30. Lo que encontré en casa del abuelo
Llamé a Clara en repetidas ocasiones cuando me encontraba en Vermont, pero ella nunca contestó. En mi corazón aúnguardaba la esperanza de que ella recapacitaría y me daría otra oportunidad para demostrarle que la quería, que siempre lo había hecho y que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para hacerla feliz.
Lo que fuera, menos renunciar a Aarón...
No podía renunciar al hombre que me amaba y parecía necesitarme tanto. Y, sin embargo, ahí estaba yo. Metida en la casa Riveira, con mis dobles intenciones nada honorables.
Tal como lo había imaginado, mi abuelo se sintió feliz por tenerme a su lado el caluroso mes de agosto, no así el viejo Raymond ni la floja de Claudette, quienes torcieron la boca al verme y sólo se limitaron a saludarme por mera cortesía.
Con un voluminoso equipaje de mano y montones de regalos para mi abuelo, me preparé para instalarme en la polvorienta mansión. Claudette limpió, según ella, la habitación del cuarto de huéspedes que se encontraba en el piso de abajo. Mi abuelo ni siquiera recordaba cuándo fue la última vez que se utilizó. "Mi abuelo pensó en todo", pensé, y me enternecí. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando vi en conjunto las rápidas pero apropiadas mejoras que ordenó antes de mi llegada. La que sería mi cama lucía una bella colcha púrpura con peluches y almohadas de colores pastel chillantes, propios de una niña pequeña, no de una joven de veinte años.
Me reí con ternura cuando tomé entre mis manos un gran caballo de felpa, casi de la mitad de mi estatura, que se encontraba recargado en mi cama sentado sobre sus dos patas traseras. Su cola esponjosa se desparramaba en todas direcciones y sostenía entre sus mandíbulas una zanahoria.
—Es precioso, ¿no? —me preguntó él—. ¿Verdad que te gusta cabalgar?
Para ser sincera, me moría de miedo de solo pensarlo. Las pocas veces que lo había intentado, con mi madre a mi lado, ella terminaba perdiendo la paciencia, pues yo nunca conseguí que el caballo girase en la dirección correcta ni supe cuándo apretar los flancos para que el animal se detuviera. En varias ocasiones, se me había desbocado y yo me abrazaba como una tonta a su cuello, implorando que el animal detuviera su alocada carrera. En fin, fueron más los sustos que mi pobre madre se llevó que lo que logró enseñarme.
Ella, en cambio, era perfecta: su postura erguida pero relajada, su mirada siempre altiva y segura. La manera como sostenía las riendas y esa ecuanimidad que poseía era exactamente todo lo que yo no tenía. Me sonreía con su bello rostro, que apenas se veía debajo de su casco; con sus cabellos recogidos y sosteniendo hábilmente las riendas para infundirme seguridad. Pero nada de eso funcionó, ni siquiera las clases de equitación pudieron enseñarme cómo subir al caballo sin tener que padecer antes un vergonzoso intento por impulsarme, porque al meter el pie izquierdo en el estribo y, por alguna razón que nunca comprendí, lo dejaba siempre atorado. ¡Y eso que ése era el primer paso!
Pero le mentí.
—¡Sí, abuelo! ¡Me gusta mucho!
—¡Yo lo sabía! ¡Eres como tu madre! ¡Por eso te lo compré!
Lo abracé y lo llené de besos en agradecimiento. No le iba a romper su mundo de felicidad.
Lo curioso era que a mi abuelo aún le gustara pensar en los caballos. Según me contó mi madre, el accidente que sufrió había sucedido mientras él montaba su adorado pura sangre en su casa de campo.
Ya habían pasado tres años. Cayó de espaldas rompiéndose algunas vértebras del cuello. Al principio, solo podía mover un poco los brazos y las manos, pero después de algunas cirugías y otros cuidados pudo recuperar el movimiento poco a poco. Los médicos no se mostraban del todo desesperanzados. Si mi abuelo quería entrar en un programa de investigación para restaurar sus vértebras rotas, lo podía hacer. Tenía el dinero suficiente como para intentarlo, o incluso podrían adaptarle unas piernas artificiales que le permitieran caminar de nuevo.
«¡No quiero parecer un robot asesino haciendo ruido cada vez que tenga que moverme», era lo que siempre decía si yo le mencionaba el tema.
«Terminator es guapo...», le bromeaba, y entonces se carcajeaba.
Nunca entendí la actitud de mi abuelo. Bueno, yo no entendía la actitud de nadie, pero la suya era la más extraña. Él aún conservaba su papelera en Bennington y poseía fondos para hacerla funcionar nuevamente, o incluso arrancar un nuevo proyecto si así se lo proponía. ¡Él había sido un genio en los negocios! Era como el rey Midas. Que estuviera inválido no significaba que su mente se hubiera paralizado también. Pero era su desgano y el inacabable pozo de tristeza en que había caído lo que frenaba su actitud emprendedora y su deseo de salir adelante. No supe nunca cómo había conseguido seguir con vida prácticamente en estado vegetal. A qué clase de recuerdo se aferraba.
Pero yo estaba ahí para descubrirlo. Las preguntas que aquejaban a mi cabeza, tarde o temprano tendrían respuesta.
Además de mis adorables peluches, mi maravillosa alfombra y mi esponjosa cama, mi abuelo se las había ingeniado para llevarme un televisor y un reproductor de DVD. Una pila de películas se erguía a un lado del aparato.
—¡Santo cielo! —exclamé mientras recorría con el dedo índice el grueso cable que estaba conectado detrás del televisor. Le seguí la pista hasta que descubrí que atravesaba la pared de mi habitación para luego perderse de vista—. ¿Televisión por cable?
Mi abuelo sonrió y batió las palmas como un niño.
—¿Te he sorprendido? ¿Verdad que sí?
Estaba anonadada. Aunque nunca me había quejado, él debió adivinar mis incontables horas de aburrimiento en esa casa mientras echaba la siesta.
—Eso es para que veas que tu abuelo no vive en el siglo pasado. ¡No, señor!
—¿Y le has puesto televisión de paga a toda la casa? —pregunté asombrada.
—No, qué va. Yo solo necesito escuchar las noticias. Lo he puesto solo para ti. Y mira dentro del ropero.
Hermosos vestidos y zapatos de todos colores se amontonaban en el viejo y modesto ropero. Los saqué uno por uno. El gusto de mi abuelo era simplemente perfecto. «¡Caray!, si mi abuelo sigue así —pensaba—, definitivamente terminaré mudándome con él».
Me abalancé hacia él para abrazarlo y darle muchos más besos. Él sonreía mucho. ¡Cómo me gustaba verlo sonreír!
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Los días con mi abuelo fueron de maravilla. Nos levantábamos a las ocho de la mañana, tomábamos el desayuno en la vieja cocina y después salíamos al jardín. Por las tardes veíamos algún programa de televisión o jugábamos algún juego de mesa; después leíamos un poco, él tomaba su siesta, y luego nos reuníamos para cenar y terminábamos leyendo algunos fragmentos de la Biblia antes de ir a dormir. Siempre en ese orden.
—¿Por qué se encuentran tan descuidados tus jardines? —pregunté una tarde en la que nos encontrábamos sentados en el porche de la entrada.
Mi abuelo bajó la vista, casi temí que no me respondería, pero sí lo hizo:
—Porque a nadie le interesa ya mirarlos... —dijo con tristeza.
—A mí sí me gustaría verlos de nuevo, abuelito.
Su mente pareció viajar por el tiempo hacia un lugar que no me reveló.
—Algún día, pequeña... Algún día estos jardines volverán a vivir. —Una sonrisa soñadora se dibujó tiernamente en su rostro mientras observaba las hojas marchitas arrastradas por el viento.
Un día desperté mucho más tarde. Ni siquiera me había desvelado el día anterior, pero sentí que un inmenso cansancio de pronto me asaltaba. Me levanté como de rayo, tratando de recordar si había soñado algo... Nada... Vacío como siempre. Pensaba que tal vez lo olvidaba al despertar. «¡Qué desperdicio tener que dormir!»
Me levanté medio atolondrada. Mi estómago hacía unos ruidos espantosos que bien podían escucharse a un kilómetro a la redonda.
Me dirigí inmediatamente a la cocina, dispuesta a devorar lo que fuera mientras estuviera muerto y, al menos, medio cocido. Todavía somnolienta intenté abrir la puerta, pero unas voces graves me detuvieron. Entonces guardé distancia y agucé mi oído. No reconocía ninguna de ellas al principio, pero después supe que eran mi abuelo y Claudette.
—¡Anda, vieja floja, que para eso te pago setecientos dólares semanales! ¡Sube a la habitación rosa y límpiala de nuevo! —dijo alguien, un hombre al parecer.
—¡Pero si ya lo hice la semana pasada! —replicó la mujer.
—Te aprovechas porque estoy anclado en esta silla de ruedas, pero sé muy bien que holgazaneas y que es mentira que la aseas como debe de ser.
—¡Iré de nuevo, viejo necio! ¡Como siempre! ¡Siempre la limpio como usted lo ordena! ¿No le dice Raymond lo bien que luce?
—Tú y Raymond son un par de flojos... ¡Un día de estos los pondré de patitas en la calle!
La voz grave y visceral que utilizaba mi abuelo para dirigirse a Claudette me sonó totalmente desconocida. Siempre la había oído suave y melódica.
De un salto me alejé y me escondí a un costado de la pared. Mi abuelo salió azotando la puerta de vaivén, y siguió su camino.
Me acerqué de nuevo procurando no hacer ruido, y miré a través de las tablillas de la puerta. Murmuraban el ama de llaves y una chiquilla desaliñada que recogía unos cabellos rizados en una pañoleta:
—¡Ese viejo está más loco que una cabra! ¡Tanta devoción por una muerta!
—Mmm.... Pero si él no se da cuenta si aseas la habitación, ¿qué más da? —preguntó la chiquilla—. ¡Es ese viejo de Raymond quien lo tiene bien informado de todo! No hace otra cosa que merodear por la casa en busca de no sé qué, y cuando ve algún defecto corre a decírselo a ese otro viejo achacoso.
—No debería importante —dijo la otra con aire despectivo, luego de dar un sorbo a su taza de café—. De todas maneras, el viejo te paga bien.
—¡Sí! ¡Lo sé, Lisa! En ningún otro lugar me pagarían lo que este viejo odioso me da. ¡Pero a veces no lo soporto!
—Ya, mamá —repuso la chica—, no te quejes... eso es más de lo que yo recibo al mes en ese horrible asilo.
Claudette empezó a lavar lo que supuse que eran unos tomates. Su hija preguntó cuando depositaba su taza en la mesa:
—¿Y cuánto hace que se murió?
Claudette dudó por unos momentos:
—Hace casi cuatro años.
—Casi no me acuerdo de ella. ¿Era bonita? —preguntó la hija.
La vieja se rio.
—¡Tan bonita que eso fue su maldición!
—Qué miedo, mamá... Qué bueno que yo salí igual que tú. Al menos algo bueno tiene eso de ser fea.
—Qué estúpida eres, Lisa...
—Bueno, será mejor que me apure y me vaya a trabajar. Esos ancianos odiosos ya deben estar despertando.
—Yo iré a arreglar la dichosa habitación. Ese bocafloja de Raymond no tardará en llevarle el chisme al viejo de que yo no he subido desde hace más de un mes. Claro, como lo único que hace es acompañar al anciano a ponerle flores a sus muertas, cree que él se debe llevar todas las palmas.
—Sí, mamá... sí...
Lisa se levantó abruptamente de la silla. Retrocedí antes de que llegara a la puerta; después avancé un poco haciendo mucho ruido, bostezando ampliamente, a manera de que creyeran que acababa de despertar. De un manotazo abrí la puerta y me encontré con sus miradas de asombro. Yo fingí sorpresa también.
—¡Buenos días, señorita! —saludó Claudette, fingiendo una cordialidad que ni ella misma creía—. ¿Qué desea para almorzar?
—¡Hola,Claudette!—respondí el saludo—. Eres muy amable... pero... ¿me dejarías cocinar esta vez?
Su comida no me gustaba.
—¡Claro que sí, señorita!
Extendí la mano para saludar a la hija de Claudette.
—¡Mucho gusto! —me apresuré a decirle. Ella me miró anonadada sin responder a mi saludo.
—Esta hija mía... tan tonta como su padre. ¡Saluda!
—¡Mucho gusto, señorita! ¡Mi nombre es Lisa!
Le sonreí y quise iniciar una conversación, pero salió como alma que lleva el diablo dejándonos solas a mí y a Claudette. Me apresuré a abrir el refrigerador para decidir qué cocinaría.
A partir de ahí se incluyó un nuevo elemento a la misteriosa casa. Claudette había dicho que él le llevaba flores a sus muertas... Mi abuela Estela era sin duda una de ellas... «¿Quién más?...»
Y esa habitación rosada. ¿Por qué tenía que ser la única de las dos alas superiores que debía estar limpia? No me había equivocado. Alguien subía de cuando en cuando a pasarle el trapo; por eso se veía aseada. Nada que ver con las demás habitaciones, que estaban lastimosamente descuidadas.
❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀
Esa tarde, una vez que mi abuelo se echó a descansar, pensé en subir nuevamente y explorar la pequeña habitación. No había visto a Raymond desde la mañana. Andaría por ahí, holgazaneando, como decía mi abuelo. Sin embargo, parecía que gozaba de su entera confianza, no como Claudette, de quien constantemente se quejaba.
Registré todas las habitaciones del primer piso, incluso salí al jardín y lo recorrí de un lado a otro hasta que me percaté de que no había nadie cerca de mí. Sin pensarlo dos veces me planté en el vestíbulo, al pie de la escalera. Aún con la respiración agitada, corrí lo más que pude hasta que mi frenética carrera fue detenida por los gritos de Raymond.
—¿Adónde se dirige, señorita?
—Ay... maldición... —rugí y volví sobre mis pasos.
Raymond me miró desde el ala superior. Apenas podía distinguir su figura escuálida.
—¿Sigue de curiosa, se-ño-ri-ta?
—¡No más que usted, se-ñor!
El hombre me miró con desprecio. Iba a desaparecer de su vista, pero una oleada de rabia se apoderó de mí.
—¿Qué hace usted trepado allá arriba si dice que el piso está por vencerse y que hay cientos de termitas y animales rastreros? ¿Qué no le da miedo?
El rio con sorna.
—No me da miedo. Si subí fue sólo para cerciorarme de que el veneno para ratas que puse en algunas de las habitaciones esté funcionando. No es bueno que las plagas y esos animales desagradables se sigan reproduciendo.
—Viejo mentiroso —mascullé. La verdad era que me seguía.
En seguida me di cuenta de que había sido una tonta, pues yo misma había escuchado que mi abuelo mandaría a Raymond a revisar la habitación rosada. Me había puesto en evidencia y una vez más el viejo me había descubierto, tachándome de curiosa e inoportuna. Ahora seguiría mis movimientos mucho más de cerca. Empezaba a detestar al mayordomo.
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Durante los siguientes días, intenté subir a la habitación en muchas ocasiones, pero la mirada amenazadora del viejo carcelero siempre detenía mis pasos, como si nunca durmiera, comiera o fuera al baño. Peor que un perro defendiendo su hueso.
Me devané los sesos intentando encontrar una manera de burlar su vigilancia. Pero nada se me ocurría aparte de locuras como encerrarlo bajo llave, ponerle un pie para que se cayera y dislocara un tobillo o golpearlo hasta dejarlo inconsciente... Después de mucho pensar tuve una revelación. Sonreí de oreja a oreja y me carcajeé como loca por unos instantes: echaría en su café vespertino unas cuantas píldoras de mi abuelo. Unas dos o tres no lo matarían, pero lo harían descansar muy bien. Incluso le estaba haciendo un favor. Ese viejo necesitaba descanso. ¡Sus ojeras se lo pedían a gritos!
Llevaba en la cocina más de media hora con la cafetera humeando, fingiendo leer un libro y mordisqueando unos emparedados fríos, y el mayordomo no llegaba. Cuando había perdido la paciencia y toda esperanza, Raymond apareció. Como un adicto necesita sus dosis de droga, el viejo no reparó en mí y se dirigió inmediatamente a la cafetera, que encendió para calentar el café ya preparado, y después sirvió una generosa cantidad en un tarro de porcelana. Ni siquiera se tomó la molestia en dedicarme una mirada.
—¿Azúcar? —pregunté cínicamente, extendiéndole el bote donde se encontraban los sobres de sacarosa.
Bufó y puso los ojos en blanco.
—¡Solo la gente inculta toma el café con azúcar!
—¡Ah! ¡Ya veo! ¡Pues qué bonita es la ignorancia! —dije mientras vertía el contenido de dos sobres en mi taza—. Si le pongo leche... ¿cree que me haga más taruga?
Me lanzó una rabiosa mirada y salió de la cocina.
—¡Igual que todas! ¡Igual que todas! —murmuró.
No había echado tres sino ¡diez píldoras! en la cafetera. Si mis cálculos no me fallaban, al menos el equivalente a tres de ellas estaban disueltas en su bebida.
Me levanté y tiré el resto del café, por si acaso el viejo volvía por más. No me caía bien, pero tampoco quería matarlo. Seguí sus pasos y comprobé que finalmente había decidido entrar en su cuartucho para descansar.
Escuchaba en silencio los ruidos del televisor y del papel al hojear revistas. No sabía cuánto tiempo debía esperar para que cayera inconsciente. Me paseé cerca de su puerta por más de una hora, pero el viejo parecía más fuerte que un caballo. Mi pobre abuelo terminaba durmiendo después de media hora y solamente tomaba dos de aquellas pastillas.
De pronto sólo se oyó el ruido de la televisión. Me armé de valor y toqué la puerta levemente, pero él no respondió.
—Raaayyymooond... —me animé a decir quedamente, mientras abría la pesada puerta— ...¿está despierto?
No escuché nada. El hombre estaba sentado en un sillón verde, con la cabeza hacia atrás. La revista que seguramente estaba leyendo, había resbalado de su mano y yacía sobre el suelo. Me acerqué un poco más.
—Raymond... —dije más fuerte, pero el hombre no respondió.
Quise creer que no lo había matado, pero no estaba segura.
—¡Raymond! —repetí en voz alta. Lo sacudí con la mano y el viejo se bamboleó sin reaccionar.
Me llevé las manos al rostro.
Justo cuando el terror se estaba apoderando de mí, el viejo pareció incorporarse, dijo unas palabras sin sentido y se reacomodó en el sillón. Inmediatamente comenzó a roncar.
Salí con pasos agigantados. ¡Casi quería bailar de felicidad! ¡Estaba sola en la casona! Mi abuelo y el viejo dormían plácidamente y yo tenía todo el tiempo del mundo para meter mis narices donde nadie me llamaba.
Envanecida todavía por mi hazaña, subí las escaleras con pasos saltarines, tarareando una estúpida canción. Llevaba el pasador de pelo entre las manos para abrir nuevamente el cerrojo. Para mi sorpresa, la puerta se abrió sin necesidad de forzarla. La misteriosa recámara de colores pastel con su femenino baño rosado.
Cerré la puerta con cuidado y me abalancé directamente hacia el mechón dorado. Ahí estaba, envuelto en el mismo pañuelo de seda con bordes azules. Ahora que Raymond no me miraba, podía sentir la delicada textura de las hebras del cabello mientras hundía los dedos en ella. Sabía que mi abuela tenía el cabello negro como el ébano, así que me inquietaba pensar de quién eran entonces esos bucles dorados y a quién llevaba mi abuelito rosas al cementerio cada mes? Otra vez las iniciales ante mis ojos. Finamente grabadas en las esquinas de las cintas que sujetaban la coleta. Las mismas iniciales grabadas en los long play.
La cabeza me empezó a dar vueltas, y extrañamente sentí una opresión en el pecho cuando regresé el mechón al peinador.
Tenía que averiguar quién había vivido ahí, a quién había venerado mi abuelo tanto como para tener en orden una habitación que ya nadie ocupaba. Una linda recámara en la que solamente vivía el fantasma de un recuerdo.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Con manos temblorosas empecé a hurgar en los cajones del peinador. Sabía que ahí encontraría la respuesta, ahí o en cualquier otro lugar de la habitación. Busqué como una loca; abrí y cerré los cajones, los joyeros, las cómodas, el ropero, incluso me asomé al baño y busqué debajo de los lavabos. Ropas y más ropas, joyas bonitas, maquillajes y perfumes era todo lo que yo veía. Hasta que una corazonada me indicó que debía voltear hacia el techo...
Había una caja. Yo había visto una como ésa en el cuarto de mi madre. Una simple caja de cartón enmohecida yacía sobre el ropero contiguo a la falsa pared. Enloquecida arrimé un pequeño banco y, después de quitar de un manotazo las incontables telarañas, tomé el objeto y bajé de un salto. La abrí con el corazón palpitando de felicidad y de miedo... ¡Al fin había dado con lo que buscaba!
Dentro había unos libros poco voluminosos, diarios al parecer. Nuevamente las iniciales I.S. figuraban en las cubiertas llenas de polvo. Elegí uno de ellos al azar y lo abrí en una página cualquiera. Empecé a leer las letras negras y deformes que con el paso del tiempo más bien parecían garabatos por la tinta negra que se había escurrido en el papel amarillento.
Septiembre, 1971
¡Esa tonta de Isabel! ¡Se burló de mi poema! Dijo que una vulgar como yo nunca podría escribir poesía. ¡No la soporto! ¡Yo no me burlé de su absurda composición! ¿De qué hablaba? Ah, sí... de la vida y del amor... ¡Qué tontería! ¡No la soporto! ¿Te gusta mi dibujo? Yo soy la niña que sostiene la cuerda de la que cuelga Isabel...
Hojeé el resto y me detuve cerca de la mitad.
Diciembre, 1971
¡Hoy iré a Stowe! ¡A las montañas a conocer a los padres de Luis! ¿Serán como Estela?... o peor aun... ¿como Isabel? Estoy muy nerviosa. ¿Qué debo decir o hacer? ¿Les gustaré como nieta? No quiero que me llamen pueblerina como lo hace Isabel. Aunque, la verdad, hace tiempo que no me llama así... ¿Me estará tomando afecto? ¡Bah! No creo que esa orgullosa pueda quererme algún día...
Y más adelante...
¡Isabel y yo hicimos las paces! ¡Finalmente me considera parte de la familia! Es un buen comienzo, ¿no? ¡Maravilloso! Ambas nos disculpamos luego de que la saqué del agua congelada. Ella es una pedante, orgullosa, prepotente, pero creo que me quiere... ¡Sí! ¡Me quiere!
Me pregunté qué era todo eso. Dejé el libro y abrí otro empastado en color verde aceituna. La caligrafía sin duda era mejor que las anteriores.
20 de julio, 1975
Isabel y yo fuimos a Nueva York. Bueno, también fueron Estela y Luis. No creerás que nos dejaron ir solas, ¿verdad?
Estoy tan contenta. ¡Vi todas esas hermosas y concurridas calles! ¡Parecíamos como unas pequeñas hormigas dentro de un gigantesco árbol! ¡Luis me compró unos lindos sombreros, y zapatos y más zapatos! ¡Estela compró joyas y un lujoso abrigo! Aunque no sé para que, si es verano...
Revolví la caja y tomé otro diario en cuya tapa se leía 1977. Y tenía que abrirlo justamente en la página que comenzó a revelármelo todo... Estaba borroso pero escrito con sumo cuidado. también tenía manchones repartidos por toda la hoja, incluso en algunas palabras, como si alguien hubiera derramado lágrimas sobre ella. Lo sabía porque yo también lo había hecho... en el pasado.
2 de abril, 1977
Me dolió dejar a Marcos sin mirar atrás. Su mirada dolida fue como una daga atravesando mi corazón. Si me quedaba un momento más, cedería, mi voluntad se quebraría y terminaría aceptándolo...
¿Verdad que hice bien? No puedo lastimar a Isabel y robarle más de lo que ya le he quitado. Ella piensa que es a mí a quien todos aman. Le demostraré que no es así. Sé que Marcos podrá amarla si yo me hago a un lado. Ella lo necesita. Él la hace sonreír... mucho más que yo.
Aunque yo lo ame...
I.S.
Incrustada en esa misma página, una pequeña nota en papel cartón descolorido terminaría por aclararme las cosas.
Para el amor de mi vida:
Mi querida Irenne... No importa el tiempo que tenga que esperar. Siempre estaré ahí para ti. Sé que al final seremos sólo tú y yo, y nos amaremos tanto que desearemos vivir dos vidas juntos.
Por siempre tuyo... Marcos.
¡Oh! ¡Qué lejos había ido mi curiosidad! Me arrepentí, pero ya entendía por qué se me estaba prohibido subir al segundo piso. De pronto todo empezó a encajar a la perfección: el mechón rubio, las cintas de pelo, los discos de vinilo... I.S, I.S... ¡Irenne San Luis! ¡Irenne San Luis! ¡Se trataba de ella! Podía escuchar la voz de Clara burlándose: «¿Es ése un apellido, Annia? Me suena más bien a un santo crucificado...». La madre de Clara. ¡La madre de Clara había vivido en esa casa! ¡Y con mi madre!
Las palabras de Clara seguían resonando en mi cabeza: «¡Una sola carta después de cinco años! ¡Solo una! Mario y yo fuimos a verla a Vermont... ¿Qué estaba haciendo allá?».
La madre de Clara había ido a morir ahí... a esa casa... con mi abuelo... pero... ¿por qué?
«¿Sabes por qué se fue? Se escapó con un hombre».
¿Con quién se había escapado? ¿Con quién? ¡¿Con mi abuelo?!
«Por siempre tuyo, Marcos.» «Me dolió dejar a Marcos...»
Recordé que mi padre me habló alguna vez de los jardines de mi abuelo, cuando cortejaba a mi madre. Me pregunté si era ella a quien cortejaba en realidad...
Me asaltó la duda sobre si se había ido con mi padre, pero recordé que él ya había muerto cuando eso ocurrió. No, no podía ser. Quise pensar que el que escribió la nota se llamaba igual que él y que yo no recordaba su caligrafía.
«Marcos... Irenne...»
La cabeza me empezó a dar vueltas, incluso sentía ganas de vomitar. ¿Por qué nunca me dijo mi madre que Irenne había vivido con ella? Me mintió... Me dijo que se habían hecho amigas cuando estudiaban juntas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué mi abuelo le llevaba rosas? ¿Por qué cuidaba de esa habitación? como esperando que volviera... algún día.
Con el estómago aún revuelto tomé la caja. «Esto apenas comienza. Mi madre me oculta algo muy grande.» «¿Por qué, mamá? ¿Por qué?» Descendí la escalera que nunca debí traspasar.
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