13. Agua y aceite

Vermont, 1971.

La familia Riveira se preparaba para pasar la navidad en casa de los padres de Luis, como cada invierno. Estarían allá hasta la primera semana de enero, cuando se festejaba el cumpleaños de Isabel.

Ya empezaban a caer las primeras heladas. Los árboles y los pórticos de las casas se cubrían de escarcha.

Irenne miraba a través de la ventana. Odiaba el invierno porque le impedía hacer lo que más amaba: disfrutar del sol del verano y bailar bajo la lluvia vespertina que refrescaba el ambiente.

—Irenne, nos iremos en una hora —dijo Isabel y se dio la vuelta.

«Gracias por avisar.»

El viaje hacia Stowe tomó cerca de tres horas de carretera.

Esa sería la primera vez que los padres de Luis verían a Irenne. Ella quería dar una buena impresión, pero estaba consciente de que no era buena para eso. La gente debía tratarla en más de una ocasión para que pudieran simpatizar. Ella era imprudente, siempre lo sería, y a muchas personas no les gustaba eso.

Sus dientes empezaron a castañear en cuanto puso los pies en la nieve. Se estremeció y limpió su nariz goteante con el dorso de la mano a pesar de que por primera vez había decidido estudiar todos sus movimientos para causar buena impresión. En primer lugar, pensaría hasta tres veces antes de atreverse a hablar. No quería hacer que Luis pasara un mal rato por su culpa o hacerlo sentir avergonzado. Era solo por él que trataría de mostrarse como una señorita de alta sociedad.

Los señores Riveira ya los esperaban en la entrada de la casa. Aparentaban tener cerca de sesenta años. Aún lucían fuertes y vigorosos. tenían una apariencia sencilla y un gesto amable.

—Hola, mamá, papá. —Saludó Luis con un abrazo. Tenía los ojos y la nariz de su padre—. ¡Qué gusto verlos! Hace ya tanto tiempo que no venía a la finca...

—Eso es porque tú quieres —bromeó la señora Riveira—. Siempre mandas a Isabel con tu chofer. ¡Ni siquiera te dignas a venir tan solo para cerciorarte de que aún estamos vivos!

—¡Pero si están tan fuertes como robles! —se defendió.

—Esa no es justificación. ¡Eres un mal hijo, Luis!

—Sí, madre. tienes razón. —Luis mostró arrepentimiento—. Trataré de visitarlos más seguido.

—¡Ya, ya! —terció el padre, un hombre de piel muy blanca y cabello ralo, casi inexistente en la coronilla—. No le hagas caso a esta señora consentida. Solo te está gastando una broma.

—Buenos días, abuelo, abuela —saludó Isabel. En seguida, plantó un delicado beso en la mejilla de ambos.

—Buenos días... —dijo Irenne quedamente, e hizo una pequeña reverencia.

—¡Por todos los cielos! —exclamó Saúl Riveira—. ¿Esta es la pequeña de la que nos hablaste? ¡Por Dios! ¡Si yo creí que se trataba de una niña! ¡Pero si es una linda jovencita!

—¡Se lo agradezco, señor! —Irenne elevó la voz una octava—. ¡Usted sí que es muy observador!

Ahí quedaron todos los propósitos de la joven recién llegada. Isabel puso los ojos en blanco. El abuelo se quedó pasmado por un momento, pero luego soltó una carcajada. Su estómago se movía de arriba abajo sin cesar. Esto le resultó muy gracioso a Irenne.

—¡Vaya, vaya! Buena elección, ¿eh? —Con este comentario coronó el señor Riveira la presentación.

—¡Entremos! Si seguimos aquí nos vamos a congelar. —Invitó la abuela, dando una suave palmada en la espalda de su hijo.

Durante la comida Irenne se dio cuenta de que los señores Riveira no eran unos ogros como imaginó. Al contrario, eran sencillos, y Luis su fiel reflejo, tan educado y fino, desprovisto de esa prepotencia de Estela e Isabel, para quienes las reglas de etiqueta eran lo más importante de la vida.

La noche buena y la navidad llegaron como algo nuevo en la vida de Irenne. Era la primera vez que recibía tantos y tan costosos regalos. En el colegio de monjas esos festejos pasaban inadvertidos. La institución permanecía en completa oscuridad mientras, afuera, los focos multicolores daban brillo y un aspecto alegre a las calles.

Cuando la madre de la jovencita vivía se esforzaba todos los años por conseguir un árbol natural. Siempre la llevaba consigo para que ella misma pudiera elegir el que más le gustaba. Con todos sus esfuerzos y trabajos extra, su madre era capaz de darle ese gusto a su única hija.

Solían acomodar los adornos al lado de la chimenea de su habitación. Hermes, el jardinero, y Celia, la cocinera, siempre estaban ahí para ayudar a colocar los adornos del siempre frondoso árbol. Lo más divertido era cuando Irenne ponía la estrella en la punta. Hermes la alzaba hasta el punto en que pudiera hacerlo con sus diminutas manos. Entonces, un sonoro aplauso retumbaba en la casa. A la mañana siguiente, sin falta, había tres regalos al pie del árbol. De parte de Hermes, alguna figurilla de madera tallada, y de Celia, calcetines y zapatos. Su madre se encargó de obsequiarle, hasta el día de su muerte, una muñeca de trapo hecha con sus propias manos.

Pero la última navidad le dio un regalo diferente. Era una diminuta envoltura de color cobrizo. Con curiosidad, Irenne rasgó el papel y encontró una cajita de madera de caoba. Dentro, había una cruz de plata que pendía de una fina cadena; el centro estaba adornado con una pequeña paloma en relieve.

—Es el Espíritu Santo —dijo Sarah mientras le sonreía a la niña que la miraba atónita—. Es como tu conciencia —prosiguió—. Él te dice lo que es bueno y malo para ti. Deberás escucharlo siempre. Porque ése es el espíritu de Dios.

Irenne se sintió llena de dicha al recibir aquel objeto. Después de abrazar a su madre, destrabó el broche de la cadena y la colocó rápidamente alrededor de su cuello. Corrió entonces a mirarse en el pequeño y sucio espejo. Era el mejor regalo que le habían dado en toda su vida.

—¿Te costó mucho, mamita? —Quiso saber.

—La verdad no. Me lo dio mi madre antes de morir. Dijo que esa cadena me recordaría que siempre estaría a mi lado, cuidándome. Y así lo creí siempre.

—¿Entonces por qué me lo das? ¿Morirás como la abuela?

Sarah bajó un poco la mirada. Calló por unos segundos. Luego miró tiernamente a su hija.

—No se trata de eso. Solo quiero que sepas que, sin importar lo que pase, siempre estaré contigo.

Sarah ya sabía que su muerte estaba cercana. El médico le había dicho que no se podía hacer nada por ella; además, no contaba con recursos suficientes para someterse a un tratamiento que la ayudara a elevar su calidad de vida.

Después de sufrir una tremenda agonía, que a Irenne le pareció injusta, Sarah rápidamente se consumió.

Con el paso del tiempo la niña empezó a olvidar a su madre. El remplazo de la figura materna fueron la madre Rita y Celia. Ellas se ocuparon de cuidar y hacer sonreír a la criatura.

Por eso, Irenne no pudo evitar acariciar su crucifijo cuando terminó de abrir los magníficos regalos que sus protectores le habían obsequiado.

Pensó que su madre estaría contenta de ver cómo la vida le empezaba a sonreír.

❀𖡼⊱✿⊰𖡼❀

Era la mañana del primero de enero. Luis animó a las jovencitas a que fueran a patinar en la pista de hielo, que no era otra que el lago congelado. A Irenne le encantó la idea, pero Isabel se mostró renuente. No le gustaba patinar, mucho menos sobre hielo, ni convivir con Irenne, con quien mantenía una buena distancia. Accedió a regañadientes. El lago no estaba lejos de la finca, apenas un cuarto de hora caminando. Se toparon con algunos niños que cargaban sus patines, dispuestos a divertirse. La idea de Luis era dejar a las dos jovencitas en la pista y volver a casa. Las recogería una hora más tarde.

Mientras Irenne se ajustaba los patines, la mirada de Isabel se perdía con temor en el lago. No había más de diez o quince niños en total.

—¡No te preocupes! —gritó Irenne—. ¡Es seguro! ¡Hasta una esnob como tú puede hacerlo!

—¡No tengo miedo! —contestó Isabel, molesta pero contenida—. Es sólo que no me gusta patinar.

—Yo diría que tienes miedo —se buró la otra.

—¡Claro que no! ¡Y por supuesto que hasta patinando soy mucho mejor que tú! —Se vengó Isabel. Luego se deslizó lentamente hacia el centro de la pista.

—¡Eso lo veremos! —Irenne se puso de pie, con intención de seguirla.

«¿Y a eso le llama patinar?». Los movimientos torpes de Isabel hacían reír a Irenne. Con ánimo de fastidiarla un poco, se acercó a ella y empezó a patinar alrededor de ella.

—¿Segura que sabes patinar? -
—repitió Irenne—. Yo puedo enseñarte. ¡En verdad!

—¡Déjame en paz! ¡Impertinente! —contestó Isabel.

Patinó hacia el fondo del lago para alejarse de la molesta joven. Sabía perfectamente que las capas de hielo en esa zona eran delgadas y que era su obligación estar atenta ante cualquier grieta o cambio de color en la superficie, pero no le importó eso ni las señales de precaución que impedían el paso.

El grito desesperado de un hombre retumbó:

—¡No vayas para allá! ¡Te caerás!

Isabel se detuvo para emprender el regreso, pero ya era muy tarde. Sintió con horror que el hielo empezaba a resquebrajarse.

En un segundo, se encontró con la mitad de su cuerpo sumergida, aferrándose inútilmente a la superficie. Estaba tan lejos que sus gritos se perdían en el viento.

—¡Haga algo! —gritó Irenne. Se escuchó un chillido general. Todos los chiquillos empezaron a abandonar la pista.

—¡No puedo! —dijo el hombre—. ¡Soy demasiado pesado! Romperé el hielo antes de llegar—. ¡Iré por ayuda! —añadió, y desapareció en un instante.

Irenne sintió odiar al hombre con toda su alma, pues representaba su única esperanza. Armada de valor, caminó muy despacio hacia donde estaba Isabel. Asida a una de las capas de hielo que aún estaba firme, estudió con rapidez por dónde podía acercarse sin que el hielo colapsara, y encontró un camino que parecía lo suficientemente fuerte para soportarla por unos minutos.

Isabel sintió una mano sujetando su brazo derecho, y una voz que gritaba:

—¡No te preocupes Isabel! ¡Yo te sacaré!

Pero el resentimiento explotó:

—¡No! —chilló—. ¡Prefiero morir aquí a estar en deuda contigo por el resto de mi vida!

—¡No seas ridícula! ¡No puedes ser arrogante ahora!

—¡Déjame! Yo saldré sola. ¡No quiero deberte mi vida!

—Pero si no voy a cobrarte el favor. —Irenne soltó una risotada. Sabía que se trataba sólo de un berrinche, y que el hielo era bastante seguro para permitirse unas bromas más—. En todo caso, lo único que te pediría es que te disculparas conmigo por la forma en la que me insultaste aquella tarde en el cine.

—¡Jamás me disculparé contigo! —Isabel soltó su mano.

—¡Como quieras! —Irenne simuló la retirada.

En efecto, logró que la otra entrara en pánico.

—¡Espera! ¡Espera!

Irenne regresó y se puso en cuclillas:

—Ajá...

—¡Está bien! ¡Está bien! Yo...

—...¿Te disculparás? —interrumpió Irenne.

Pero Isabel lo pensó un momento...

—¡No! ¡No lo haré!

—¡Está bien! —Irenne frunciendo el ceño, se puso de pie y se deslizó lentamente hacia el otro extremo. Veía de reojo a Isabel impulsándose y alcanzando con dificultad la superficie.

—Orgullosa... —murmuró, y siguió camino, segura de que ya se encontraba fuera de peligro. Pero en un segundo, otro trozo de hielo se quebró. Ante los ojos de Irenne, Isabel se sumergió en el agua bruscamente.

Reuniendo fuerzas de donde pudo y con lentos movimientos, Irenne sacó la mitad del cuerpo de Isabel, quien en aparente estado de inconsciencia ya no pronunciaba palabra. Aquella hizo un esfuerzo sobrehumano y logró sacarla por completo, arrastrándola de la ropa hacia una zona lo suficientemente resistente para soportarlas a ambas. Se recostó. En seguida, Isabel se incorporó después de unos minutos e intentó sentarse. Tosió mientras se despejaba el cabello de la frente.

—¡Eso fue muy cansado para mí! —Alcanzó a decir Irenne—. ¿Te encuentras bien? Deberíamos ir a casa para que un médico te revise. Puede darte hipotremia.

—Hipotermia —corrigió Isabel.

—¡Bueno, creo que te encuentras bien! —concluyó la otra y la miró de soslayo.

—Te dije que te fueras. ¿Por qué lo hiciste? —Inclinó la cabeza apenada.

—Porque aunque seas tan desagradable... —Irenne miró al cielo— ...creo que aun así extrañaría tu actitud déspota y tu mirada prepotente.

—Gracias —contestó Isabel sinceramente.

—No me des las gracias. ¡Cualquiera lo habría hecho!

—No cualquiera —la contradijo—. Solo tú viniste a ayudarme. Los demás corrieron como si el lugar fuera a explotar.

—Está bien. Está bien. —Irenne se puso de pie. Extendió la mano invitándola a levantarse.

Isabel se perdió en la mirada esmeralda.

—Lo siento —dijo finalmente—. Siento haber dicho que eras una sucia vulgar pueblerina.

La disculpa dibujó una tierna sonrisa en el rostro de Irenne. Si hubiera escuchado esas palabras antes de los seis meses transcurridos, probablemente habría sentido ganada la batalla contra la chica orgullosa y prepotente. Se lo habría restregado en el rostro. Pero sus disculpas parecían sinceras. Sintió en su corazón que, muy a su pesar, ya apreciaba a la joven y la consideraba parte esencial de su vida.

—Yo también lamento haber dicho que eras una bruja antipática y que nadie te quería.

—Bueno —dijo Isabel mientras aceptaba la mano de Irenne y se ponía de pie—, pues no estabas tan equivocada al emplear esas palabras —dijo sonriendo.

—¡Ni tú tampoco al referirte a mí de esa manera! —Irenne le devolvió la sonrisa.

Ambas rieron a carcajadas.

Las chicas caminaron del brazo de regreso a casa. En ese momento, las jóvenes sintieron, cada una a su manera, un calor especial en su corazón. Sabían que había nacido entre ellas una amistad y que un vínculo inseparable siempre las uniría sin importar nada.

Agua y aceite, después de todo, al parecer, podían llevarse bien.

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