4. Palabras que no deben ser dichas

Lo primero que hice al llegar a casa fue levantarme como bólido de la silla de ruedas e ir a la sala y tomar el teléfono. Necesitaba hablar con Clara.

—¡Annia! —gritó mi madre, enojada—. ¿Para qué te traje la silla si no la vas a usar?

—¡Es que no la necesito, mamá! —contesté a todo pulmón. Me armé de valor en mi odisea para soportar el dolor que me producía el caminar. Mi meta: el teléfono.

—¡Qué niña!... —reconvino resentida, pero yo no hice caso.

Detuve el auricular con el hombro derecho mientras marcaba el número de la casa de Clara con la única mano sana que tenía. Una voz masculina y familiar me contestó. Su hermano, por supuesto.

—Sí, ¿diga? —Mario al otro lado del auricular.

—¡Mario, Mario! ¡Soy Annia! ¿Cómo estás?

—¡Annia! —exclamó con una alegría descomunal que me desconcertó—. ¡Qué bueno que llamas! ¿Estás bien? Hoy íbamos a ir a visitarte Clara y yo. Preguntamos por ti en la mañana, y el médico nos dijo que estabas muy bien.

—Mmm... Sí, Mario, gracias... estoy bien... este... —apresuré mis palabras— . ¿Me podrías comunicar con Clara?

Yo iba a lo que iba.

—Claro, Annia —respondió recobrando su característico tono pasivo—. Cuídate, y que te mejores pronto.

—Gracias, Mario, gracias.

—¡Annia! —chilló Clara tan fuerte que me obligó a alejar el auricular de mi oído—. ¡Annia! ¡Lo siento tanto! ¡Te dejé ahí! Salí antes que tú, pero yo... yo estaba tan preocupada por ti; me puse tan mal que me desmayé y no pude ayudarte. ¡Lo siento tanto!

—¿Pero tú estás bien, Clara?

—Sí, sí. Estoy muy bien, pero me siento tan mal contigo... ¡Ni siquiera pude ir a visitarte!

—¡No te preocupes, amiga! Lo mío no fue nada serio, solo golpecitos y rasguños sin importancia. ¡Ah!, y se me quebró la mano. Genial, ¿no? Pero... —Corté mi alegría de tajo— ...supe que murieron siete personas...

—Sí, amiga. ¡Qué desgracia!

—¿Sabes quiénes eran?

—No los conocía, Annia. Eran de otra carrera.

—Qué triste... —respondí con absoluta seriedad.

Entonces pregunté lo que quería saber desde hacía ya mucho tiempo.

—¿Y Aarón? ¿Cómo está él?

—¡Ah, Annia! Está bien. Sólo tiene unos cuantos golpes, y mucho menos serios que los tuyos. Hablé con él en la mañana. Está muy bien. Me preguntó por ti. Se alegró al saber que estabas mejor.

Suspiré aliviada. Mi corazón al fin descansaba. Él estaba bien. Pero por qué me preocupaba tanto por Aarón, si apenas lo conocía.

—¡Annia! ¿Sigues ahí? —reclamó Clara ante mi mutismo.

—Perdón, es que me perdí en mis pensamientos.

—Entiendo... Le diré a Mario que me lleve más tarde a tu casa, así podremos platicar un poco mejor.

—¡Sí, claro! ¡Ven! ¡Aquí te espero! —respondí emocionada por la ilusión de ver a mi amiga nuevamente.

—Quizá lleve unas películas y palomitas. ¡Nos vemos entonces! —añadió ella con su voz cantarina.

Clara y Mario llegaron más tarde. Mario quería ver cómo me encontraba. Molida... era la palabra perfecta para describir mi estado.

Cuando entraron a mi habitación, yo me encontraba descansando en la cama. Me alegré mucho de verlos. Ambos me abrazaron con mucho cuidado para no lastimarme. Mario me obsequió chocolates (para variar) y me deseó una pronta recuperación. Se despidió de nosotras y salió de la recámara.

Clara y yo comenzamos a bromear. Ella reía con tanta fuerza que creí que de un momento a otro iba a explotar. Dejé de prestar atención a los chistes de Clara cuando vi a Mario detenerse en seco ante la presencia de mi madre, que esperaba en el pasillo. Ella le clavó sus bellos ojos castaños lanzándole una mirada extraña, una mezcla de sentimientos que no pude descifrar. No vi la expresión en el rostro de mi amigo, así que no pude saber si él vio lo mismo que yo. Sin decir más palabras, Mario salió de mi casa.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Era el cuarto día enclaustrada en mi alcoba. Mi madre no me permitía bajar las escaleras por temor a que fuera a lastimarme, aúnmás de lo que ya estaba. Me sentía desesperada. Le rogaba que me dejara salir tan solo unos momentos a nuestro raído patio pero ella se negaba Para colmo, mi amiga no me visitaba porque estaba muy ocupada con sus deberes escolares. Todo esto me ponía de muy mal humor.

Lamenté mucho no haber asistido al servicio funerario que la escuela había organizado para los siete jóvenes que murieron en el trágico accidente del baile de primavera. El lunes siguiente la universidad decretó luto absoluto y bajó la bandera a media asta. Clara me contó que la marcha y la música de las trompetas de la escolta se escucharon tan tristes que más de una persona lloró en el solemne momento. Se guardó un minuto de silencio por las almas de los siete jóvenes prometedores. Después, el sepelio, una multitud se reunió para dar un adiós a las jóvenes vidas truncadas.

La noticia corrió como pan caliente desde la mañana del sábado, y para el martes la escuela ya se encontraba en boca de todos. Se decía que muy probablemente las autoridades serían demandadas no solo por los padres de las víctimas sino por la comunidad que se unía ante la indignación de lo sucedido. Se haría responsable al comité encargado de organizar ese tipo de eventos. Además de indagar si verdaderamente el incendio había sido accidental, se alegaba, y con justa razón, que de haber contado con la seguridad pertinente y, sobre todo, con salidas de emergencia, ni una sola vida se habría perdido esa noche. Nadie se explicaba por qué la puerta principal había sido cerrada antes de la medianoche.

Muchos estudiantes contaban a sus padres lo que aquel joven misterioso había hecho: tumbar la puerta a base de golpes. La mayoría de los que presenciaron el acto heroico pronto empezarían a esparcir el rumor, hasta que en toda la universidad, maestría y doctorado incluidos, era bien sabido que gracias al valor de una persona muchas de esas vidas se habían preservado. Sin embargo, los jóvenes que estuvieron en contacto directo con él no recordaban su rostro; ante el horror que estaban viviendo, su memoria no grabó su imagen. Mario estaba satisfecho con el anonimato. No quería la adulación de nadie ni ser reconocido como el héroe.

Muy en el fondo, aunque no lo dijera, yo sabía que Mario seguía recriminándose por no haber actuado unos minutos, unos segundos antes. Tal vez una vida más se habría salvado si él hubiera sido más rápido. Ese sentimiento de culpa sería otra carga más que añadiría a su apesadumbrado corazón.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Estaba sentada en mi pequeño escritorio tratando de ponerme al corriente con mis tareas. De pronto escuché sonar el timbre de la puerta. Nadie atendió. Continué como si nada tratando de entender qué tenía que ver la revolución industrial con la arquitectura contemporánea. Tan sumergida en la difícil tarea me encontraba, que pegué un salto cuando de pronto el timbre del teléfono sonó.

—¿Sí? —contesté un poco agitada. Era mi madre.

—¡Mamá!, ¿por qué me hablas por teléfono si estas allá abajo? —le gritoneé.

—¡Es que estoy ocupada dando una lección! —contestó ella dejando escapar una risilla-. ¡Ah, por cierto! ¡Tienes visita!

—¿Quién? —pregunté un poco sorprendida—. ¿Es Clara?

—No sé, es un compañero de tu escuela. Ya le di el pase a tu habitación.

Cuando mi madre ocupaba sus tardes en nuestro pequeño salón de música dando clases de violín y piano a niños pequeños, se olvidaba por completo del mundo y de los protocolos de buenos modales. ¡Y eso que ella era una mujer refinada! Tenía la gravísima, la imperdonable mala costumbre de dejar pasar hasta mi cuarto a cualquiera que llegara a visitarme, sin siquiera avisarme antes. O si lo hacía, me llamaba tontamente por teléfono para comunicármelo.

Por supuesto, con Clara y con Mario no existía ningún problema. Ellos me conocían tal y como era, es decir, desgreñada, sin una gota de maquillaje y con la cara brillosa. Pero cuando se trataba de alguien más, resultaba muy penoso recibirlo así. Además, yo aún estaba en pijamas.

En esa ocasión lamentaría muchísimo más lo que mi madre había hecho.

Tocaron a mi puerta, tres golpecitos rítmicos. Traté de arreglar un poco mi cabello y de polvearme la cara. No logré mejorar mucho mi aspecto. Mi imagen no era precisamente la que me habría gustado mostrar ante la persona que para mi sorpresa se encontraba detrás de la puerta. Mi sexto sentido me decía de quién se trataba, pero me rehusé a creerlo. Preferí pensar que era Mario. Y si era él, estaba salvada. Sin remedio, me apuré a abrir.

Sin embargo, al abrir la puerta mis temores se confirmaron: ahí estaba Aarón, con sus ojos color miel, su cabello castaño alborotado y su sonrisa perlada... todo bien vestido y arreglado como siempre. Su fragancia inmediatamente penetró mis sentidos.

«Te odio madre...», murmuré por lo bajo.

Me imagino que debió ser muy gracioso para Aarón ver esa figurilla de apariencia deplorable frente a él. Yo tenía los cabellos extremadamente alborotados, como si nunca hubieran estado en contacto con un cepillo. Vestía una playera gris deslavada que me quedaba extremadamente grande, unos sosos pantalones rosas que me llegaban hasta las rodillas y, para rematar, calzaba unas pantuflas ridículas en forma de garras de león, enormes también para la talla de mis pies. Tenía, por si fuera poco, la mano enyesada y los mismos moretones y raspones que no terminaban por sanar.

«Desastre total...»

Aarón soltó una risotada al ver mi cara, que seguramente denotaba una terrible frustración.

—No te rías —le dije dándole un pequeño empujón con la mano sana—. ¿Qué querías? ¡Si aquella mujer ni siquiera me ha dejado tomar un baño! —me tapé la boca al darme cuenta de que acababa de cometer otro gravísimo error: ¡Le había confesado que tenía muchos días sin bañarme!

—¿Qué? —preguntó Aarón extremadamente divertido—. ¿No me digas que no te has bañado desde el viernes? ¡Si ya es martes!

—¡Ahhh! ¡Claro que me bañé! —respingué sabiendo que ya no me quedaba ningún honor por salvar—. ¡Me bañé el sábado en el hospital!

—Oh... ¡menos mal! —Me guiñó un ojo—. ¡Empezaba a preocuparme!

—Pues no te preocupes —respondí entre molesta y divertida—, aún no estoy tan sucia.

—¿Pero seguramente a la señorita le dieron un baño de esponja verdad? —continuó Aarón, sumamente entretenido con la conversación acerca de mi aseo personal—. ¡Pues déjeme decirle, señorita Mugrosa, que esos no cuentan!

Me quedé sin argumentos para defenderme.

—¡Pues si no le gusta al señorito el natural olor de rosas, puede irse con su nariz a otra parte! —repuse poniendo fin a la broma.

Aarón soltó una última risotada. Sus ojos ambarinos brillaron aún más.

—Está bien, Annia... perdón... señorita Olor de Rosas, prefiero quedarme aquí contigo, pero dime —preguntó con suspicacia mirando hacia ambos lados de la habitación—, ¿vas a dejarme pasar algún día?

—¡Ah, sí! ¡Discúlpame! —contesté turbada; la graciosa discusión me había hecho olvidar darle el pase a la habitación.

Le ofrecí que tomara asiento en uno de los pequeños sillones de la salita blanca que tenía en la esquina derecha de la alcoba. Se arellanó en uno de ellos y yo me senté en otro más pequeño, junto a él.

Tal vez Aarón comprendió que me sentía fatal y avergonzada por mi apariencia, pues guardé silencio durante mucho tiempo mientras mecía mis pies.

—Te ves bonita de todas formas... me gusta toda esa melena alborotada —dijo tiernamente, quizás para hacerme sentir mejor—. Aunque, pobrecita, tienes muchos golpes.

—Así es... —carraspeé—. ¡Y una mano enyesada! —añadí con orgullo mientras alzaba el brazo para mostrársela.

—Genial... —contestó él. Una sonrisa traviesa surcó su rostro.

Me sorprendí platicando con soltura con otro chico que no fuera mi hermano mayor; Mario. Gastábamos bromas y chistes. Su agudeza era bastante buena, aunque a veces rayara con el humor negro. Lo cierto es que era muy divertido. Me arrancaba buenas y sonoras carcajadas que hacían que el estómago me doliera. Pienso que si hubiera estado sana y le hubiera tenido más confianza, me habría retorcido de lo lindo en el piso hasta reventar.

Pero dejé de reír cuando me habló del sepelio de nuestros compañeros. Le confesé lo mal que me sentía por no haber asistido. Él me animó diciéndome que, de todas maneras, no creía que hubiera podido siquiera acercarme a escuchar las palabras del sacerdote ni ver a los presentes dándoles el adiós en su última morada, pues era una verdadera muchedumbre, incluyendo los medios de comunicación. Él mismo reconoció que decidió retirarse, en vista de la gran cantidad de gente reunida y que no paraba de llegar.

—Es asombroso como la noticia se esparció. Ahora todos están indagando sobre el asunto —comentó un poco preocupado—. Lo peor es que se están haciendo averiguaciones pues se cree que no fue un accidente...

—¿En verdad? —interrumpí abriendo los ojos como platos.

—Sí... —rio mientras imitaba mi cara y mi tono de gravedad.

Le di un golpecillo en el hombro.

—¡Ay! —chilló—. Dime... ¿siempre eres así de agresiva? Aunque eres delgadita y solo tienes una mano sana, ¡sí duele! —añadió sobando su brazo.

—Sí, así soy cuando me hacen enojar —advertí y miré hacia otra dirección con cara de enfado.

—¡Está bien! ¡Procuraré medir mis palabras de ahora en adelante!

Me volví a mirarlo y le saqué la lengua.

—Bueno. —Se puso de pie—, creo que debo retirarme para que la princesa pueda descansar.

—¡Oh, está bien! —acepté obsequiándole una magnífica sonrisa que me salió naturalmente—. ¡Gracias por venir!

—De nada, ¡fue un placer! Espero verte pronto en la escuela. ¡Ojalá para entonces ya te hayas dado un baño! —No pudo dejar de gastarme una última broma.

Le hice una mueca graciosa, como de chango. El se rio mucho. Se despidió con un beso en la mejilla, y despeinó aún más mi cabello con sus manazas, en un movimiento gracioso.

Echada en la cama pensaba en lo bien que me había sentido con Aarón ese rato. Después de todo, no parecía ser una mala persona, y se había tomado la molestia en ir a visitarme... Me preguntaba a qué se debería. «Tal vez tan sólo quería saber si estaba bien», me respondí en seguida. Me convencí de que no debía darle tanta importancia al chico, así que traté de enfocar mi mente en otras cosas. Pero la simpatía de Aarón, la picardía de sus ojos y su estruendosa manera de reír aún me provocaban una sensación de alegría. No pude evitar una sonrisa se asomara en mi rostro.

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Transcurrió una semana después de la tragedia de la Universidad de Lynn. Las acusaciones por negligencia y las investigaciones aún atacaban una de las instituciones más importantes del país.

Mi madre me llevó ese viernes por la tarde a una visita de rutina con el doctor Parker.

El rechoncho y bonachón médico de mi familia trabajaba en el hospital de Boston, donde yo había sido auxiliada la madrugada del incidente. Examinó garganta, pupilas, respiración, y observó de paso las heridas y moretones que ya empezaban a sanar. Por último, tomó mi muñeca y la revisó.

—¡Bueno! ¡Pues estás tan sana que hasta envidia me das! —rio abiertamente—. Al parecer, los huesos ya han empezado a soldar, así que se acabaron las incapacidades para ti, jovencita —el doctor Parker me conocía desde mis más tiernos años—. A partir de la próxima semana podrás hacer tu vida normalmente.

—¿En verdad? ¡Qué bueno! —exclamé emocionada. Ya quería regresar a la normalidad.

A pesar de que Clara trataba de visitarme siempre que podía, al igual que algunos de mis pocos amigos de la escuela; de que Mario me hacía llamadas breves para ver cómo me encontraba y me enviaba con frecuencia... chocolates, y de que Aarón había ido a visitarme nuevamente dos días atrás, estaba ansiosa por que llegara el fin del encierro; deseaba volver a la vida estudiantil a la que estaba tan acostumbrada. Mi madre recibió la noticia con agrado.

—¡Por cierto! —inquirió el doctor con mirada y sonrisa suspicaces cuando yo me acomodaba mi delicado chal verde en el cuello—: ¿Qué cuenta aquel joven que te trajo el día del incendio? Parecía muy preocupado por ti...

Las palabras del doctor Parker estremecieron mi corazón. Hablaba de la persona que había salvado mi vida.

—¡Doctor! —Lo miré fijamente—. ¿Usted lo vio? ¿Sabe quién es? ¿Podría describírmelo?

Él tosió para aclararse un poco la garganta:

—Creo que eso no puedo decírtelo, Annia. En realidad yo no lo vi... una de las enfermeras me avisó que te habían rescatado y que un joven te había traído a este hospital. En cuanto colgué me dirigí hacia acá.

—Ah... —Suspiré desilusionada, pero de pronto me animé a preguntar una vez más—: Y esa enfermera... ¿sabe usted quién es? ¿Puedo buscarla y preguntarle?

El doctor Parker se sintió enredado en un problema por haber hecho ese comentario.

—Annia, perdóname, son tantas las enfermeras que trabajan en ese hospital que no podría decirte —añadió con un tono que invitaba a concluir la conversación.

Y tuvo razón. No existía nada más que pudiera o quisiera preguntarle. Una vez más, la incógnita del misterioso hombre que me salvó tendría que permanecer en mi corazón.

Mi madre no entendía mis sentimientos ni mi empeño por saber de quién se trataba. Después de todo, yo estaba viva. Lo demás... ¿qué importaba?

Salimos del hospital. El buen doctor Parker me asignó una nueva visita para la siguiente semana. Pensé que ya no sería necesario asistir a otra consulta, dado que yo ya estaba bien y lo que realmente quería saber él no me lo podía decir. Así que, ¿para qué volver?

Bueno, al menos ya sabía que era un hombre joven... y fuerte, ya que pudo levantarme de una pieza y sacarme de entre la turba. Sin embargo, sentía una gran tristeza. El misterio seguía sin resolverse. Me sentía desilusionada.

No sabía si era porque la incógnita persistía o porque en algún momento llegué a pensar que ese hombre era mi padre.

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El sábado, muy temprano, Clara me llamó por teléfono para invitarme a desayunar y a ir de compras al centro comercial de Burlington. Acepté gustosa, a pesar de que no me gustaba ir de compras, y menos con Clara, pero ya estaba fastidiada de la semana de clausura a la que mi madre me había sometido. Aún con pánico, mi madre me pidió que tuviera mucho cuidado al subir y bajar las escaleras del monstruo comercial, pero se consoló cuando supo que, como siempre, Mario la iba a hacer de nuestro chaperón y chofer.

Desayunamos en un restaurante antes de iniciar las compras maratónicas. Muy amablemente, Mario pagó la cuenta de todo lo que Clara y yo prácticamente nos devoramos, pues él sólo tomó una taza de café y unos panecillos. Me refiero a que su economía dependía sólo de su trabajo y de la beca que la escuela le otorgaba, pues a pesar de ser de familia acomodada, no acostumbraba a pedirle ni un centavo a su padre. Para Clara, las cosas eran diferentes. Su padre le había otorgado una buena cantidad de tarjetas de crédito que ella utilizaba a veces sin discreción. No obstante, Carlo nunca le reclamaba y se limitaba a pagar las estratosféricas sumas de sus estados de cuenta.

Aquella fue una de esas ocasiones. Clara entraba en una tienda, luego en otra, y salía ya fuera con unos zapatos, unos aretes, un sombrero o unos chales. La mayoría del tiempo nosotros preferimos sentarnos en las bancas y esperarla afuera.

Después de dos horas el fastidio era mayúsculo. Mario interrumpió uno de mis feroces bostezos:

—¡Ya te ves mejor, Buñuelo! —Las heridas y moretones casi habían desaparecido.

Solté una carcajada por haber sido vista en tan embarazosa acción. Mario no pudo evitar reírse ante la peculiar escena.

—¡Se ve que no has dormido bien! ¿Eh? —dijo con sarcasmo.

—Perdón, eso estuvo fatal. —Me disculpé por mera educación pero sin sentir una pizca de vergüenza—. ¡Estoy que me muero de aburrimiento, Mario! —chillé mientras estrujaba la manga de su camisa. Como si él fuera la única persona que podría salvarme del obligado hastío.

—Sí, yo también. Me pregunto cuándo saldrá Clara de esa tienda. ¡Lleva más de veinte minutos ahí!

—Yo le doy diez minutos más —dije entrecerrando los ojos y fingiendo una mueca analítica.

—Yo veinte —dijo él—. Te apuesto un helado.

Acepté. Luego miramos nuestros relojes y continuamos esperando mientras platicábamos trivialidades.

A los trece minutos con algunos segundos, la figura pequeña y menuda de Clara salió de la tienda. Llevaba un bolso de cada lado. Sonrió:

—¡Ah, no vas a creer las cosas tan bellas que encontré, Annia!

La ignoré. Yo estaba concentrada en la apuesta, y en mi triunfo, por supuesto. Me giré para ver la cara de derrota de Mario, pero, al contrario, se encontraba mirando vagamente hacia un punto perdido en la nada.

—¿Ya lo ves? ¿Ya lo ves? —grité como si quisiera aterrorizar a mi ausente contrincante—. ¡Te he ganado! —añadí muy contenta, al tiempo que le propinaba una fuerte palmada en la espalda.

Mario perdió el equilibrio y cayó. Dejó escapar un grito de dolor ante nuestro desconcierto.

—¿Qué... qué tienes, Mario? —pregunté espantada por su reacción.

Nunca pensé que hubiera imprimido tanta fuerza.

—¡Auchh!... perdónenme —gimió tratando de dibujar una sonrisa en su mueca de dolor—, no quise asustarlas.

—¿Te lastimé? —pregunté mientras trataba de remediar mi error sobándole la espalda.

—Estoy bien, estoy bien —dijo apartando mi mano.

—¡Discúlpame! ¿Te dolió mucho? —pregunté insistente y tontamente, recapacitando en que sólo que tuviera una fuerza sobrenatural le pude haber hecho daño.

—No es que golpees tan fuerte —dijo Mario tratando de sonreír—; es por la viga que me cayó en la espalda.

—¿Viga? ¿Cuál viga? —inquirí azorada.

No respondió, solo bajó la vista. Leí en su semblante que se arrepentía de lo que acababa de decir.

Clara se quedó pensativa unos momentos. De pronto interrumpió con un estruendoso grito:

—¡Ah, sí! —chilló abriendo tamaños ojos—. Annia, se me olvido decirte: ¡Mi hermano es un héroe anónimo!

—¿Cómo es eso?

—¡Cómo se me pudo olvidar decírtelo! —Se recriminó Clara.

—No fue nada —dijo Mario poniéndose de pie—. No se pongan a hablar de eso, por favor...

—¡Ay, hermano! —le reclamó enojada, y se digirió a mí—: te contaré el acto heroico de este apuesto joven.

En breves palabras Clara describió cómo Mario venció las bisagras del portón de hierro con la única herramienta con la que contaba.

Escuché el relato con fascinación mientras él permanecía en silencio con aspecto apesadumbrado.

—¡Mario! ¡En verdad eres un héroe! —clamé poniéndome de pie, a punto de batir mis palmas—. ¡Toda la universidad debería saber quién es ese héroe misterioso!

—¡Es lo mismo que pienso yo! —añadió Clara—. ¡Deberíamos publicarlo en el periódico de la escuela!

—¡Sí! —dije mientras mi excitación crecía—. O, mejor aun... comunicarlo...

—¡Ya basta! —Era la dulce voz de Mario convertida en un ronco vozarrón—. ¡Dije que no fue nada, y no quiero tocar ese tema nuevamente! —sentenció, lanzándonos una mirada iracunda que nos hizo callar y poner fin a nuestros atolondrados planes.

Me quedé boquiabierta, sin poder articular palabra. Clara también enmudeció.

—Está bien —atiné a decir. Era muy extraño verlo explotar de esa manera. Su carácter siempre era calmado como el cauce de un río.

—Mejor nos vamos. —Le hice una seña a mi petrificada amiga para que emprendiéramos el camino de regreso al automóvil.

Ninguno de los tres se atrevió a romper el silencio durante el camino a casa.

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