35. Después de la tormenta

A dos años de la muerte de Aarón seguía sintiendo un dolor lacerante cada vez que alguien pronunciaba su nombre o escuchaba alguna de nuestras canciones en la radio; al mirar su pupitre vacío, incluso el paso de un Jetta negro me lo recordaba. Me comportaba como si alguien hubiera presionado un botón dentro de mí para programar el funcionamiento vital que me permitiera realizar las sencillas tareas de despertar, comer, ir a la universidad, dormir y a veces hablar.

Confieso que siempre pensé que seguía viva solo porque alguien allá arriba me lo estaba permitiendo.

De alguna manera, me acostumbré a vivir con ese dolor. Clara nunca volvió a hablarme. Me culpaba por la muerte de Aarón. Yo misma sabía que lo había orillado a tomar esa horrible decisión; con mi perfeccionismo y mis prejuicios contribuí a desgastar más su espíritu roído. Clara habría cuidado bien de él, jamás lo habría hecho sentir miserable y sin valía. Pero, qué más daba. Él ya no estaba allí, y yo no podía cambiar el pasado por mucho que lo quisiera. Si elegí mal por los dos, si obré egoístamente, tenía el resto de mi vida para arrepentirme, y también estaba la que fue mi mejor amiga, como el más vívido recordatorio de mis malas decisiones.

Me concentré en terminar mi carrera, con notas más o menos destacables. No era por que yo imprimiera ahínco en el estudio sino porque no tenía nada mejor que hacer ni en qué enfocar mis pensamientos o mi tiempo. También conseguí un trabajo de medio tiempo en un restaurante cerca de mi casa. Volvía de la universidad a las dos de la tarde, y a las tres y media ya estaba acomodándome mi gorro de tela roja y mi delantal beige, a la espera de que mi turno comenzara.

Y así seguían pasando los días. Si alguna vez algunas sonrisas se asomaron a mi rostro, solo fueron aquellas que forcé para complacer a Mario y a mi madre, los únicos seres con los que contaba. Mis pocos amigos se habían alejado de mí, no porque me creyeran culpable sino porque mi desánimo y ausentismo terminaba deprimiéndolos. Enterrado en el pasado estaba mi don de infundirle felicidad a cualquiera que se me acercaba.

Pensé que el tiempo se detendría para respetar mi dolor, para hacer patente que un joven llamado Aarón había existido; sin embargo, la primavera llegó con sus brisas y los retoños abriéndose poco a poco, y el verano, con su bochorno y las risas de los jóvenes y amantes por doquier.

El otoño tiñó como siempre los arces y robles de ocre y, finalmente, llegó otro invierno de interminable manto blanco.
Si el tiempo lo curaba todo, me preguntaba cuánto necesitaba para sonreír en vez de llorar cada vez que alguien pronunciaba su nombre.

«Si al menos pudiera ver su bella sonrisa en mis sueños... si al menos.»

Dejé de indagar y profundizar en los secretos de mis padres. Después de todo, me daba igual. Nada cambiaría si descifraba el pasado de gente que ya se había marchado.

Mario me recogía cada mañana para acompañarme a la universidad, y por las tardes me llevaba de vuelta a casa. Solamente cuando me dirigía a Roger's Grill & Pizza, mi trabajo de medio tiempo, lo hacía por mi cuenta, por estar tan cercano.

A mediados de octubre Mario recibió una oferta de trabajo en la Universidad de California como investigador y asesor de nuevos proyectos: el trabajo de sus sueños. Cuando me lo dijo le sonreí a medias. Por un lado, me hacía feliz la idea de que por fin alcanzara sus metas, pero, por el otro, me sumí aún más en la tristeza y el desgano.

Todo siguió su curso. Voló a Berkeley, hizo un par de entrevistas y llenó un sinfín de aplicaciones. Yo me mantenía enterada de todos sus movimientos y lo apoyaba cuando las sombras me lo permitían. No obstante, la decisión final la tomaría para inicios de noviembre. Estaba segura de que Mario se marcharía. ¿Cómo dejar pasar una oportunidad tan grande, por la que había esperado tanto tiempo, tan sólo para quedarse dando clases en una universidad de Lynn?

Una tarde en que me encontraba atendiendo a un cliente pesado que me gritoneaba, y con justa razón, porque confundí su orden con la de otros chicos, Mario entró atropelladamente por la puerta desvencijada del restaurante.

—¡Me quedaré aquí, Annia! —gritaba con un cúmulo de papeles en la mano. Por primera vez en mucho tiempo experimenté alegría en mi corazón.

—¡Me han aceptado en el Saint Patrick College para dar clases! —Mario agitaba los papeles.

—¿Eso es lo que quieres, Mario? —le pregunté intranquila, haciendo caso omiso de los clientes que me empezaban a llamar, impacientes. Nada tenía que ver esa universidad con Berkeley.

—¡Claro! ¡Es estupendo! La verdad no quería mudarme a California. Sabes que no me gusta el clima caluroso. —Guiñó un ojo.

—Maravilloso... —respondí con un hilo de voz. Entonces, una sonrisa genuina y tímida se dibujó en mi rostro.

—Me voy, Buñuelo. ¡Pon más atención en lo que haces!

Y así me dejó, agradeciéndole en mi interior que se sacrificara por mí. Sabía que si Mario rechazaba tan importante oferta, lo hacía solamente para no abandonarme.

Faltaba solo un año para que me graduara de la facultad de Arquitectura. No tenía ningún plan trazado y, por supuesto, poco me interesaba lo que viniera después. Pensé que tal vez terminaría lavando trastes y haciendo pizzas, soportando a los clientes gritando todo el tiempo y a los pesados compañeros haciendo bromas acerca de mis continuos despistes. Después de todo, me gustaba mi uniforme con su simpático gorro y engullirme los pimientos mientras cocinaba. Además, me sentía cómoda porque a nadie le importaba si yo hablaba o no.
Lo agradecía infinitamente.

Mi madre hizo lo imposible para animarme, pero pronto agotó todos sus recursos.
Un día entró en mi cuarto con un montón de rosas. A pesar de que ella no soportaba siquiera mirar una flor cualquiera, se había armado de valor para comprar en el mercado las más bellas rosas virginianas que yo no había visto desde que mi padre se marchó.

—Toma —dijo mientras extendía las rosas aun empapeladas—, cuida de ellas. —La miré atónita mientras tomaba el ramo—. Además, mira lo que te traje. —Me mostró el interior de una bolsa de plástico.

La alegría que chispeó en sus ojos la hizo parecer como una pequeña niña mostrándome uno de sus más preciados tesoros. Dentro había un montón de paquetes de semillas para cultivar en jardines caseros, junto con un libro de instrucciones para cultivo tipo «jardinería para tontos».

Estaba anonadada con la actitud de mi madre. Ella, que parecía odiar todo tipo de rosas, ahora parecía interesada en revivir nuestro viejo y desprovisto jardín.

—¿Por qué no lo intentas? —preguntó mientras seguía extrayendo de la bolsa los paquetes—. ¡Son demasiados, lo sé! —Me sonrió tiernamente—, pero no tenía idea qué traerte y cuáles flores te gustaría cultivar.

—Pero si a ti no te gustan las flores, mamá... —respondí con desgano.

—Pero a ti sí. —Me tomó del brazo para ponerme de pie. A regañadientes, como solía hacerlo, me dejé llevar hasta la ventana.

—¿No te gustaría tener un jardín tan bonito como el que teníamos cuando tu padre vivía?

—No sé por qué haces esto —repuse—; sé muy bien que no soportas nada que te recuerde a papá —añadí con frialdad. Su rostro se tornó oscuro, bajó la vista. Después de un largo suspiro contestó:

—Ya es tiempo de continuar, Annia. Es tiempo de olvidar nuestro doloroso pasado.

—Tú entiendes cómo me siento, ¿verdad? —Mis ojos se humedecieron.

Mi madre me sostuvo la mirada y asintió. Por primera vez después de la muerte de mi padre, habló sobre él:

—Te comprendo. Comprendo el dolor que agobia tu corazón. El desconsuelo que te acompaña cada día de tu vida. Tan hondo que parece no tener fin. —Se acomodó unos finos cabellos que se escapaban de su peinado alto y luego continuó, entornando sus bellos ojos hacia nuestro jardín—: Cuando murió tu padre sentí que ya no había nada por qué vivir. La luz de su sonrisa no volvería a alumbrar mi camino. —Una mirada melancólica se asomó a su rostro—. Fue tan doloroso decirle adiós... Annia, todas las personas somos diferentes.
Cuando tenemos una pena reaccionamos también de maneras distintas. Algunas lloramos y gritamos todo el tiempo; otras simplemente callamos, cerramos nuestro corazón y huimos de los recuerdos, pero también hay quienes volvemos a sonreír, aunque por dentro estemos sufriendo. No importa, porque el dolor es tuyo, y solo tú sabrás cómo curarte a ti misma. El tiempo ayuda, claro; esa herida tan grande que parte tu corazón algún día cerrará; ese hueco que sientes dentro de tu pecho algún día se llenará, y lo que piensas que perdiste en el camino y no puedes encontrar, algún día volverá a ti.

Hizo una pausa:

—Pensé que sería buena idea traerte estas flores. Tu padre siempre decía que cada vez que el botón de una rosa se abría, simbolizaba la esperanza de un nuevo día, y que cuando la rosa moría llevándose consigo toda su fragancia y belleza, otra más del mismo arbusto estaría floreciendo. Es la esperanza, que nunca muere. Mientras el arbusto viviera...

Me miró fijamente y continuó:

—No detengas tu camino solo porque sientes que todas tus rosas se han marchitado. Mientras vivas, nuevas y bellas rosas nacerán, con otras fragancias y otros colores distintos de los anteriores. Es un ciclo interminable. Guarda para siempre en tu memoria la fragancia de aquellas que desaparezcan, y nunca la dejes escapar; atesórala para que te haga sonreír en vez de llorar. Al final de tu jornada, tu vida estará llena de matices y fragancias que anidarán en tu corazón. Empieza a amar la vida, tal como tu padre lo hacía, tal como te amaba a ti. Hazle sentirse feliz por la hermosa hija que tuvo, de la cual siempre se sintió orgulloso. No llores más, mira hacia adelante y perdónate a ti misma. Libera tu corazón y ama la vida otra vez.

Unas gruesas lágrimas resbalaban por las mejillas de mi madre. Olvidar, perdonar y comenzar de nuevo...

Tomé los paquetes de semillas, y le sonreí lo más que pude. Aunque sólo dibujé una pequeña línea oblicua en mi rostro, era el inicio de lo que algún día volvería a ser una sonrisa verdadera.

Quizás algún día podría volver a sonreír, a tener esperanzas y sueños. Descargaría todo el peso que había en mi corazón en un lugar lejano, y correría libre por los prados, oliendo y jugueteando con mis rosas. Seguramente mi padre y Aarón irían a mi encuentro. Algún día estaríamos todos juntos y para siempre.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Por lo pronto, odiaba los sábados, mi día de descanso en la pizzería. Por más que le rogara al señor Tesso, el dueño del restaurante, que me dejara trabajar tiempo extra, siempre decía que no con un enérgico movimiento de su calva cabeza. Los otros chicos que trabajaban también medio tiempo los fines de semana no estaban dispuestos a ceder su turno.

Cuando quise tomar otro empleo para cubrir la mañana y la tarde de ese día, mi madre me lo impidió. Según ella, moriría de agotamiento si continuaba con esa dinámica. Tal vez ella tenía razón.

Ni siquiera recuerdo si en ese tiempo me miré al espejo. Según Mario, tenía unas grandes ojeras oscuras. Solo sé que había adelgazado más de siete kilos. Aunque yo me sentía igual, a no ser porque un día descubrí que tenía exactamente tres años sin cortarme el cabello, que me llegaba hasta la cintura de una forma no muy armónica, con las puntas disparejas y dobladas hacia arriba.

Por las noches, luego de que por fin lograba conciliar el sueño, después de agotadoras jornadas entre trabajo y escuela, despertaba una y otra vez, así que dormía solamente lo necesario para no volverme loca y seguir viviendo. Si a eso se le podía llamar vida.

Un sábado de diciembre, Mario corrió en mi auxilio para arrancarme de otro inhumano día de descanso. El cielo siempre gris y la temperatura helada por debajo de los ocho grados amenazaban con dejar caer una ventisca de nieve.

—¡Vamos, Annia! —gritaba animado en la puerta de mi habitación—. ¡Te tengo una sorpresa!

Tuve una ensoñación que me alarmó: vi la figura de Aarón en lugar de la de Mario. Tal vez fue su tono alegre, tan inusual en él. Pero, por lo demás, nada había en el semblante de mi amigo que me hiciera recordar a mi antiguo novio...

Hacía mucho tiempo que no lloraba, porque no quería hacer aún más infelices a los únicos seres que todavía permanecían a mi lado, pero no pude escapar a las voces del recuerdo del único hombre al que había amado. Por un momento me evadí de la realidad...

—¿Aarón? —Una sonrisa se empezaba a formar en mi rostro. Me puse de pie y caminé hacia él con movimientos inseguros, pero sabía que él se encontraba ahí. Podía ver con claridad sus divinos ojos, su chispeante sonrisa y su cabello enredado.

Llevaba su acostumbrada playera deportiva de color oscuro y se movía con la gracia de siempre. Me dejé caer en sus brazos fuertes y cálidos. Su corazón latía alocadamente.

—¡Estás aquí, estás aquí!... —susurré; las lágrimas surcaban mi rostro—. ¡Qué pesadilla más larga he vivido sin ti!

En ese momento sentí una sacudida que me sacó de la alucinación. Alarmada, me di cuenta de que era Mario a quien abrazaba. Nunca lo había visto con una cara de aflicción semejante.

Me puse a llorar como una niña pequeña.

—¿Por qué se fue, Mario? ¿Por qué?

Él no dijo nada, solo apretó su abrazo y me besó la frente, al
tiempo que acomodaba mis cabellos como lo hacía Aarón.

—No lo sé, Annia. No lo sé... pero daría mi vida entera por verte sonreír de nuevo.

—Fue mi culpa... ¿verdad?

Mario me detuvo por los hombros y clavó su mirada en mí.

—Tienes que dejarlo ir. Hiciste lo que estuvo en tus manos para ayudarlo.

—¡Pero no pude salvarlo! —Lloré más fuerte aún—. Si hubiera sido menos egoísta, Mario... si me hubiera alejado de él desde el principio... aún estaría con vida, ¿verdad?

Mario negó con la cabeza.

—Lo hiciste feliz el tiempo que estuvo contigo.

—¡No es verdad! Yo lo vi consumirse poco a poco. No era dichoso a mi lado... yo solo lo hacía infeliz. ¡Lo arrastré a tomar esa horrible resolución!

—No, Annia. Él tomó su decisión incluso antes de conocerte.

Me detuve en seco ante sus palabras.

—¿Recuerdas su carta?

La carta... cada palabra escrita estaba grabada en mi mente.

«Nunca pensé en vivir más de veinte años...»

—Hiciste lo que estuvo en tus manos. Nada de lo que tú hubieras hecho habría cambiado su decisión.

—¿Pero entonces de qué sirvió que lo amara? ¿Para qué me amó si de todas maneras pensaba morir?

—Piensa que le diste los momentos más bellos y felices de su vida; que contigo conoció lo que era amar realmente. ¿Cuántas veces no te agradeció que le permitieras quererte, Annia? Deja de culparte. tú no puedes cambiar las decisiones de los demás. —Después de un silencio, Mario añadió—: Vamos, vuelve a sonreír y libera a tu corazón, todos te extrañamos.

—No sé si pueda... —respondí con sinceridad y secándome las últimas lágrimas.

—Quiero que me acompañes a un lugar. ¿Vendrías conmigo?

Asentí.

Recorríamos las calles en su centelleante Mustang. Yo miraba vagamente a través de los vidrios ligeramente empañados. Me di cuenta de que estábamos a punto de tomar la autopista hacia el oeste. Poco a poco empecé a reconocer los anuncios y las señales en las aceras de las avenidas. Reconocía aquel follaje, aquel túnel inmenso que me privaba por unos momentos de la luz del sol. Había estado allí, pero no recordaba cuándo.

Avanzamos después de algunos minutos por un pasaje flanqueado por una hilera de interminables y majestuosos árboles, tan juntos unos de otros que sus ramas se fusionaban.

—Puedes abrir la ventana si quieres —susurró.

Lo hice. Nos introdujimos en unos estrechísimos callejones donde sólo había árboles verdes. El dulce aroma de pinos y cedros se esparcía por doquier.

Llegamos a un claro. Por él pasaba un riachuelo de agua cristalina. En ese instante tomé conciencia de que habíamos llegado al Ensueño, mi querido lugar, el mismo que amó mi padre. Había olvidado la esperanza que animaba a mi corazón en mi juventud cada vez que traía su recuerdo a mi memoria. Ahí estaba la sonrisa de mi padre, con sus brazos bien abiertos, diciéndome cuánto me amaba y que no importara lo que viniera, todo estaría bien. Ahí estaba mi madre, riendo con jovial alegría. Mi dulce amigo Mario, mirándome con sus ojos cálidos. Mi amiga Clara, cuya risa chispeante era casi igual a la de su bella madre.

A pesar de tantos años, de los inviernos implacables y el cruel abandono, las tímidas flores aún crecían, abriéndose a una nueva vida. El pasto también reverdecía y el bello lago seguía rodeado de los altos y viejos robles que agachaban sus majestuosas ramas, reflejándose en el espejo cristalino.

Presa de una extraña conmoción, abrí con manos trémulas la portezuela y descendí. Caminé con pasos inseguros por la propiedad. todo estaba igual... la casita, con sus deslumbrantes tonos rojizos y su amplio porche; los pequeños columpios en los que Clara y yo pasábamos horas; los setos, las jardineras y los árboles, que lucían como si acabaran de ser podados. A lo lejos, se alzaron ante mi vista los rutilantes cristales del invernadero de mi padre...

—Pe-pero... ¿cómo? —pregunté confusa—. ¿Quién?

Mario sonrió con ternura.

—Anda, ve... —Señaló la casa de cristal.

Corrí con el recuerdo de mi padre más vívido que nunca. Me detuve en el umbral. La diáfana luz del sol se filtraba por todas partes repartiendo su luminosidad entre los cultivos colocados a izquierda y derecha. Fuera, las nubes parecían algodones que avanzaban hacia el oeste. Pude imaginarme a mi padre con su sombrero de jardinero que tanto le gustaba, deteniendo su diligente trabajo para indicarme con la mirada que le hiciera compañía.

Todo era tan hermoso, tan vívido. Me cubrí el rostro para tratar de parar las copiosas lágrimas de emoción.
Sus brazos se extendieron hacia mí. Se quitó los guantes y me habló. Juro que me habló.

Sigues triste, mi princesa... ¿es que no te cansas de llorar? ¿Me dejarás ver tu sonrisa de nuevo?

Papá, tu dulce rostro me mira, tus fuertes brazos me sostienen, tus cálidas palabras me hablan con una melodía suave y reconfortante; el vacío en mi corazón empieza a llenarse, sólo con escucharte... Papá, ¿realmente estás aquí? Si esto es un sueño, no quisiera despertar...

¿Por qué estás triste, mi pequeña?

Es que ya no estás conmigo y me siento sola...

Yo nunca te he abandonado. Siempre he vivido en tu corazón y en tus pensamientos, y desde ahí espero verte sonreír de nuevo, como cuando eras una pequeñita. Olvida tu dolor y sé feliz de nuevo.

Trato de hacerlo, papá, trato de seguir adelante, pero la herida es muy grande.

Sanará y tu corazón nacerá de nuevo, como el tierno capullo de una flor.

¿Vendrás a visitarme en mis sueños otra vez?

—Hasta que vuelvas a sonreír...

Acarició mis cabellos y me dio un abrazo. Su figura se fundió con un rayo dorado que se fragmentaba y caía suavemente sobre unas rosas blancas.

Mario me tomó de la mano.

—¡Lo he visto, Mario! ¡Estaba aquí!

Mi amigo me abrazó durante un largo rato, Esa vez mis lágrimas eran diferentes. Qué diferente era mi padre, qué distinto su rostro: más dulce de lo que recordaba. Qué gran paz infundían sus hermosos ojos cafés y su armoniosa voz, como los más primorosos acordes de una bella canción. Y lo había visto, estaba segura. Había acudido a consolarme cuando más sola me encontraba...

—¿Cómo es posible todo esto? —le pregunté a Mario cuando dejé de llorar.

—Me tomé la libertad... —Una amplia sonrisa se extendió en su rostro.

—Tú... ¿tú hiciste todo esto? —interrumpí confundida—. ¡Mario! ¿Cuándo? ¿Cuándo lo hiciste? ¿Cómo?

—Hace algún tiempo. Lamento no haberlo tenido listo antes. Me tomó un largo rato reparar algunas cosas.

Se me humedecieron los ojos.

—¿Otra vez vas a llorar, Buñuelo? ¿Qué no te cansas?

Casi las mismas palabras que mi padre me había dicho...

Me limpié las lágrimas con las mangas del abrigo.

—Sí. Ya me estoy cansando —dije, y le sonreí.

—Sonreíste... —Se sorprendió—. No recordaba tu bella sonrisa.

—Gracias por todo, Mario. Por todo. —Lo abracé. Llené de nuevo mis pulmones del suave aroma de las flores.

La tormenta se había esfumado. Pude sentir en mi corazón los retoños empezando a florecer, lentos e inseguros, pero con la esperanza de algún día abrirse al mundo y esparcir su joven fragancia.

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