20. El amor de Irenne

Vermont, 1976.

Llegó la cena de navidad a casa de los Riveira. Los adornos de escarchas plateadas y doradas estaban divinamente colocados en los grandes ventanales, donde caían en forma de ondas, uno seguido de otro hasta completar una hilera de tres ventanas grandes que se encontraban paralelas a otras tres en el gran salón de baile.

Había una mesa principal para los anfitriones, y otras nueve para los invitados, todas cubiertas por un fino mantel blanco, con servilletas rojas en forma de corona encima de cada plato de porcelana. Seis meseros iban y venían con los preparativos, y los músicos entonaban una suave melodía como preludio. Al fondo, se alzaba un gran árbol de navidad, escogido específicamente para adornar el majestuoso salón: robusto y de más de tres metros. Debajo de él, montones de paquetes envueltos en papel multicolor, con grandes moños sobre ellos, se iban apilando conforme cada invitado llegaba. En el centro se acondicionó una gran pista de baile.

Luis había extendido invitaciones a sus socios y a los empleados que gozaban de su confianza. todos ellos iban acompañados de sus finas y elegantes esposas, menos uno.

Al pie de la escalera se encontraba Irenne. Había elegido un vestido verde esmeralda, que hacía juego con sus ojos, y recogido sus cabellos en un estilizado peinado con el que se formaba una coleta alta de la que caían unos rizos dorados hasta media espalda. Miraba a los invitados tratando de reconocer alguna cara conocida. Como siempre, las miradas de los hombres y de algunas mujeres envidiosas se posaban en su figura, analizándola de arriba abajo.

Comentarios chismosos y venenosos se hacían escuchar por toda la habitación.

—¿Esa es la chiquilla que adoptaron el señor Riveira y su esposa? —preguntaba una vieja gordinflona atrapada en un vestido rojo. Sus pechos saltaban de su apretado escote en V.

—Sí. Ella es la recogida. Dicen que tiene muy malos modales, a pesar de que la señora Riveira ha intentado educarla. Yo diría que es corriente —decía otra señora que ya había dejado atrás sus años de juventud—. Oh, si no lo fuera, ¿crees tú que habría elegido ese vestido tan vulgar?

—¡Es que cuando no se nace con clase, ni a palos se adquiere! —terció la señora Swanson mientras dejaba escapar una risa malintencionada—. Don Luis se ha empeñado en que sea la ayudante de mi Simón, y todas las tardes va al bufete vestida como una cualquiera. ¡La que es vulgar siempre lo será!

Todas rieron. Este tipo de comentarios divertían a Irenne. Lo mejor de todo era cuando ella estaba ahí para escucharlos.

Con gracia y delicadeza se dirigió hacia las tres mujeres que compartían los comentarios venenosos.

—Señoras Swanson, Porter, y Johnson —dijo ella fingiendo una reverencia—. ¡Me complace tanto verlas aquí reunidas! —Soltó una sonrisa de burla y miró a cada una de las asombradas señoras—. Lo digo en serio. ¡Estoy tan alegre de que hayan podido asistir a esta fiesta! Pero lo que más me alegra es que sus modistas las hallan hecho caber en vestidos de noche que son para jovencitas lindas y agraciadas como yo. ¡Deben de ser realmente muy eficientes! Ojalá cuando yo sea tan vieja, gorda y arrugada como ustedes pueda encontrar a alguien que haga para mí los mismos milagros. O, bueno, al menos que lo intente... —Les obsequió una última sonrisa al abrirse paso entre el trío de mujeres ofendidas—. ¡Por cierto, señora Swanson! —agregó—. Debería decirle a su marido que preste atención a su trabajo, en vez de quitarme con la mirada la ropa que tan vulgar le parece. Hizo un ademán, como despidiéndose. Se esforzaba para no reír. Atrás quedaron las viejas que aún trataban de recuperar el habla y reponerse de su asombro para empezar a criticar una vez más y con más fuerza los modales de la joven.

¡Cómo le gustaba tener siempre el comentario y la respuesta perfecta ante la gente engreída que trataba de pisotearla o humillarla!

Eso lo había aprendido de su madre. Si bien no era una manera correcta de comportarse, ya era parte de su carácter, y jamás dejaría que nadie la maltratase.

Hubiera seguido divirtiéndose de no haberse topado con los brillantes ojos castaños de Marcos, quien había presenciado la escena y soltaba una alegre carcajada que hizo que más de una persona se girara a mirarlo.

Por eso la amaba tanto, por su carácter y dominio de sí misma. Porque era genuina, no como aquellas mujeres que parecían la réplica exacta la una de la otra. Aquellas que eran solo como trofeos para sus esposos. ¡Y cuánto deseaba él que ella fuera su esposa! Sabía que ella no era tonta, ni se dejaría controlar jamás por los deseos o mandatos de un hombre, ni era lo suficientemente vanidosa como para creer que su belleza lo resolvería todo en la vida.

—¡Quién diría que esta delicada jovencita tuviera semejante boca! —exclamó Marcos mientras miraba a una Irenne que empezaba a ponerse roja como granate.

—¡Y quién diría que me hablarías de nuevo! —dijo ella mirando al joven que se suponía que jamás le volvería a dirigir la palabra. Ahora ya no se veía molesto ni indiferente—. Pensé que me odiabas por lo que pasó aquel día...

—Yo nunca te odiaría... Irenne. —Escondió la mirada—. Y estás muy equivocada si piensas que voy a ceder tan pronto. No soy de ese tipo de hombre.

—Y entonces de qué tipo eres, ¿eh? ¿De los que siempre obtienen lo que quieren?

—No. —Acompañó su respuesta con un movimiento de cabeza—; de los que, cuando se enamoran, luchan por la mujer que aman.

Si tenía alguna esperanza de librarse de Marcos, su mirada decidida le dijo que la cosa no terminaría ahí. Se preguntó por qué tenía que ser tan endiabladamente bello. En todos los sentidos...

—Bailemos. —Marcos tomó a Irenne por la cintura.

De pronto, se convirtieron en el centro de la atención en la pista de baile. Estaba perdida en el hechizo del baile de Marcos, extrañamente afinado, y en su fragancia masculina. Los rostros, la decoración, el salón, e incluso la pista de baile misma desaparecieron. Bailaban entre nubes, bajo una noche estrellada y con el viento susurrando palabras de amor.

—Cásate conmigo. —Fueron las palabras que la hicieron despertar bruscamente de aquel encanto.

Irenne no contestó. Tan solo se detuvo, trató de disculparse con una mirada anhelante. Como de alguien que quiere quedarse en algún lugar, pero que tiene que irse porque ya la están esperando en otra parte. Salió deprisa, en el pasillo se topó con Isabel y su larga cabellera sujeta con cintillas de seda azul. Le recordó a aquella chiquilla odiosa que había conocido aquella tarde de verano, cuando la miró con la misma arrogancia. Pensó que en realidad Isabel nunca cambiaría del todo. Sin quererlo, Irenne se sintió más pequeña que ella y no supo muy bien qué decir. No hubo necesidad, pues fue aquélla quien habló.

—¿Qué hacías bailando con Marcos? —La mirada fija en los ojos de Irenne; la boca apretada en una finísima línea.

—Marcos es mi amigo. ¡Ya te lo he dicho! —dijo Irenne tratando de conservar la calma.

Isabel suavizó su mirada.

—¡Lo siento, Irenne! Ya sé que me lo has dicho. No sé qué me pasa —dijo ella sintiéndose apenada—. De pronto no puedo pensar en nada más que en Marcos, y yo no sé qué siente él. No me dice nada. Es porque no me ama, ¿verdad?

Incapaz de afrontar la verdad, Irenne se contuvo:

—Te amará, Isabel. Si acaso no te ama aún.

—¿Tú le quieres, Irenne? Sé sincera conmigo.

Irenne calló una vez más. Creyó que una mentira y un hombre serían parte de un capítulo de su vida que cerraría muy pronto.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Casi después del brindis de media noche, Irenne empezó a sentirse mareada. Había bebido una copa de champaña y dos de un exquisito vino francés mientras le hacía compañía a Sandy Leigh, hija de uno de los tantos amigos importantes de Luis. Se excusó diciéndole que iría al tocador cuando realmente quería tomar aire fresco y recobrarse.

—¿Por qué bebí tanto? —se reclamaba; hizo lo posible por no perder la gracia mientras se escurría entre el montón de invitados.

Marcos la siguió con la vista hasta la fuente, el mismo lugar que había sido testigo de sus primeros besos algunas noches atrás. Irenne se sentó en la pequeña barda de piedra donde crecían y se trenzaban, espléndidas, las enredaderas. Cerró los ojos. Momentos después, sintió la presencia de él.

—Te enfermarás, Irenne. ¿Por qué saliste sin cubrirte?

Marcos se quitó su abrigo y se sentó a su lado mientras la cubría con él.

—La noche no me parece tan fría. —Pero aceptó gustosa, pues ya empezaba a tiritar.

—Eso es porque bebiste demasiado. ¿Crees que no te he estado observando?

—Ah, ¿sí? Pues yo te vi muy entretenido bailando con jovencitas. ¡Oye! —Le dirigió una mirada perspicaz—. ¡Esa última tenía manos de pulpo! ¡No te dejaba por más que querías deshacerte de ella!

—¿Qué puedo hacer si la joven con la que quiero bailar sale corriendo en medio de la pista y no vuelve? —Extendió el brazo para acercarla a su pecho—. Además, por lo que veo, también me has estado observando. ¿Te has dado cuenta de que ahora soy un mejor bailarín?

—Sí. ¿Cómo lo has conseguido?

—¡Clases de baile! —Marcos la invitaba a bailar—. Baila de nuevo conmigo para que puedas decirme si soy o no un buen bailarín. Te reíste de mí aquella vez en la discoteca y te fuiste a bailar por tu cuenta. tenía que probarte que no mentía cuando dije que podía ser un buen bailarín.

—¿Y solo por eso tomaste clases? —Lo miró con dulzura, mientras aceptaba la invitación y se dejaba perder nuevamente entre los brazos del joven.

—Lo hice por ti —le susurró al oído—. Quería ser lo suficientemente bueno para ti.

—Eres demasiado bueno para mí. —Irenne ciñó más su abrazo.

—Tú eres mi vida, Irenne. ¿Lo comprendes? Sin ti me siento perdido, sin dirección. Estos días que he estado lejos de ti me han parecido una eternidad. —Hundió sus manos entre los cabellos rubios de su amada—. No puedes decir que no me quieres, ni yo puedo renunciar a ti tan fácilmente. Dame la oportunidad. Una nada más. No te la niegues a ti misma ni tampoco a mí. Dime al menos que lo pensarás. ¿Verdad que sí lo harás? —suplicó el joven.

Y se la habría dado sin duda. Irenne lo habría hecho si no se hubiera dejado derrotar por eso que muchos llaman «destino».

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