29. Adiós, Clara
Cuando me di cuenta de que no tenía nada mejor qué hacer durante mis vacaciones de verano que pasarme el día en mi cuarto en pijamas viendo televisión y comiendo frituras hasta hastiarme, me sobrevino la idea de visitar a mi abuelo. Después de todo, tendría casi tres meses de ociosidad, y dedicaría uno de ellos a mi querido y solitario abuelo.
Podía imaginar su sonrisa extendiéndose en su rostro cuando me viera entrar por la puerta, cargada de regalos y de maletas para pasar todo un mes en la misteriosa mansión de Vermont. Aunque al principio mi madre se mostró renuente con mi inesperada decisión, me valí de los mejores pretextos para hacerla entender que mi abuelo me necesitaba. Yo podía llenar sus horas de soledad y poner en su cara envejecida la sonrisa que tanto me gustaba observar.
Hasta ese día y desde mis diecisiete años, solo había pasado en casa de mi abuelo un fin de semana de cada mes. Los primeros años de mis visitas, el abuelo aún conservaba su lozanía, pese a que ya había sufrido el accidente que lo confinó para siempre a una silla de ruedas y que a menudo descubriera en sus ojos sombras de tristeza, sabía que hacía todo lo posible para no agobiarme ni hacerme pasar malos ratos. Jugábamos partidas de póker o monopolio, o tan solo se entretenía mostrándome sus colecciones de monedas y antiguos cachivaches; claro, antes de que sus migrañas empezaran a agravarse y le resultara imprescindible ingerir medicamentos que lo sumían en un profundo sueño.
Al final de cuentas, y gracias a mi terquedad, mi madre accedió.
Pero mis intenciones, a pesar de ser buenas, tenían un doble propósito. tracé mis planes a la perfección.
Le dedicaría a mi abuelo todo un mes de mi vida, pero también debía descifrar los secretos de aquella casona. No me había olvidado del rubio mechón de pelo ni tampoco de la extraña habitación rosada. Tampoco me explicaba la indiferencia que mostraba mi madre hacia un viejo al que ya no le quedaba ninguna otra ilusión en su vida más que reconciliarse con su hija y gozar del amor de su nieta.
Eran demasiados interrogantes. Dejé de preguntar cuando supe que el mutismo de mi madre la acompañaría hasta el día de su muerte.
No vería a Aarón durante todo el mes de agosto. Ya me había preparado mentalmente para nuestra corta separación. Después de todo, podría montarse en un autobús y visitarme. Tenía la seguridad de que mi abuelo no mostraría ningún inconveniente, incluso si decidiera quedarse en una de las tantas habitaciones polvorientas y destartaladas. Aunque yo no quería que mi novio pasara ningún tipo de penuria o incomodidad, si él quería visitarme, no se lo iba a impedir. Al contrario, me habría hecho muy feliz que mi abuelo conociera a mi adorado Aarón.
Aarón me dejó marchar, no sin antes expresarme con sus bellos ojos ambarinos lo mucho que me extrañaría. Me despedí de él un viernes por la tarde. Después de la injustificada paranoia que me había hecho presa días atrás, Aarón se había vuelto más callado y reservado. Jamás volvió a hablarme de su pasado, cosa que agradecí internamente porque, pese a que dejé de preguntar, me seguía incomodando. Desde el día en que estallé contra él, a pesar de que le pedí perdón una y otra vez, no volví a ver en su semblante su sonrisa descuidada ni esos ojos despreocupados y chispeantes, menos aún a escuchar esa risa contagiosa con que lo conocí. A veces me preguntaba si mi presencia en realidad lo hacía tan feliz como él decía.
Se había apartado de sus amigos, y ellos me culpaban solamente a mí, a la bruja que lo había engatusado y lo tenía comiendo de la palma de su mano.
Poco a poco fui descubriendo que aquel Aarón al que yo miraba introducirse en el aula de clase alardeando y fanfarroneando con las chicas, riendo a carcajadas con sus amigos y sacando de quicio a los profesores, había desaparecido por completo. Solo habían pasado seis meses desde que se enamoró de mí. Me preguntaba constantemente si acaso era yo la causa de su ensimismamiento y su constante desánimo o si en verdad Aarón nunca fue un hombre seguro de sí mismo y, al igual que su madrastra, utilizaba una máscara perfecta que nos hizo creer a todos que era algo que en realidad no era.
Cuando estos pensamientos me asaltaban, no dudaba en culpar a la única persona que yo creía que tenía una influencia negativa sobre él, y ésa era sin duda alguna Rosemary Hale. Esa señora, con toda su elegancia y su montón de joyas colgadas en cuello y orejas, era la culpable. Lo podía jurar. Pero algo tenía que estar haciendo yo mal para que la persona a la que tanto amaba no recuperara su sonrisa genuina, ni siquiera cuando se encontraba conmigo.
Antes de viajar a Vermont, decidí visitar a Clara. Me cansé de esperar por un perdón que su boca carmesí jamás pronunció. Cada vez que contestaba el teléfono deseaba escuchar su voz cantante, tarareando las palabras, pidiéndome que todo fuera como antes. Pero ella nunca llamó.
Mario me alarmó con sus preocupaciones acerca de mi amiga. Según él, se le veía triste, vagando por la casa solitariamente de un lado a otro, como si quisiera encontrar algo. Cuando salía con alguna de sus otras amigas, no tardaba en volver a casa, y ya ni siquiera le pedía que la llevase a realizar sus interminables compras. Me pidió que la visitara y comprobara si era nuestro distanciamiento el culpable de la actitud desganada de su hermana.
Me deshice de todo mi orgullo y me armé de valor para visitarla. Aún deseaba gritarle en su cara lo mucho que me había lastimado, pero tuve que hacer un recuento de todas las cosas positivas y los buenos momentos que nuestra amistad me había dado, mientras recorría a pie las calles que me llevarían hacia su hogar.
Cuando me sentí lista y llené mi mente y mi corazón de pensamientos e ideas positivas, toqué el timbre de su puerta. La chica de la limpieza me abrió. Pedí ver a Clara, pero en menos de lo que pensé me encontraba detrás de la puerta de su cuarto. Toda la vida entré sin anunciarme. Yo era parte de la familia. Mi amiga no respondió por más que toqué la puerta; entonces, temí que algo malo pudiera estar pasando dentro de aquella habitación en donde habíamos compartido tantos buenos ratos. No era común que Clara no respondiera inmediatamente. Giré la perilla, sin importarme nada. Clara estaba de pie, enfrente de su peinador, con los ojos muy fijos en su reflejo.
—Clara... —me atreví a decir.
Alcancé a divisar mi propio reflejo en su amplio espejo. Su mirada distraída de pronto mostró un cierto interés.
—Estas aquí... —Susurró.
—¿Te encuentras bien? —pregunté introduciéndome por completo en la habitación esmeralda.
Su voz se tornó fría. Dio una media vuelta para encararme.
—¿A qué has venido? —cuestionó, hosca.
Ni por un segundo pasó por mi cabeza que ella pudiera dirigirse a mí de esa manera. Me pregunté a qué había ido, si a rogarle que se disculpara, pero eso era algo por demás absurdo. Contuve la ganas de restregarle en la cara el sufrimiento que me había causado aquella odiosa noche de junio. Respiré hondo y me animé a decir.
—Estoy preocupada por ti. —Doblegando mi orgullo, forcé mis siguientes palabras—: Te extraño mucho.
Soltó una risita y me miró desafiante.
—Sigues siendo la misma de siempre, Anny —rio por lo bajo—. Vienes a congraciarte conmigo aunque te quise robar a tu novio. ¡Eres tan buena y noble como siempre! Tú y la madre teresa tienen mucho en común! ¿Sabías eso?
Con una sonrisa irónica me miró de arriba abajo.
—Siempre me has perdonado, aun cuando éramos chiquillas y envidiaba alguno de tus juguetes terminabas obsequiándomelo. Nunca entendí por qué lo hacías. ¿Me obsequiarás a Aarón esta vez?
Enfurecí ante su comentario. Entonces estallé.
—¿Pero qué diablos te pasa y qué tienes en mi contra? ¿No se supone que eras mi amiga? ¿Por qué tuviste que actuar de esa manera?
—¿No se suponía que tú eras mi amiga, Annia? —Corrigió—. ¿No me prometiste siempre que ningún hombre nos separaría? —De pronto comenzó a gritarme—. ¡¿No juraste que preferirías nuestra amistad antes que algún chico! ¡¿En qué momento olvidaste todas tus promesas?!
Hizo una pausa.
—Aarón era mío... Aarón se fijó en mí antes que en ti —dijo con tono de dolor—. ¿Por qué tuviste que atravesarte en nuestros caminos?
No lo podía creer. Clara aún seguía pensando que Aarón se había enamorado de ella y que de alguna manera yo se lo había arrebatado. Quise explicar:
—Clara, yo siempre seré tu amiga... siempre hemos sido como hermanas...
Iba a seguir hablando pero me interrumpió:
—¿Dejarías a Aarón por mí? ¿Lo harías para salvar nuestra amistad, Annia?
No contesté. Eso era algo que estaba fuera de mi control. Yo no renunciaría al amor de Aarón, ni siquiera por mi amiga, quien mostraba solamente una actitud egoísta. Después de todo, él solo mostró interés por Clara aquel día en que ella lo sorprendió en su casa platicando con Mario, y después, un poco en la fiesta de la primavera. ¿Cómo podía decir que yo me había interpuesto entre ambos?
Ante mi silencio, Clara entendió mi negativa y me dio la espalda.
—No sé a qué has venido. Es claro que tú y yo no podemos ser amigas otra vez.
—¡No puedes decir eso! —rogué, y por un momento sentí que los papeles se habían invertido. Ahora era yo quien pedía el perdón, pero lo asumí—. ¡Discúlpame si te hice daño! ¡Pero yo quiero a Aarón, y también te quiero a ti! ¿No podemos ser todos amigos como antes? —pregunté ilusamente.
Ella rió nuevamente. Guardó silencio por unos segundos. Desató la liga que sostenía sus cabellos en una coleta y peinó con sus dedos algunos mechones. Su mirada se tornó ausente. Entonces, para mi sorpresa, preguntó:
—¿Es porque no tengo la imponente melena de Annia que nadie se fija en mí? ¿Debería dejar crecer mi cabello?
No contesté, ella prosiguió, como si estuviera hablando sola.
—Mi madre tenía una cabellera rubia y abundante; sin embargo, ella sólo me heredó esto. —Miró el mechón que tenía entre sus manos—, las sobras. ¡Qué injusto! ¿No lo crees? ¡Ojalá mi cabello brillara la mitad de lo que el de ella lo hacía! ¡Ojalá no hubiera sacado estos hilos lacios de mi padre! La vida ha sido injusta conmigo... Mira, mis ojos esmeraldas, como los de ella, pero tan pequeños como los de mi padre...
Entonces se giró para mirarme nuevamente.
—¿Por qué mis ojos no son tan grandes como los tuyos, Anny? —Imprimió en su pregunta la ingenuidad de un infante—. ¿Ni mis pestañas son tupidas como las tuyas? ¿De qué me sirve tener ojos de color si son tus ojos castaños los que roban la atención?
—Clara, tú eres hermosa —dije mientras aún continuaba atónita por el monólogo de mi amiga—. ¡Eres bella! ¡Mírate al espejo y dime si no eres más hermosa que yo!
Me obedeció. Examinó su reflejo y preguntó desconsolada:
—Entonces... ¿por qué todos te prefieren? Tienes el amor de todos los que te rodean.
—No seas tonta, Clara. ¡También te quieren a ti!
—¿Sabes por qué se marchó mi madre?
No. Yo no lo sabía. Ella prosiguió:
—Mi padre la desatendió tanto que ella buscó el cariño de otro. ¿Sabías eso? Mi adorada madre se fugó dejándonos solos a Mario y a mí. No le bastó el amor de sus hijos...
Eso decía la gente, pero nunca quise entrar en detalles ni preguntarle a Clara qué era lo que había pasado.
—Mi padre la descubrió, Annia, y la echó de casa. Mario piensa que yo no lo recuerdo. Él me encerró en mi cuarto y subió el volumen del televisor a todo lo que daba... pero yo lo recuerdo, lo recuerdo muy bien. ¡Yo podía escucharla! Ella gritaba al pie de la escalera, diciéndole a mi padre que no podía quitarle a sus hijos, pero él se mostró implacable y la sacó a empellones de nuestra casa. Afuera ella chillaba y rogaba pero mi padre no volvió a abrirle la puerta.
Permanecí en silencio. Era la primera vez que Clara hablaba sobre su madre.
—¿Qué clase de madre era, Annia? ¿Cómo pudo preferir a un hombre antes que a sus dos hijos? ¿Por qué nunca intentó establecer contacto con nosotros? ¿Por qué nunca se interesó en recuperarnos?
Yo seguía muda.
—El resto lo sabes tú... Cuando ella agonizaba nos envió una carta... ¡Una sola carta después de cinco años! Mario y yo fuimos a verla a Vermont. ¿Qué estaba haciendo allá, Annia? Estando tan cerca de nosotros. ¿Por qué nunca volvió?
»Yo quise llorar, Annia. te lo juro. Quise perdonarla. ¿Pero cómo perdonar a la mujer que prefirió a un hombre antes que a sus propios hijos? Nunca la perdoné. Nunca lo haré... todas esas palabras dulces no fueron más que hipocresía, cosas que ella nunca sintió por nosotros. Si nos hubiera amado... ¿se habría marchado de nuestras vidas como lo hizo?
»Yo estoy sola. Siempre lo he estado —continuó—. Solo tengo a Mario. Mi padre ni siquiera me mira a los ojos desde que mi madre lo traicionó. ¿Tanto le recuerdo a ella? Todos me creen vacía y superficial... ¿Crees que me hace feliz que mi padre compre mi cariño con dinero y con incontables tarjetas de crédito? Por eso las utilizo todas. Por eso compro tantas excentricidades y ropa que nunca uso. Porque nunca me llamará a su estudio, aunque sea para reclamarme el uso desmedido de mis tarjetas de crédito. No. ¡Él nunca lo hará! Él solo pagará mis cuentas sin siquiera preguntarse si yo me encuentro bien, si necesito algo más que dinero de su parte. Yo cambiaría la mitad o incluso todo lo que tengo por al menos una muestra de cariño de mi padre. ¡Pero mi madre tuvo que arruinarlo todo! Antes mi padre me miraba. Antes mi padre me sonreía como te sonreía el tuyo.
—¡No estás sola! —interrumpí antes de que continuara su lastimero relato—. ¡Yo siempre he estado a tu lado, Clara! Crecimos juntas. ¡Somos como hermanas! ¡Yo nunca te he abandonado!
—No, Annia... nunca fuimos amigas, ni nunca lo seremos. Siempre he envidiado todo lo que tienes. Tu padre siempre te quiso más de lo que el mío lo hizo alguna vez. Los chicos siempre terminan fijándose en ti. A pesar de todos mis esfuerzos por opacarte, tú siempre brillas más que yo, sin siquiera proponértelo.
»Además... —Señaló con inmenso dolor— ...tú preferiste a un hombre antes que a mí, tal como lo hizo mi madre. Tú dijiste quererme y me hiciste promesas, tal como lo hizo ella. Pero sólo fueron palabras, Annia. Al final, al igual que mi madre, tú tampoco pudiste quererme...
Me miró con ojos llorosos:
—¿Qué clase de persona soy que nadie puede amarme?
—No digas eso, Clara. —Sentí que un dolor en mi pecho empezaba a crecer.
Era la primera vez que escuchaba el corazón dolorido de mi amiga. Hasta entonces había pensado que ella era feliz. ¡Cuán equivocada estaba! tras esa bella carita y sonrisa traviesa se encontraba un inmenso pesar, tan grande y tan hondo como un oscuro pozo sin fondo.
—¡Yo te quiero! —Insistí.
—No, Annia... no es así. Eres igual que ella, y yo no puedo confiar en ti.
Se encaminó a la puerta esquivando mis ojos suplicantes. Se detuvo antes de llegar a la entrada y me dirigió una última mirada melancólica.
—Siento haberle robado un beso a tu novio. Él no tuvo la culpa de nada —dijo mientras giraba la perilla de la puerta—. Ya conoces la salida —me aclaró antes de salir de su habitación.
Con el corazón atribulado y las lágrimas surcando sin piedad mis mejillas, salí de la casa Sanford, de aquel lugar donde fui bien recibida durante años y donde vivía una tierna chica que solía quererme y confiaba en mí. De pronto me di cuenta de que durante toda mi vida había estado ciega. Yo, que me jactaba de ser tan perceptiva, había ignorado por completo la fragilidad del alma de Clara. Nunca pude ver a través de sus ojos cristalinos todo el dolor y el resentimiento que habitaba en ella. Solo me dediqué a ver el lado bueno de las cosas.
Nunca supe entender a mi amiga. Nunca conocí realmente su interior.
Mientras sorteaba las calles, todos nuestros momentos juntas acudían a mi cabeza, martillándola una y otra vez. Sentía como si alguien hubiera extraído un trozo de mi corazón y tirado para siempre en un lugar donde yo nunca lo podría encontrar.
La había perdido. Nunca más volveríamos a ser amigas. «¿Acaso... Alguna vez lo fuimos?»
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