Capítulo CINCO | parte 2

Corrí lo más lejos que pude, porque de no hacerlo los mataría a todos. Les desgarraría la garganta y devoraría su carne, para no dejar siquiera los huesos.

Haría una excepción por Uri, que solo es un pequeño bebé inocente, también la niña que los acompañaba, y… supongo que Erin. Haría una excepción con ella.

Aunque me avergonzara admitirlo, me encariñé con esa humana y con su cría.

Creí estar lo suficiente lejos en la selva, por eso me detuve y con mis garras desgarré un árbol con odio, como si fueran esas asquerosas gargantas humanas. Porque necesitaba destruir algo, matar a alguien.

—¡Knox! ¡Knox!

Maldita sea, ¿tenía que seguirme? ¿Tenía que gritar con tanta desesperación igual que Thara?

La ira, la bola cubierta de espinas que me torturaba allí en la garganta, la presión en el pecho que me quitaba la respiración, no me permitían ignorar esos gritos. Apreté mis garras a la tierra mojada, con la lluvia que caía sobre mí.

¿Y si la habían atacado? ¿Y si la rodeó alguna serpiente, o cazadores? No sabía siquiera mantenerse firme con una lanza en las manos… Era tan frágil, tan... fácil de romper. No quería que nada malo le sucediera.

Maldita sea.

Comencé a correr en dirección a su voz, porque el fuerte viento de la tormenta esparcía su olor por todas partes, y aunque se mezclaba con las extrañas flores que utilizaba en su piel como fragancia, podía llamar a algún depredador. Y mi gente, mi pueblo, adoraba cazar en las lluvias.

Sentí mi corazón latir más rápido porque las oscuras nubes crearon una negrura total, como si la noche se hubiera adelantado en vez de ser de mañana. La lluvia formaba cortinas blancas que, a una simple humana, le complicaría ver a su alrededor con solo la luz de los relámpagos iluminando el camino.

Es una maldita estúpida.

Corrí más rápido, y entonces la vi. Corría entre el fango y la fuerte tormenta, con barro en todas partes y la ropa mojada pegada a su cuerpo. El agua chorreaba de su cabello y parecía tiritar de frío, con sus pezones erectos que demostraban que en verdad se estaba helando.

—¡Knox!

Supuse que no podía verme entre tanta oscuridad, y mi piel no ayudaba mucho a eso.

—Aquí estoy, Erin. Quédate ahí.

La vi detenerse, se abrazaba a sí misma. Dejé ir un suspiro y me acerqué hacia ella, tratando de ver si estaba herida, pero no veía en ella nada más que barro, fango apestoso y tal vez raspaduras por algún tropezón.

—¡Knox! —chilló al verme—. ¡Knox, lo siento! No te vayas, no nos dejes así.

Sus ojos eran verdes y usualmente se veían rasgados, sin embargo allí estaban enormes. Olía a miedo, pero no a mí. No era a mí a quien le tenía miedo, de lo contrario no se habría arriesgado a seguirme en medio de una tormenta.

—Súbete, te llevaré de regreso —dije y me agaché para que pudiera montarme.

—¡No! ¡Quiero que hablemos!

Su voz era extraña, por eso dirigí mi mirada hacia ella, y entre tanta agua de lluvia que chorreaba también pude ver sus ojos enrojecidos y húmedos. ¿Era la lluvia o estaba llorando?

—Tengo que cubrirte de la tormenta, súbete, Erin.

Ella se encogió de hombros y bajó la mirada de forma sumisa, pero terminó por obedecer. Se subió lentamente a mi lomo, por lo que le pedí que se aferrara fuerte.

Gritó cuando comencé a correr y se aferró con más firmeza, clavando sus dedos y uñas en mi cuero, y fue por eso pude aumentar la velocidad. Había un lugar, una cueva que había encontrado antes de conocerla, donde podíamos ir para que Erin se mantuviera cubierta y a salvo. Incluso podría hacer fuego allí y secar su ropa.

Pasamos junto al arroyo, gritó con pánico al ver a unos keies que huyeron al verme pasar. Erin pareció olvidar que, aunque ella debía temerle a los keies, estos me temían a mí.

Dentro de la cueva la bajé. Tenía un arroyo dentro pero había partes altas y secas donde ella podía descansar. Me agaché en el suelo para permitirle descender, la pobre estaba tiritando por el frío y toda su ropa mojada permitía ver su cuerpo, pues se pegaba a ella.

No podía llegar así a su hogar, esos machos humanos se abalanzarían sobre ella de solo verla con su ropa pegada al cuerpo, como las bestias salvajes que eran.

—Haz fuego, seca tu ropa —dije.

—Pero…

—Hazlo.

Ella bajó la mirada de forma sumisa mientras que me acomodaba en el suelo, con la cabeza reposando en mis patas delanteras. La vi tomar ramas secas de un rincón y luego comenzar a hacer fuego. Recién al tercer intento se hizo una chispa, y la vi juntar sus labios gruesos para soplar y hacer crecer la llama.

Se abrazó las piernas allí, mirando las danzarinas llamas que le daban calor.

—La ropa, Erin.

—No me voy a desnudar frente a ti.

—Creo que olvidas que soy un nawel, no un humano. No me importa si te desnudas.

Se mostró dudosa por unos momentos, pero luego se quitó la camiseta y primero la exprimió en sus manos para después estirarla cerca de la fogata. Se quitó entonces el pantalón lleno de barro y se acercó al arroyo para enjuagarlo.

Luego de haber visto a las otras hembras humanas que llegaron con los salvajes, podía decir que Erin era distinta a ellas. Me gustaba el color de su piel, como la arcilla rojiza, y su cabello era alborotado y largo, con ondas. Muy distinta a las otras hembras. Y ahora que estaba completamente desnuda pude ver su cuerpo completo.

Era distinta también a las hembras de mi clan, aún cuando compartía algunas similitudes corporales. Sin embargo las hembras naweles suelen ser altas y delgadas, pero con músculos fuertes, y sus senos tienden a ser pequeños. Erin era todo lo contrario, de senos grandes y pesados, cuerpo más ancho y caderas amplias. Me sorprendió ver un pequeño cuadrado de vello en su entrepierna. Tan pequeño que no comprendí su utilidad.

La vi poner a secar también el pantalón junto al fuego, y se acomodó allí. Con un suspiro me acerqué más.

—Lo que hiciste fue una estupidez —gruñí.

—Dijiste que dejarías que nos comieran…

—No dejaría que te comieran a ti, o a las crías.

—Pero sí a mi madre, o a esa gente que no te ha hecho nada —siseó.

Dirigió sus ojos verdes hacia mí, eran muy bonitos, como las plantas que crecen junto al río. Me gustaba, también, su nariz tan distinta, con una forma muy peculiar.

—Tu nariz —dije al verla—. Creí que era un rasgo humano pero veo que no es así. Los otros no se parecían a ti.

—Es un rasgo humano, se llama nariz aguileña —suspiró al llevar los dedos hacia allí—. Los humanos somos distintos entre sí, como tú y los otros naweles.

—Yo heredé el color de mi madre —dije con un suspiro—. No es bien visto ser como yo, la vida para nosotros es un poco más complicada. Mi color de piel me ha dado muchos problemas.

Me miró en silencio y también yo a ella, aunque la miré entera porque era la primera vez que la veía desnuda. Nunca había visto a una hembra humana y me sorprendía que tuvieran tanta carne por todas partes. Piernas gruesas, trasero voluptuoso, un abdomen algo abultado y con cicatrices. Apenas un rectángulo de vello en su entrepierna y senos… enormes, aunque supuse que era útil para amamantar.

Se cubrió los senos con los brazos al notar mi mirada.

—Lo siento, solo apreciaba las diferencias —dije.

—Subí unos kilos después del embarazo, siempre tuve un cuerpo mediano pero ahora estoy un poquito más blandita —explicó al tocarse el abdomen con cicatrices.

—¿Esas marcas...?

Ella se miró el abdomen y se cubrió con las piernas, como si se sintiera avergonzada de que la viera.

—Se llaman estrías, son por el embarazo. Se hacen porque la piel se estira y se parte, ¿las mujeres nawel no tienen? —dijo en voz baja.

—No, supongo que nuestra piel es distinta —Miré la forma en que las ocultaba, con una mezcla de vergüenza y tristeza—. Me parece bonito, Erin. Llevar las marcas de tu cría por siempre, la muestra de que diste vida. Si las hembras de mi clan supieran que eso existe darían todo por tenerlo. ¿Por qué lo ocultas? Me parece algo hermoso.

—Estás loquísimo.

No entendí por qué decía que estaba loco, verdaderamente me parecía algo bonito. Era la prueba de haber dado vida, de haber llevado en el vientre a su cría. Me parecía un regalo de la diosa que, lamentablemente, a mi gente no decidió darle.

Nos quedamos en silencio por unos instantes, con solo el sonido de la tormenta en el exterior y el crepitar del fuego.

—¿De qué querías hablar, Erin? No vuelvas a correr en medio de una tormenta, a veces se caen árboles y pueden aplastarte.

Se encogió de hombros con la mirada baja.

—Tal vez solo soy egoísta —susurró, con la vista fija en el fuego—, porque contigo me siento menos sola. Supongo que no quiero volver a sentir que no le importo a nadie.

Dejé ir un largo suspiro y reposé mi cabeza en mis patas delanteras.

—No voy a dejar que se los coman, Erin.

—¿Por qué nos odias tanto? A los humanos, ¿por qué nos odias? Tanto como para querer matarnos, o dejar que tu gente lo haga por ti —me miró con sus ojos húmedos y cargados de tristeza.

Podía oír los gritos desesperados de Thara, el llanto de Mashalweni, y luego el terrible silencio cuando llegué hasta ellas.

—Supongo que puedo contarte —dije con tristeza—. Tú me contaste sobre Lían, yo puedo contarte… contarte de Thara.

Alzó la vista para verme con sorpresa, con sus bonitos ojos abiertos de par en par. Sentí mi corazón latir más rápido y la angustia que invadía mi garganta, mi voz, mis pensamientos. Pero no estaba seguro de poder decirle todo, decirle cuánto deseaba estar muerto.

—Tuve… una compañera, Thara —comencé a decir—. No era una cazadora, era costurera. Por eso a todo el clan le sorprendió cuando yo, el mejor cazador, la elegí a ella —La miré para ver si me estaba prestando atención, y la vi atenta—. Yo quería que nos uniéramos ante la luna, pero ella no. Así que solo fuimos compañeros y… en el siguiente solsticio nació nuestra hija, Mashalweni.

—¿Tienes una hija? —preguntó con una sonrisa que desgarró más mi corazón.

—La tuve, hace tiempo.

Los recuerdos llegaban a mí como lanzas que se clavaban en mis pensamientos y mi corazón. Comencé a sentir mis extremidades temblar al recordar la risa de Masha, la forma en que corría con su cabello dorado y trenzado. Su bonito vestido que Thara le cosió con tanto cariño, y la forma… en que me llamaba «papá».

Estar en forma salvaje ayudaba a que no pudiera llorar, y quizá también por eso prefería no volver a mi forma real. Me desgarraría el pecho de tanto llorar y gritar por ellas.

—Una tarde fui a cazar, me adelanté porque Masha quería comer capibara —dije y hundí mi cabeza entre las patas, con los ojos cerrados. Como si así pudiera esconderme de todo, de la culpa y los recuerdos—. Y las atacaron los humanos, los machos salvajes. Recuerdo… —Frené porque mi voz iba a quebrarse—. Recuerdo sus gritos, Erin, y cuando llegué hasta ellas ya estaban muertas las dos. Mi Thara y… mi pequeña Masha. Y los maté, los desgarré en ciertos de partes, pero… ellas ya no estaban.

Lancé un gruñido cargado de dolor, porque era la única forma de expresar lo que sentía sin llorar. Sentí la mano de Erin en mi cabeza y luego su cuerpo pegarse contra mí, en un abrazo.

—Lo lamento mucho, Knox —dijo con una voz triste, y sentí la humedad de sus lágrimas caer en mí.

—Mi pequeña tenía solo tres solsticios de vida, Erin. Solo tres. Era curiosa e inquieta, y… siempre lloraba tanto, porque no quería su carne, porque quería jugar, porque no quería dormir, o porque quería ir a cazar conmigo —Me tembló la voz al decirlo—. Y yo me enojaba porque estaba cansado, ¿por qué me enojaba? Era solo una niña, ¿por qué no la abracé más? ¿Por qué no… no la abracé mucho más? ¿Por qué creí que tendría todo el tiempo del mundo?

La culpa carcomía mi alma, como la podredumbre hace con la carne. Tal vez eso era, podredumbre. Tal vez me estaba pudriendo poco a poco, pues morí el mismo día en que perdí a mi hija. Morí aquella vez, a los pies del río, sosteniendo en mis brazos a mi pequeña.

Ha pasado tanto tiempo y aún recuero su aroma, olía a flores. Le gustaban mucho las flores. Por la diosa, quería arrancarme el corazón del pecho de tanto dolor. Quería dejar de ser y de existir.

Fui un padre horrible, que la regañaba tanto. ¿Por qué busqué perfección en ella? ¿Por qué quería que tuviera un buen comportamiento? ¿Por qué no solo disfruté de que estuviera allí, viva y sonriendo? ¿Por qué no solo disfruté de abrazarla?

La recordaba tan pequeña el día en que nació. La primera vez que la tuve en mis brazos, con su cabello dorado y sus ojos verdes como los de Thara, con su piel igual de dorada que todos los del clan. Mi pequeña, y ya no la tenía. Ya nunca volvería a oír su risa, ni a tenerla en mis brazos.

Erin me abrazó con más fuerza y refregué mi cabeza contra ella. Su aroma era distinto gracias a las extrañas flores que utilizaba, pero seguía estando allí su olor, y eso ayudaba a relajarme.

—Una vez me preguntaste por qué vivo solo —dije en un susurro—. Lo hago porque… así puedo decidir no comer sin nadie cerca, y puedo decidir no beber agua, o puedo entregarme a los keies para morir. ¿Sabes cuántas veces he pensado en la muerte? ¿Sabes lo que es querer dormir y ya no despertar nunca más?

Erin envolvió mi cabeza en sus manos y la levantó lentamente para poder verme fijo. Tenía su rostro cubierto de lágrimas, y eso me dolía más, porque ahora era también el culpable de hacerla sufrir. Apoyó su nariz en la mía y me miró fijo a los ojos.

—Sé que dijiste que no somos amigos, Knox, pero déjame serlo —dijo con una voz suave que se oía como el dulce cantar de algunas aves—. Déjame ser tu amiga. Déjame estar ahí.

—¿Tú entiendes que en verdad deseo morir?

—Lo entiendo —susurró—. ¿Puedo ser tu amiga hasta ese momento? Alguien tiene que llorar por ti cuando ya no estés.

La miré a esos rasgados ojos verdes. Eran claros, inocentes pero tristes y llenos de soledad.

¿Por qué quería ser amiga de un depredador? De un cazador inútil que no servía para nada.

—¿Por qué?

—Porque yo también me siento sola —dijo y apretó sus labios mientras más lágrimas caían por sus ojos—. Porque extraño al padre que me abandonó, a mis abuelos y amigas que murieron hace quinientos años, a mi novio… que seguro solo es polvo en la tierra.

La miré en silencio, a su piel como la arcilla húmeda, a sus ojos rasgados de mirada triste. La miré, profundamente, hacia el alma que se reflejaba en sus pupilas. No sabía que los humanos también tenían alma, pero ahí podía verla.

—Supongo que puedo hacer una excepción y aceptar tu amistad —dije con un deje de tristeza—. Thara creía que los humanos tenían alma, que solo necesitaban una oportunidad de demostrar su valía. Jamás lo creí, hasta que te conocí a ti.

Como si entendiera que los naweles mostramos afecto de distinta forma que los humanos, Erin rozó su cabeza con la mía, como si fuera también una nawel. Cerré los ojos para sentir ese contacto y toda la bondad y cariño que transmitía, y pensé que hasta era irónico. Era realmente irónico que fuera una hembra humana quien estuviera ahí, consolándome por el dolor que su especie me causó.

Me quedé allí junto a Erin, que se mantuvo aferrada a mí como si temiera que pudiera huir de ella. Como si con solo soltarme yo pudiera desaparecer. Y, de forma extraña, me reconfortaba saber que era importante para alguien.

—Abandoné mi clan porque no soportaba seguir allí —confesé con tristeza—. No soportaba ver al hermano de mi compañera, tan parecido a ella. No soportaba ver a las familias felices, mientras yo caía en la miseria. No pude soportarlo, Erin.

—¿Tuviste problemas por abandonar el clan? —preguntó con cuidado, tal vez porque no quería herirme más.

—No. Antes, mucho tiempo atrás, mi gente era como yo. Solitarios. No sé bien qué pasó para que comenzáramos a vivir en comunidad —suspiré—. Mi líder lo aceptó, a cambio de que cada algunas lunas les llevara de mi cacería para las crías.

Ella asintió al oírme, como si pese a tener una cultura tan distinta pudiera entenderlo.

—Tomé este territorio sin dueño y...

Me quedé en silencio, porque podía recordar el susto de los koatá y la forma en que Mekaal vino decidido a matarme, pero lamentablemente no lo hizo. Todo habría sido más sencillo si me hubiera matado.

—¿Y qué, Knox?

La miré con atención, se había descubierto el torso nuevamente, por lo que pude ver sus grandes senos. Parecían pesados y caían con gracia. Traté de no mirarlos mucho para no hacerla sentir incómoda.

—Esta era tierra neutra, yo la tomé contra todo tratado de paz. Tuve problemas con los koatá y Mekaal vino a matarme.

Abrió sus ojos con consternación, pero yo bajé la mirada.

—No quiero seguir hablando de eso, Erin. Por favor.

Posó su mano en mi rostro y con el pulgar me dedicó una caricia que rozaba mis cicatrices.

—Está bien, Knox.

La tormenta en el exterior continuaba azotando la tierra y los árboles con fiereza, pero Erin no había comido nada y yo tampoco. Por eso me alejé de ella. Había acomodado estratégicamente su cabello para que cubriera sus grandes y llamativos senos, y eso me pareció adorable.

—Iré a buscar algo para comer, vuelvo pronto —dije con mi voz más suave posible—. No salgas de la cueva y mantén el fuego con vida, regreso enseguida. ¿Está bien?

La ví temerosa de quedarse sola, pero asintió con una sonrisa dulce.

Salí de allí para cazar, pero también porque necesitaba huir. Necesitaba borrar mis pensamientos. Necesitaba por un momento no estar en mi cabeza, no ser quien soy, ni sentir.

Mientras corría por la selva se cruzó en mi mente la imagen de Mekaal con su lanza, dispuesto a matarme. Acababa de construir una de mis guaridas y aún no tomaba la forma salvaje.

—¿Vienes a matarme, Gran Mekaal? —le había preguntado, con el rostro cubierto de lágrimas y la notoria falta de sueño en mí.

Recuerdo su rostro. Recuerdo la forma en que Mekaal abrió los ojos al verme y bajó su lanza.

—Estoy listo, hazlo. Hazlo, por favor —había gimoteado.

—Eres Knox, el hijo de la Gran Kira y el Gran Okanno.

La sorpresa se había notado en su tono de voz. Él me había conocido de niño, y yo le tenía tanto miedo, porque él había logrado matar a tres naweles como nunca se había hecho antes. Y allí, frente a mí, no tuve miedo de verlo. Solo fui feliz de saber que él podía acabar con mi vida.

Pero no lo hizo.

Mekaal se quedó a mi lado hasta la siguiente salida de sol. Habló conmigo toda la noche y me dijo algo que jamás olvidaré:

—Nunca deja de doler, Knox. Jamás deja de doler —Posó su mano en mi espalda de forma suave—. Uno solo aprende a vivir con el dolor. Yo tuve que aprender a vivir sin Gema.

—Pero tienes a tu hijo, aún lo tienes —lloré con más fuerza.

—Lo tengo, gracias a tu madre —Había hecho una pausa—. Tal vez ahora no me creas, pero aprenderás a caminar, a comer, a respirar nuevamente. Aprendes a vivir con el dolor, y llegará un día donde este será menor, y volverás a respirar. Ese día llegará, Knox. Te lo aseguro.

Nunca lo olvidé, porque aún no lo lograba. Aún no volví a respirar, ni a comer, ni a caminar.

Aún dolía tanto que seguía deseando morir.

Y con el recuerdo en mis pensamientos, deseé que las palabras de Mekaal fueran ciertas.

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