Capítulo DOS

Le había hablado a mi madre de Yoyo, a quien veía bastante seguido porque ambos sentíamos curiosidad por el otro. Él siempre me traía frutas, decía que me ayudaría a que mi bebé naciera fuerte, y siempre se burlaba de que mi madre y yo comiéramos aves, porque le parecía asqueroso.

Cada vez que mamá me dejaba en la selva para irse en busca de algún rastro humano, y yo me quedaba recolectando frutas y verduras, iba hacia el lugar donde había conocido a Yoyo. Usualmente él estaba allí, sentado en una rama con sus piernas colgando y su cola que se balanceaba.

Tal vez era tonto confiar en una bestia, pero él me ayudaba a bajar frutas que estaban demasiado altas en los inmensos árboles, o me explicaba cosas de la selva que ni mamá ni yo sabíamos. Y como mi embarazo avanzaba más, y andar sola por la selva era mucho más complicado, él solía acompañarme a todas partes –al menos hasta que oía a mamá acercarse–.

–Así que tienen una aldea en los árboles —dije mientras acomodaba unas frutas en la canasta que hizo mamá.

—Sipu —dijo, estaba entretenido tejiendo unas ramas para formar sus propias canastas—. Hay muchos clanes koatá esparcidos por toda la selva, algunos están muy lejos. Nuestro clan es el más importante.

—¿Y por qué es el más importante?

—Porque tenemos a Mekaal.

«Mekaal». Lo había nombrado los días anteriores, era el líder de su clan. Yoyo solía hablar de él con admiración.

—Me dijiste que era un guerrero, ¿es el único, o por qué es tan importante? —pregunté con curiosidad.

—Porque Mekaal es el primer koatá en matar a naweles. ¿Entiendes? Una presa que mató con sus propias manos a tres depredadores.

Debía ser muy fuerte para matar con sus manos a un hombre jaguar, Dios mío.

—De donde yo vengo había una guerra, una muy peligrosa que sumergió al mundo en fuego y ceniza —Me quedé en silencio por un momento, con la mirada baja y una bola de angustia en la garganta. Recordar mi vida seguía siendo triste—. Todos murieron, excepto los que se metieron bajo tierra como yo. ¿Tú sabes algo al respecto?

—Nunca oí de alguna guerra que sumergiera el mundo en fuego y ceniza. Es raro, ¿estás segura de que no es una historia para asustar niños?

Levanté la mirada justo para verlo darle una palmadita a su canasta, que me extendió con una gran sonrisa. Se veían sus colmillos al sonreír. Era extraño porque a veces parecía tan humano como yo, y en otras ocasiones parecía más simio.

—Ojalá fuera una historia... —murmuré con tristeza, analizando esa canasta en mis manos.

—La única guerra de la que tengo conocimiento es la de expansión, cuando los naweles quisieron robar nuestras tierras y comenzaron a cazarnos mucho más. Yo era pequeño en ese momento —suspiró—. Fue una guerra sangrienta, mi padre e incluso Mekaal quedaron malheridos.

Nos quedamos en silencio por tanto tiempo que el ambiente se volvió tenso. Tal vez por eso fue que él cambió de tema.

—¿Tu madre no encontró a esos salvajes?

Me había dicho días atrás dónde podíamos encontrar a los humanos, y prometió conseguir información respecto a los hablantes. Mamá, entonces, iba cada día en busca de esos humanos a las zonas donde podíamos encontrarlos.

—No, aún no.

Torció sus labios en un gesto divertido y algo desconfiado.

—Rondan por los ríos y lagos, pero no están siempre por allí. Ya los encontrará.

La canasta que acababa de hacerme era más fuerte y resistente que la de mamá. Sabía, gracias a nuestras conversaciones, que él era recolector de frutas, pero que le gustaba ser canastero. Aunque hacer canastas no era su trabajo en el clan, era en verdad muy bueno en ello.

—Muchas gracias, Yoyo. Me gusta mucho —dije con una sonrisa al guardar más frutas allí.

Separó algunos mangos y palmeó el suelo a su lado para invitarme a descansar. Quería descansar, mi vientre estaba comenzando a volverse pesado y me agotaba más de lo normal. Dejé ir un suspiro y me ubiqué a su lado en el suelo musgoso.

—Puedo hacerte más —dijo y mordisqueó su mango.

—Háblame de tu familia. Nunca me hablas de ellos.

—Tú no me hablas de tu compañero.

Bajé la mirada, observando la fruta en mi mano. Comencé a sentir un gran nudo que amenazaba con conquistar mi pecho, por la angustia. Tuve que respirar hondo porque pensar en Lían siempre me hacía mal. Tal vez Yoyo lo notó, porque al instante dirigió su mirada hacia la copa de los árboles y dijo:

—Mi padre es el mejor guerrero de la aldea después de Mekaal —suspiró—. Mi madre es sanadora, aunque pasa las tardes cosiendo y bordando para mis hermanas.

—¿Tienes hermanas? Qué bonito.

—Sí. Gimmi es mi hermana mayor, hace poco se unió ante la luna con su compañero y están esperando una cría —explicó con una sonrisa—. Y después está Shali, mi hermana menor. Las dos son sanadoras, pero Shali es mejor en eso.

—Tu padre es guerrero, ¿tú por qué no lo eres? —pregunté con curiosidad.

Dejó ir un largo suspiro.

—No me gusta pelear. No soy fuerte, ni ágil. Nunca me gustó nada de eso, siempre quise hacer otra cosa. Me gusta recolectar frutas, y me gusta hacer canastas —sonrió—. Mi papá al principio se decepcionó de que su único hijo macho no siguiera sus pasos, pero al final lo aceptó bien.

Uhm. Tal vez mamá se llevaría bien con el padre de Yoyo, después de todo ella también estaba decepcionada de mí por ser tan débil.

Lo miré fijo mientras comíamos mango juntos, miré las largas patillas negras en sus mejillas, o su cabello que le rozaba los hombros. Me gustaba ver, también, cómo se balanceaba su cola o cómo la usaba para agarrar cosas.

—Yoyo, ¿por qué siempre vienes a verme? —pregunté sin dejar de mirarlo fijo.

—Oh, porque no tienes a tu compañero que junte alimento para ti —dijo con la boca llena—. Y está por entrar la época en donde los naweles vienen a esta zona. Suelen pelearse porque esta parte es territorio de Knox y no es bueno estar cerca de sus peleas territoriales.

—¿Knox?

—Los naweles viven en comunidad como el resto de nosotros, pero Knox es solitario y eligió este territorio de caza. No creo que él te coma, pero sus compañeros de clan sí —dijo y mordisqueó otro mango—. Es de los pocos naweles que me caen bien, no caza seres hablantes, así que no nos molesta a nosotros. A veces incluso nos sentamos a conversar.

—Yoyo, ¿me estás diciendo que eres amigo de un depredador? —Alcé una ceja con incredulidad, mientras me acariciaba el abultado vientre.

—Uhm… no diría que amigos, él no me busca, soy yo quien lo molesta —dijo con una risita—. Oye, hablando de molestar, ¿quieres conocer mi clan? Les he hablado de ti y tu madre, sienten mucha curiosidad.

No respondí enseguida, le dije que lo pensaría. Yoyo era muy conversador y parecía no estar callado ni un segundo, así que podía comprender que «molestara» a un nawel. Me imaginé a la pobre bestia queriendo huir de él. Ese tonto pensamiento me hizo sonreír.

Como llevábamos ya unas semanas conversando, hasta comenzaba a verlo bonito. Menos como un mono humanoide y más como una persona con barba y largas patillas, además de nariz ancha. Aunque claro, no se lo diría a este ser con el ego por las nubes.

Siempre se iba antes de que oscureciera, pero me gustaba conversar con él, era una buena forma de entretenerme sin televisión, música o mi smartphone.

Esa noche cociné un guisado de ave con unas raíces comestibles que me había traído Yoyo, y la verdad es que sabía muy bien. Mamá me comentó que encontró rastros de pisadas humanas, pero que los perdió por tener que esconderse de otras bestias.

—No sé qué tan confiable es ese mono, Erin —dijo y sorbió un poco del guisado—. La zona a la que me envió está llena de esos caimanes, y en la otra posible zona hay otros depredadores. Tal vez solo quiere deshacerse de nosotras.

—Me dijo que los kei, los caimanes, cazan a los humanos salvajes. Tal vez por eso está lleno de depredadores por allí.

Hizo un largo sonido pensativo, llena de desconfianza. Mamá era precavida, por supuesto, pero incluso antes de la guerra nuclear ya veía a todo el mundo como su enemigo. Rara vez estaba de buen humor, y rara vez sonreía. Solía alejar a todo el mundo de ella, como si todos pudieran ser un peligro.

—Yoyo quiere presentarnos ante su clan, tienen curiosidad por nosotras porque nunca vieron humanos que hablen —dije y mordisqueé un trozo de esa deliciosa ave—. Su líder es igual a ti, un guerrero frío y desconfiado.

—¿Un guerrero? ¿Estas bestias tienen guerras? —preguntó con la sorpresa en sus ojos.

La adicta a la guerra y la acción. Ya le había gustado la idea.

Tomé unos sorbos de agua para bajar la comida, aunque seguía teniendo mucha hambre. El embarazo me daba demasiado sueño pero también un apetito voraz, por lo que comía varias veces al día.

—Le hablé de la guerra nuclear pero él no tenía ni idea de lo que le estaba hablando —dije con un suspiro—. Me dijo que la última gran guerra fue hace tiempo, y que él era apenas un niño en ese momento. Al parecer hubo una batalla contra los naweles por el límite del territorio.

—Esos naweles no me agradan nada, según la descripción deben ser jaguares —gruñó—. Está bien. Iremos a ver a esa gente mono, tal vez puedan decirnos cómo evadir a los jaguares.

—Estamos en medio del territorio de un nawel cazador, no sé si vamos a poder evadirlos —suspiré—. Aunque estemos bajo tierra tendremos que salir en algún momento.

No volvimos a hablar de los koatás o los naweles, tampoco de las personas que esperábamos encontrar. Debido a que ya estaba en mi sexto mes de embarazo mamá ya no me hacía entrenar, pero sí me hacía armar canastas, trenzar sogas con raíces de árbol o repetir una y otra vez qué caminos debía evitar.

Al otro día ambas fuimos juntas a ver a Yoyo en el lugar de siempre, aunque él se puso nervioso y quiso trepar un árbol para huir de mi madre.

—No te haré daño, mono sucio, baja aquí —gruñó ella, cruzada de brazos.

—Eres la reencarnación de un nawel, ¿verdad? —dijo él desde lo alto—. O de la diosa de la muerte.

—Aceptamos ir a ver a tu gente, Yoyo. Tenemos preguntas —acoté con una sonrisa amistosa.

Él pareció dudoso de bajar, pero terminó por hacerlo.

—No solemos andar por tierra porque es peligroso, pero las guiaré porque en tu estado, gusanito, no podrías balancearte en las ramas —dijo, pero se mantuvo alejado de mamá.

Me di cuenta de que cuando Yoyo se asustaba hacía un chillido de mono que me daba ternura, pero luego se paraba firme con sus largas piernas y continuaba caminando. Tenía los brazos largos también, y eran musculosos por la fuerza que usaba, pero según él era más pequeño que otros de su clase porque era menos laborioso.

Nos detuvimos entre enormes árboles y al alzar la vista vi casas. Chozas hechas de ramas y hojas de palma, e incluso habían hecho puentes que unían cada choza entre sí. Era todo un pueblo en el aire, y aunque era extraño se veía bonito.

No sé qué imaginé ante las descripciones de mamá o de él, pero el aire allí olía dulce, a frutas y flores deliciosas. También olía a suaves brasas y a algo que se cocinaba. No había olor a podredumbre como en otras partes de la selva, y estaba mucho más iluminado allí. Era simplemente precioso.

Yoyo se adelantó para trepar con habilidad hasta su hogar, debíamos esperar allí abajo debido a que yo no podía trepar con semejante panza. Mamá, por supuesto, estaba lista para luchar en cualquier momento, con sus músculos tensos y su vista inspeccionándolo todo.

Solo unos minutos después descendieron varios koatás, pero el más llamativo era uno grande y musculoso con una cicatriz de garras en la mitad de su rostro. Ese ojo parecía ser ciego. Tenía el ceño fruncido y los labios torcidos con asco al vernos.

Claramente se llevaría bien con mamá.

—Erin —dijo Yoyo al señalarme—, y Petra.

—¿De verdad hablan estos seres deformes y sin pelo? —oí a uno murmurar.

—No tienen espejos según puedo notar —gruñó mamá mientras los observaba—. ¿Cuál es el líder?

—Soy yo —dijo la grave voz de un koatá, el de cicatriz en el rostro—. Mi nombre es Mekaal. Cuando Yoyogu dijo que existían seres como ustedes que tenían la capacidad de hablar, no pudimos creerlo. ¡Traigan algo para beber!

Alzó una mano y rápidamente algunos de ellos treparon para obedecer su orden.

—A nosotras también nos cuesta creer que ustedes puedan hablar —dijo mamá y lo miró de arriba hacia abajo—. De donde venimos los…

Le di un codazo para evitar que dijera la palabra «monos».

—Los que son como ustedes no hablaban —carraspeó.

Nos sentamos en el suelo. Las hembras parecían muy curiosas por mí, pero también temerosas de acercarse. Les dirigí una sonrisa amable y una, más joven que las otras, se acercó para ver mi vientre y me dirigió una sonrisa con colmillos. Era muy bonita, de piel más clara que otros, con grandes ojos negros y, aunque también tenía largas patillas, sus rasgos parecían más a los de una mujer que a los de una bestia. Tenía el cabello largo y negro en ondas, decorado con flores.

Al dar un pequeño vistazo a las demás noté que todas ellas tenían ondas en su cabello con decoraciones de flores, supuse que sería una moda. Me pregunté cómo se harían esas perfectas ondas sin una rizadora. Me daba mucha curiosidad.

—¡Mira, Erin, esta es mi hermana! Está bien fea, ¿cierto? —dijo Yoyo con una risita al señalar a la hembra.

—Soy Shali —dijo ella con una voz dulce—. ¿Puedo tocar?

Asentí y ella sonrió más al posar su mano en mi vientre, con curiosidad. Nunca habían visto a una mujer humana, mucho menos a una embarazada. Según Yoyo solo los hombres paseaban por la selva, así que era natural que tuvieran tanta curiosidad.

Mamá conversó con el fornido líder de mirada intimidante y abundante barba negra, mientras bebían algo similar a la cerveza. Yo, en cambio, fui atendida como una reina por esas hembras. Me trenzaron el cabello, colocaron florecitas allí, me hacían preguntas sobre el embarazo, sobre mi pareja y, las más experimentadas, me daban consejos para el parto.

Me producía mucha angustia que constantemente me preguntaran por Lían, porque no sabía nada de él. Tal vez murió siglos atrás. Tal vez está en algún búnker bajo tierra. Tal vez, si es que ya salió del hipersueño, tenía nueva pareja.

Ese pensamiento me produjo mucho dolor en el pecho.

Yoyo me presentó a toda su familia, aunque no necesité moverme de mi lugar. Él los arrastraba del brazo para guiarlos hasta mí, y comencé a reír al ver el rostro ofuscado de un hombre. Era parecido a Yoyo pero mayor, más fornido y musculoso, con gestos serios y –tenía que admitirlo– mucho más atractivo.

—Gusanito, este es mi padre. El gran Lumen, es la mano derecha de Mekaal.

—No me gané el nombre de «Gran», Yoyogu —siseó el inmenso koatá y asintió con respeto hacia mí—. Diría que es un gusto, pequeña hembra, pero no es la primera vez que las veo.

—Oh... Bueno, ¿gracias? —balbuceé.

—Discúlpalo, tu madre le clavó una flecha en el brazo una vez —susurró Yoyo en mi oído—. Ilma y papá fueron los encargados de vigilarlas, pero yo fui el único con huevos para acercarse.

—Te oí, Yoyogu —resopló su padre y clavó sus ojos oscuros en mí—. Una feroz hembra tu madre, pero por lo que veo solo te estaba protegiendo. ¿En cuántas lunas darás a luz?

—Creo que en tres o cuatro, no estoy muy segura.

Lumen hizo un largo sonido pensativo y giró la cabeza para ver hacia otra parte. Su cabello era largo por la mitad de la espalda, lo llevaba recogido en una complicada trenza.

—Mi esposa es sanadora, cuando sea el momento puede ayudarte.

Asintió con respeto hacia mí y luego nos dio la espalda para alejarse. Tenía una caminata dura pero confiada, y aunque se veía fuerte no me intimidaba tanto como su líder, Mekaal.

Los koatá nos invitaron a comer con ellos, incluso tocaron música con unos instrumentos hechos de madera y calabazas. Fuimos sus invitadas de honor, así que mamá y yo estuvimos sentadas en todo momento porque prácticamente no nos dejaban movernos. Nos daban agua, cerveza o jugos, y el almuerzo consistió de una ensalada de distintas hortalizas, verduras y también algunas frutas.

Eran un pueblo muy amable, servicial y parecían unidos entre sí. Todos vestían de verde con telas que hacían ellos mismos, Yoyo me explicó que habían encargadas de hacer hilos de cáñamo con la que hacían su vestimenta. Algunas otras hembras hacían intrincados bordados, que cambiaban según la moda. Pude notar que en las mujeres estaban de moda las flores en el cabello, el cual peinaban en ondas, y usaban vestidos de macramé que permitía ver algo de piel debajo. Los hombres, en cambio, usaban blusas con escote en V que permitía ver su fuerte pecho. Aunque Yoyo no llevaba ese estilo, él usaba más bien blusas sueltas.

Luego de las conversaciones y festejos que hicieron debimos regresar al búnker. Yoyo volvió a guiarnos, aunque esta vez en compañía de su líder Mekaal. Lo miré de reojo de vez en cuando, era realmente intimidante con su ceño fruncido y sus cejas negras caídas sobre sus ojos. Era musculoso, inmenso, incluso más que el padre de Yoyo, y su voz grave me intimidaba mucho más.

Al llegar al búnker el líder de los koatá se mostró curioso por nuestro «hogar», pero no dijo nada. Juzgó en silencio con un gesto para nada disimulado. Ambos se despidieron de nosotras, y cuando ingresamos al búnker mamá se aseguró de sellarlo bien y unimos la información adquirida. Los naweles cazaban durante todo el año, pero como estábamos en el territorio de Knox era improbable que nos crucemos a muchos de ellos. Lo que sí era probable era que en la temporada de lluvia algún nawel rebelde quisiera robarle presas a Knox, y con eso estaríamos en medio de una batalla territorial.

—Es complicado, los monos esos dijeron que para evitar ser atacados por el jaguar ese tenemos que hablar durante las expediciones —siseó mamá—. ¿Pero con eso no atraemos a los otros?

—Dijeron que no es probable que nos crucemos a alguno. O ese Knox no sabe que estamos aquí, o ya nos olió pero no le dio importancia.

~ • ~

A veces éramos invitadas a comer con los koatás, aunque la comida de ellos siempre me dejaba con hambre. Eran de buen comer, pero frutas, raíces, corteza e incluso flores e insectos, y yo necesitaba carne roja. Carne de verdad, aunque obvio jamás se los diría.

Me había hecho amiga de Shali, era muy dulce y amable, y me explicaba todo con mucha más paciencia que su hermano. Al principio Yoyo se puso celoso de nuestra amistad, pero luego pareció acostumbrarse a la idea. A veces, incluso, él me dejaba a solas con ella para irse a pasear con un macho del clan, un koatá alto y fuerte con el rostro siempre enfadado.

Luego de un par de semanas tuve que dejar de ir a ver a los koatás porque cada vez me costaba mucho más movilizarme. Estaba en mis últimos tiempos, y aún no habíamos encontrado a los humanos.

—Seguro esas alimañas ya se los comieron —gruñó mi madre con molestia, mientras preparaba nuevas flechas para cazar aves—. No puede ser que llevemos seis meses aquí y aún no hayamos encontrado a nadie.

—Tal vez los otros bunkers estaban más lejos del nuestro —dije con un gran gesto de dolor. Los cólicos eran cada vez más intensos.

—Tendré que arriesgarme e ir hacia las zonas peligrosas, antes de que las lluvias comiencen y se escondan.

—¿No puedes esperar? Mekaal y Lumen dijeron que te ayudarían luego de que pasen las tormentas.

—Tiene que ser antes de eso. ¿Y si esos malditos jaguares los caza? No puedo esperar tanto, estos malditos monos no lo entienden —gruñó.

—Creí que te caía bien Mekaal...

Chasqueó la lengua y luego dejó ir un largo suspiro.

—Me cae bien, pero no entiende lo que es ser las únicas humanas aquí.

Me levanté de la cama para poder continuar cosiendo una ropita de bebé en la que estaba trabajando. Los koatás me habían dado sus tejidos verdes, que les ayudaba a mezclarse en la naturaleza. También me obsequiaron una cangurera de tela para poder transportar al bebé pegado a mi pecho, o en mi espalda como hacían ellos.

Estaba cosiendo con tranquilidad cuando el dolor fue mayor y mis piernas, bajo la falda, se sintieron húmedas.

—¿Mamá? —dije al ver el charco en mis pies.

—¡Ah, carajo, Erin! Es el momento.

—Y si... ¿Y si buscas a la madre de Yoyo? —balbuceé con miedo y mucho dolor en la cintura.

—No puedo dejarte sola y no puedes ir así por la selva.

Carajo, carajo, carajo. Mamá no era partera, las koatá estaban acostumbradas a parir en la selva, maldita sea.

Cada hora que pasaba era un martirio donde deseé morir incontables veces, porque sentía mi pelvis abrirse. Toda parte de mí dolía, todo era sufrimiento. Jamás me había sentido tan mal antes, e incluso vomité a un costado. El mayor punto de dolor era mi cintura y la zona lumbar, que llegaba hasta mi pelvis cada vez que mi panza se ponía dura por una contracción. Los cólicos eran insoportables, igual que la presión en mi cadera que parecía abrirse.

No dejé de llorar y gritar en ningún momento, en especial al pujar. Estaba cubierta de sudor y muy cansada, pero debía continuar esforzándome aunque deseaba morir en ese momento para no sufrir más.

Con un último grito gutural, donde sentí que moriría en ese mismo instante, sentí liberación. Paz. Y luego se oyó el llanto. Apenas conseguía mantener los ojos abiertos de tan agotada que estaba. No tenía fuerzas y mis piernas no dejaron de temblar, tenían espasmos por el esfuerzo.

—Es un varón, hija —dijo mi madre con una sonrisa y lo colocó en mi pecho—. ¿Ya pensaste el nombre?

Miré con dificultad a mi pequeño bebé sobre mi pecho porque estaba en verdad muy agotada, aunque al menos ya no sentía dolor. Era tan pequeño y hermoso, su llanto representaba la vida, mis sueños, el futuro y también el pasado. Llené su cabecita con lágrimas de felicidad, porque al fin lo tenía entre mis brazos.

—Uri —dije con un sollozo y lo besé—. Uri, como el abuelo.

Mamá sonrió, supuse que estaba enternecida de que escogiera el nombre de su padre.

De no estar bajo tierra toda la selva nos habría oído, por mis alaridos de dolor y el fuerte llanto de mi hijo, pero no me importaba. Estaba feliz solo de tenerlo entre mis brazos, aunque también sentía mucha tristeza de que no tuviera un padre en su vida, como yo. Como yo que sufrí tanto la ausencia de un padre y el deseo de que algún día ese desconocido viniera por mí.

Mi madre salió del búnker una vez Uri se quedó dormido, luego de tomar el pecho. Debía enterrar las telas que envolvían la placenta, llenas de sangre. Ese fue el consejo que nos dieron las hembras koatá, enterrarlo lo más lejos posible de nuestro establecimiento. Eso evitaría llamar la atención de los depredadores por el olor.

A partir de ese momento todo comenzó a ser más complicado, porque ya no podía salir del búnker con un bebé recién nacido que lloraba ante el mínimo estímulo. Era mi madre quien recolectaba frutas y cazaba, aunque a veces los koatá venían a dejarnos canastas con alimentos.

Para mi sorpresa, cuando Uri cumplió su segundo mes de vida, mamá permitió que Yoyo bajara al búnker a visitarme.

—¡Wow! ¡Qué frío hace aquí! Qué lugar tan feo y triste —dijo con un gesto asqueado al ver alrededor.

—¿Felicidades, Erin, no? —dije con una ceja alzada.

Él se rió al acercarse a mí, aunque primero observó al bebé.

—Vaya, es igual de feo y sin pelo que tú —dijo con una risita—. Pero se ve adorable, feo pero adorable.

—¿Te viste la cara, Yoyo?

—¡Claro! Soy bellísimo —sonrió y corrió un mechón de cabello tras la oreja—. Y muy popular con las chicas.

—Tan popular que sigues soltero, ¿eh?

—Es que no puedo escoger compañera entre tantas chicas hermosas —dijo con una sonrisa de costado y se sentó a mi lado—. ¿Qué tal tu hijo? ¿Duerme bien? Allá en la aldea cuando nace uno es imposible dormir.

—Dormir está siendo complicado, pero lo tolero.

Yoyo me miró en silencio. Su rostro estaba serio, lo cual era muy extraño en alguien tan activo y bromista como él.

—¿Sucede algo?

—Debes conseguir un compañero lo más pronto posible, ahora que nació tu hijo será más sencillo que encuentres uno —dijo con esa mirada intensa y preocupada—. La vida aquí en la selva no es fácil para las hembras, mucho menos para las hembras sin compañero.

—Aún no encontramos humanos, y ellos son un poco más reacios a salir con mujeres con hijos recién nacidos —suspiré—. Tampoco quiero salir con nadie.

—¿Salir? No entiendo —torció el cuello para verme, con la confusión en sus ojos—. Solo necesitas un compañero que se haga cargo de ti y tu cría. Muchos machos ayudan en esas ocasiones, especialmente los más ancianos o los que no consiguen compañera.

—¿Como tú? —bromeé.

—Oye, creí que había quedado claro que estoy solo porque no puedo elegir entre todas —siseó—. Hablo en serio, gusanito. En una luna comienza la temporada de lluvia, van a ser tiempos difíciles para una hembra criando sola.

Oí la puerta de entrada así que dirigí mi mirada hacia allí. Mamá bajaba por la escalera con su arco colgado al hombro.

—Si te preocupa que esté sola entonces guía a mi madre hacia los humanos, no podemos seguir esperando a tu padre o a Mekaal —dije en voz baja, mientras miraba a mi fuerte madre guardar el arco—. Va a ser la única forma de conseguir un compañero.

—¡Hecho! ¡Señora Petra! Tan hermosa que se ve este día, ¿acaso se perfumó con flores del pantano? —dijo con una sonrisa.

—¿Qué quieres, mono feo? —gruñó ella.

—La guiaré hacia los humanos, como favor para esta tonta cabeza de uva.

Mamá abrió los ojos con sorpresa, luego los entrecerró con dudas.

—¿Y por qué harías eso? ¿No dijo tu padre que era mejor esperar a después de las tormentas?

—Ellos tuvieron miedo hasta de acercarse a ustedes. No me da miedo salir antes, durante o después de la tormenta —dijo con una sonrisa engreída y movió un mechón de cabello hacia atrás—. Ah, y solo soy un recolector. Si fuera guerrero ya habría conquistado el mundo.

—Te orinarías encima —me reí.

—De acuerdo, será en este instante.

Mamá se puso de pie y Yoyo la miró con algo de confusión, pero terminó por asentir. Prepararon todo lo necesario, las lanzas, arcos y suministros. Porque aunque mamá tenía armas de fuego, un solo disparo podría atraer a todos los depredadores existentes.

Ambos me dejaron con todo lo necesario para que esté bien, porque sería un viaje de siete días de ida y siete de vuelta según él. Además del tiempo que les tomaría quedarse con esa gente, conocerlos y lograr convencerlos de unirnos. Con todo eso tendría suerte de verlos en la siguiente luna, o tal vez en dos. Por eso, por mi seguridad, Shali vendría a verme por las tardes.

Me daba miedo quedarme sola tantos días con un bebé, pero entendí que era algo importante. No podíamos vivir las dos solas, necesitábamos más personas. Y por mi bien, y el de Uri, necesitaba «un compañero» para sobrevivir en la selva.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top