Capítulo UNO

Guerra. Holocausto. Bestias humanoides que podrían devorarme.

Cada noche me despertaba sobresaltada y cubierta de sudor. Las pesadillas eran cada vez peores, soñaba con los vecinos huyendo de la guerra en vano, porque se deshacían hasta los huesos en el ataque nuclear. Soñaba con mis abuelos, muriendo abrazados mientras eran pulverizados. Soñaba, también, con esas bestias atacándonos, que me arrancaban el bebé del vientre y se comían a mi madre frente a mí.

Nunca le conté ninguna de mis pesadillas, de todas formas no es como si la gran Petra me prestara atención alguna vez.

Mamá iba cada día a explorar, mientras que yo revisaba las cajas selladas para asegurarme de que cada objeto seguía teniendo utilidad. Las ordenaba alfabéticamente y por tipo, del puro aburrimiento que sentía al estar encerrada en un búnker varios metros bajo tierra.

Había extrañas bolsas de comida deshidratada, que parecía de astronauta. Había latas y frascos sellados al vacío que contenían más y más comida deshidratada. Eso era lo que habíamos estado comiendo, y sabía realmente asqueroso. Las cocinaba en una cacerola de hierro fundido que había allí, junto a otros utensilios de cocina también de hierro fundido.

Siempre era yo la encargada de cocinar, mamá nunca fue muy buena en eso. Un par de veces, en el pasado, se esforzó mucho por hacerme comidas deliciosas. Sabía horrible pero yo lo devoraba igual, porque cualquier pequeña muestra de cariño de ella la tomaba con todas mis fuerzas.

Encontré telas de lino muy bien selladas en algunas cajas, probablemente mamá las había guardado para crear sábanas o vestimenta. Separé una, de gran extensión, para así comenzar a crear pañales y ropa de bebé. Necesitaba estar lista para cuando llegara el momento.

Llevábamos ya un par de semanas aquí abajo con plena consciencia, y aún temía salir al exterior. Mi madre, en cambio, salía a patrullar, explorar y a veces regresaba con frutas extrañas que comía con desconfianza, luego de luchar un rato por miedo a morir envenenada.

—Erin, he visto a los animales y las bestias comerlas. Yo misma las he comido.

—¿Y si son frutas mutadas? —dije con desconfianza al ver esas frutas rojizas.

—Cierra la boca y come.

—No puedo comer si cierro la...

Apreté los labios cuando me dirigió su mirada asesina. Su mirada de que estaba muy cansada y estresada, y por supuesto yo no ayudaba en lo absoluto. Con dudas tomé esa fruta de aspecto horrible para poder comerla. Sabía... en verdad muy bien.

Teníamos agua potable, y también comida deshidratada, pero algo de fruta fresca era como un manjar en ese momento. Un verdadero banquete.

Cuando la luna cambió, lo que indicaba el paso del primer mes, mi madre se hartó de que estuviera encerrada y quieta. Comenzó a entrenarme, pese a mi embarazo que ya empezaba a notarse por entrar en el cuarto mes. Me enseñó a luchar, utilizando la fuerza del otro para defenderme, debido a que esas bestias eran más fuertes que yo. También me enseñó a hacer trampas, lanzas y arcos de flecha y, claro, también a utilizarlas.

—No puedes ser una babosa debilucha. Vas a tener un crío y necesitas protegerlo con tu vida entera, o será carne fresca para las bestias de afuera.

—¿Viste más de esas cosas? —pregunté con un temblar de voz.

—Hay animales tal y como los conocemos. He visto aves, peces, insectos, pero también he visto a esos humanoides horrendos —escupió—. El más temible y peligroso parece ser el tipo reptil, están cerca del río y viven en comunidades, pero están lejos de nosotras.

—¡¿Reptiles?!

—Diría que son caimanes. Se comportan como humanos, con vestimenta, armas y lenguaje, pero los he visto cazar otros seres como si fueran tan salvajes como los caimanes que conocemos. Vi cómo destrozaron el cráneo de un venado humanoide con la mandíbula —resopló al colocar sus manos en la cadera—. Debes hacerte fuerte, ¿qué te sucedería si un día me cazan y ya no regreso? Debes salir de aquí conmigo y aprender de la naturaleza.

—¡¿Salir?! ¡¿Embarazada de cuatro meses y rodeada de bestias?!

—Nadie te envió a reproducirte en plena guerra nuclear, ahora te toca abstenerte a las consecuencias —dijo con dureza, con su mirada de hielo—. Claro, puedes no aprender una mierda de nada y vivir eternamente aquí abajo hasta que se te acabe el agua o la comida.

Siseé con molestia. Comprendía muy bien que necesitaba aprender de este nuevo mundo para mi supervivencia y la de mi bebé, pero estaba aterrada. Este robot frente a mí ni siquiera le temía a esos bichos raros, ¿no es normal cagarse encima del miedo ante un maldito caimán humano que podría devorarme?

—¿Hay más de esas bestias? —pregunté con miedo pero también curiosidad.

—Vi unos cerca de aquí, no parecen peligrosos —suspiró mientras se acercaba hacia los suministros de agua—. Unos simios, monos, lo que sean. Tienen una aldea en los árboles no muy lejos de donde estamos, y por lo que ví solo se alimentan de frutas e insectos, pero evitan el suelo.

—¿Serán amigables? Si viven cerca de aquí tal vez ya saben de nuestra existencia.

—Lo saben. Los he visto seguirme desde los árboles, creo que solo sienten curiosidad —dijo y sorbió un largo trago de agua, para después dar un suspiro cargado de satisfacción—. Te alegrará saber que la única diferencia física entre ellos y nosotras es que son más velludos y sobresalen sus colmillos, pero podrían parecer tranquilamente humanos.

Se me dificultaba mucho imaginar monos que podrían parecer humanos. No conseguía ponerles cara en mi mente, o darles forma sin que se vieran grotescos, salidos de una película de terror.

—¿Tienen... sociedades o algo así? —me animé a preguntar.

—Sí, tienen unas aldeas en los árboles. Visten como humanos, con pantalones y blusas verdes. Tal vez para perderse entre las plantaciones y evitar depredadores.

Tragué saliva.

—Depredadores... como esos caimanes...

—Solo he visto esos de tipo caimán, pero no los vi merodear por aquí. Creo que solo se mantienen cerca del agua. En esta zona estás a salvo, por el momento.

—¿Por el momento?

—Es una puta selva con bestias y plantas enormes, Erin —siseó.

Me encogí de hombros. Tal vez mis preguntas eran estúpidas, pero estaba asustada y no conocía ese nuevo mundo. Mamá se iba por horas y yo me quedaba allí sola. Claro que estaba aterrada, ¿no podía simplemente entenderlo? ¿Entender que yo no era una maldita soldado preparada para la supervivencia?

Cada día practicaba con la lanza, porque disparar las flechas me hacía doler el vientre y temía que eso me hiciera perder el bebé. Me estaba volviendo hábil, pues mi madre era una dura maestra. Ya podía imaginarme cómo tenía a los soldados bajo su cargo en la guerra, si a mí siendo su hija me tenía sin descanso.

Solo cuando aprendí lo suficiente del uso de la lanza, y mejoré mi habilidad con las trampas, fue que tuve que salir –en contra de mi voluntad– para aprender de la selva.

Subí las escaleras con mis piernas temblorosas y mi pulso acelerado, y toda clase de pensamientos catastróficos me invadió. Sin embargo respiré hondo, aún aterrada, y posé mis pies con firmeza sobre el suelo cubierto de musgo y hojas. La humedad se sentía en el aire, era asfixiante y respirar comenzaba a ser un martirio. Y aunque los sonidos de aves extrañas y zumbidos de insectos me aterraban, también me parecía asombrosa. Era asombrosa la melodiosa música de esas aves en compañía de las hojas y ramas que se balanceaban sobre nosotras.

Estaba cagadísima de miedo, pero el lugar era bonito. Las plantas eran extrañas y enormes, aunque no quise tocar ninguna por miedo a que fueran venenosas, o carnívoras.

Había luz solar, aunque no era tan clara debido a la inmensidad de los árboles. La selva olía a tierra mojada y humedad, como a lluvia. A veces, con el viento, llegaba el aroma dulce de frutas y flores, o el intenso olor de la madera. Sin embargo, mientras más avanzábamos, los olores dejaron poco a poco de ser agradables y tuve que cubrirme la nariz. Olía asqueroso. Olía a mierda y podredumbre a la vez, como a frutas podridas. Dios, olía asqueroso.

—¿Necesito repetir que es una puta selva? —dijo mamá con una ceja alzada.

—Dios, huele horrible. Me da... Voy a...

Me cubrí la boca pero terminé por vomitar en las raíces de un gran árbol, justo sobre unos hongos que apestaban horrible. Volví a vomitar nuevamente por eso. Dos veces más, hasta que ya no tuve nada en mi estómago.

—Te acostumbrarás.

¡¿Acostumbrarme?! ¡Olía fatal! Aunque bueno, luego de un mes de no bañarnos tal vez yo tampoco olía muy bien. Iba en sintonía con ese horrible lugar.

Mamá entonces tomó unas vendas de su mochila y con esa tela, que olía a limpio, me cubrió la nariz y la boca para evitar que siguiera indispuesta en el camino.

Me mostró los caminos que ella recorría diariamente y que eran seguros. Me hizo memorizarlos y tuve que guiarnos de regreso al búnker antes de que el sol se escondiera. De por sí las lianas y grandes ramas cubrían gran parte de la luz solar, no quería siquiera imaginar lo que sería caminar allí de noche. Debíamos tener cuidado con nuestros pies, pues las ramas caídas, raíces y las hojas húmedas o en descomposición hacían que mis pies se hundieran. A pesar de tener botas a cordones dignos de la mejor soldado, caminar por allí era difícil.

El primer día de exploración con mamá fue tranquilo. Me mostró de dónde sacaba las frutas, dónde estaba el río al que no debía ir, y también el camino hacia la aldea de los monos, solo por precaución.

—No parecen hostiles y no comen otros seres, más que insectos —explicó mamá al ver hacia los árboles a lo lejos—. No sé si hablan nuestra lengua, pero tal vez en una emergencia sea útil saber dónde están.

—Pueden ser territoriales.

—Probablemente, después de todo son animales mutados —suspiró—. Pero si no nos atacaron hasta el momento, tal vez es porque prefieren ser precavidos.

Estaba segura de algo, ni en mil años correría hacia esos monos ante una emergencia.

El segundo, tercer y cuarto día de exploración no fueron distintos, tuve que hacer exactamente lo mismo una y otra vez. Lo único distinto es que aprendí a cubrir mis huellas, por si alguna bestia cazadora decidía seguirnos. También aprendí a cómo evitar pegotearme en el fango, y a avanzar más rápido gracias a eso.

El quinto día mamá me dejó sola, porque quería explorar más lejos en busca de otros humanos que pudieron despertar de las cápsulas. Yo estaba a cargo de recolectar frutas en una canasta que ella había tejido con lianas y ramas blandas.

—Frutas rojas, frutas rojas —murmuré mientras las buscaba—. Las amarillas no, esas son tan amargas como ella. «Erin, no aprendiste nada, practicarás hasta parir en medio de la selva, como una guerrera de verdad» —imité su voz.

Oí una risita y me sobresalté, por lo que lancé un grito aterrado al caer al suelo. Las frutas se desparramaron, rodando hacia todas partes.

No había nadie allí.

—De acuerdo, tal vez estoy un poco paranoica. No escuché ninguna risa, solo me estoy volviendo loca —murmuré, jadeante mientras miraba a todas partes—. Sí, solo me estoy volviendo muy loca…

Gateé hacia la canasta con mis extremidades que no dejaban de temblar. El musgo bajo mis manos se sentía suave y algo húmedo, no estaba segura de si era una buena sensación o una asquerosa.

Guardé las frutas a gran velocidad y me apresuré para regresar al búnker. Prefería volverme loca en el encierro de metal frío, que hacerlo en medio de la selva rodeada de bestias.

Se oyó un ruido extraño, un crujido, por lo que me apresuré y apreté en mi mano la lanza para sentirme segura.

—Deberías tomar macambos también.

Lancé un fuerte grito y arrojé al suelo la canasta, con mi corazón que parecía querer salir de mi pecho por el fuerte palpitar. Apunté la lanza hacia el lugar de donde había provenido la voz.

—Oye, ¿qué eres?

Apunté hacia otra parte, porque la voz provenía de distintos lugares.

—¡Sal de donde estés, bestia horrenda! —grité.

«No lo hagas, no lo hagas» rogué en mi mente.

De repente frente a mi rostro, de cabeza y colgado de una liana, apareció una cara. Volví a lanzar un grito aterrado y vi a la criatura sonreír.

—¿Todas las hembras de tu clan gritan tanto? Llamarás a los depredadores.

Era… ¿un mono?

No podía mover ni un solo músculo. Ninguna parte de mí respondía, e incluso respirar era un desafío. Solo me quedé congelada frente a esa bestia colgada de cabeza.

—Te oí hablar mi lengua, ¿no hablas? —dijo y me miró con curiosidad—. Tal vez lo imaginé, debes ser una salvaje como los otros que solo repiten sonidos.

—¡Salvaje tu madre, mono asqueroso!

—¡Oh! ¡Sí hablas! ¡Formulas frases! Fascinante…

Diciendo eso se lanzó al suelo y lo apunté con la lanza, con mis piernas temblorosas y mi corazón bombeando más rápido de lo normal. Era un mono, supuse, aunque… en realidad no parecía un mono. Era como un hombre humano, con vello negro en el rostro como patillas largas, cabello por debajo de los hombros también negro y en ondas, y tenía vello en los antebrazos y manos. Colmillos sobresalían de sus labios y sonreía de una forma que podía ser tanto amistosa como temible. Sus ojos eran redondos y marrones, y vestía ropa verde.

—¿Qué clase de hembra eres? ¿De qué clan? —dijo al inspeccionarme por todos lados—. He visto de los tuyos pero no pronuncian frases lógicas. ¿Entiendes si te hablo?

Lo miré con los ojos abiertos de par en par, especialmente a su rostro de piel bronceada que podía ser tanto humano como simio, era una cosa muy extraña. Como si fuera el eslabón perdido en la evolución, aunque quizá un poquito más humano que simio.

—¿Hola? ¿Me entiendes, pequeña hembra? Yo-ser-un koatá, tú-ser… ¿una cosa?

—Cosa tu puta madre, bestia —gruñí y apreté con firmeza las manos a la lanza, sin dejar de apuntarlo—. Soy una humana, ¿qué mierda eres tú? Además de un mono barbudo.

—¡¿Mono?! —se quejó—. Soy un koatá, un noble clan de los árboles, ¡cosa pelada y fea!

—¡¿Fea?! ¡¿Te has visto en el espejo, mono peludo?! —chillé, incrédula.

Él alzó sus cejas con incredulidad y se cruzó de brazos para inspeccionarme por completo, con una sonrisa torcida.

—Es claro que eres una hembra, una muy gritona que desea ser comida de naweles o keies, lo que no sé es qué criatura eres —dijo y se detuvo en mi vientre, por lo que retrocedí un paso—. ¿Dónde está tu compañero? ¿No sabe que las hembras deben quedarse en casa para proteger a su hijo? ¿Te envía en busca de alimento a ti en tu estado?

—Hablas demasiado, yo hago las preguntas aquí —dije entre dientes—. Qué quieres, ¿quieres comerme?

—¿Comerte? —Lo vi apretar los labios y luego explotar en una carcajada—. ¡Los koatás no comemos carne, criatura tonta! Quiero saber qué eres. Hicimos apuestas y quiero ganar, aunque los otros son demasiado cobardes para acercarse.

Miré disimuladamente hacia los árboles, si había más de esos monos entonces no podría defenderme, a menos que llegara mamá. Me concentré entonces en la bestia frente a mis ojos. Tal vez podía hacer tiempo hasta que ella apareciera. Me sentía más segura a su lado.

—Ya te dije que soy una humana —dije y miré sus ropas tejidas en bonitos tonos verdes, con complicados bordados de ramas y hojas, dignos de una mano hábil—. Dijiste que viste de los míos, ¿hay más humanos por aquí?

—He visto algunos machos de tu clase, pero no hablan como tú, solo repiten sonidos, como las aves. ¿Cómo es que tú puedes hablar?

Mientras más curioso se veía, más balanceaba su larga cola. Era difícil no mirar eso. O sea, estaba en verdad hablando con un mono. Un hombre mono, con cola y pelo en la cara.

—Si no eres carnívoro y solo quieres ganar una apuesta… ¿Puedo irme?

—¿Irte? ¡Pero si acabamos de conocernos! —chilló con los ojos abiertos de par en par—. Hagamos un trato, yo te daré macambos para que tu hijo se nutra bien, y tú me contarás cómo es que puedes hablar. ¡Me parece un trato estupendo!

—¡No viajo sola! Y la otra persona conmigo va a matarte.

—¿La cazadora? La he visto —dijo y giró para ver hacia el camino en que mi madre se había ido—. ¿Estás segura de que es de tu clan? Parece tan temible como una hembra nawel.

Sonreí y comencé a reír.

—No sé qué es un nawel pero sí, es temible. No te recomiendo meterte con nosotras.

—Tú no eres temible, parecés una koatá pequeña y deforme —dijo y señaló mi rostro—. ¿Por qué no tienes pelo? ¿Naciste deforme, por eso te alejaron del clan?

¡¿Acabó de llamarme deforme?!

—Los humanos tenemos vello, pero no como los monos. No soy deforme, solo soy otra especie —dije entre dientes.

Él se sentó en el suelo con comodidad, y me dirigió una sonrisa mientras tomaba una de mis frutas en el suelo para mordisquearla.

—Oh, ya veo. Soy Yoyogu, puedes decirme Yoyo, ¿tienes nombre, hembra humana deforme?

Apreté la mandíbula y exhalé todo el aire de mis pulmones, porque no quería ser más grosera y arriesgar mi vida mucho más de lo que ya hice. Incluso cuando ese mono feo me seguía llamando deforme.

—Soy Erin, y no soy deforme. Técnicamente hablando el deforme eres tú, eres una criatura mutada por la radiación.

—Erin —repitió al asentir y miró mis manos con atención—. Fascinante. Te pareces a nosotros, aunque no eres tan atractiva. Eres bastante fea y pelada.

—Mira, «Yoyo», si dejas de insultarme tal vez yo no te apuñale —gruñí y alejé la lanza—. ¿Te parece un buen trato?

—Es un trato, pero es difícil ignorar tu feal… —Al ver mi rostro carraspeó para agregar—: ¿Cómo es que puedes hablar?

—Los humanos hablamos mucho antes de que tu clase lo hiciera. ¿Los humanos que viste no hablan?

—Nopu, son salvajes y los kei suelen cazarlos. Aunque oí rumores de que hay otros como tú que hablan, pero jamás los vi.

Me quedé en silencio por un instante. Tal vez los humanos «salvajes» solo eran sobrevivientes del holocausto, ¿habrán perdido el habla? Muy extraño… ¿Cómo pudo la humanidad perder el habla y volverse tan salvaje como para ser simplemente comida de bestias? Nada tenía sentido.

—Oye, de verdad. ¿Y tu compañero? No debería dejarte salir de la casa en tu estado —dijo con un extraño tono de voz preocupado—. Es peligroso, dentro de poco habrá naweles en la zona.

—¿Qué es un nawel?

—¡Pues un nawel!

—Yoyo, no tengo ni idea de qué hablas porque soy nueva por aquí. Me ayudaría más si me los describes.

Él se vio dudoso, entrecerró los ojos mientras me inspeccionaba con la mirada, como si no me creyera en lo absoluto.

—Carnívoros —dijo al fin—. Algunos prefieren cazar en su forma salvaje, que es cuando más peligrosos son.

—¿Forma salvaje?

—¡Claro! Todos podemos cambiar a la forma salvaje para huir más rápido. ¿Los humanos no lo hacen? —preguntó y volvió a escrutarme con curiosidad.

—Esta es la única forma posible de un humano, ¿en forma salvaje te conviertes en un mo…?

—¡Si me dices mono, te llamaré deforme!

Sonreí, porque me parecía muy gracioso que le ofendiera ser llamado mono, cuando claramente en el pasado su raza lo fue. Tal vez ahora lucía como un extraño humano con más vello, pero... Bueno, técnicamente seguía siendo un monito.

—Lo siento, Yoyo. ¿Cómo es la forma salvaje de un nawel?

—Cuatro patas, cola larga, muy sigilosos. Trepan árboles y también nadan. Créeme, si te persigue uno no sobrevivirás —dijo con una mueca torcida—. Uhm… Tienen muchos colmillos y garras, y también son muy fuertes.

Eso… podría ser literalmente cualquier depredador. ¿Un lobo, un león, un tigre? Podía ser cualquiera.

—¿Más específico?

—Tienen pelaje como el sol y manchas negras con patrones de rosetas. Y… ¿ronronean? Sí, ronronean —dijo, algo pensativo—. Igual es raro que te cruces a un nawel en forma salvaje, para muchos es una deshonra cazar así, pero si te los cruzas puedes darte por muerta.

—¿Y cómo sé si un nawel está en su forma… uhm, no salvaje? —pregunté con los labios torcidos.

—Oh, son grandes y musculosos, más que los kei. Suelen tener ojos como el sol o como los tuyos, y manchas en la piel, solo que se ven… Bueno, no tan sexys como yo, claro. Aunque las hembras son bonitas, temibles pero bonitas.

Alcé una ceja. Este mono tenía el ego por las nubes para ser el eslabón perdido.

—Oye, Erin. Respondí muchas preguntas, te toca a ti, ¿dónde duerme tu clan, en árboles como nosotros o en el suelo como los kei?

—Eh… ¿Bajo tierra? —respondí con una sonrisa tímida.

—¡¿Bajo tierra?! ¡¿Como un gusano?! —chilló—. Oye… ¿Los humanos son una especie rara de gusano, pueden respirar bajo tierra?

Me dio tanta gracia que comencé a reír a carcajadas, y aunque él se mostró ofendido en un principio, luego terminó por reírse también. Sus ojos se rasgaron al reír, y aunque podía ver sus colmillos a la perfección, me pareció más simpático que temible.

—¡Erin! ¿Dónde estás?

Yoyo se puso de pie de un salto al oír la voz de mi madre y corrió hacia uno de los árboles. Lo trepó con rapidez y habilidad, y desde una de las ramas me miró.

—Aún no quiero morir, te conseguiré mejores frutas. Te las dejaré aquí, búscalas mañana. ¡Nos vemos, gusanito!

Diciendo eso se perdió entre las ramas.

Mamá apareció un instante después con su arco de flechas en las manos, preparada para atacar. Al parecer, para Yoyo yo no era ninguna amenaza porque no dudó en acercarse a mí, pero huyó ante la voz de ella.

Y sí, monito, mamá es temible.

Miré hacia los árboles. Ya no había señal de Yoyo, había desaparecido. Con mis labios torcidos me preparé para oír el sermón de mamá por no haber juntado suficientes frutas. Fui todo el camino de regreso oyendo sus regaños, así que me excusé con mi embarazo para que no me molestase más.

En el búnker mamá me contó lo que vio, una comunidad de venados humanoides cerca de un pantano, que no parecían una amenaza. No encontró humanos, y dijo que encontrar rastros de vida civilizada era difícil cuando había tantas comunidades de bestias actuando como humanos.

No le hablé de Yoyo.

Al otro día volvimos a separarnos en la selva porque ella quería encontrar personas, y yo fui directo, aunque armada, al lugar donde había hablado con él. Allí encontré unas canastas con frutas de distintas clases y una nota con un gusano dibujado.

—Estúpido mono —dije con una risita y tomé en mi mano una de esas frutas.

Tal vez era algo tonto confiar en una bestia, pero Yoyo comenzaba a caerme bien.

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