Emilia | Tiempo de verdades 2
Emilia preparó dos tazas de café, Alex lavó los platos que Simone había ensuciado, y juntos se sentaron a la mesa. Ambos estaban nerviosos por lo que acababa de ocurrir, pero seguros de que su relación no cambiaría, al menos por un tiempo. Frente a frente, esquivaron sus miradas cuanto pudieron, estallando en risas una vez que se encontraron.
—Creo que voy a necesitar a tu madre —dijo ella, una vez que logró controlarse.
Acababa de anular la colegiatura de su pequeña, lo que significaba que requería de inmediato a alguien que cuidara de Simone mientras trabajaba, o renunciar sería su única alternativa. Alex, al oírla, tecleó rápidamente un mensaje en su teléfono, seguro de que Susan estaría encantada de ayudar. Mientras sus dedos se movían con agilidad por la pantalla, Emilia se preguntó si había actuado con tanta decisión porque sabía que él la ayudaría de alguna forma, o debido a que su aprecio por aquel muchacho era tal, que incluso renunciar, era más aceptable que permitir que le hicieran daño.
—¡Listo! —anunció Alex—, estará aquí mañana a las ocho.
Tras oírlo, Emilia encontró su respuesta.
Es cierto que llevaba semanas negándose a pensarlo, convencida de que todas esas miradas, esos pequeños roces, las sonrisas sin motivo y los largos abrazos cada vez que se decían adiós, no eran más que muestras de una cálida amistad entre una mujer y un chico gay. Pero Alex lo había confirmado. Él estaba interesado en ella, aun cuando los separaban siete años de edad y una vida de adultez. Emilia era madre, y sus preocupaciones estaban lejos de ser parecidas a las de un estudiante universitario. Alex, por su parte, aún vivía con sus padres, y estaba a tres años de terminar su carrera. ¿Cómo se llevaba una relación así? ¿Se levantaría ella por las mañanas y prepararía una leche para Simone y otra para él?
Solo pensarlo provocó que se sonrojara, y tratando de ocultar su risa, cubrió su rostro con sus manos. Alex la observó divertido, consciente de que Emilia todavía era incapaz de asimilar sus palabras.
—Emi, por favor, olvídalo, ¿sí?
Emi, Emi, Emi.
Cada vez que lo decía, ella sentía que perdía la fuerza de sus piernas.
Le gustaba oírlo, pasar tiempo junto a él, mirarlo de vez en cuando cada vez que salían a hacer deporte, detenerse en lo pura que era su sonrisa, en la alegría que reflejaban sus ojos al jugar con Simone y en la naturalidad con que su amistad se fortalecía. Pero, ¿estaba lista para considerar en forma seria la posibilidad de que Alex fuera más que un amigo?
Sí, lo asumía, comenzaba a quererlo.
Respiró profundo, quitó las manos de su rostro y volvió a concentrarse en él.
—Gracias por todo —contestó.
Acabaron el café, y Alex decidió que era el momento adecuado para volver a casa. Emilia lo acompañó y recibió su abrazo, y ambos sintieron el agitado corazón del otro. Esa noche no hubo beso. Habría sido imposible para ambos sobrevivir a ello.
Emilia tardó tres días en hablar con Max sobre el retiro de Simone de la escuela. Pensó en cientos de excusas, con tal de no mencionar a Alex, pero gracias a la pésima calidad de padre que era, apenas preguntó por razones. Al menos esa era la ventaja de decidir todo respecto de su hija. Max solo se dedicaba a asumir lo que ella consideraba prudente, pues tenía la certeza de que jamás tomaría una decisión que no beneficiara a su hija. Y claro, era mucho más fácil para él acatar órdenes que siquiera sentarse a pensar en qué era lo mejor para la niña.
En casa, Susan se encargaba de cuidar de Simone, quien sin duda lo pasaba genial. Susan era casi una abuela para ella, y de alguna forma, Emilia lo atribuyó a aquella niña que perdió en algún momento de su vida. No quiso hacer preguntas al respecto, pero era obvia la fascinación con que esa familia se dedicaba a Simone, si hasta Moisés se había encargado algunas tardes de sacarlas a pasear.
Todo marchaba bien. Había alegría en el ambiente, y a pesar del frío y el invierno, la envolvía una agradable calidez. Su vida cobraba forma, hace mucho que no sentía sola, estaba feliz tomando las riendas de todo, y aceptando poco a poco el interés creciente en Alex, que se había vuelto uno de los protagonistas de sus pensamientos, casi a todas horas.
Su relación tomaba otros rumbos, y ya no había forma de detenerla. Se buscaban, se sentaban muy cerca el uno del otro, y sus roces eran cada vez más intencionados. Con el correr de los días, Susan comprendió que ya no era apropiado cenar junto a ellos, y comenzó a volver a casa sin su hijo. Alex, Emilia y Simone entablaron una dinámica que era tan bella como temible. Cuando Susan se iba, preparaban juntos la comida, estudiaban, armaban rompecabezas en la alfombra de la sala, y pasaban horas jugando a imitar a la Dra. Juguetes. No había más, es cierto. Pero aquello era suficiente por el momento. Hasta que Alex cruzó la línea, en forma inconsciente.
Era jueves, Simone dormía hacía más de una hora, y ambos estaban sentados en el sofá, rogando porque esa horrible semana que daba la bienvenida a Septiembre, acabara pronto. Estaban agotados. Emilia por su trabajo, y Alex por sus estudios. La televisión se había quedado encendida en algún canal de dibujos animados, Alex recostó su espalda en el sofá, y Emilia inclinó su cabeza hacia adelante, liberando su cabello del encierro de todo el día. Sus hebras pelirrojas cayeron al costado de su cabeza, dejando su cuello al descubierto. Alex no lo pensó. Ya no pensaba demasiado cuando se trataba de ella. Estiró su mano, y pasó uno de sus dedos por el cuello desnudo de Emilia, acariciando suavemente la piel de su amiga.
Ella se dejó acariciar, sin saber con certeza el tiempo que pasó sintiendo los dedos tibios de Alex. Todo se detuvo, y fue hermoso.
Hasta que la puerta sonó, fuerte y brusco. Ambos se sobresaltaron, él se apartó avergonzado, y ella esquivó sus ojos, nerviosa, para luego ponerse de pie, y separarse, como si nada entre ellos hubiese pasado.
Emilia avanzó a la puerta, y Alex hacia la cocina, en busca de un vaso de agua. Una vez que la puerta estuvo abierta, la voz de Max destruyó su burbuja.
—¡¿Por qué no me contaste la verdad?! —exclamó, abriendo la puerta con brusquedad.
Su exesposa lo miró con una mezcla de rabia y sorpresa, pero no alcanzó a contestar: él notó la presencia de Alex, y todo se volvió un caos de gritos y frases sin sentido.
—¡¿Qué haces aquí a esta hora?! ¡Aléjate de mi familia!
¿Su familia? ¿Qué ocurría?
Emilia no entendía nada. Pero Alex comprendió todo.
—¡¿De qué familia hablas y quién te crees para aparecer así en mi casa?! —gritó ella.
Pero Max no iba a gastar tiempo en contestarle. Avanzó hasta Alex, y lo tomo en forma amenazante de su ropa. Emilia lo siguió, pidiéndole que se detuviera y lo dejara en paz. Aún no comprendía lo que sucedía.
—Tienes diez segundos para salir de aquí y no volver —sentenció.
—¿Qué? ¡Sal de aquí, Max! ¡Voy a llamar a la policía!
—¡Preocúpate de echar a la persona correcta! ¡¿Sabes realmente quién es este asqueroso degenerado?!
Emilia palideció. No podía creer lo que escuchaba, y mucho menos procesar las estúpidas declaraciones de Max. Trató de interponerse entre ellos, pero le fue imposible. Fue allí que notó el rostro vacío y derrotado de Alex. Le dolía lo que estaba ocurriendo, pero por alguna razón, no hacía nada. Él practicaba karate hace años, y sabía que podía desprenderse de Max con solo un movimiento, pero estaba inmóvil. Cabizbajo.
Humillado.
—¡Defiéndete Alex! —insistió ella.
Max rio.
—¿Esta marica travesti va a defenderse? —contestó. Emilia volvió a intentar sacarle las manos de la ropa de Alex, pero él hizo algo aún más bajo—. ¿Por qué no le muestras tus atributos, así terminamos con esto de una buena vez?
Y Max abrió de un tirón la camisa de Alex, haciendo que todos los botones volaran hacia la alfombra. Emilia quiso usar su cuerpo para apartarlo, él cogió la camiseta que llevaba y repitió le movimiento, pero los gritos de Simone lo detuvieron.
Los tres voltearon a verla, y Alex escapó.
Emilia abrazó con rapidez a Simone, y luego se la entregó a Max, amenazándolo con llamar a la policía producto del escándalo que acaba de provocar. Luego metió las manos en el bolsillo de la chaqueta de su exmarido, y salió tras Alex.
Por fortuna, no había avanzado mucho, y le fue muy fácil dar con él. Emilia bajó del auto y corrió hasta estar a su lado. Hacía frío, pero Alex no temblaba por eso. Temblaba de rabia, de frustración, de tristeza. Se había acabado. Por no hablar a tiempo, la había perdido. Y lo peor, era que Simone lo había visto todo.
—¡Para! ¡¿Por qué no te defendiste?!
Emilia se ubicó frente a él. Alex no quería mirarla. Su ropa estaba rota, se podía ver su piel a través de ella.
—¡¿Por qué no te defendiste?! —repitió, molesta.
Y solo así consiguió que él la mirara. Su corazón se detuvo. Nunca había visto una mirada tan cargada de dolor. Se acercó a él, pero Alex retrocedió.
—Es cierto.
—¿De qué hablas?
Emilia suavizó su voz y volvió a intentar acercarse a él. Pero Alex una vez más la rechazó.
—Todo lo que oíste, es cierto. Soy un travesti. Una niña jugando a vestir de hombre. Un peligro para ti y Simone. ¿Puedo volver a casa ahora?
—¿De qué hablas, Alex? Para, por favor. Mírame y explícame lo que está ocurriendo.
Ahora también temblaba ella. Alex guardó silencio, y la voz de Adrián los distrajo.
—¿Algún problema señorita?
Genial. Ahora todos sus vecinos se enterarían del escándalo que su exesposo había provocado. Ella alzó la vista, tratando de disimular, y sonrió.
—Gracias, pero estoy bien.
—Vecina, no le preguntaba a usted. Le preguntaba a su amiga. ¿Todo bien, Nicole?
Emilia sintió que su cuerpo se congelaba mientras Alex se abalanzaba sobre Adrián, golpeándolo con furia. Solo reaccionó cuando desde alguna ventana amenazaron con llamar a la policía, metiéndose entre ambos jóvenes y arrastrando a Alex hasta el auto. Le rogó que entrara y manejó hasta el muelle, temblando. Ninguno de los dos volvió a hablar, pero cuando por fin se observaron, pudieron notar que ambos habían comenzado a llorar.
—¿Puedes explicarme esto, por favor? —pidió ella, con mucha dulzura.
Alex limpió sus lágrimas, aclaró su garganta y suspiró.
—Soy trans.
—¿Trans?
—Transexual.
—¿Travesti?
—No, Emi. Transgénero, en proceso de transición de mujer a hombre.
—No entiendo. ¿Eres mujer?
—Soy hombre, Emi. Hombre. Pero por alguna razón inexplicable, nací con cuerpo de mujer. Estoy tratán...
—¡¿Tienes vagina?! —interrumpió ella.
Alex guardó silencio y miró al frente, buscando las palabras precisas para contestar. Fue allí que recordó las palabras de Emilia y tomó valor. Ella le había asegurado que no le importaba lo que tuviera entre sus piernas. Volvió a observarla, y sonrió.
—Sí, Emilia. Tengo vagina. Pero estoy en trata...
—¡¡¿¿Vagina??!! ¡¡¿¿Alex, qué demonios?!! ¡¡¿¿Qué eres??!!
—Un hombre trans.
—¿Un hombre? No juegues conmigo. ¡Meas sentado! ¡¿Cómo vas a ser un hombre?!
Alex fijó su vista en ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y entendió que todo había llegado a su fin. Emilia era como todos, y él volvía a quedar solo. Le sonrió, abrió la puerta del auto y se dispuso a salir.
—¿Por qué huyes? ¿Me dices todo esto y escapas? Alex, llevamos semanas coqueteándonos, y ahora resulta que soy lesbiana y que tú no eres quien pensaba que eras. Lo mínimo es que me expliques esto. Te lo exijo.
—Emi. Soy un hombre, y si me quieres algo, si te provoco algo, si sientes algo por mí, por mínimo que sea, no vuelvas a decir que soy una mujer. Te lo ruego.
—Pero lo eres, Alex. Y me has estado mintiendo.
Y él ya no fue capaz de soportarlo.
Las lágrimas brotaron mientras salía del auto. Emilia quiso seguirlo, pero se detuvo, tomó el móvil, y tecleó: transgénero en google.
Leyó por horas.
Lloró por horas.
Volvió a casa y Simone dormía.
Empujó a Max fuera de su hogar, amenazándolo con la policía, y se derrumbó junto a su hija, con su mente divagando entre las definiciones que acababa de leer y descubrió que tenía miedo. No de Alex, no del cuerpo con el que él había nacido, no de lo mucho que le gustaba ni de lo que había bajo su camisa o sus pantalones. Emilia temía a las etiquetas.
Suspiró, y se sintió cruel, con todos esos prejuicios que yacían escondidos saliendo a flote.
¿Cómo estaría Alex?
¿La odiaría?
¿Dejarían de hablarse para siempre?
Se incorporó en la cama, y sintió que el llanto amenazaba una vez más, esta vez producto del pánico que sentía al saberlo lejos de ella.
Tomó su móvil, y se encargó de enmendar en parte el daño que acaba de causar.
Explícamelo, Alex. Enséñame lo que tenga que saber, pero no te alejes. Eres muy especial para mí. Mañana estaré temprano en la cafetería.
Dejó a un costado el móvil, y cerró sus ojos.
En su sueño, prometía que jamás volvería a hacer llorar a Alex.
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