Capítulo CUATRO | parte 2
Por la mañana desayunamos frutas juntas y amamanté a Uri. Debido a que no tenía sus pañales allí fue que Shali me dio las suaves telas que los koatá utilizaban como pañal. También pude darme una ducha fría en el baño de la casa. Seguía sorprendida de aquel sistema de tuberías con cañas, y de cómo al jalar de una cuerda caía el agua en mi cabeza.
Los koatá eran muy coquetos y pulcros, así que utilicé el shampoo de frutas de Shali y una especie de manteca que utilizaban como baño de crema. Todo olía dulce, tan dulce que incluso me mareó un poco. Aproveché también para bañar a mi bebé, aunque lo hice al pasarle un paño mojado por el cuerpo, poco a poco y por partes.
Luego, cuando estuvimos limpios, fue el momento de salir. Shali tenía trabajo, debía ir a ver a la otra mujer que había dado a luz, pues era su madre quien se encargaba de Gimmi –la hermana mayor de Yoyo y Shali–. Cuando salimos vi a algunos hombres pasear por los puentes, se saludaban con amabilidad y una gran sonrisa.
«Carajo» pensé al ver a Ilmaku por allí. Parecía cansado por la forma en que se refregaba los ojos, pero a su vez parecía seguir trabajando, pues le extendió una canasta con frutas a una bonita koatá con su gran vientre de embarazada.
—¡Ilma, maldito cabeza de uva, vete a dormir! —gritó Shali con un gesto enfadado.
—No le hables, mirará hacia aquí —mascullé.
No quise mirar directo así que lo miré de reojo. Ilmaku le enseñaba la lengua a Shali y ayudaba a esa mujer a caminar por los puentes, cargando sus cosas.
—Es un idiota, hizo guardia toda la noche y sigue tonteando en vez de dormir —siseó.
—Con tontear... ¿te refieres a que está coqueteando? —pregunté, sin querer moverme de ese pórtico. Me aferré con fuerza a la pared.
—No, es su primera compañera de cama —explicó y aferró bien a Uri en sus brazos—. Creo que te dije que es tradición que los machos cuiden a sus compañeras de cama siempre, especialmente a la primera.
—¿Pero ese bebé...?
¿El mono asqueroso ese iba a ser padre y me miraba con lujuria? Asqueroso.
—¡Oh, no! Ella tiene compañero —sonrió y depositó un beso en la cabeza de mi bebé—. Aunque una hembra tenga compañero sus antiguos compañeros de cama seguirán cuidando de ella. Es normal, aunque algunos no lo hacen y a otras no les gusta que lo hagan. A veces incluso los machos se pelean porque al actual le molesta que los pasados lo hagan.
Oh... Entonces lo juzgué mal. Dirigí mi mirada hacia él, que ayudaba a caminar por los puentes a la bella koatá. A veces le acariciaba la panza, y cargaba todo el peso por ella. Los vi detenerse en la entrada de una casita, donde ella tomó la canasta de frutas y lo despidió con una sonrisa y un alegre movimiento de mano.
De acuerdo... Tal vez era algo bonita esa tradición.
Como me daba miedo caminar por los puentes era Shali quien llevaba a Uri en sus brazos, con naturalidad. Yo, en cambio, volví a aferrarme a la madera en mis pies.
—¡No puedo hacer esto, Dios mio. Voy a morirme! —chillé luego de dar un paso en vano.
—Llamaré a Ilma para que te ayude.
—¡NO! —grité y me miró con sorpresa—. Dijiste que debe descansar, que... que sea otro.
Torció sus labios en un gesto pensativo, y cuando pasó un fornido koatá en un puente cercano lo llamó en un grito.
—Es el compañero de mi hermana, él te ayudará.
Él se acercó a nosotras balanceándose con habilidad, nos saludó con una sonrisa amistosa. Era distinto a los machos como Yoyo, o incluso Ilmaku. Era ancho y parecía pesado, mucho más velludo que los demás, aunque tenía una sonrisa muy amable.
—Con permiso.
Diciendo eso me levantó de la mano y me alzó en sus brazos para poder descender juntos hacia el suelo, varios metros abajo. Shali descendió a nuestro lado y la observé hacerlo para no mirar hacia el vacío. Sostenía a Uri con seguridad, como si estuviera acostumbrada a eso.
Solo me sentí verdaderamente a salvo cuando llegué al suelo. El hombre se alejó muy rápido para poder ir con su esposa, así que allí abajo solo quedamos Shali, Uri y yo. Los koatá no solían pisar el suelo, lo sabía por Yoyo, y solo lo hacían por nosotras.
—Gracias por permitirme pasar la noche contigo —le dije a mi amiga—. Iré a recolectar comida y volveré a casa.
—¿Estás segura? Puedes quedarte el tiempo que desees —Me miró con un gesto preocupado.
—Sí, ayer en realidad solo iba a recolectar comida pero me encontré a ese nawel y vine para acá —suspiré—. Ahora que sé que Knox no piensa comerme, y dudo que el otro nawel vuelva a atacarme, puedo volver.
Me miró en silencio y me extendió a mi bebé, para que pudiera sostenerlo.
—¿Qué problema tienes con Ilma?
¿Era tan obvio?
—Knox olió su atracción por mí, eso me hace sentir incómoda... —admití con un suspiro.
Torció sus labios en un gesto algo pensativo.
—Es raro, Ilma lleva mucho tiempo rechazando hembras. Hablaré con él, si te sigue haciendo sentir incómoda lo golpearé.
—Por eso no quiero quedarme mucho aquí, lo siento, Shali. Tal vez vuelva mañana o en unos días a tomar té, ¿está bien?
Shali no parecía muy convencida, pero dio un suspiro y me ayudó a acomodar a Uri en la cangurera. Lo acomodé con cuidado y me extendió, también, una canasta que había hecho ella misma. Era fuerte y podía resistir algo de peso. Allí colocó algunas frutas y me dio una calabaza con agua, que colgué en mi cadera con una faja tejida.
—Cuídate, Erin. No dejes de venir solo por un macho tonto.
Asentí con una sonrisa y la abracé, porque Shali había sido de mucha ayuda para mí en todo momento.
Luego de despedirme de mi amiga emprendí el viaje hacia el búnker. No podía en realidad llamarlo casa, odiaba estar ahí porque era frío, solitario y sin luz solar, pero era el único lugar seguro donde podía dormir sabiendo que nadie intentaría cazarme.
Recolecté unas cuantas frutas y esas raíces blandas tan deliciosas, y si no fuera porque perdí mi arco y la lanza también cazaría alguna ave. Dejé ir un largo suspiro, porque tendría que hacer más armas para reemplazar las que perdí al escapar.
Hacía muchísimo calor, más que en otros días. La humedad era densa y hacía que me costara respirar. Tal vez era una muestra exacta de que pronto comenzarían las tormentas.
Como hacía tanto calor, y estuve juntando frutas y verduras, mi cuerpo se llenó de sudor al igual que el pobre de mi bebé. No sabía si era por el postparto o qué, pero a pesar de haberme dado una ducha a la mañana olía horrible. Mi sudor era simplemente asqueroso, como nunca antes.
Se lo adjudicaría a las hormonas, porque puerca jamás.
Cerca del búnker oí un sonido extraño y me sobresalté al instante, porque no tenía armas y solo llevaba conmigo una calabaza con agua, un bebé y una canasta con frutas.
—Huelo miedo nuevamente. Soy Knox, pequeña criatura —dijo con su voz ronca y profunda—. No tengo intenciones de comerte.
Alcé la mirada para verlo, salió tras unos árboles con sangre en el hocico. Eso me hizo abrir los ojos con sorpresa y casi lancé un chillido, pero lo contuve. Aunque estaba segura de que podía oír el fuerte latido de mi corazón o cómo se me había helado la sangre.
Tomó detrás de un árbol la presa que había cazado, un capibara. Un lindo capibara común y corriente, que no había mutado como otros animales. Me dio pena porque me gustaban mucho los capibaras.
—Veo que estuviste de cacería… —carraspeé—. Yo estuve recolectando raíces.
—Yo no puedo comer raíces, debo cazar —dijo y se acomodó en el suelo.
Más miedo sentí cuando vi que solo con su lengua podía arrancarle la piel a su presa. Sentí que me desmayaría ahí mismo.
—Gracias por permitirme deambular por tu territorio, te dejo comer en paz.
—Pequeña hembra humana…
—Mi nombre es Erin, gran macho nawel —dije de espaldas a él.
Lo oí reírse.
—Erin —repitió—. Acércate, come. Usualmente no comparto mi caza, pero no tienes un compañero, puedo hacer una excepción.
Giré tan rápido para verlo que incluso me mareé.
—¡¿Qué?! ¡Yo no puedo comer eso! —chillé al señalar el capibara muerto.
—¿Por qué no? Dijiste que comes carne.
—¡Pero cocinada, con fuego! ¡No un pobre capibarita todo adorable, crudo y lleno de sangre!
—¿Con fuego? —torció su nariz en un gesto asqueado—. ¿Cómo vas a desperdiciar un buen trozo de carne quemándolo?
Le dio un mordisco y se me revolvió el estómago solo de verlo chorrear sangre.
—Dios, gracias por la invitación pero si te veo comer voy a vomitar.
—¿Qué parte prefieres?
—¿Del… del pobre capibarita? —tartamudeé.
—Para comer, qué parte prefieres y la separaré para ti.
No respondí nada, tomé lentamente una fruta de mi canasta y la acerqué a mi boca para darle a entender que prefería comer como koatá antes de comer carne cruda.
—Haz fuego, humana. Quémalo si deseas, pero come.
Diciendo eso arrancó una pata del capibara con sus colmillos y lo lanzó cerca de mí. Fue inevitable correr tras un árbol y vomitar en sus raíces, muy asqueada. Si era usual que cazaran animales y chorrearan sangre por la selva, eso explicaba el terrible hedor a podredumbre en algunas zonas, más allá de las plantas en putrefacción.
O sea sí, como carne roja, pero jamás así. Jamás cacé un animal, ni le quité la piel o las vísceras. Podía desplumar un ave, pero ¿quitarle la piel a un capibara?
Sin embargo la dieta a base de raíces y frutas me dejaba con mucha hambre, porque ni siquiera había verduras, ¡y no pensaba comer insectos y arañas como Yoyo! Debía alimentarme bien porque estaba amamantando y perdía mucha energía todo el tiempo.
Comencé entonces a buscar ramas secas –difícil con el clima húmedo– para poder hacer un fuego. Acomodé la canasta con frutas a un lado y quité a Uri de la cangurera, la cual acomodé en el suelo para poder recostarlo allí.
—¿Puedo confiar en que no vas a hacerle nada a mi bebé?
Era una pregunta realmente estúpida, era obvio que un depredador no respondería con la verdad.
—¿Me veo acaso como alguien que se comería bebés? —siseó con desprecio—. ¿Qué clase de monstruo crees que soy?
Armé lo necesario para hacer el fuego, y me costó bastante la primera chispa debido a la humedad del ambiente. Y mientras las llamas crecían armé un soporte con ramas para poder cocinar la pata del capibara. Sentí náuseas mientras intentaba quitarle la piel, porque no tenía un cuchillo a mano. Tal vez por eso fue que Knox siseó con molestia y me arrebató la pata para quitarle la piel con su poderosa lengua.
Dios mío, qué asco.
Pero tuve miedo de rechazarla, después de todo seguía siendo un jaguar. Me senté en el suelo una vez puse la pata a cocinarse, y enjuagué mis manos con un poco de agua por si tenía que atender a Uri. Trataba de no mirar a Knox comiendo, porque era una imagen que me producía escalofríos.
Me refregué las piernas, tenía unos pantalones de lino beige y una camiseta, también de lino, que me quedaba algo suelta. Me sentía sucia y necesitaba bañarme con urgencia, por eso me animé a alzar la mirada para ver a ese enorme nawel allí, devorando su presa.
—Knox, ¿puedo hacerte una pregunta?
Él dirigió sus ojos hacia mí, pero no dejó de comer.
—Dime.
—¿Sabes de algún río o lago donde pueda bañarme? Que no haya algo que pueda comerme. Me bañé hoy, lo juro, pero estoy sudando como un cerdo y no me siento cómoda así.
Hizo ese largo ronroneo al pensar y volvió a mordisquear su comida por unos minutos.
—El lago, tal vez. A veces hay keies pero suelen ir hacia el río —dijo y volvió a mordisquear un buen bocado—. ¿Sabes cómo ir?
Negué con un movimiento de cabeza que sacudió mi cabello negro, lleno de ondas y rizos estirados.
—Termina de comer y te llevaré.
—¿Y si justo hay keies? —pregunté con miedo.
Él se rió.
—¿Sabías que nosotros los naweles no tenemos depredador? Nosotros somos el depredador de las otras especies —dijo con una risita—. Puedes quedarte tranquila, te llevaré y te traeré a salvo.
Eso no era para nada tranquilizador.
Comí mi pata de capibara cuando estuvo lista y la verdad es que estaba delicioso, aunque con un poco de sal habría sido perfecto. Aún me sentía culpable de comerme al pobre animalito. Knox me miraba con curiosidad al comer y a veces hacía gestos asqueados porque, según él, estaba arruinando un buen trozo de carne.
—¿Entonces tu gente no cocina? —pregunté al lamer mis dedos.
—Depende de a qué le llames cocinar, si te refieres a quemar la carne y despreciarla como hiciste, entonces no, no lo hacemos —dijo con un gesto asqueado—. Tenemos distintas comidas, en diversas presentaciones, pero no la hacemos al fuego como tú. El fuego solo lo usamos para iluminar o abrigarnos en la temporada de tormenta.
—¿Entonces siempre comen la carne así, toda cruda y sangrienta? —Esta vez fui yo quien puso una expresión asqueada.
—Nosotros la llamamos «jugosa» —balanceó su cola como un gatito—. Es la única forma de obtener los nutrientes que necesitamos.
No hice más preguntas, supuse que nos entenderíamos jamás, y tampoco quería juzgar su cultura o ser juzgada.
Quedé satisfecha y me recosté en el suelo junto a Uri, para mirar el cielo y la copa de los árboles. Cerré los ojos solo para disfrutar del canto de las aves, el sonido de algunos extraños insectos, y los distintos aromas. Algunos eran muy desagradables, pero otros eran deliciosos cuando había flores cerca.
Aunque me negué, Knox me escoltó hacia el búnker. Dio un gran salto cuando me vio abrir la puerta, asustado.
—Regreso en un minuto.
—¡¿Duermes bajo tierra?! —chilló.
Bajé para buscar jabón y una toalla, y para cuando subí las escaleras vi a Knox mirando todo con curiosidad, y también con desconfianza. Hizo ese largo sonido de ronroneo al pensar cuando me vio, sin embargo no dijo nada respecto al búnker.
—Sube, será más rápido —dijo y con un movimiento de cabeza me invitó a subir en su lomo.
—Estás bromeando, ¿cierto? No te voy a montar como a un caballo.
—No sé qué es un caballo, pero sí, súbete.
Insistió tanto que me subí con miedo, aferrada a Uri cuando Knox se acomodó en el suelo para que pudiera montarlo con mayor facilidad.
Me sentía algo avergonzada por viajar así, aunque él no se mostraba afectado por ello. Fui todo el camino haciendo preguntas, y Knox me explicaba qué plantas podía tocar y cuáles eran venenosas. Incluso me mostró serpientes y ranas coloridas.
—Si tiene colores llamativos, te alejas o morirás al instante. Si ves una araña, te alejas también.
—¿No hay arañas buenas? —pregunté, con una mano aferrada a su lomo y la otra sosteniendo a Uri en la cangurera.
—¿Quieres arriesgarte a descubrirlo?
Buen punto.
—¿Y por qué vives solo? Yoyo me dijo que los naweles viven en comunidad.
Lo oí gruñir, no era una pregunta que le gustara según pude notar.
—¿Por qué vives bajo tierra y sin machos?
Dejé ir un largo suspiro. Intenté explicárselo a Yoyo y Shali pero no lo entendieron, tal vez Knox tampoco podría entenderlo.
—Te lo diré al llegar al lago, y tú me dirás por qué usas la forma salvaje y vives solo.
Hizo nuevamente ese largo ronroneo pensativo, y luego ambos nos quedamos en silencio hasta llegar al lago.
Era muy cómodo viajar en su lomo. Su pelaje corto era muy suave, y me gustaba ver cómo la luz parecía darle reflejos azules al pelo. Incluso podían verse sus manchas en algunas zonas, aunque su piel era tan oscura que no llegaban a notarse muy bien.
Abrí los ojos con sorpresa al ver el lago, era enorme y muy hermoso, rodeado de vegetación y con los rayos del sol que lo iluminaban, lo que resaltaba su brillo único. No había rastro de caimanes ni ninguna bestia extraña, solo ese lugar tan hermoso. Tenía algunas flores y musgos rodeaban la tierra alrededor.
Knox se agachó en el suelo para que pudiera bajar, aunque miré si no había ningún depredador cerca. Me sorprendió verlo arrojarse al agua, creía que los felinos no gustaban del agua. ¿Tal vez los jaguares eran distintos? No estaba segura.
Knox nadaba allí de un lado a otro, mientras que yo sacaba a Uri de la cangurera. Lo acomodé en el suelo en un lugar seguro, para poder preparar mis objetos de limpieza. Solo cuando acomodé todo en la orilla es que vi a Knox salir, libre de sangre.
—Báñate —dijo y se acomodó junto a Uri—. Yo miraré a tu cría. Y no, Erin. No me lo comeré.
—Eso seguro dicen todos los depredadores.
Creí que se reiría por mi chiste, sin embargo gruñó.
—Yo no como bebés.
Decidí no agregar nada porque lo notaba molesto, y no podía provocar a la bestia. No estaba segura tampoco si estaba bien desvestirme frente a él o no, pero noté que no me estaba mirando a mí. Miraba a Uri recostado allí y profundamente dormido, y no con un interés particular de querer devorarlo, sino con simple curiosidad.
Me quité la ropa y me introduje en el agua, para poder comenzar a lavar mi apestoso cuerpo cubierto de mugre y sudor. ¿Cómo no iban a notar mi aroma los naweles si olía espantoso por culpa de mis hormonas y el calor?
Mientras me enjabonaba los brazos hablé para llamar su atención, pues le debía la explicación respecto al búnker.
—Tal vez no me creas, Knox —comencé a decir—. Pero hace quinientos años hubo una guerra nuclear, uhm… Otros humanos querían eliminar a los demás y crearon un arma que podía deshacerse de muchos a la vez.
—¿Cuánto tiempo son quinientos años?
Mierda. ¿No medían el tiempo en años?
—Uhm… ¿Quinientos solsticios de invierno? —dije con dudas, pero como no hizo preguntas supuse que entendió—. Algunas personas pudimos escondernos para salvarnos de la guerra. Así que estuve quinientos solsticios durmiendo, por eso es que no pudiste olerme antes.
—Eso no es posible, nadie puede dormir tanto tiempo y mucho menos sin envejecer o morir —siseó.
—Los humanos de esa época teníamos mucha tecnología y herramientas para hacerlo —expliqué mientras me lavaba el cabello.
Hizo ese largo sonido, cargado de desconfianza.
—Puedes no creerme pero es la verdad. Por eso no conozco la selva ni sé nada de supervivencia, en mi época todo era diferente —suspiré y me metí bajo el agua para poder enjuagarme.
Me sentía mucho mejor al estar limpia y fresca.
—¿Y cómo era mi gente? —preguntó con esa voz baja y profunda.
Dirigí mi mirada hacia él, dudosa de responder con la verdad, pero estaba segura de que se daría cuenta si llegaba a mentir.
—Tu gente no era gente, solo eran animales. Jaguar era el nombre de tu raza —dije con cuidado—. La única forma posible era la salvaje que tienes ahora, pero eran mucho más pequeños que tú aunque igual de peligrosos.
Se quedó en silencio, veía su cola balancearse al pensar, pero dirigió su mirada hacia Uri en el suelo que comenzaba a moverse. Aproveché entonces su distracción para tomar una toalla y salir del agua sin que pudiera verme desnuda.
—¿Y quién mandaba en ese mundo? ¿Quién era el que hacía temer a las otras criaturas? —preguntó y dirigió su mirada hacia mí, ya envuelta en una toalla.
—Nosotros los humanos.
Comenzó a reírse.
—Ríete, pero los humanos vivíamos de guerra en guerra. Por eso el mundo se hundió en fuego y radiación y todo lo conocido cambió —dije con el ceño fruncido—. Por eso existes, Knox. Gracias a la guerra nuclear.
—Tu gente no puede evitar ser cazada por los kei, ¿y esperas que crea que dominaban el mundo? —se rió.
—Créeme que si mi gente tuviera armas de fuego, ninguno de ustedes seguiría aquí —lo miré fijo a los ojos—. ¿Sabes qué es lo más peligroso de ellos? Ustedes cazan para comer, los humanos lo hacían por diversión.
—¿No comían la carne? —preguntó con sorpresa.
—No. Les sacaban la piel y la usaban de alfombra, de decoración en sus hogares o de ropa. ¿Los cuernos de venado o sus cabezas? Decoraciones sobre la chimenea.
—Dudo que pudieran con nuestra gente, no tenemos depredadores.
—Nosotros éramos sus depredadores —dije—. Técnicamente estaba prohibido matar jaguares, pero muchos lo hacían por diversión. Tal vez ustedes no tengan depredadores entre los animales, pero en el pasado mi gente tenía mucho poder.
Knox se mostró desconfiado en un principio, pero lo vi abrir más sus ojos y creo que pude vislumbrar algo de miedo en su reacción.
—Puedes quedarte tranquilo, los machos salvajes que viste no saben hablar, no tienen la capacidad de crear esas armas ni para matar a uno de los tuyos —dije para dejarlo más tranquilo.
Me senté en el suelo junto a Knox para poder tomar a Uri en mis brazos. Necesitaba un cambio de pañal, así que me puse a trabajar en ello. Aproveché también para lavarle el cuerpo con un paño húmedo y algo de jabón, pues el pobrecito estaba todo sudado a causa del calor. Me gustaba lavar a Uri, porque era como hacerle caricias. Él también parecía disfrutarlo, y cuando estuvo limpio y cambiado comencé a lavar el pañal. Me seguía dando asco lavar pañales pero era lo único que tenía, no podía descartarlos como se hacía antes.
—¿Vas a decirme por qué vives solo o en tu forma salvaje? —pregunté luego de un largo silencio entre Knox y yo.
—Estar en forma salvaje me agota mucho, requiere demasiada energía y se supone que es algo que usamos solo en momentos críticos. Por eso debo comer y dormir más de lo normal —dijo—. Pero no tengo pensado volver a usar mi forma real, prefiero morir como salvaje que parecerme a tu gente.
Lo pronunció con tanto asco y odio que alcé la vista para verlo, con sorpresa.
—¿Pareces humano en tu forma real?
—Con notorias diferencias, pero sí. Me paro en dos piernas, con manos, pies, cabello.
—¿Por qué no quieres parecerte a mi gente?
—Y vivo solo porque me siento más cómodo así —agregó, sin responder mi pregunta.
—¿Por qué mi gente, Knox? —repetí.
Él me miró fijo a los ojos, con molestia.
—Porque los odio.
Tragué en seco y sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal, porque Uri y yo estábamos junto a él, un temible nawel que odiaba a los humanos.
—Huelo tu miedo, Erin. No te haré daño. No te odio a ti.
Pude sentir su desprecio pero también sentí que había algo más, aunque no quise indagar. No éramos amigos y él solo me hizo un favor al traerme porque tenía curiosidad por los humanos.
—Eres la primera hembra humana que veo, y eres la única de tu clase que habla. No te haría daño justo a ti —dijo sin mirarme, con su vista fija en Uri—. Tampoco a tu adorable cría.
Vestirme sin que él me viera fue como hacer malabares, pero al menos logré que no me viera desnuda. Até a Uri en mi pecho con su cangurera y miré hacia ese enorme nawel negro, que se había mantenido en silencio desde entonces.
Volví a subirme en su lomo para poder viajar de regreso. Knox me explicaba más sobre la selva, especialmente sobre las tormentas, pues faltaba cada vez menos para esa temporada. Me recomendó guardar provisiones si es que iba a estar encerrada bajo tierra, especialmente porque yo no tenía un macho que cazara por mí.
—¿Sus mujeres no cazan? —pregunté con curiosidad.
—Lo hacen, pero no cuando tienen una cría. Se encarga el macho salvo que sean demasiadas crías, aunque hay hembras rebeldes que salen a cazar igual.
—Oh, deben ser muy fuertes.
—Sí —dijo e hizo un extraño sonido—. Mi madre era una de esas hembras, solía decir que mi padre era un gran guerrero, pero un pésimo cazador.
—¿Y era un pésimo cazador?
—No, ella solo era mejor que el resto.
Toda la tensión que tuvimos en el camino se desvaneció porque empezamos a reírnos.
Me dejó cerca del búnker, donde se agachó en el suelo para que fuera más cómodo para mí bajar. Tomé mis objetos acomodados en una canasta y también lo bajé de su lomo. Knox me miró con curiosidad cuando abrí la enorme y pesada puerta metálica, que hacía un pequeño chirrido al abrirse.
—Erin —dijo de repente, con su voz grave—. Suelo descansar cerca de aquí, cuando cace te traeré algo también.
Torcí mis labios en un gesto asqueado.
—Estoy bien, gracias. Además ese trabajo debe hacerlo mi compañero.
—Pero justamente tú no tienes uno.
Alcé una ceja porque lo dijo con un tono duro y algo ofensivo.
—¿Y por qué compartirías tu caza conmigo? —me animé a preguntar.
—Porque empieza la temporada de lluvia y estás sola.
Knox comenzó a alejarse por la selva, sin agregar nada más hasta perderse en la frondosa vegetación.
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