Alex | Tiempo de verdades 1

Es cierto que estaba acostumbrado a muchas cosas, varias de ellas injustas y aún dolorosas para él, y que por lo mismo, había asumido que tarde o temprano viviría algún episodio incomodo junto a Emilia. Tan solo, no esperaba vivir algo tan triste como eso, aunque al atravesar la puerta de la escuela, presintió el desenlace de todo.

Alex vio la preocupación en los ojos de la asistente que le saludo al entrar, en los padres que se cruzó en el corto camino hasta el salón de Simone y en la sonrisa forzada de la Educadora al ver a la pequeña abrazarse a él con el cariño que acostumbraba.

—¿Me das un segundo? Como no eres el encargado de retirarla, Dirección debe autorizarme. Ya vuelvo.

La Educadora abandonó su lugar, y Alex entendió lo que sucedería. Su estómago se revolvió, pero contuvo su frustración cuanto pudo, incluso mientras la directora del establecimiento separaba a Simone entre llantos de sus brazos. La pequeña no entendía, y difícilmente habría forma de explicarle, si ni siquiera él era aún capaz de entender el odio que sentían hacia su persona. ¿Cómo se le dice a una niña de tres años que el mundo es así de cruel con quien es diferente, sin hacer que su vida dependa del miedo a no ser aceptado? No podía decírselo. No le correspondía a él, y lo sabía.

—Llamaré a tu mamá de inmediato —dijo, tratando de aparentar tranquilidad, aunque su alma dolía de tristeza y rabia.

Intentó marcar una y otra vez, pero Emilia no contestaba, y ya casi no quedaban niños en el salón. Simone, al verse sola entre sus profesoras y sin poder acercarse a Alex, elevó sus gritos y llantos al punto de terminar vomitando en el pasillo, minutos antes de que su madre atravesara la puerta de la escuela. Se veía preocupada, pero su rostro se agravó al notar la mirada casi suplicante de Alex, y a su pequeña niña sentada frente a él, separados por una muralla de cristal.

—¿Qué pasó? —murmuró ella, pálida ante lo que veía.

Alex habló despacio, pero la prisa le impidió escuchar la disculpa de su amigo. Abrió la puerta y Simone se lanzó a sus brazos sin ser capaz de articular palabra alguna.

—¿Qué pasó? —repitió, esta vez hacia las maestras.

—¿Me acompaña? —indicó la Directora, en tono demasiado formal, y abrió la puerta de su oficina.

Emilia, en forma automática, entregó a Simone a los brazos de Alex, quien la recibió de inmediato con extremo cuidado y dulzura. Fue allí, al ver la expresión de disgusto de la Educadora, que Emilia intuyó lo que ocurría.

—¿Algún problema? —preguntó, en voz alta y desafiante.

La Educadora se acercó a ella para susurrarle al oído su terrible presentimiento.

—Preferimos que Simone se quede junto a usted.

Su rostro cambió por completo. Emilia ya no estaba preocupada, estaba furiosa. Se volteó a observar a Alex, buscando su complicidad, pero a esa altura, él era incapaz de sostenerle la mirada. Se sentía avergonzado y dolido. Ella estaba a segundos de saberlo todo, y de la peor forma posible. Si todo salía bien, lo odiaría por mentirle y jamás la volvería a ver; y si todo salía mal, no sabía si sería capaz de resistirlo. En forma inconsciente, Alex se abrazó a Simone. Si iban a tratarlo de enfermo, de bicho raro, de marimacha, de asqueroso o de cuanta ofensa había oído hacia él, que lo hicieran sin la pequeña presente. No pedía más que eso.

—¡¿Pretende decirme a quién puedo o no confiar a mi hija?! ¡¿Está usted dudando de mi capacidad de raciocinio y de mi desempeño como madre?!

Alex oyó los gritos y escuchó la puerta cerrarse. Poco a poco la voz de Emilia comenzó a descender. Por la ventanilla, pudo observar a su amiga cubrirse la boca con sus manos y luego el rostro, impactada por lo que acababa de saber.

Estaba hecho. Se lo habían contado todo. Esas maestras, y casi todos en aquel pueblo, conocían su historia. Era él transexual de la pequeña ciudad. Aunque en la práctica no era el único, los demás yacían lo bastante camuflados como para pasar inadvertidos.

Emilia agitó sus manos una vez más y abrió la puerta, con su rostro cargado de ira. Sus ojos se cruzaron, ella apartó con suavidad a Simone de los brazos de Alex, y la ubicó de pie en el suelo, para inclinarse hasta quedar a la altura de sus ojos.

Alex tembló. La propia Emilia se la había arrebatado. Las lágrimas amenazaron con salir y su fortaleza comenzó a diluirse para mezclarse con ellas.

—Simone. ¿A quién besó la Tía Diana? —habló Emilia.

La niña quitó sus lágrimas con sus manos, y con la manga de su sweater limpió su diminuta nariz.

—A la Tía Flo —contestó, sin entender del todo el interrogatorio.

—¿A quién beso yo?

—A nadie.

—¿A quién puedo besar?

Simone pensó su respuesta. Miró a sus profesoras y luego a Alex, en busca de alguna pista.

—¿A quién quieras? —contestó, dubitativa.

—Ajá. Pero, ¿hombre o mujer?

Y la pequeña recordó la conversación que había tenido con su madre luego de conocer a Diana y Florencia. Sonrió, feliz de hallar la respuesta adecuada y contestó:

—¡A cualquiera!

Emilia la abrazó y la besó con orgullo, para levantarla en brazos y volver a entregársela a Alex, que observaba con asombro la escena. ¿Qué era, exactamente, lo que acababa de ocurrir?

Ella entendió su sorpresa y le sonrió, de la misma forma en que siempre lo había hecho, y puso una mano sobre sus hombros, invitándolo a salir de allí a su lado. Antes de atravesar la puerta principal, Emilia se giró una vez más hacia la directora.

—Mañana cancelaré los cheques de la colegiatura. Simone no volverá jamás a esta escuela.

Cerró la puerta en silencio, y de la misma forma viajaron a casa, sin importarles la leve llovizna que caía sobre ellos.

Una vez dentro, Emilia le dio de comer a su pequeña mientras Alex encendía la chimenea. Simone estaba cansada, de seguro producto del estresante momento que tuvo que presenciar, y cayó dormida minutos después de terminar su cena. Finalmente, Emilia y Alex se encontraron solos en la sala, sentados uno frente a otro, en absoluto silencio, debatiendo consigo mismos la forma precisa de terminar con la incomodidad. Hasta que ella habló.

—No me importa, Alex. Lo digo en serio.

Él levantó sus ojos sin poder creer lo que escuchaba. Emilia sonrió y repitió su afirmación.

—No me importa, te lo juro. Me da igual con quien compartas tu cama.

Y oírla, solo lo confundió aún más.

—Disculpa, pero ¿a qué te refieres?

Un leve tono rosa inundó el rostro de ambos, y dos pequeñas y tímidas sonrisas iluminaron la sala.

—A tu inclinación sexual, Alex.

¿Inclinación sexual? ¿Se podía estar aún más confundido que antes? Claro que sí. Alex acababa de confirmarlo.

—¿Qué rayos te dijeron en la escuela? —preguntó, sin disimular el embrollo que se formaba en su cabeza.

—No quise oír demasiado. Con solo decirme que "sabían que todas las personas son distintas, pero..." supe hacia donde iba su discurso y, la verdad, me importa una soberana mierda lo que quisieran argumentar. Lo que hicieron es ilegal, supongo que lo sabes. Es discriminación. Pero además, hicieron llorar a mi hija hasta provocarle náuseas, solo porque les resulta intolerable que una persona pueda amar a quien se le dé la puta gana, sin importar lo que tenga entre sus piernas. Mi hija no va a educarse con ellos. ¿Y si es lesbiana? ¿O bisexual? ¿Crecerá pensando que está mal? ¿Qué tiene que esconderse?

Alex guardó silencio.

¿Había oído bien?

—Emi, ¿puede ser más específica?

Su voz sonó aún más dulce de lo que acostumbraba, y Emilia volvió a sentir la ternura que emanaba de su boca cada vez que la llamaba Emi.

—No me importa cómo te etiquetes, Alex. Homosexual, bisexual, pansexual, o lo que se te ocurra. Me agradas, confío en ti y quiero seguir conociéndote. Y a tu familia también. Nada más me importa.

Y aquellas últimas palabras se quedaron grabadas en su mente, repitiéndose una y otra vez. A Emilia no le importaba. Era su oportunidad. Tenía que decirlo ahí, en ese momento. No podía dejar pasar la intimidad que se había formado y lo cerca que se encontraban el uno del otro.

No más secretos.

Alex se levantó, secó el sudor de sus manos en sus jeans y se sentó junto a Emilia. Tomó una gran bocanada de aire y su voz tembló ligeramente al hablar.

—No soy gay, Emilia.

—Ya te dije, no me impor... —ella se volteó a observarlo, confundida—. ¿Qué dices?

—No soy gay. Me gustan las mujeres. Mucho.

—¿Las mujeres? ¿Todas?

Alex rio ante la sorpresa de Emilia, y mantuvo su sonrisa para contestar.

—Sí, casi. Unas más que otras. Una, sobre todo.

—¡¿Qué?! No, no, pero, ¿qué fue todo lo de la escuela, y —Emilia cogió la mano de Alex y buscó en su muñeca la pulsera y sus amuletos— esto?

—Emi, yo...

—No me digas.

—¿Qué?

—No me digas. No quiero saber. Acabo de decirlo, me agradas, confío en ti, y nada más importa.

—Pero esto sí.

—No. No quiero oírlo. Ya sé que te gustan las mujeres, es suficiente, no necesito saber más.

—Emi, pero me gustas tú.

Y el silencio, en forma repentina, volvió a hacerse presente.

Alex acababa de confesarse, por primera vez en su vida, a una mujer. No lo había planeado, pero la obstinación de Emilia lo acorraló. Sin embargo, aunque debía reconocer que se había sacado un peso de encima, se sentía estúpido. Y cada segundo que pasaba, lo hacía desear huir con aún más fuerza que el anterior.

—Lo digo para que sepas que es importante. No porque espere una respuesta —agregó, finalmente.

Emilia lo observó, sonrió, y Alex se enterneció al ver sus mejillas avergonzadas.

—Sabía que algo pasaba entre nosotros, pero no lo quería creer. Todo este tiempo... ¿me estabas coqueteando?

—No, Emi, no. Me di cuenta hace poco de esto. No me acerqué a ti deseando en conquistarte. Me gustas y ni siquiera tenía pensado decirlo. De hecho, ¿podrías fingir que esto no ha ocurrido?

Emilia le acarició el rostro muy despacio. Alex sintió que su corazón se descontrolaba, y se ocultó en la suave palma que recorría su mejilla.

—Bien. ¿Quieres un café? —invitó.

Y todo volvió a la normalidad.

Una normalidad en la que ninguno de los dos podía dejar de pensar en el otro.

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