumplía lo que prometía.

Corrí a toda prisa, presintiendo que estaba por presenciar el escenario más terrible que podía escapar de mis pesadillas.

Y de nuevo vi, a tan solo unas cuadras antes de llegar a la calle principal, una colosal nube de humo oscura y densa por encima de la galería. Las llamaradas altas y rojizas devoraban por completo el viejo edificio de madera.

Escuché las sirenas y los carros de bomberos pasar a toda velocidad. Seguí corriendo, dando trompicones y empujando a quien se cruzara por mi paso. Llegué a un punto donde se me prohibió continuar. El jefe de los bomberos y un puñado de policías franqueaban el paso ordenaban con megáfonos que nos mantuviéramos alejados.

—¡Retroceda, señorita! —me ordenó uno de ellos.

—¡Mi prometido, mi novio está ahí adentro! —vociferé, tratando de derribar el musculoso cuerpo del hombre.

—¡No hay nada que usted pueda hacer! —Me estrujó con sus manazas—. ¡Retroceda y déjenos trabajar!

Hice lo que él me pidió ante la impotencia de saber que no podía hacer nada para salvar a Mario. Las llamas seguían tragando sin clemencia todo lo que se encontraban. Las mangueras de los bomberos chorreaban agua en cantidades impresionantes pero no lo suficientemente rápidas para apagar el fuego desbocado.
Ni uno sólo de los ventanales parecía correrse, ni una puerta de emergencia había sido utilizada.

A los pocos segundos el grito de uno de los hombres confirmó mis temores: Todas las salidas habían sido bloqueadas. Me sentí aterrorizada. Sentí que iba a desmayarme, pero tomé fuerzas y grité a todo pulmón:

—¡Mario!

La figura lóbrega de Anton apareció en una colina, a pocos metros de la escena. Al parecer había estado ahí todo el tiempo. Me sonrió macabramente. Casi creo que lo escuché reír, vanagloriándose de su diabólico éxito. Un temblor desenfrenado sacudió mi cuerpo, y me sentí al borde del colapso. Inesperadamente, una mano asió la mía. Giré mi rostro y de pronto me encontré con unos ojos piadosos cargados de sufrimiento. Una mujer ya entrada en canas me abrazó y susurró unas palabras.

—Reza, hija. Reza… —me consoló—. Mi esposo está ahí adentro. Nada podemos hacer más que rezar por ellos.

Nos abrazamos como si fuéramos madre e hija, llenando nuestra boca de plegarias que salían del fondo de nuestro corazón. Cada minuto me parecía una eternidad.

Así paso el tiempo, hasta que el fuego por fin fue controlado. Una de las puertas fue derribada y algunos hombres valerosos del cuerpo de bomberos salían y entraban de la vieja instalación cargando a las víctimas, inconscientes y heridas.

La vista era desoladora, y los alaridos de quienes aún permanecían conscientes llenaban mis ojos de lágrimas y acrecentaban mi desesperación.

La dama de cabellos grises y yo nos acercamos de nuevo, realizando vanos intentos por encontrar a nuestros seres amados. Se nos ordenó alejarnos y esperar hasta que se tuviera una lista de los sobrevivientes.

Yo no podía esperar. Yo tenía que ver a Mario. Él tenía que estar bien.

—Señorita —repitió uno de los hombres dirigiéndose a mí y a la mujer que me acompañaba—, tienen que esperar. Los heridos serán trasladados al hospital St. John. Les recomiendo que esperen allá.

No pude hacer nada para burlar a los policías. Tuve que resignarme y esperar. Fueron largas horas. Mi madre se reunió conmigo en el hospital; al poco tiempo llegaron Clara y Carlo. Con sus rostros trastornados por el dolor. En especial Clara, quien se quebró al mirarme y corrió a abrazarme, sollozando en mi pecho como una niña pequeña.

—No puedo perder a mi hermano… —dijo entre sollozos— …no a él.

La consolé, asegurándole, a mi pesar, que todo estaría bien.
Al poco tiempo, una lista fue publicada en uno de los tablones ubicados en el pasillo. Por fortuna, había pocos decesos, pero una multitud impresionante de heridos de gravedad. Carlo fue quien buscó entre ambas listas el nombre de su hijo. Una débil sonrisa se trazó en su rostro:

—Sobrevivió, pero está en cuidados intensivos. Tendremos que esperar a que el médico nos informe de su estado de salud.

Una flama de esperanza se avivó dentro de mí. Mi Mario estaba vivo… Lo único que deseaba era volver a ver sus dulces ojos y su tierna sonrisa. Ahora yo estaría a su lado, velaría por él y sostendría su mano para siempre, como lo habíamos soñado.

Después de unos minutos, me acerqué nuevamente a la lista para buscar Clay. Me sentí aliviada cuando vi su nombre entre los sobrevivientes, así como el de algunos de los chicos que había conocido en mi clase.

Una doctora se acercó a nosotros. Llevaba expediente de Mario. Después de presentarse nos alentó:

—Su hijo no presenta ninguna quemadura —dijo dirigiéndose a Carlo—; sin embargo su estado es aún grave. Inhaló humo tóxico hasta quedar inconsciente. Al parecer, el lugar estaba lleno de aceites y pinturas y la combustión incompleta de estos materiales generó una gran concentración de gases venenosos. Debemos estimar cuál es el deterioro de sus pulmones y sus vías respiratorias. Las lesiones pueden ser muy graves. Por la respuesta de su organismo en las próximas horas podremos determinar el daño y su recuperación.

—Pero… ¿vivirá? —se atrevió a preguntar Clara.

—Dependerá de él —repitió la doctora, quien nos dedicó una mirada piadosa y después de realizar una leve inclinación se retiró.

Y una vez más el silencio pareció tragarnos. Nos rendimos ante el paso de las horas. Unas veces mi madre me abrazaba y en otras era Clara quien se aferraba a mí. Carlo permanecía en un rincón, atormentado por sus recuerdos y la culpa. Sentí una inmensa compasión hacia él, especialmente cuando lo encontré en la capilla del hospital, arrodillado y rezando en silencio una oración por su hijo.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Cuando la noche ya había caído y antes de que alguno de los médicos se presentara ante nosotros con nuevas noticias sobre Mario, dirigí mis pasos hacia el pabellón B, donde mi amigo y maestro Clay se recuperaba.

Junto a la cama se encontraban un joven que, supuse rondaba la veintena. Sin duda se trataba de su hijo Charly. Era apenas un chiquillo desgarbado, de estatura baja, piel blanca, cabellos rubios y ensortijados, nariz fina y pequeña y ojos tan verdes como los de su padre.
Clay estaba consciente. La enfermera de turno me dejó entrar con la condición de que no permaneciera ahí más de media hora ni lo inquietara.
Clay me sonrió. El fuego había abrasado sin piedad sus extremidades. tuve que controlarme para no gritar, porque su apariencia era devastadora.

—¿Cómo estas, Clay? —susurré apenas tratando de contener el llanto.

—Vivo, Annia… —Sonrió.

—Lo siento tanto… —dije acercándome a él, acariciando  su frente.

—Lo único que lamento es que tal vez no podré volver a pintar como antes.

Solté un gemido, y mis lágrimas rodaron estrellándose en las sábanas blancas.

—Ya encontraré qué hacer —dijo débilmente—. Un viejo tan terco como yo siempre encuentra qué hacer —bromeó por un instante, torciendo la boca en una mueca divertida.

—Lo siento mucho, Clay. todo esto ha sido mi culpa.

—Claro que no, Annia —dijo mirando hacia el techo del dormitorio—. ¿Cómo podrías ser tú la culpable?

—Anton… —musité—. Anton quería vengarse de mí. Lamento que hay escogido la galería para hacerlo. Lamento mucho no haberme alejado de él cuando tú y Mario me lo advirtieron.

Clay entreabrió la boca sorprendido. Después cerró los ojos, y me pareció que intentaba crispar sus puños. Un ligero temblor agitó su labio inferior.

—¿Clay?

Su hijo Charly se levantó de la silla y me enfrentó:

—¿Dices que Anton ocasionó el incendio?

Asentí.

—Estoy segura. Lo vi en la colina mientras los bomberos intentaban derrumbar las puertas de la galería. Sé que fue él quien lo hizo. Minutos antes mi novio me llamó por teléfono. Él estaba dentro de la exposición. Él mismo me dijo que Anton se encontraba ahí. Y yo misma escuché los gritos que sucedieron a la explosión. Lo siento. De verdad lo siento. —Miré a Charly y luego a su padre—. Yo no sabía que él era capaz de algo tan siniestro. Debí tener más cuidado… Debí advertírtelo, Clay.

—Tal como lo hizo la última vez… —susurró Charly para sí mismo.

En seguida, su padre agregó:

—Si alguien es culpable de esta desgracia, ese sin duda soy yo —respondió Clay con un hilo de voz.

Lo miré desconcertada.

—No es la primera vez que Anton comete un atentado ni termina con la vida de alguien. Está en su naturaleza desquiciada y mezquina. Hace muchos años que debí denunciarlo. El siniestro que ocurrió en tu universidad hace más de tres años también fue obra de Anton.

—Así es —interrumpió Charly—. Fue… nuestra culpa… —confesó el joven dirigiendo una mirada asustadiza a Clay.

Yo no podía creer lo que oía.

—Está bien, Charly —dijo su padre —puedes confiar en ella. Supongo que esta vez tenemos que decir toda la verdad. No podemos garantizar que saldremos vivos la próxima vez.

Charly asintió. Después de suspirar largamente, me reveló su historia, como si yo pudiera liberarlo de sus remordimientos.

—Anton y yo crecimos juntos. Siempre fuimos amigos, aunque más bien debiera decir que siempre fuimos cómplices de nuestras fechorías. Al principio empezó todo como un juego. Yo trataba de comprender la naturaleza de Anton, porque siempre fue un enigma para mí. Muy seguido incurrimos en pequeños actos delictivos: robar artículos de una tienda, ponchar las llantas de un vehículo o dañar alguna estructura o edificio en la ciudad.

»Yo veía todo eso divertido. —Agachó la cabeza—. Nunca me di cuenta cuándo las cosas empezaron a subir de tono. Si alguna vez nos pillaron delinquiendo, siempre era yo quien terminaba en la correccional, porque Anton era muy listo, y antes de darme cuenta él ya se había escabullido.

»Hubo un momento en que creí que Anton había madurado, porque ya no me llamaba como antes ni me arrastraba a sus andanzas. Después me di cuenta que se había enamorado de una de las chicas más populares de nuestra secundaria. Parecía que seguirla a todos lados ahora remplazaba cualquiera de sus otras obsesiones o siniestros pasatiempos.

»Aproveché ese tiempo para enfocarme en mis estudios. Ambos nos graduamos de la secundaria con calificaciones más o menos buenas, e ingresamos a la universidad de Lynn. No me explicaba por qué Anton se había interesado en seguir estudiando, ya antes me había dicho que la universidad sería una pérdida de tiempo para una mente tan brillante como la suya.

»Debo confesar que extrañaba un poco las aventuras, como yo las llamaba, y los riesgos que sobrevenían a causa de nuestras transgresiones. Confieso que la adrenalina que sentía cada vez que violaba alguna ley era en ese entonces una experiencia excitante. Anton me buscó un par de días antes de la famosa fiesta de la primavera. Me propuso un plan que en ese entonces me pareció divertido. Me instó a conseguir un buen suministro de petardos y fuegos artificiales, excusándose en que no podía acompañarme porque quería convencer a su padre de que lo dejara asistir a la velada. Yo hice lo que me pidió; conseguí los petardos con un conocido, y la noche de la fiesta Anton y yo nos introdujimos a la casa de campo para planearlo todo.

Charly tomó un respiro. Yo estaba paralizada.

—No sé en qué momento las cosas se salieron de control. Yo recuerdo haber organizado los petardos lejos de cualquier cosa que pudiera inflamarse. Sin embargo, uno de ellos fue a dar cerca de los cables del equipo de sonido, y en cuestión de segundos comenzó a arder. Anton me arrastró fuera de la casa de campo antes de que el fuego se propagara. Sé que pudimos haber hecho algo para apagar las primeras llamas; al menos decirles a los demás que en cuestión de minutos todo explotaría, pero él dijo que ya era demasiado tarde y que debíamos preocuparnos por nuestra vida. Me sacó a rastras del lugar.

»Yo quise ir a la policía el día siguiente. Después de todo, de eso se trataba, de un accidente, pero Anton me amenazó. Fui tan estúpido que ese mismo día, antes de entregarle los petardos, también le revelé el nombre del que me había facilitado la compra de los explosivos. Si yo lo delataba, diría que había sido yo quien los había adquirido, y en mí caería toda la culpa. Conociendo su astucia, me di cuenta de que no bromeaba ni decía las cosas sólo para asustarme.

»Le confesé todo a mi padre, y decidimos guardar el secreto. Estuvimos mal, lo sé, pero teníamos mucho miedo. Sabía que pasaría el resto de mi vida en prisión. Anton nos ha atormentado desde entonces con revelarle a la policía lo que sucedió. Yo fui el que encendió los petardos, el que los tuvo entre sus manos; mis huellas están ahí. Solo las mías. Anton fue lo suficientemente listo para no tocar siquiera uno de ellos. Con el tiempo me di cuenta de que realmente él buscaba con empeño ocasionar un incendio, aunque, cuando me expuso su plan, dijo que solamente quería darles un susto a los estudiantes. Después supe que lo único que deseaba era vengarse de Karen Marcell. Anton quería deshacerse de ella porque lo rechazó. Por mucho tiempo, Karen no se dio cuenta de que él la seguía. Cuando por fin lo averiguó, lo amenazó con decirle a sus padres. Supongo que no midió las consecuencias aquella tarde en la que se enfrentó a él, exigiéndole que se alejara de ella. ‘Fenómeno de circo’, lo llamó, y se carcajeó ante las amenazas de Anton.

«Karen Marcell… el cuadro de Anton. Su supuesta novia muerta… una de las siete víctimas del incendio… ¿cómo no me di cuenta?»

—Descubrí la verdad poco a poco, una parte la escuché de las amigas de Karen; la otra parte no me costó trabajo hilarla. Cada vez que recordaba las pláticas de Anton y miraba sus cuadros la veía a ella. No sabía que la obsesión de Anton fuera tan grande ni que fraguara un plan para asesinarla. Él sabía que acudiría a la fiesta. Karen amaba las fiestas y las danzas, y ese año había sido elegida como la reina de la primavera.

»Pobre Karen. —Charly se quebró y comenzó a llorar—. Recuerdo que ella estaba sentada con sus amigos, muy cerca del escenario. Supongo que Anton hizo algo para lanzar uno de los explosivos cerca del equipo de sonido, pues yo no recuerdo haber colocado ninguno allí. El resto creo que ya lo sabes. Mi papá me platicó que sobreviviste a aquel incendio. Así que, ya lo ves, si alguien es culpable aquí por esta tragedia soy yo; hace mucho tiempo que debí detener a Anton, pero siempre fui un cobarde. No pienses mal de mi padre, él también ha sufrido mucho. Hemos estado todo este tiempo a merced de Anton, tratando de hacer lo que nos pide para que no me delate y vaya a parar a la cárcel. No sé por qué pensé que algún día me libraría de él, e ilusamente creí que nunca más volvería a revivir aquella pesadilla. Ahora es mi pobre padre quien sufre las consecuencias.

Aún atontada por una nueva revelación en mi vida, traté de coordinar mis ideas.

—Charly, debemos detenerlo ahora. Un segundo atentado en la vida de Anton terminará por convencer a la policía de que tú eres inocente. Yo lo vi. Yo sé que él lo planeó todo. Él cerró las puertas y encendió el fuego. Lo hizo para librarse de alguien a quien odiaba más que a mí. No tengas miedo esta vez. Sé que la policía se mostrará condescendiente contigo.

—Ella tiene razón, hijo —murmuró Clay—. Ya es tiempo de decir la verdad. Si no lo hacemos, nuevas culpas se acumularán en nuestra conciencia.

La enfermera me hizo saber que era tiempo de irme.

—Todo estará bien. —Me dirigí a Charly y apreté sus manos—. Diré todo lo que ha pasado. Y tú dirás la verdad. Es lo correcto. Te sentirás liberado una vez que lo hayamos hecho.
Charly sollozó y asintió como un niño pequeño. Clay esbozó una mediana sonrisa.

—Gracias, Annia.

—Vendré a verte mañana, Clay. —Me agaché para besar delicadamente sus mejillas—, te pondrás bien.

El asintió con los ojos. Salí de la habitación todavía presa de la incredulidad y el pasmo de las revelaciones de Clay y Charly.

Anton era un ser abominable que debía ser castigado, y yo me encargaría de eso. Corrí a reunirme con los demás mientras pensaba en la mejor manera de proceder.

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Mario despertó la madrugada del día siguiente. La doctora indicó que ya podíamos verlo. Pero nuestra dicha se desvaneció cuando nos hizo saber que su estado era delicado.

—Es imposible determinar por ahora las secuelas que la asfixia y la inhalación de humo desencadenarán en él. Debemos esperar por lo menos una semana para descartar cualquier signo de infección pulmonar. Por lo pronto, el joven Sanford no puede hablar mucho. Sus cuerdas vocales se encuentran muy laceradas.

Clara y Carlo entraron primero. Cuando salieron, los ojos de Clara estaban cargados de llanto.

—¡Lo lamento mucho, Annia! ¡Lamento todo lo que te hice a ti y a mi hermano! Mi padre me ha dicho la verdad, justo unas horas antes de enterarnos de que Mario estaba aquí… todos estos años pensé que mi madre…

—Lo sé Clara —la interrumpí con un fuerte abrazo. Por primera vez en mucho tiempo supe que era sincera.

—Fui tan mala con ella cuando murió, Annia… —continuó Clara, al borde del colapso—. ¡Tan perversa! ¡La odiaba tanto! Ni siquiera quise tomar su mano…

—Calla. No fue tu culpa, Clara. tú no sabías nada. —Acaricié sus rubios cabellos y besé su frente—. Tu madre siempre te amó, nada de lo que hubieras hecho al final habría cambiado sus sentimientos hacia ti.

—¡Fui una egoísta! —elevó la voz—. ¡Y lo que te hice a ti, lo que le hice a Mario… estaba tan llena de rencor! ¡Fui una estúpida! ¡Por favor, perdóname, Annia!

—Todo está perdonado —dije, y no pude evitar que mi voz se quebrara.

—Si Mario se muere, no sé qué voy a hacer… —Clara lloraba a mares.

—¡Estará bien! —exclamé, tratando de convencerla a ella, y de alguna manera, también a mí misma—. Sé que estará bien.

Mi madre se acercó y puso su mano sobre mi hombro.

—Mario quiere verte.
Sequé las lágrimas de clara y las mías. Mi madre tomó mi lugar y sostuvo a Clara entre sus brazos.

Mario se alegró en cuanto me vio cruzar el umbral.

—Annia… —susurró, retirándose el respirador.

Lloré en silencio por unos momentos, mientras me aferraba a sus manos. Lo abracé y me recosté en su pecho delicadamente. Acarició mi nuca, mis cabellos, mis mejillas.

—No llores, estoy bien…
Su voz sonaba extraña, baja, grave y áspera, pero sus ojos maravillosos eran los mismos, siempre llenos de amor y de nobleza.

—Lo siento, Mario. Nunca debí romper nuestro compromiso. —Un profundo sollozo me hizo sentir que se me desgarraba el alma.

Hizo un esfuerzo sobrehumano por consolarme.

—Ahora… estamos juntos… Buñuelo. Es… lo que importa.

—No debes hablar, Mario. Debes de recuperarte. Hazlo por mí. ¡Hazlo para que vivamos el resto de nuestra vida juntos!

Él asintió y colocó su respirador de nuevo. Me sonrió con los ojos y entrelazó sus mano con las mías. Me quedé arrodillada a su lado. Así permanecimos hasta que se quedó dormido.

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