46. El secreto de Mario

Cuando Mario estuvo frente a su primer automóvil, regalo de su padre, la felicidad no le cabía en el pecho. De Carlo había recibido clases de manejo desde los once años, de vehículos con transmisión automática e incluso sincrónica. Desde luego, aún no podía obtener su licencia automovilística, pero se regodeaba cada vez que veía su flamante Mercedes rojo sangre estacionado en el garaje de su casa.

Mientras tanto, se entretenía arreglando motocicletas y, ocasionalmente, alguna bicicleta. Arregló mis bicicletas y las de Clara cada vez que pinchábamos las llantas en las calles vecinas. Siempre que pienso en él recuerdo que él lo resolvía todo...

En dos ocasiones, Carlo permitió que Mario nos llevara a pasear a Clara y a mí. No íbamos muy lejos, tan sólo por los alrededores, pero nos hacía reír enloquecidamente cada vez que pisaba el acelerador e inmediatamente después el freno. Le gustaba mucho hacernos esa travesura.

Cuando cumplió dieciséis años, por fin obtuvo su licencia de conducir, bajo la tutela de su padre, por supuesto. Pero eso significaba que era libre de andar por donde quisiera. Podía salir de la ciudad si así le apetecía. Nada podía ser más perfecto para ese niño que manejaba un automóvil jugando a ser mayor.

En una ocasión, sacó su Mercedes hasta las afueras de la ciudad, siguiendo una ruta en el mapa que apenas podía comprender. Como siempre fue un chico responsable, Carlo ni siquiera se molestó en amonestarlo cuando ese mismo día, más tarde, dos rudos policías lo llevaron de vuelta a casa, argumentando que había sufrido un ligero accidente cuando regresaba de su expedición. Luego de estrellar el automóvil en un vecindario aledaño, había dejando un saldo ni más ni menos que de tres botes de basura regados por el pavimento y un gato casi al borde del infarto.

Ese día Mario trabajó como nunca, leyendo manuales, aplicando líquido a los frenos que habían fallado y revisando todas y cada una de las partes del motor. Tres días después, sacó el vehículo sólo para darse cuenta que el problema no había sido resuelto.

Su madre reía ante su persistencia de no llamar a algún mecánico, pues, según Mario, el único mecánico en esa casa era y sería para siempre él.

Al fin abandonó su obsesión cuando uno de sus compañeros de escuela le llevó una genuina motocicleta Harley con un problema generalizado. Eso sería sin duda un gran reto en su vida. Desde el momento en que puso sus manos sobre la máquina, se olvidó por completo de su deslumbrante automóvil y se dedicó única y exclusivamente a encontrar todas las piezas faltantes y a remplazar las que ya eran inservibles.

Los días transcurrían felices para el adolescente. En la comodidad de su hogar se sentía tan seguro e invencible que una vez creyó que su felicidad sería indestructible.

La felicidad se completaba cuando veía a su hermosa madre preparar la mesa cada vez que él regresaba de la escuela, con sus rubios cabellos recogidos en una redecilla y un delantal ciñéndose a su delgado cuerpo, y a Carlo, sentado en la cabecera de la mesa, con el apetito rebosante que lo distinguía, dispuesto a clavarle los colmillos a lo que fuera que su esposa hubiera cocinado.
Ella besaba la frente de Mario y jugueteaba con sus cabellos.

—¿Cómo esta mi principito?

—Ya no soy un niño, mamá. —Mario se ruborizaba ante la risa de su padre.

—Ah, bueno. ¡Entonces ahora eres mi rey! —Y hacía la madre una reverencia bromeándolo.

—¡El rey es mi papá! —gritoneaba Clara desde su silla favorita.

—¡Ah, Claro! —Se giraba a mirarla Carlo—. ¡Y tú eres mi princesa! ¡Toda la familia real reunida!

Pero poco tiempo después la familia se dio cuenta de que también los sueños tienen su final.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Mario estaba un día en su cuarto leyendo, sumergido en el mundo de Scott Fitzgerald y su Great Gatsby, cuando escuchó los gritos de sus padres en el vestíbulo. La voz de su madre subía dos octavas mientras la de su padre se hacía cada vez más grave. Dejó su libro y descendió a toda prisa la escalera.

Los ojos coléricos de Carlo, quien estrujaba a su esposa, se fijaron en Mario:

—-¡Ve con tu hermana y no la dejes salir de su cuarto!

Las peleas en la casa Sanford eran tan escasas que aquellos gritos enloquecidos lo aterraron.

—¿Qué pasa, Mario? —preguntó Clara abriendo mucho sus ojos verdes.

—Es solo un juego. ¿Quieres ver televisión? La comida estará lista pronto.

Ella asintió.

—¡Espero que mi mamá haga pastel de fresas! —exclamó la niña, y se sentó en su taburete mientras Mario encendía el televisor, sintonizaba un canal de caricaturas y subía todo el volumen.

Cuando los gritos dejaron de escucharse, Mario creyó que todo había terminado.

—Espera un momento —le dijo a su hermana—, necesito ir al lavabo. No te muevas de aquí.

—No, Mario. Aquí estaré —le aseguró Clara.

El joven cerró la puerta y bajó. A medida que iba descendiendo los gritos y gemidos comenzaron nuevamente. Ahora más estridentes, más fuera de control.

—¡Lárgate! ¡Lárgate con tu amante como debiste de haberte largado desde hace mucho tiempo! —gritó Carlo mientras estrujaba el cuerpo de Irenne.

—No, no me iré, Carlo. ¡Créeme, fue un error, pero no volverá a suceder!

—No, no fue un error. ¡Fueron muchos errores!

—No sé lo que dices —gimió ella—, no es como tú crees. Marcos y yo no somos amantes. ¡Nunca lo hemos sido!

—¡Qué te largues, Irenne! ¡Lárgate ahora mismo antes de que te muela a golpes!

—¡No puedes correrme! ¡Esta también es mi casa! ¡Ellos también son mis hijos!

—¡No lo serán nunca más! —gritó enloquecido, sus ojos desorbitados por el odio—. ¡Te quitaré todo, Irenne! ¡Todo! No te quedará más remedio que volver a tus pobres orígenes. No sabes con quién te has metido. ¡Te lo advertí, Irenne, hace muchos años! Si me traicionabas, acabaría contigo. ¡Y eso es justamente lo que voy a hacer!

Irenne retrocedió y entonces alcanzó a ver a Mario, a mitad de la escalinata.

—Mario... —Sus ojos imploraban ayuda, como si un simple chiquillo de dieciséis años pudiera salvarla de aquella pesadilla.

—¡Lárgate! —repitió Carlo, arrojando sus pocas pertenencias a la calle y sacándola a empellones.

—¡Déjala, papá! —se atrevió a decir Mario al salir de su estupefacción—. ¡La estás lastimando!

—Tu madre no es más que una zorra que nos ha tomado el pelo desde hace muchos años, haciéndose pasar por una esposa fiel y madre abnegada. No es más que una sucia traicionera. Una infiel. ¡Una mujer de la peor calaña!

—No le creas, Mario —suplicó Irenne—. ¡No le creas!

—¡Mario! ¡Vete a tu cuarto! ¡Vete porque si no lo haces tu madre pagará las consecuencias!

Los ojos inyectados en sangre de Carlo, sus gruesas manos tensándose, le hicieron ver que no estaba jugando, que cumpliría su amenaza si él no se iba.

—¡Nunca le creas! —le gritó Irenne antes de que Mario se perdiera de su vista.

Y la mirada desolada de su madre, su rostro bañado en llanto, fue lo último que él vio.

Lo más difícil fue explicarle a Clara adónde había ido su madre. Le dijeron que había ido a pasar una temporada con una de sus amigas, en Minnesota. Lo más extraño de todo fue que ella no preguntó más y se limitó a creer la versión que su padre y Mario le contaron. Y nunca volvió a preguntar por ella.

Mario nunca supo adónde fue su madre. Carlo le contó la verdad. Marcos e Irenne eran amantes y él los había descubierto. Y eso era punto final. No se le permitió hacer más preguntas, y se limitó a dejar pasar el tiempo. Quizás, todo se trataba de un error, y algún día su madre volvería.

Un día Mario regresó a su casa después de haber asistido a clases a la primera hora. La escuela se encontraba a escasas cuadras. Como tenía que regresar tres horas más tarde, decidió emplear su tiempo en la endemoniada motocicleta, que seguía dándole dolores de cabeza. Mantener su tiempo ocupado era su solución. Así no pensaría en los problemas tan graves por los que su familia estaba atravesando.

La gran casona se encontraba completamente sola, tan vacía que su misma respiración le producía escalofríos. Cuando se dirigía al garage, donde tenía su taller, escuchó el timbrazo del viejo teléfono colgado en una de las paredes.

—¿Mario? Soy yo... —La dulce voz de su madre al otro lado del teléfono era apenas un susurro.

—¿Mamá? ¿Dónde estás?

—Estoy en Weymouth. No te preocupes, Mario. Estoy bien. tengo que irme por un tiempo. Pero... volveré.

—¿Cuándo? —preguntó él, anhelando que eso sucediera muy pronto.

—Pronto. Te quiero, Mario. Los amo a Clara y a ti. Nunca lo olviden.

—No, mamá.

—No le digas a tu padre que llamé. —La línea se cortó.

Con lágrimas en los ojos, Mario fue a trabajar en la motocicleta. Se preguntaba en qué momento la felicidad había decidido darle la espalda.

Poco tiempo después, mi padre entró por la puerta del taller, tambaleándose, con el rostro desencajado, la camisa desarreglada, deshecho el nudo de su corbata.

—Marcos —exclamó Mario poniéndose de pie.

—Necesito un gran favor, Mario.

Mario enmudeció. Estaba frente al hombre que había querido como si fuera un segundo padre, pero al mismo tiempo el que había arruinado su vida, destruido a su familia.

El corazón de Mario se ensombreció y turbó por un momento. Recordó a su madre, su dulce y tierna madre. No. Ella era inocente y pura. Ella no podía traicionar a su padre.
Seguramente él la había seducido. Él la había orillado a hacer lo que fuera que hizo.

—¿Mario? —repitió mi padre.

—¿Qué necesitas? —preguntó Mario secamente.

—¿Puedes prestarme tu auto?

Una punzada se clavó en el pecho de Mario.

—¿Adónde vas? —preguntó hoscamente.

—Necesito ir a Weymouth.

Justamente de donde había llamado su madre.

—Lo cuidaré bien. Lo prometo —dijo mi padre, ya a punto de la locura.

Mario se dio la vuelta casi de manera automática, dudó por unos momentos, pero luego alcanzó las llaves del automóvil que estaban colgadas en un viejo clavo. Sin decir una sola palabra se las entregó a mi padre, quien esbozó una franca sonrisa de alivio y relajó los hombros en cuanto las tuvo en las manos.

—Gracias, Mario —le sonrió y se dio la vuelta.

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El corazón de Mario estaba oscurecido por el dolor. Pudo haber dicho en ese instante que los frenos no funcionaban. La vida de mi padre no se habría perdido.

Pero se quedó de pie, sin decir nada, con los sentimientos encontrados, deseando tal vez que mi padre nunca alcanzara a su madre, que no se la arrebatara. Porque él quería que ella regresara, como lo había prometido.

Mario era un chiquillo en ese entonces. No quería dañar a nadie, pero la inmensa culpa que lo perseguiría a partir de ese día nunca lo dejaría en paz.

Después de su relato, comprendí los sentimientos que lo ahogaban y lo apuñalaban día tras día. Pero su eterno arrepentimiento no bastaría para resarcir el daño que su omisión había causado todos estos años.

Mario pudo haber salvado mi vida y mil más la noche del incendio, pero nunca podría traer de vuelta aquella otra vida que por sus acciones se perdió.

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