Capítulo OCHO | parte 3



Se sintió extraño pasar la noche en la guarida de Knox, en una cama que no era la mía. Me costó un poco conciliar el sueño, pero me aferré a Uri para poder dormir al menos un par de horas. Knox había dormido afuera, en los árboles frente a nosotros. Un par de veces me asomé por la puerta para ver si él estaba allí, temerosa de que nos hubiese dejado.

—Sigo aquí, Erin. Descansa —decía él cada vez desde su ubicación.

Y yo, nuevamente, cerraba la puerta y regresaba a acostarme junto a mi hijo.

Por la mañana no pude encontrar a Knox por ninguna parte, pero aproveché para cambiarle el pañal a Uri, que apestaba horrible. Debía lavar los pañales enseguida, pero no estaba muy segura de dónde podría sacar el agua suficiente.

Knox llegó poco después, con unas aves colgando de su boca. Las acomodó en el suelo frente a mí y me dirigió una sonrisa.

—Buen día, Erin. Tu dieta debe ser variada, así que te traje esto para ti y para Uri.

Sonreí en respuesta.

—Aquí no tengo cacerolas ni nada como para hacer un estofado, me gustaría hacer eso. Supongo que lo haré asado.

Él me miró con curiosidad, porque a su lado por lo general asaba la carne sin más sazón que el que le otorgaban las brasas.

—Usa mis cuencos y vasijas, resisten el fuego.

—Creí que ustedes no cocinaban la comida —dije, realmente sorprendida.

—No lo hacemos, no al estilo humano, pero hervimos agua para algunas situaciones, especialmente para esterilizar. Úsalas con libertad, son tuyas.

Asentí con una sonrisa y dejé a Uri a su cuidado para poder revisar sus pertenencias. Seguía habiendo muy poca iluminación allí, pero al menos llegaba a ver la estantería a un costado con canastos y ollas de barro. Había algunas que estaban rajadas, tal vez por el tiempo o el clima, pero una de ellas parecía estar intacta. No era muy grande pero serviría para hacer un pequeño estofado para mí y para Uri. Tenía algunas raíces y zanahorias en mi bolso, así podría darle algo más de sabor.

Dejé la olla de barro en el suelo, tenía una delicada pintura de cielo estrellado. Quería ver si tenía también algunos cuencos para servir la comida, tal vez algún utensilio de cocina. Revisé entre sus canastas, aprovechando que tenía su permiso, pues él jamás nos dejaba tocar sus cosas.

Mi rostro, entusiasmado, cambió en un solo instante. Se me borró la sonrisa y comencé a sentir un nudo en la garganta al ver allí pequeños juguetes de madera. Había una sonaja, una muñeca de tela con su cola de nawel, y había, también, pequeños vestidos que solo podrían entrarle a una niña pequeña. Con las manos temblorosas tomé uno de esos pequeños vestidos, era tan delicado, con volados y puntillas. Era el trabajo de una profesional. El trabajo de Thara.

El vestido era tan pequeño...

Mashalweni era prácticamente una bebé cuando la mataron esos hombres. Humanos como Ren, como su familia, con la capacidad de hablar, de vivir en sociedad. La mataron, probablemente, solo por odio, o tal vez por venganza. Sorbí por la nariz y respiré hondo varias veces de solo pensar en eso. De solo pensar en perder así a Uri, y del dolor que Knox sentía día tras día. Si sus canastas tenían las pertenencias de su hija era entendible que jamás nos dejara tocarlas.

—¿Estás bien, necesitas ayuda? —preguntó Knox desde afuera—. ¿Está muy oscuro para ti? A veces olvido que los humanos no ven en la oscuridad.

Respiré hondo, tratando de que mi voz se oyera lo más natural posible cuando dije:

—Estoy bien, es un poco pesada pero puedo sola. ¿Tienes cuencos?

—Sí, está dentro de la vasija rota, la de flores.

Me sequé las lágrimas de los párpados antes de que terminaran por caer. Inspiré y exhalé varias veces, hasta que pude recomponerme lo suficiente y tomar esos cuencos del jarrón roto.

Al salir los encontré a ambos jugando. Knox ponía voces chistosas y agudas, muy distinta a su voz grave y profunda usual. Uri se reía a carcajadas y abrazaba la cabeza del gran jaguar. Le enseñé las cosas con una sonrisa que no tardó en responder, y mientras que ambos se divertían comencé a preparar el fuego para hacer el almuerzo. Luego me tomé el trabajo de desplumar las aves y limpiarlas bien. Las dejé colgando por un rato.

—¿Te molesta si limpio un poco dentro mientras espero? —pregunté—. Es que huele horrible.

—Debe oler a mí, ¿huelo horrible? —Abrió los ojos con sorpresa.

—No, claro que no —me reí, algo enternecida por su preocupación—. Huele a humedad, creo que algunas hojas se están pudriendo y quiero sacarlas.

Él asintió, así que ingresé dentro pero dejé la puerta abierta para poder ver mejor. La selva de por sí no era muy iluminada, y esa guarida sin ventanas no ayudaba en lo absoluto. Comencé a tomar un par de hojas de palma que apestaban en un rincón y las fui sacando poco a poco. Ahora tenía la increíble necesidad de limpiar cada guarida de Knox.

Cuando finalicé, algo agotada, él me miró con pena.

—Lo siento, no me di cuenta que estaba tan sucio —Bajó la mirada—. Yo no soy... No era así.

Me acerqué a él y acuné su rostro en mis manos, para poder verlo a los ojos. Él siempre se veía triste, aunque tenía pequeños momentos de felicidad cuando estaba con Uri, o conmigo. Lo había visto tan intimidante la primera vez que lo vi que ni siquiera me había dado cuenta de lo triste que era su mirada.

—Está bien, Knox. No me molesta hacerlo. Tú tienes cosas más importantes que hacer o pensar.

Continuó con la mirada baja.

—Yo no era así... —repitió.

—A veces, cuando las tristezas son tan grandes como para envolverte entero, limpiar, bañarse, incluso comer, pueden dejar de ser una prioridad —dije con voz suave—. Está bien, Knox. Yo estoy aquí para ayudarte, puedo hacer que ese peso sea más ligero.

Él abrió su boca para decir algo, pero al instante se puso en alerta y comenzó a gruñir.

—Es uno de esos humanos —dijo con asco.

Alcé entonces la mirada hacia los árboles que estaban camino al búnker. Y en un principio no sucedió nada, pero solo unos minutos después apareció Marcelo por allí, con un arco de flechas y un carcaj en la espalda. Tenía su cuchillo en la mano, con el que se iba abriendo paso por entre la vegetación.

—¡Oh, Erin! —dijo y sonrió—. No esperaba verte por aquí.

Knox gruñó nuevamente.

—Regresaré más tarde, o tal vez mañana dependiendo de cómo estén las cosas en el búnker —Lo observé de arriba hacia abajo, especialmente a sus fuertes brazos que se notaban gracias a su camiseta sin mangas—. ¿Saliste a cazar?

—Petra sigue controlando la situación, así que esta vez salí solo —dijo y miró hacia Knox—. Hola, Knox. No me quedaré mucho tiempo, puedes dejar de gruñirme, a mí no me intimidas en lo absoluto.

—Deberías sentirte intimidado. Deberías estar aterrado —dijo Knox con sus músculos tensos

—Considerando que estoy especializado en supervivencia en la selva, y que antes de encontrarme con Petra ya me había cruzado con tu gente, pues no. No me intimidas.

—Si te hubieras cruzado con mi gente estarías muerto.

—Uhm... Pues los muertos son ellos, yo sigo aquí.

Marc comenzó a acercarse a nosotros, por lo que Knox comenzó a gruñir y a estar mucho más tenso. Posé entonces mi mano en su lomo.

—Knox, tranquilo. Marc es un amigo.

El fuerte nawel parecía reacio a la idea de no atacar, pero siseó con asco y dirigió su mirada hacia otra parte. Sin embargo, en el momento en que Marc posó su mano sobre la cabecita de Uri, Knox casi se abalanzó sobre él y tuve que detenerlo.

—¡Tranquilo! Es un amigo, lo sabes —resoplé y dirigí la mirada hacia Marc, quien parecía divertido por esa situación—. ¿Puedes decirme cómo están las cosas por allá?

—Ren se ha esforzado en explicarle a su familia lo que pasó, aunque sus padres siguen enojados y no quieren saber nada de ti —Torció los labios, colocó sus manos en la cadera y miró hacia Knox—. Un poco exagerada tu reacción, pero supongo que si alguien viera a mi esposa desnuda le arrancaría los ojos y la yugular.

Comencé a reírme.

—Sería entendible porque es tu esposa, pero no es nuestro caso. No soy esposa de nadie —suspiré.

Marc alzó una ceja y luego comenzó a reírse.

—Debo haber imaginado cosas, lo siento. El aburrimiento me hace desvariar —Posó su mano en mi cabeza para acariciarme como si fuera su hermanita—. No te metas en líos, preciosa. Iré a cazar antes de que Dan intente escaparse nuevamente.

Con una sonrisa en el rostro lo seguí con la mirada, y aunque sabía que estaba mal aprecié de ver su tonificado y precioso trasero mientras se alejaba. Sonreí de costado, porque era una muy buena imagen que consolaba mi solitario corazón.

—Hueles asqueroso —gruñó Knox con fastidio—. ¿Te atrae ese humano?

—Es sexy, no puedes negarlo —suspiré y dirigí la mirada hacia mi malhumorado amigo—. Tiene pareja así que no puede ser mi compañero, solo aprecio los paisajes hermosos.

Knox miró hacia donde Marc se había ido. Ya no se divisaba su figura, la vegetación era demasiado espesa como para ello. Aún así no corrió la mirada de ese camino por largo rato, luego dirigió su mirada hacia mí.

—¿Ese es el tipo de macho que te gusta? Es la primera vez que huelo deseo en ti.

—Sí, es completamente mi tipo —dije con una sonrisa—. Te había dicho que me gustan los hombres de piel bronceada o morena, con buenos músculos y más altos que yo.

Nos quedamos en silencio por un momento, y aunque en un principio Knox continuo algo tenso y de mal humor, terminó por cambiar su estado de ánimo al divertirse con Uri.

Aproveché ese momento para preparar el almuerzo, ya podía usar las aves en un estofado. Corté las verduras que llevaba en mi bolso y algunos trozos de ave, aunque dejé una intacta para que Knox pudiera comer también.

Me gustaba ver a Knox jugar con Uri, se veían muy lindos juntos. Uri se reía a carcajadas junto a él. Le daba gracia cómo movía la cola y lanzaba una adorable carcajada al aire. Knox entonces le hacía cosquillas con su cola para hacerlo reír. Siempre era tan cariñoso con él, le hacía caricias con su cabeza o le hablaba con voz suave.

—Bababá —balbuceó Uri y abrazó a Knox.

—Bababá para ti también, pequeño —respondió con una risita.

Dejé la comida al fuego para poder lavar los apestosos pañales de Uri, antes de que el calor hiciera que el hedor fuera insoportable.

—¿Puedes mirarlo?

—¡Claro! La estamos pasando muy bien —dijo mientras jugueteaba con su cola para hacerlo reír.

—¿Dónde puedo hacerlo?

—Hay un arroyo pequeño en esa dirección, está cerca de aquí y es tan pequeño que es imposible que te cruces un kei. Es demasiado adentro de mi territorio —dijo con una sonrisa al acariciar a Uri con su nariz—. Puedes ir tranquila, estarás a salvo y yo cuidaré de este pequeño.

Asentí y tomé en mis manos los pañales y el jabón que tenía en mi bolso. Knox había tenido razón, no caminé tanto por la selva y ya había encontrado el pequeño arroyo. Era en verdad muy pequeño, apenas corría un poco de agua que me sería útil para la limpieza. Comencé mi trabajo de enjuagar y refregar los pañales, aunque nunca directamente en el agua. No quería contaminarla y poner en peligro a quien quisiera beber de allí.

Oí un crujido y me sobresalté, pero vi a lo lejos dos seres extraños. Eran silenciosos pero esbeltos, así que podían verse por sobre la vegetación. Sus pieles eran canela y de cabello castaño dorado. Parecían ser una pareja de iwases, porque uno de ellos tenía cornamentas sobre la cabeza.

«Son bellísimos» pensé al verlos.

La hembra pareció oír el sonido que hacía al refregar, sus orejas se movieron y dirigió al instante sus grandes ojos negros hacia mí. Era en verdad muy hermosa. Se sobresaltó por un instante pero cuando la saludé con un alegre movimiento de mano en el aire, ella me sonrío, para luego correr hacia los árboles.

Tenían rasgos humanos, aunque no tanto como los koatá, sin embargo eran un millón de veces más hermosos y delicados.

Con una sonrisa continué lavando los pañales de mi hijo. Le contaría a Knox que los había visto. Si se habían adentrado tanto en el territorio de él era porque debían saber que él no los atacaría.

No tardé tanto, tal vez una media hora, y cuando regresé hacia donde estaba Knox y mi hijo, dispuesta a contarles lo que había visto, allí vi una bestia humanoide negra de largo cabello con mi hijo en sus brazos, en cuclillas en el suelo.

—¡Aléjate de mi hijo! —grité.

—¡Soy Knox! —chilló y aferró más a Uri hacia él.

Lo miré con sorpresa, porque no era posible que fuera él. Knox odiaba usar su forma real, prefería morir como salvaje antes de volver a utilizar esa forma. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas y parecía estar en shock, con sus ojos amarillos brillantes abiertos de par en par.

—Estoy aquí, Uri. Estoy aquí —sollozó al aferrar a mi bebé, que lloraba también—. Llegué a tiempo, esta vez… esta vez llegué a tiempo. Estoy aquí. Esta vez sí llegué a tiempo.

Bajé la lanza y me acerqué a ellos, y aunque quería apreciar la perfecta y bella forma de Knox, estaba mucho más preocupada por verlo llorar.

—¿Knox? ¿Está todo bien?

Dejé la ropa limpia a un costado, sobre una roca, y me acerqué lentamente hacia él, porque estaba jadeante y muy nervioso.

Tenía una de sus manos, con largas uñas como garra, aferrada a la cabecita de Uri mientras lo abrazaba. El pánico se veía en todo su rostro y en el temblar de su cuerpo.

—Había una serpiente venenosa, muy venenosa… No la había visto, se acercó a Uri y… y reaccioné a tiempo —sollozó y besó la cabeza de mi bebé—. Está todo bien, Uri, estoy aquí.

—¿Quieres dármelo? —pregunté al estirar mis brazos para recibir a mi hijo.

Knox, sin embargo, lo aferró hacia él.

—Solo un poco más, por favor. Por favor, Erin, solo un poco más.

Me senté frente a ambos, tratando de comprender lo que estaba pasando. Mi corazón latía velozmente por los nervios. ¿Una serpiente? ¿Una serpiente peligrosa había atacado a Uri? ¿Cómo es que Knox no la sintió? Mi pecho comenzó a levantarse más rápido, en una taquipnea.

Necesitaba tranquilizarme. Uri estaba a salvo, estaba bien, pero Knox... Lo miré con atención.

La piel de Knox era igual de negra azulada que en su forma salvaje, su cabello era largo y negro, caía por su espalda hasta la cintura como una cascada. Sus ojos eran pequeños y almendrados, con la esclerótica oscura que hacía resaltar el iris amarillo brillante. Sus cicatrices de batallas se notaban mucho más, garras en su boca, del lado izquierdo, también en su cuello y en otras partes de su increíblemente musculoso cuerpo… desnudo.

Estaba desnudo.

Tragué saliva y apoyé con suavidad mi mano en su hombro.

—Está bien, Knox. Lo hiciste bien —dije con suavidad—. Uri está a salvo gracias a ti. Lo hiciste bien.

Dirigió sus ojos hacia mí, aún muy consternado, y entonces asintió. Me extendió a Uri, a quien pude tomar en mis brazos para poder amamantarlo y así lograr que dejara de llorar. Lo más probable era que su llanto se debiera al miedo de Knox. De todas formas le di un beso y lo mecí en mis brazos, tarareando una canción.

—Lo siento, perdón, debí… —balbuceó Knox con su grave y profunda voz ahora quebrada por la angustia—. Debí estar más atento, debí…

—Knox —dije de forma suave—. Está bien, es una selva. Hay toda clase de criaturas, y tú lo salvaste. ¿Lo entiendes? Salvaste a Uri.

Knox se dejó caer al suelo y se cubrió el rostro con sus manos, con uñas largas como garras. Lloró tan fuerte que sentí mi corazón destrozarse, y tuve que morder mis labios para evitar llorar, porque sabía que recordaba a su hija. Y estaba segura de que perder a Uri habría acabado, no solo conmigo, sino también con él.

Lloró tanto y tan fuerte que comencé a sentir el escozor de la angustia en mi garganta, y un conocido aroma salado en la nariz. Parpadeé varias veces para evitar llorar también por verlo así, por saber que mi hijo pudo morir, y respirando hondo apoyé mi mano en su cabeza para correr un larguísimo mechón de cabello.

—Está bien, Knox. Está bien, estoy aquí.

Él se sentó al instante. Era tan grande en su forma real, tan... musculoso e inmenso. Tragué saliva y fijé mi vista en sus ojos amarillos cuando el posó sus manos en mis mejillas.

—Erin —sollozó y pasó con suavidad su pulgar por mi pómulo—. Eres tan suave.

—Está bien, Knox. ¿Quieres tocarme, quieres abrazarme aprovechando que estás así? —dije y le dediqué una sonrisa triste—. Haz lo que desees conmigo.

Él me miró con dudas. Estaba tan destrozado, se veía débil y sin fuerza, como si todo lo que él era hubiera desaparecido junto con esa serpiente. Entonces, con sus manos temblorosas me abrazó, aferrando sus dedos a mi cabello y espalda.

—Está bien. Estoy aquí —susurré, abrazándolo junto con Uri, quien aún mamaba de mi pecho—. Estoy aquí, Knox. No me iré a ninguna parte, estoy aquí.

Se mantuvo aferrado a mí por largos minutos que se sintieron infinitos. Aún estaba intranquila, pero me esforcé por verme estable para poder sostenerlo en ese momento tan vulnerable.

Knox comenzó a cambiar de forma, como si ya no soportara seguir en su forma real. Verlo cambiar era algo extraño y hasta tenebroso, toda su carne se deformaba y retorcía hasta convertirlo en ese enorme jaguar que conocía tan bien.

—Perdón —rogó con la voz quebrada, pero ya sin lágrimas en ese cuerpo—. Perdón.

Estaba nerviosa, porque la idea de perder a mi hijo destrozaba mi alma. Saber que era tan frágil y que solo un instante, un error, podía cambiarlo todo era terrible. Pero también sabía que no era culpa de él, y no supe en ese momento cuánto podría afectar a Knox haber perdido a su compañera, a su hija y casi perder, también, a Uri.

No supe cuánto podría llegar a herirlo.

~ • ~

Por los dioses, adoraba a este niño. Su sonrisa era la más bonita, su risa me obligaba a reír y sonreír con él, y sus abrazos me encendían el alma.

Era muy extraño ver tan hermoso a una cría humana. Tenía su piel dorada, no era rojiza como la de su madre, que parecía como la bella arcilla del río. Su corto cabello era negro, y sus ojos se veían igual de verdes que los de Erin. Pero lo más bonito de este niño era esa risa llena de alegría infantil.

Uri se sentó solo, lo felicité por ello y me acerqué a los muñecos que Erin había hecho para él, estaban junto a la puerta de la guarida. Los tomé con cuidado con mi boca, para no romperlos luego de todo el trabajo que ella se tomó en hacerlos, con tanto amor, con tanta dulzura. Cuando di la vuelta para llevárselos al pequeño, vi tras él una serpiente que bajaba por el tronco de un árbol directo hacia él.

Corrí hacía allí y salté para hacerlo a un lado antes de que lo picara, lo que sería una terrible muerte para él. Y mientras giraba por la tierra, protegiendo a Uri, comencé a regresar a mi forma original, para poder aferrarlo y protegerlo con mi vida. Con las garras de mi mano corté la maldita serpiente a la mitad y la arrojé lo más lejos posible.

Uri lloraba, muy asustado. Tal vez por la serpiente, tal vez porque rodamos juntos por el suelo, o tal vez porque no me reconocía en esa forma.

—Está bien, Uri, está bien, soy yo —dije y lo aferré hacia mi pecho porque llevaba mucho tiempo queriendo abrazarlo—. Soy Knox.

Comencé a sentir una enorme bola de espinas que me desgarraba la garganta, un hueco en mi pecho que amenazaba con tragarme. Sentía todo mi cuerpo temblar y en alerta, y mientras lo aferré con mis manos hacia mí, comencé a llorar. Comencé a llorar porque no pude salvar a Mashalweni, llegué tarde a salvar a mi hija, pero al menos… al menos pude salvar a Uri, a Uri que solo era un bebé. A Uri, que ahora era tan mío como de su madre. Que era la alegría de mis días y el consuelo de mi alma. A este bebé, que casi muere por mi culpa.

Era incapaz de contener toda mi angustia, la culpa acumulada por tanto tiempo, por tantos solsticios. Dolía mi cuerpo, dolía mi corazón y dolía mi mente. El llanto brotó de mis ojos hasta que escocieron. Las lágrimas se abrían paso, decididas a ya no guardarse como antes.

Y yo solo era un ser estúpido, tembloroso e inútil que aferraba al bebé hacia su pecho. Si algo le pasaba, si Uri moría, Erin no me lo perdonaría jamás. La perdería a ella también, a ambos.

Yo no me lo perdonaría jamás.

Con Thara y Masha estuve lejos, tardé en acudir a sus llamados, ¿cuál era mi excusa acá? Estaba ahí, a dos pasos. Solo a dos pasos mientras que la más peligrosa de las serpientes se acercaba para llevar a Uri hacia una prematura muerte.

«No la escuché, no la olí, y por mi culpa Uri pudo morir. Porque soy un inútil, porque soy mal augurio» murmuré incontables veces en mis pensamientos.

Podía oír sus voces, las de Thara y Masha gritando. Las oía cada día al cerrar los ojos, las oía por las noches cada vez que intentaba conciliar el sueño. Y ahora se sumaba la imagen de esa serpiente y el llanto de Uri.

—Estoy aquí —sollocé al abrazarlo—. Estoy contigo, Uri. Estoy aquí.

Pero incluso cuando Erin llegó, cuando me dijo que todo estaba bien, cuando la vi amamantar a Uri y este dejó de llorar, no podía borrar la imagen de esa serpiente a punto de picarlo. Y en mi mente desfilaba la imagen de ese lindo bebé muerto por culpa de mi inutilidad. Como los cuerpos de mi familia.

Ella era tan dulce, tan amable. No merecía su amabilidad, no merecía que me tratara bien, ni que me quisiera. No merecía nada, y aún así... Aún así me aferré a ella para abrazarla, porque me dijo que hiciera lo que quisiera con ella. La abracé para sentir la calidez de su cuerpo contra el mío. Su piel era tan suave, ¿cómo pude estar tantas lunas sin tocarla, sin abrazarla, sin sentirla con mis manos?

Y me di asco, me di asco por disfrutar de esa calidez, como si fuera digno de tocarla. Terminaría por intoxicarla, como todo en mi vida, y terminaría por perderla, como pierdo todo lo que amo.

Inspiré su aroma y pasé los dedos por entre su cabello con ondas, como lianas rebeldes. Todo ella era suave, era la suavidad hecha ser, y aunque su aroma y caricias lograba reconfortarme un poco, la imagen de Uri siendo atacado por la serpiente, la imagen de Mashalweni muerta junto al río... Ambas imágenes seguían allí, en mi mente.

Y la imagen, la posibilidad de haber perdido a Uri, se uniría a ellas como fantasma.

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