11. Tregua

Vermont, 1971.

Irenne se preparaba apresuradamente para su primer día en un colegio muy diferente de aquel donde había estudiado toda su vida.

A pesar de ser huérfana, la vida le sonreía como a Jane eyre. Había conocido a su Mr. Rochester y estaba instalada en la mansión Riveira, su Thornfield Hall.

Vistió el uniforme, ajustó la corbata azul marino, se colocó las calcetas blancas reglamentarias, y con una graciosa cinta amarilla recogió sus rebeldes cabellos. No tenía tiempo para un peinado más estilizado. Afuera, el chofer ya las esperaba.

Isabel salió de su cuarto luciendo impecable como siempre. Sus cabellos sedosos puestos en riguroso orden, su calzado cuidadosamente lustrado y su mirada arrogante hacían un juego perfecto.

—¡Ya es tarde, niñas! —gritó suavemente Estela desde el piso de abajo.

—Yo estoy a tiempo —dijo Isabel mientras bajaba la escalera.

No había terminado aún de poner el pie en el último escalón cuando escuchó que la rubia salía como bólido de su habitación. Bajó a pasos agigantados y, cuando por fin aterrizó en la estancia, dijo, arreglando sus cabellos:

—¡Yo también estoy a tiempo!

—Irenne, no puedes correr de esa manera salvaje en esta casa —reprochó Estela—. Recuerda que ya no vives más en el colegio. ¡Dios mío! —dijo la mujer llevándose una mano a la cabeza—. ¡Qué mal te educaron esas monjas!

—¡Lo recordaré! —La rubia se encogió de hombros y le obsequió una sonrisa.

—Nunca aprenderá —terció Isabel—. Todos se reirán de ella.

—¡Eso tú no puedes saberlo! —farfulló Irenne, encaminándose a la salida.

—Como sea... —La altiva jovencita se encogió de hombros.

El adaptarse a una escuela de niñas ricas fue difícil para Irenne. Aún no comprendía por qué todas se veían iguales. Eran tan serias, tan aburridas. En su anterior colegio tenía un par de amigas con las que solía jugar en los recreos, pero las chicas con las que ahora estudiaba sólo platicaban de moda y de chicos. Ella se sentía todavía como una niña. Lo único que quería hacer era mascar chicle, trepar a los árboles, perseguir ardillas y bailar al ritmo de los Rolling Stones.

En la clase la presentaron como si fuera prima de Isabel. Le asignaron un asiento a su lado. Nada podría ser peor.

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Con la charola de su almuerzo en las manos, Irenne echó una mirada periférica tratando de encontrar un lugar donde sentarse. Vio que, excepto uno, todos los asientos estaban ocupados. Para su asombro, descubrió que la solitaria chica que estaba ahí sentada era Isabel. Sonrió con malicia y se dirigió hacia ella.

Se sentó sin pedir permiso, ante la mueca de fastidio de la otra. Empezó a acomodar su comida, sacó el pan de la charola, lo partió en tres partes e inmediatamente juntó la manos, agachó la cabeza y cerró los ojos.

—¿Qué crees que haces? —preguntó Isabel molesta.

La chica abrió un ojo y respondió:

—Rezo. ¿Qué más? ¿Te importa?

—¿Y para eso tienes que hacer tanto escándalo?

—Las monjas me enseñaron que ésta es la manera correcta de rezar.

—¡Eso es tan ridículo...!

—Querido Dios —dijo Irenne cerrando los ojos y subiendo el
volumen de su voz—. Gracias por los alimentos que tengo en mi mesa. Bendice a los que no tienen que comer. Bendice a la madre Rita, al señor Luis y a su esposa y, si te queda tiempo, también puedes bendecir a Isabel... solo... si no tienes otra cosa mejor que hacer. ¡Amén!

A continuación le dio una mordida feroz al pan.

—Qué graciosa —dijo Isabel torciendo la boca.

—No lo dije para que te rieras —contestó Irenne, despreocupada—. Además, deberías agradecerme que estoy aquí contigo.

—Preferiría estar sola —masculló aquélla.

—Ya me doy cuenta de eso. ¿Por qué eres la única en toda —enfatizó— la escuela que se sienta sola?

—Porque me gusta. —Isabel ya se oía molesta.

—Ya veo... —dijo Irenne y sorbió la sopa.

—¿Tienes que hacer tanto ruido? —preguntó Isabel incómoda.

—¿Y tú tienes que ser tan desagradable? —Se defendió la rubia.

Isabel se levantó, recogió su charola y dejó que la otra terminara sus alimentos en soledad.

«Como lo imaginé: ¡No tienes ni un amigo!»

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En los días subsecuentes, Irenne se empeñó en perseguir a Isabel. A veces tan sólo para molestarla. La seguía a la biblioteca, por los pasillos, al comedor, adondequiera que fuera. Se percató de que, en efecto, siempre se encontraba sola. No le costó trabajo darse cuenta de que la mayoría de las chicas murmuraban acerca de Isabel. Decían que era la chica más desagradable del planeta, siempre dándose sus aires de grandeza. Nadie la quería, y el hecho de que a ella pareciera no importarle, la hacía parecer aún más déspota de lo que ya era. No supo si alegrarse o sentir lástima.

Al llegar a casa, Isabel simplemente corría a encerrarse a su cuarto y no salía de ahí hasta que su madre la llamaba a cenar. Luis regresaba a casa sólo para darse cuenta de que las cosas entre Irenne e Isabel seguían igual.

—Lograrán entenderse. Dales tiempo —le repetía a su afligida esposa.

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—¿Qué haces? —preguntó Irenne una tarde, mientras entraba sin tocar al cuarto de Isabel.

—¡Qué te importa! —gritó la otra poniéndose de pie—. ¡Lárgate de mi cuarto!

—Mmm... no lo haré. Primero dime qué haces. La rubia se paseó con descaro alrededor de la habitación, fastidiando a la otra con su desenfado.

—¡Vete ahora mismo!

—¡Oh! —exclamó Irenne, deteniendo sus pasos saltarines en el escritorio rústico de Isabel—. ¿Dibujas?

La chica no contestó.

Sobre la mesilla se encontraba un dibujo a lápiz aún sin terminar. Se trataba de un jinete en su caballo saltando un obstáculo. Estaba muy bien trazado, aunque aún incompleto, Irenne exclamó sorprendida y sin pensarlo:

—¡Oh! ¡Qué bonito! ¡No sabía que dibujaras!

—¡Vete de aquí! —Insistió Isabel señalando la puerta.

—Debo reconocer que, aunque no te soporto, creo que tienes talento —dijo Irenne sonriendo—. ¿Es para ti? ¿O se lo vas a regalar a alguien?

Por un momento, la joven sintió que su ira la abandonaba.

—Es para mi papá —respondió—. A él le gustan los caballos.

—¿En verdad? —dijo Irenne y tomó entre sus manos el dibujo—. ¡No lo sabía!

—¡No lo toques! —chilló Isabel y le dio un manotazo. El dibujo cayó al suelo.

—¡Hey! —gritó Irenne—. ¿Por qué me pegas?

—¡No respetas las cosas que no son tuyas! —Se encendió Isabel—. ¡Entras a mi cuarto sin permiso y tocas mis cosas! ¡Te dije que te largaras, estúpida pueblerina!

—¿Pueblerina yo?

Ahora era Irenne quien se sentía enardecer.

—¡Retira tus palabras! —exigió.

—¡No lo haré! ¡Pue-ble-ri-na!

—¡Te doy una última oportunidad, chiquilla malcriada! —sentenció Irenne—. ¡Retíralas!

—¡No! ¡Pueblerina! —repitió imprimiendo gran énfasis.

Esto fue suficiente para que la otra enredara sus manos en el sedoso cabello de Isabel y la tirara al suelo.

—¡Entonces, mira lo que esta pueblerina te va a hacer! —chilló Irenne montada ya encima de Isabel.

—¡Déjame! —gimió Isabel tratando de esquivar las bofetadas.

Los gritos llamaron la atención de todos.

—¡Dios mío! —gritó Estela, que estaba de pie en el marco de la puerta—. ¡Haz algo, Luis!

El padre de Isabel se apresuró a separarlas.

—¡Te dije que estas niñas nunca se iban a llevar bien! —exclamó Estela a punto del desmayo.

Luis rió internamente, pero trató de parecer serio ante los ojos de las jovencitas.

—¿Qué fue lo que paso aquí? —preguntó enronqueciendo la voz.

Ambas empezaron a exponer sus razones gritando al mismo tiempo, haciendo aspavientos, señalándose la una a la otra. Con el parloteo, Luis no lograba entender nada de lo que decían, pero en su interior disfrutaba de aquella escena. Ahí estaba su querida hija Isabel, con el pelo alborotado, el vestido desarreglado y su rostro encendido. Llena de arañazos por todos lados. Nunca la había visto discutir tan apasionadamente.

«Esto será muy bueno para ti», pensaba el padre, y le costaba trabajo no dibujar una sonrisa en su rostro.

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Los días transcurrían y las jovencitas permanecían en la misma actitud de odio. No se hablaban ni siquiera para pedir la sal o las servilletas a la hora de la cena. Isabel no perdía la costumbre de agredir de vez en cuando a la rubia con sus comentarios, pero esta ya estaba tan acostumbrada que cada día se volvía más experta en la manera de contestarle. Isabel pulía el sarcasmo de Irenne con cada agresión.

No obstante, en más de una ocasión Irenne sintió que extrañaba a Isabel cuando se iba a pasar el fin de semana con sus abuelos, y en otras tantas Isabel salía de su habitación para dirigirse a la de Irenne tan solo con la intención de ver qué estaba haciendo. A veces se detenía a medio camino preguntándose por qué razón lo hacía. Entonces regresaba de inmediato.

Un día Isabel se encontraba sentada en el jardín trasero de la escuela. Estaba sacando unos libros de su mochila cuando de pronto escuchó una voz chillona que le sonó extremadamente conocida.

—¡Hola, Isabel! —Era la pelirroja de la clase.

Ella no contestó.

—¡Tan arrogante como siempre! —Se oyó una risa.

—¿Sabes? —dijo la primera que habló—. Hemos querido ser amables contigo. Tratamos de saludarte correctamente e incluso en gimnasia hemos querido incluirte en nuestro equipo...

—¡Pero tú eres tan desagradable! ¡Ni siquiera te has dignado a contestarnos! —dijo la joven que había reído antes. Su nariz era larga y puntiaguda.

Isabel empezó a hojear en silencio su libro de historia. No tenía intención alguna de responderles.

—¿Es qué no nos vas a responder? —preguntó la pelirroja poniendo los brazos en jarras.

—No me interesa su amistad. —Miró a la pecosa de manera claramente despectiva.

—¡Has ido demasiado lejos, maldita esnob! —aulló aquélla y le arrebató la mochila.

Isabel trató de no perder la calma. Se puso de pie.

—Michelle, regrésame mis útiles.

—¡Vaya! Por fin me llamas por mi nombre, ¡arrogante idiota! ¡No te regresaré nada! ¡Deténla, Aura! Haremos que esta orgullosa se arrepienta de todos los malos ratos que nos ha hecho pasar.

La joven larguirucha la sujetó fuertemente.

—Empezaremos por Historia —dijo la pelirroja, arrancando las hojas del cuaderno.

—¡No, por favor ,para! —gimió Isabel.

—¿Ahora sí te dignas a mirarme? ¡Pues ya es demasiado tarde!

—¡Sigue con Matemáticas! —La apremió Aura.

Irenne, que se encontraba también en el traspatio disfrutando una paleta al son de «Brown Sugar», escuchó los ruidos inusuales. Cuando se dio cuenta de que Isabel estaba teniendo problemas, se detuvo por un momento a observar la escena.

«Por fin alguien que la pone en su lugar», se alegró y siguió su alegre caminata.

No dio muchos pasos antes de que su conciencia la reconviniera. Pudo escuchar dentro de sí la voz de la madre Rita diciéndole que ésa no era la manera correcta de actuar y que Dios estaría muy avergonzado de ella. Entonces desanduvo el camino en dirección a las chicas.

—¡Está bien! ¡De acuerdo! —exclamó al cielo cerrando los puños—. ¡Pero me voy a odiar bastante por lo que voy a hacer!

La pelirroja ya había hecho trizas el segundo cuaderno de Isabel cuando Irenne hizo su aparición en el lugar.

—¿Qué las trae por aquí, chicas? —preguntó mientras se acercaba a ellas. Ambas la miraron con incredulidad.

—¡Eso a ti no te incumbe! —Reaccionó Michelle.

Isabel pareció mirar con ojos de súplica a la rubia.

—¡Yo creo que sí! Verás, yo me dirigía hacia acá porque pensaba tomar una siesta, pero ya que las veo aquí reunidas, quisiera preguntarles si van a demorar en irse. Tengo mucho sueño, ¿sabes?

—¡Vete de aquí, payaso! —gritó Aura.

—¿Payaso?

—¡Sí, tienes la boca y la nariz roja como un payaso! ¿Acaso no sabes cómo se come un dulce?

—¡Ah, ya veo! —dijo Irenne indiferente, dándole otra lamida a su paleta—. Bueno, yo puedo dejar de ser un payaso si me lavo, pero yo no creo que tú puedas hacer mucho para arreglar esa narizota.

—¡¿Cómo te atreves?! —chilló Aura.

—¡Déjala, Aura! —gritó Michelle—. ¡Ya le daremos también a ella su merecido! ¡Terminemos con esto! —Sacó una hoja de una de las carpetas de Isabel—. Esto es realmente de lo que me quiero deshacer —mostró el dibujo del jinete que con tanto cuidado había elaborado Isabel.

Irenne palideció. Al parecer la pelirroja había estado acechando a Isabel.

—¡No hagas eso! —suplicó Isabel, tratando de zafarse de los brazos de Aura.

Michelle partió por la mitad el papel, y éste cayó lentamente al suelo ante los ojos atónitos de Isabel. Irenne se abalanzó sobre aquélla. La otra chica soltó a Isabel para ayudar a su amiga, pero ésta tenía bastante experiencia en las peleas. Había pasado la mayor parte de su infancia comportándose como si fuese un chico, así que aquellas ricachonas no serían un problema para ella. Las abofeteó, pisoteó y arañó como si fuera una auténtica pandillera. Isabel no podía creer que una chica tan delgada pudiera tener tanta fuerza.

—¡Esto no se quedara así! —gritó la pelirroja al tiempo que huía del lugar llevándose a Aura consigo.

Irenne se sacudió el polvo y trató de arreglar su cabello. tenía solo algunos rasguños y el uniforme desarreglado.

—¡Esas idiotas! —masculló—. ¡Por su culpa tuve que tirar mi dulce!

Isabel la miró sorprendida. Quiso agradecerle, pero las palabras se estrellaron en sus dientes. Se puso de cuclillas y recogió los restos de su dibujo. La tristeza nubló sus ojos.

—Oye... —susurró Irenne— ...podemos pegarlo. No creo que a tu papá le importe...

Pero Isabel sólo guardó el dibujo junto con los restos de sus cuadernos, se puso la mochila al hombro y se fue sin decir una palabra.

—¡Bueno, Madre Rita! —gritó Irenne a todo pulmón—. ¡Hice lo que Jesús hubiera hecho por mí! ¡Espero que esté contenta!

Ciertamente, Jesús nunca se habría peleado de esa manera. Pero la buena intención estuvo todo el tiempo en su corazón.

Irenne era más que una niña alegre y traviesa. Era una persona justa con grandes sueños y expectativas en la vida.

Su madre y las monjas del colegio donde se había criado le habían enseñado valores morales como el amor a su prójimo, la benevolencia y la humildad. Ella recordaba las enseñanzas que su madre le transmitía del evangelio de Jesucristo: «Si tienes dos camisas, regala una», «A quien robe tu camisa, regálale también tu capa» o «Si alguien te golpea en una mejilla, voltéale también la otra». La habían acompañado toda la vida, aunque no estuviera de acuerdo en todo. Si alguien te golpeaba en una mejilla, tú debías de golpearlo también, si no se aprovecharía de ti el resto de tu vida; si alguien te robaba tu camisa, definitivamente no tendrías por que darle también tu capa. Existían cosas en las que ella nunca creería y, por lo tanto, jamás practicaría.

Pero si encontraba una paloma herida, la cuidaría hasta que sanara. Si veía un cachorro perdido, lo llevaría de vuelta con su madre. Si veía a dos chicas más grandes y más fuertes abusar de una débil, por sentido de justicia, ayudaría a la que se encontraba en desventaja, no porque sintiera afecto hacia ella. Simplemente, porque no era una pelea honesta.

Más allá de aquellas interminables tardes en las que la madre Rita la hacía leer y releer capítulos del evangelio de San Juan o los sermones que escuchaba del viejo párroco cada domingo en la iglesia del colegio, la joven había logrado desarrollar su propia fe. Finalmente, sabía lo que era correcto. Sus creencias se basaban en parte en lo aprendido y en parte en lo vivido.

De pequeña, no renegaba por tener que vivir la vida que llevaba. No lamentaba el hecho de ser sumamente pobre, de no saber quién era su padre. Aunque sufrió viendo agonizar a su madre y dándole el último adiós cuando la sepultaban, nunca culpó a Dios ni a nadie por eso. Siempre trató de ser valiente y de poner una sonrisa en su rostro, porque intuía que para ella el futuro sería diferente, y siempre confió en su sueño de que iba a gozar de cosas lindas porque a su corta edad ya había sufrido demasiado.

Cuando escapaba a la ciudad y veía a las hijas de familias ricas bajando de elegantes automóviles con sus costosos atuendos, pensaba que ella merecía igual vida. «Algún día». Entonces se sacudía la tristeza. Sabía que era bella, aunque no gustara de maquillarse o pasara incontables horas mirándose al espejo. Se lo había dicho su madre, se lo habían dicho los chicos con los que se topaba a veces en la ciudad. Incluso los hombres mayores en ocasiones la seguían con la mirada y le hacían algún cumplido. Por más desarreglada que pudiera estar. Confiar en la belleza y el carisma para salir de la pobreza era una opción. Un día no muy lejano encontraría un príncipe que la llevaría a vivir a su palacio y la colmaría de todas las riquezas que merecía.

No ocurrió eso pero su vida cambió inesperadamente cuando esa tarde de verano se topó con Luis Riveira. El hombre se había enamorado de ella tanto como para llevarla a vivir a su propia casa, sin importarle las objeciones de su hija ni las de su propia esposa. No buscó ese encuentro ni se imaginó que se convertiría en la protegida de una familia rica, pero cuando la fortuna tocó su puerta, no se negó. Pensó que se lo merecía. Eso y muchas cosas más.

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El otoño estaba por terminar. Desde el percance del dibujo Isabel cesó de agredir a Irenne. Nunca le dio las gracias, pero parecía que su manera de agradecerle era haciendo una tregua silenciosa entre las dos. Y la sorprendió una vez más cuando dejó sobre su cama el dibujo del jinete unido con una cinta adhesiva. Esbozó una pequeña sonrisa y guardó el papel en uno de los cajoncillos de la cama. Nunca se lo entregó a su padre. Siempre lo guardaría para recordar a Irenne defendiéndola del par de grandulonas, que, por cierto, desde entonces la habían dejado en paz.

Irenne, por su parte, continuaba adaptándose a su nueva vida. Estela era cariñosa con ella en la medida en la que se lo permitiera su carácter rígido y reservado. Insistía en que la chica debía tomar clases de modales. trataba de enseñarle, pero la rubia siempre terminaba colmando su paciencia. No podía lograr que caminara con un poco de gracia ni que dejara de gritar cuando necesitara algo, o que simplemente no atravesara el brazo sobre la mesa durante la cena para alcanzar la sal.

Luis gozaba de una felicidad como nunca antes. Cuando llegaba a casa, se alegraba de ver a su familia: a su hija Isabel, menos arrogante y mucho más sensible que antes; a Estela, quien lo hacía sonreír y nunca dejaría de ser la esposa fiel, comprensiva y amorosa con la que él se había desposado quince años atrás, y ella, la chiquilla que había conquistado su corazón desde el instante en que miró aquella tarde sus increíbles ojos color esmeralda.

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Un día, Irenne recogía los útiles de su pupitre, feliz porque pronto terminarían las clases. La navidad se acercaba. Aunque no le gustara el invierno, era la época más dichosa para ella, porque recordaba su infancia al lado de su querida madre. En ese momento escuchó a tres de sus compañeras hablando de los festejos familiares y tratando de elegir en cuál casa se reunirían para preparar una cena y realizar un intercambio de regalos. Reían eufóricas a ratos, haciendo planes para llevar la música, los arreglos y la comida. A Irenne se le ocurrió que sería buena idea preguntar si ella también podía asistir; después de todo, estaban en el mismo grupo. Además, como amaba las fiestas y sabía cocinar deliciosos postres, tal vez podría ofrecerse en cocinar un delicioso pastel para ellas.

—¿Cuándo piensan hacer la cena? —Se atrevió a preguntar.

Las tres dejaron de hablar y voltearon a ver a la rubia que acababa de colarse en la plática con impertinencia. Una de ellas comenzó a reír, y otra se animó a decir:

—¿Te importa acaso? No estás invitada. —Soltó una risilla.

Irenne no podía comprender por qué seguían tratándola con tal desprecio? En realidad la tenía sin cuidado, pues había logrado hacer amistad con otros dos compañeros que eran amables con ella. Solían ir de compras o al cine. Sin embargo, creyó que sería buena idea tener más amistades. Pero al ver que las chicas se burlaban, nuevamente le dieron ganas de abalanzarse sobre ellas. Lo meditó. Aquella vez había sido amonestada por el director de la escuela. Sabía que si la sorprendían nuevamente participando en un riña, sería expulsada. No quería causarle una molestia a Luis ni a su esposa. Así que se tragó su coraje.

—¡No te invitaríamos nunca! —intervino otra chica de cabellos negros recogidos en una coleta.

—¿Y por qué no? —preguntó Irenne, desafiante—. ¿Qué hay de malo conmigo?

—Nosotras no nos juntamos con pobres huérfanas. Tú nunca serás como nosotras.

—¡Gracias a Dios nunca seré como ustedes! —Se burló Irenne.

—¡He oído decir que te recogieron por caridad las monjas y que ahora vives con la familia Riveira. ¡Ni siquiera llevas el apellido de ellos! Nadie cree que eres prima de Isabel. ¡Tú eres solamente una recogida!

Por primera vez en su vida Irenne se quedó sin argumentos para defenderse. Permaneció de pie, sintiendo cómo la ira hacía que sus puños se tensaran. Era verdad, ella no llevaba ni llevaría nunca el apellido Riveira. Pero le dolió más la manera como la joven se había referido a ella: huérfana... recogida. Sus ojos se llenaron de lágrimas y tan sólo pensó en salir corriendo. De pronto escuchó una voz a unos cuantos pasos de distancia.

—Ella no es una recogida —acotó Isabel mientras se encaraba con el trío venenoso—. Su madre era prima de mi padre. Ella vivía en Europa, y al morir nos pidió que cuidáramos de su hija. Irenne en realidad es mi prima —concluyó contundente.

—¡No te creo! —respondió una de ellas.

Isabel sonrió maliciosamente.

—No te estoy pidiendo que me creas —dijo dirigiéndose directamente a ella—. Yo sólo digo la verdad. Y tú deberías tener más cuidado cuando te refieras a alguien como «recogida». Que no se te olvide que la familia con la que vives ahora te adoptó por caridad.
—Dejó escapar una malévola risilla.

Las palabras se clavaron como agujas en el corazón de la chica. Estalló en llanto y salió furiosa del salón de clases, aventando los pupitres que se le atravesaban en el camino.

Las otras dos amigas corrieron tras de ella para consolarla.

—¡En realidad eres perversa! —gritó la joven de cabellos negros mientras salían.

Ahora era Irenne quien miraba con incredulidad el rostro sereno y frío de Isabel. ¿En realidad ella la había defendido de esas tres?

—Gracias... —Se atrevió a decir, aún sorprendida.

Isabel la miró fijamente:

—No lo hice por ti. —Dirigió su mirada hacia otra dirección—. No puedo permitir que chicas como ésas arruinen el honor de nuestro apellido diciendo que adoptamos a una pueblerina como tú.

Esa vez la palabra pueblerina no parecía ser una ofensa. Isabel peinó sus cabellos con sus dedos y salió del salón dejando boquiabierta a Irenne.

¿En verdad Isabel la había defendido? Sin importar la respuesta arrogante con la que le había explicado sus motivos, quizás era la manera de agradecerle por haberla salvado en la ocasión anterior. O tal vez empezaba a tomarle afecto. Fuera cual fuera la razón, de una extraña y particular manera ahora también ella se sentía agradecida con la joven arrogante.

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