Capítulo TRES
Las veces que Shali venía a verme eran los mejores y más divertidos momentos. Me sentía sola allí en el búnker con mi bebé sin la compañía, aunque ácida, de mi madre. Me habría gustado quedarme con los koatá para no estar sola, pero mamá no confiaba en que estuviera a salvo allí, no como en el bunker.
Shali venía temprano en la mañana y se iba poco antes del atardecer. Cada día me trenzaba el cabello o me hacía diversos peinados mientras conversábamos. Cargaba al bebé y ayudaba a lavarme el cuerpo, aunque necesitaba un baño con urgencia. Además como sanadora me ayudaba respecto a los conocimientos de plantas medicinales, que me era en verdad muy útil.
También era usual que me hablara de mi futuro compañero, como en ese momento.
—No necesitas un humano —me dijo Shali con buen ánimo mientras me trenzaba el cabello—. Cualquier koatá estaría dispuesto a cuidar de ti y de este pequeñin.
—Shali, no quiero salir con alguien de otra especie, sería... raro. No lo sé.
Se asomó por sobre mi hombro para verme, así que dirigí mi mirada hacia ella.
—No todos son tan feos como Yoyo, hay machos muy sexys entre los nuestros. Además los koatá disfrutan del arte de complacer, tú me entiendes.
Me guiñó un ojo y sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal. La sola idea de tener sexo con un hombre mono me daba impresión. Me había acostumbrado a ellos y comenzaba a verlos bonitos, pero no lo suficiente como para desearlos en mi cama. Por Dios, ¡qué horror!
—¿Cómo está tu hermana? Ya debe estar en fecha, ¿no? —pregunté, para no pensar en monos y sexo.
—Sí, con mi madre creemos que nacerá antes de la próxima luna. Estoy muy entusiasmada, ¡voy a ser tía! —dijo con un tono de voz alegre.
Luego de peinarme se sentó frente a mí para continuar nuestras conversaciones, sin embargo me vio amamantar a Uri y con un gesto de labios torcidos me dijo:
—Se están hinchando, podrías tener fiebre si no vacías los senos.
—Lo sé, pero se queda dormido antes de vaciarlos —suspiré.
—Extráete tú. Las koatá se extraen leche para después, la recolectamos en vasijas de calabaza y las dejamos enfriar bajo tierra húmeda para que no se echen a perder. Puedes hacer eso.
El seno derecho, el que menos bebía Uri, era el que más me dolía todo el tiempo. Manchaba mi ropa constantemente con leche, era muy molesto. Teníamos frascos en el búnker, y también un sistema de refrigeración –no muy grande– que podría servir.
Shali se ofreció a ayudarme, y al principio fue muy incómodo que una chica pasara sus manos por mi seno, pero en poco tiempo me acostumbre. Lo masajeaba con suavidad y delicadeza para extraer leche y evitarme una mastitis.
Entre que mis pechos de por sí eran grandes, la lactancia solo los hizo crecer más.
No había mucho para hacer en el búnker o la selva, así que solía aburrirme la mayoría del tiempo si no estaba en compañía de Yoyo o Shali. Sin embargo comencé a tener interés en las cosas que ella hacia. La observé coser y bordar con habilidad, tal vez intentaría aprender de ella para entretenerme con algo. Ella trabajaba en una ropita para Uri y también para su sobrino –o sobrina– mientras hablábamos.
—Se ve hermoso —dije con una sonrisa al ver las hojas que hacía en la ropita.
—No soy tan buena como mi madre, pero lo disfruto mucho.
Su sonrisa era hermosa, algo tímida, y su voz siempre era suave como una caricia de flor. Me sorprendía que, teniendo mi edad y siendo tan hermosa, no tuviera un compañero.
—Shali, ¿por qué es tan importante tener un compañero?
Ella alzó la vista de su bordado para verme. Uri dormía entre ambas en su cunita de canasta que le había hecho mamá. Miró a mi bebé con una sonrisa dulce y luego a mí.
—Es importante para las hembras que tienen hijos, necesitan ayuda para criar, mantener la casa y todo lo demás —explicó con esa voz suave que la caracterizaba—. Para las demás también es importante, ofrece protección, estabilidad y la tranquilidad de saber que no les faltará nada.
—¿Y tú por qué no tienes uno? —pregunté con cuidado, porque no quería que se tomara como una ofensa.
Su rostro, de piel más pálida que los otros koatá, se volvió rosada de repente.
—Muchas no necesitan un compañero de vida porque tienen compañeros de cama. Un compañero de cama te cuidará siempre, toda la vida. Es parte de nuestra tradición —explicó y corrió la mirada—. Yo no tengo ni uno ni el otro, no quiero tener un macho a mi lado.
—¿Una hembra tal vez?
Alzó una ceja al verme fijo.
—Encuentro a los machos muy atractivos, no así a las hembras —dijo y sonreí, por lo que ambas comenzamos a reírnos—. Solo me da miedo.
—¿El amor?
—Un embarazo. He asistido muchos partos, no quiero sentir ese dolor —Sus ojos se abrieron con pánico—. Hay formas de reducir la posibilidad, mas no de evitarlo por completo. No permitiré que ninguno siquiera respire a mi lado.
Ambas nos reímos con ánimo y asentí. Era un miedo válido, después de todo aún mi cuerpo se estaba recuperando de haber dado a luz a Uri. El dolor había sido insoportable y hasta creí que podía morir de tanto dolor. Mi cuerpo aún no recuperaba su forma tampoco, estaba muy hinchada y tenía algunas estrías horrendas en mi abdomen flácido.
—Supongo que no quieres hijos entonces.
—¡Oh, sí! Me encantaría tenerlos... si supiera que no voy a sentir dolor —dijo con una risita y, luego de dar una última puntada, colocó la ropita sobre Uri—. ¡Oh! Le va perfecto. Se va a ver muy guapo.
No podía decirle que siglos atrás eso era posible, que existió algo llamado epidural. En su lugar solo asentí al oírla, porque me parecía un miedo válido. Tal vez en el futuro Shali quiera intentar, o tal vez no. Tal vez se conforme con ser una dulce tía, y lo que ella elija estará perfecto.
—¿Sabes? —dijo cuando tomó la otra ropita para continuar bordando—. No tengo muchas amigas, no soy muy querida en mi pueblo.
—¿Qué, por qué? Si eres un amorcito. Eres un sol —dije con consternación. ¿Cómo siquiera era posible?
—Bueno, soy soltera, no he experimentado el sexo como las otras, he rechazado a muchos machos y ya ni siquiera lo intentan —Se encogió de hombros con vergüenza—. Además mi único amigo es Ilma, y él es tan popular con las chicas que... Supongo que me ven como competencia.
Uhm, Ilma... Yoyo también lo había nombrado, creo. Debe ser alguien interesante. No recordaba haberlo visto, o tal vez lo ví y nos ignoramos mutuamente.
—¿Y tienen motivos para verte como competencia? —pregunté—. Sé que no te interesan los compañeros, pero tal vez a él sí le interesas tú.
Ella comenzó a reírse a carcajadas y tuvo que cubrirse la boca con las manos, para evitar despertar a Uri.
—Lo siento —intentó respirar hondo—. Es que fue muy gracioso. Si se acabaran todos los machos del mundo y solo quedara él, probablemente preferiría a una hembra. Y si se acabaran todas las hembras y solo quedara yo, Ilma preferiría acostarse con un kei antes que conmigo.
Comencé a reírme también.
—Entiendo, entonces te ven como competencia sin motivos —dije con esa risita—. Yo tampoco tenía muchas amigas en mi tiempo, mi novio... —me quedé en silencio por un momento, no me gustaba pensar en Lían—, a él no le gustaban mucho mis amigas así que me alejé de ellas.
Shali alzó una ceja y apretó los labios, pero aunque creí que diría algo al respecto en su lugar solo suspiró.
—Bueno, ahora nos tenemos la una a la otra.
Sonreí con alegría. Ahora la tenía a ella. También tenía a Yoyo. Ahora, en este nuevo mundo, tenía amigos de verdad que se preocupaban por mí tanto como yo por ellos.
Me gustaba hablar con ella y pasar las tardes a su lado, por eso me entristecía cada vez que era el momento en que mi amiga debía irse. Al igual que su hermano, Shali se iba antes de que oscureciera. El ocaso era el horario favorito de los naweles para cazar y, aunque no había ninguno rondando por el momento, solían ser muy precavidos.
Shali dejó de venir en los siguientes días, por lo que no obtuve nuevos víveres. Supuse que algo había pasado. Comencé a usar mis reservas de agua y comida, y a temer que algo malo le hubiera sucedido. ¿Y si la había atacado una bestia? Ese solo pensamiento me desgarró el pecho de dolor, aunque evité llorar. Evité pensar en fatalidades.
Ocuparme yo sola de Uri era muy difícil. Sentí que enloquecería. Por lo general mi bebé era muy tranquilo, pero sus cólicos lo hacían llorar muchísimo y, junto con él, comenzaba a llorar yo por la desesperación de no poder tranquilizarlo ni con los masajes. Estaba tan cansada. Mis pechos derramaban leche todo el tiempo, y aunque había dejado de sangrar y de tener cólicos, aún me dolía un poco el vientre.
Me di cuenta de que mis amigos tenían razón. Tal vez sí necesitaba un compañero, alguien que me ayude a cuidar de mi bebé o que, también, se ocupe de otras responsabilidades para que yo pueda ocuparme de él.
Nunca había extrañado tanto a mi madre como en esos días a solas.
En la segunda semana me quedé sin frutas, sin carne de ave, sin agua, y no podía esperar a que Shali hiciera todo por mí. Había sido entrenada duramente durante mi embarazo, se suponía que estaba preparada para ese momento. Por eso coloqué a Uri en la cangurera de tela tejida y la até muy bien a mi pecho, para poder amamantarlo durante el viaje y evitar que llore en medio de la selva.
¿Era una idea estúpida? Por supuesto.
¿Era necesario? También.
Tomé un arco para poder cazar alguna ave, y también la lanza para protegerme. Supuse que podría ir en dirección hacia los koatás y ver si conseguía las cosas en el camino. Tal vez podría quedarme con ellos el resto de los días. Mamá no había querido que fuera con ellos, pero creo que jamás pensó en la posibilidad de que enloqueciera estando sola, o que me quedara sin víveres.
Tenía mucha hambre, una sed bestial que dejó mis labios resecos. Me dolía el vientre y llevaba unos días sin dormir bien gracias a los cólicos de Uri. Para colmo, entre que me sentía para la mismísima mierda, el aire en el exterior se sentía mucho más húmedo y pesado de lo habitual, por lo que me costó respirar en la espesura de la selva. Miré hacia el cielo. No había mucha luminosidad debido a las nubes de lluvia que, poco a poco, pronosticaban el comienzo de la época de tormentas. La época más difícil para una mujer soltera en la selva, según mis amigos.
Mis pasos eran lentos, pues mis pies con botas a cordones se hundían en el suelo musgoso. El barro se impregnaba en mi calzado, y cada paso era un reto. Y, aunque mamá tuvo razón al decir que me acostumbraría a la peste, me sentía tan mal que todos aquellos hedores de la selva terminarían por hacerme vomitar.
Oí un crujido, giré entonces con mi lanza hacia todas partes. No había nada allí, pero comencé a apresurar el paso. No recolectaría frutas, iría directo con la aldea de koatás porque tenía un muy mal presentimiento.
El aire se volvió más frío y un extraño silencio llenó la selva. Solo se oía el viento, ni siquiera las aves, como si estas temieran efectuar cualquier pequeño sonido.
De repente, como si mi cuerpo supiera algo antes que mi mente, los vellos de mi piel se erizaron y mi corazón comenzó a latir mucho más rápido de lo normal.
«Corre» fue la orden que dio mi cerebro, entonces comencé a correr por instinto, sin saber por qué. Solo me sentí en peligro.
Me escondí tras un gran árbol justo cuando una lanza se clavó en la gruesa y rugosa corteza del que estaba frente a mí. Abrí los ojos con desesperación, jadeante.
—Aún no es temporada de tormenta para que haya naweles por aquí —murmuré—. Es pronto, es pronto aún…
Comencé a oír un silbido.
—Pequeña hembra, ¿dónde estás? —canturreó la grave voz de un macho por allí.
Tenía deseos de llorar, pero recordé los consejos de Yoyo. Me aseguré de estar a favor del viento y no en contra, para evitar que mi aroma pudiera llegar hasta él. Respiré hondo varias veces y apreté en mis manos la lanza, que era la única arma que en verdad sabía utilizar.
Vi unos ojos amarillo brillante en la rama de un árbol, balanceaba su cola al verme. Era… un jaguar enorme, uno negro. Uno de pelaje negro.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y oí nuevamente la voz del macho más cerca, pero provenía de atrás y no de ese jaguar en el árbol. Este solo me miraba al balancear su cola. No estaba segura de si acaso estaba esperando su momento para cazarme. Lo haría si me movía, se lanzaría sobre mí. Estaba segura.
Cuando oí la voz más cerca comencé a correr. Corrí tan rápido como pude, sosteniendo a Uri con una mano y la lanza con la otra. Los músculos de mis piernas ardían por el esfuerzo, mi pecho escocía por aspirar todo ese aire húmedo y los hedores del lúgubre paisaje. Mis pies se hundían y no me permitían avanzar tan rápido como me hubiera gustado.
Necesitaba llegar con los koatá y poner a salvo a mi hijo, si me devoraban no importaba. Lo único importante era el bienestar de mi bebé.
Giré para ver a ese macho que me seguía de cerca, estaba en su forma normal, bípedo y humanoide. Lo vi tomar la lanza que había quedado clavada en un árbol. Su piel era dorada y con manchas negras, parecía no tener vello corporal y era muy musculoso. Sus ojos eran verdosos y tenía una siniestra sonrisa llena de colmillos largos.
Aumenté la velocidad al correr por sobre las raíces para evitar el fango pegajoso. Estaba cerca de la aldea, y quizá por eso cuando giré para ver si lo estaba perdiendo fue que ya no vi a un hombre rubio allí, sino a un verdadero jaguar inmenso. Más grande que los animales de mi época.
—Voy a morir, no puede ser —sollocé al correr, muy agotada. Besé la cabeza de Uri y me detuve—. Mami va a protegerte, hijo.
Giré sobre los talones con lanza en mano, porque el macho no me iba a dejar llegar hasta los amables monos, y quizás incluso los atacaría también por mi culpa.
Pareció sorprenderse de verme lista para luchar.
Sus ojos verdosos parecían brillar ante la idea de devorarme de un solo bocado. Dio un rugido que hizo vibrar mi corazón y logró erizar aún más mi piel. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal, con una gota de sudor frío, mientras lo veía rodearme lentamente. Listo para atacar.
Mis manos temblaban al sostener la lanza, pero seguí con mi vista cada uno de sus movimientos. Tenía una sola oportunidad, o tal vez ninguna, por eso no le quité la vista de encima y apreté con fuerza mi única esperanza de vida.
—Una hembra cazadora, qué curiosidad —ronroneó con voz grave—. Tiembla, pequeña, tiembla. Me gusta cuando tiemblan antes de morir.
Me paralicé en ese mismo instante.
—¡Aléjate, monstruo horrendo! —grité e hice ademán de apuñalarlo si se acercaba—. ¡Vete de aquí!
—¿Habla? —dijo con sorpresa y luego gruñó—: Más divertido para mí…
Entonces atacó, se abalanzó sobre mí y me hice a un lado para clavarle la lanza al pecho. Sostuve la cabecita de Uri en la cangurera, seguía mamando mi seno, inconsciente del peligro en el que su estúpida madre lo había metido.
Volví a dar una estocada con la lanza y él se alejó con una risita para rodearme. Analizaba mis movimientos.
No me estaba tomando en serio, solo jugaba conmigo. Jugaba con su comida el gigante gato horrible.
Moví la cangurera hacia atrás para proteger a Uri, por si llegaba a darme un mordisco o clavaba sus garras en mi pecho. Y, justo cuando volvió a atacar y estaba dispuesta a llevarlo conmigo a la tumba, un gran jaguar negro cayó desde las ramas en el medio. Le dio un arañazo con sus garras y rugió con fuerza en su rostro, de forma incluso más temible que el otro.
—¡Es mi presa! —gruñó el jaguar rubio.
—¡Estás en mi territorio, Nohak! —rugió el otro—. Lo que está en mi territorio me pertenece.
Ahora eran dos. Dos jaguares peleando allí mientras discutían. Comencé a retroceder lentamente, sin darle la espalda a ninguno, porque era claro que se peleaban por su presa.
Y esa presa era yo.
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