Capítulo [II]:
[...]
La arena se levanta a la par de sus pisadas; los citadinos menores van de la mano, Teresa y Thomas no pueden separarse, van de ésta a otra atracción sin saltearse una sola, el algodón de azúcar sabe a algo más que sólo dulce y los helados parecen no tener el típico caramelo por encima, sino alguna otra cosa más. Pero a la pareja realmente no le importa; el exceso de azúcar les hace sentirse más aptos para todos los juegos de la feria y les cuesta decir que no cuando uno se presenta ante ellos. Sólo se están divirtiendo.
Por otro lado, está Newt; el rubio sólo quisiera volver al auto, es lo único que cruza por su cabeza cada dos malditos segundos, paso a paso. La música ha pasado de mal a peor con cada canción, las luces del lugar ya le irritan los ojos y ha perdido la cuenta de cuántas personas le han pisado o aventado arena a sus zapatos. Un grupo entero de chicos le ha arrollado por ir detrás de una pelota de volley y sus hombros no terminan de recuperarse de los empujones, un jovencito le ha echado una malteada de frutilla accidentalmente sobre la camiseta y una chica desconocida le ha invitado a bailar y se ha burlado cruelmente de él cuando éste se hubo negado. Ha perdido de vista a Thomas como cientos de veces porque el castaño no puede quedarse en un solo lugar por más de tres minutos y... Newt ya está cansado.
Pero cada vez que piensa en irse al carajo de una buena vez sin importarle otra cosa, mira a Thomas, tan feliz y tan sonriente. Él simplemente piensa que no es nadie para arruinarle la diversión de esa forma, porque sabe que si llegara a irse, Thomas iría detrás de él sin dudarlo dos veces. Entonces no dice ni hace nada, volverán a casa en un rato más, como Thomas lo hubo prometido hace una hora y media. No falta mucho para el amanecer y él cree poder aguantarse la asfixia que siente al estar rodeado de personas en una feria al menos treinta minutos más.
—¡Por favor, por favor, por favor! —Teresa le ruega a Thomas entrar a una de las atracciones.
—Teresa, no me gustan esas cosas —Thomas le explica, su voz es dulce pero no está de acuerdo en entrar y luce bastante seguro de ello.
Es una campaña sombría y de muy mala pinta; ninguno de los chicos quiere siquiera pararse a contemplar con mayor atención el cartel que cuelga frente a la tienda a la que Teresa quiere ingresar. Más que una atracción, parece cumplir el mismo rol que los espantapájaros en medio de un campo de maíz. Thomas piensa que preferiría volver a casa antes de entrar allí.
—Sólo van a robarte dinero —Newt dice, apoyando a Thomas—. Además ya debemos irnos —le comunica a su mejor amigo, su mirada le está suplicando volver a casa de una vez.
—Sí, lo sé.
Teresa vira los ojos. El plan original de su cabeza no implicaba arrastrar con ellos al rubio aguafiestas que no sabe hacer otra cosa más que medir riesgos y cortar la libertad de Thomas. Pero, por mucho que le pese, ese niño aburrido es el mejor amigo de su novio y pocas veces las citas son de a dos; Newt siempre está en medio de ellos y Thomas es demasiado bueno como para llevarle la contraria, pocas (realmente pocas) veces lo hace. Y hoy parece no ser el caso.
Aunque ella casi siempre (no siempre siempre) cuenta con las de ganar luego de un par de trucos y miraditas.
—Es la última, Tom —murmura Teresa, su voz dulce y suplicante hace temblar la voluntad de Thomas en un segundo, su novia tiene esa capacidad—. Y luego nos vamos. Te lo prometo —asegura.
Thomas lo piensa; la mirada perturbada de Newt dice que deberían volver al auto ahora mismo y regresar a casa antes de que se hagan las tres y media, pero si se niega a la petición de Teresa, tendrá que tolerarla enojada la mitad del día que les queda por delante, sin contar el resto de la noche.
Tragando saliva, Thomas acepta, pidiendo perdón con la mirada a su mejor amigo:
—Es la última, Teresa —advierte (y asevera).
Con una sonrisa de oreja a oreja y un fugaz beso en los labios, su novia le agradece. Luego le toma la mano y se aventuran a entrar a la tienda menos llamativa de la feria.
El local es básicamente una carpa de color oscuro y que luce significativamente más antigua que el resto del mercado, las luces no son eléctricas, o al menos no lo parecen; un camino de pequeños candelabros guía a la pareja a adentrarse en las profundidades de la sombría atracción.
—Voy a esperarlos aquí —resuelve Newt, luego de pensarlo mejor.
—Newt —le reprende Thomas, no por el hecho de ser un jodido aguafiestas, sino porque lo está dejando solo en algo que no le gusta. Los ilusionistas siempre le dieron mala espina, piensa que sólo sirven para robar a las personas—. Newttie... —trata de comprarlo como siempre (siempre).
El rubio deja de mirarlo al instante. Le parece injusto que tenga el poder de convencerle tan fácilmente, con sólo llamarle, mirarle o siquiera hacer alguna cosa al menos mínimamente relevante. Sólo está ahí y Newt tiene que acompañarle porque es su mejor amigo.
—Pero luego nos vamos, Tommy — Newt expone sus términos.
—Te lo prometo —Thomas acepta.
A segundos de adentrarse a la tienda, ambos chicos se están arrepintiendo de ello. Básicamente, el lugar luce horrible, huele a velas derretidas y está atestado de mini-esculturas mal hechas de hombrecillos deformes en color negro que resultan aterradores a cualquier ojo espectador. Las luces del compartimiento provienen de un centenar de candelabros pegados en fila desde la entrada hasta el interior de la campaña, pero no llegan a iluminar el piso; hay espejos y calaveras colgadas del techo, una horrible cabeza de un toro embalsamado adherida a la pared y escrituras ininteligibles a su alrededor, a un costado, con más polvo que ejemplares, un anaquel con hileras de libros antiguos de irresoluble procedencia; ninguno de los chicos es capaz de discernir en qué idioma estarán escritos, pero dudan que sea en español o algún habla común de la actualidad.
Frente a ellos se eleva, sólo a pocos centímetros del piso, una mesa ratona que excede sus medidas normales. Thomas piensa que parece una mesa en la que comen los chinos pero no lo dice en voz alta. En ella, de cuclillas en el suelo, hay dos personas, que supone que son clientes, y del otro lado, una señora con un atuendo bastante particular, que los chicos creen que se trata de la dueña del local.
Mientras esperan a que la mujer termine de atender a las personas que llegaron antes que ellos, Thomas se dedica a seguir inspeccionando el funesto lugar. El olor a vela quemada ya le está dando dolor de cabeza; por momentos siente como si la cera derretida se metiera por sus fosas nasales y la irritación le tapara la garganta. Hay humo en el aire; pero él no puede decir si es artificial o producto de las bujías, no tiene un aroma particular y se siente insólitamente gélido. Por alguna extraña razón, el vaho casi tiene cuerpo y Thomas puede percibir cuando las sombras grises le rozan la piel de los brazos.
Es tarde para tener malos presentimientos porque ya están dentro, pero el castaño aún así quiere intentarlo:
—Creo que mejor nos vamos, Tere...
—No, amor —ella le interrumpe—. ¡Mira, mira! Ya es nuestro turno —grita, su voz emocionada inunda la tienda y llama, de mala manera, la atención de la mujer, que emite un '¡shh!' para hacerle guardar silencio.
Teresa se disculpa cuando los clientes anteriores se retiran, pero sigue igual de entusiasta mientras toma lugar en el suelo junto a Thomas. Newt se ha quedado desconfiado al costado de un esqueleto con sombrero de vaquero y bijouterie de fantasía: todavía no entiende qué está haciendo ahí adentro, o en aquella feria, ni siquiera entiende por qué no está durmiendo en la casa de la playa de los Caine; lo único que sabe es que no debería estar ahí por un millón de razones, y un mal presentimiento se lo afirma con un tirón en la pierna a cada par de segundos.
La mujer se queda en silencio, mirando a la pareja por lo que se cuentan como una eternidad de segundos y luego les sonríe amablemente, sus dientes blancos brillando dentro de una sonrisa pintada de morado. Lleva un pañuelo colorado sujetando su largo cabello rojizo y aretes colgantes que le bailan sobre los hombros. En resumen; un atuendo extravagante y maquillaje exagerado. Sus uñas son tan largas que dan miedo, sus anillos brillan y los brazaletes que abundan en sus muñecas hacen un ruido casi irritante mientras mezcla las cartas de la baraja que tiene entre las manos. Un lunar bastante desproporcionado se sujeta a su barbilla y llama en demasía la atención de cualquiera que la mire a cara, Thomas piensa que le resulta muy conveniente, ya que las berrugas están tradicionalmente asociadas a las brujas y ratas de su tipo.
El castaño cree que es una vidente de manual, que hará lo mismo que todas; hablar tonterías y esperar que le den dinero por ello.
Una sonrisa incrédula se apodera de la boca de Thomas al ver como las cartas van cayendo sobre la mesa, ordenadamente y, seguramente, con significados inventados. En su mente puede imaginar la catarata de falacias que vendrá a continuación. Él mira a Newt, que se encuentra un poco lejos pero expectante a lo que pasa sobre la mesa, y le dirige una sonrisa cómplice, pretendiendo recibir una de regreso. Newt sabe perfectamente que Thomas no cree en la astrología y mucho menos en lo que dicen los supuestos 'videntes', para nada, es más bien fanático de la ciencia moderna y la filosofía comprobada. Pero el rubio sólo niega con la cabeza, no siguiendo su juego burlesco.
Teresa, por otro lado, parece muy ansiosa por escuchar a la mujer; tal vez sea igual de incrédula que su novio pero le parece divertida la idea de escuchar cosas buenas para ella y su relación, porque generalmente es sólo eso lo que hacen esas personas; endulzar los oídos de la gente para empatizar mejor con ellos y recibir un generoso agradecimiento monetario al acabar la sesión.
Al terminar de colocar cinco cartas boca abajo sobre la mesa, la tarotista las toca y cierra los ojos antes de voltearlas, recitando palabras incomprensibles en voz baja y arrastrada, parte del show, seguramente.
La primera carta que voltea a la vista de todos en la tienda es una bastante particular y que hace sonreír a Teresa pero confunde a Thomas. 'The Lovers' es la descripción escrita que aparece debajo de la figura; dos mujeres frente a un hombre con túnica a rayas y un cupido sobre ellos, con su típica vestimenta, arco y flecha, y encerrado en un disco solar de colores no muy vivos.
Thomas traga saliva con dificultad; teme que la mujer comience a decir cosas que no son y Teresa le crea sólo porque lo ha dicho una estúpida carta.
Al voltear el segundo naipe, se toma un momento para prender una vela roja que se encuentra sobre un pequeño plato a un costado de la mesa para darle mayor iluminación a la situación. La carta recién conocida es la figura de una torre a la que Thomas no le encuentra significado alguno y sólo le hace entrecerrar los ojos. Otras tres cartas son volteadas después de esa; un hombre colgado boca abajo en un árbol con acepción nula, un esqueleto más bien parecido a La Muerte pero sin su tradicional capa negra y, en la última carta, una mujer sin sentido ni concepto aparente que bajo su figura lleva escrita la palabra 'temperance'.
El castaño no logra unir de manera coherente las cartas y, a su parecer, todo tiene un significado bastante obvio y estúpido, aunque sin lazo con su vida. Sólo quiere burlarse de la mujer y salir de aquella espantosa tienda que huele a velorio.
—Sus nombres, jovencitos —son las primeras palabras de la mujer; su voz es más tenebrosa de lo que Thomas hubiera esperado.
—Teresa y Thomas —contesta al instante la novia del castaño. A Thomas le hubiera gustado mentir acerca de su nombre para desenmascarar la farsa de la mujer y dejar en evidencia que en realidad no tiene conocimiento alguno de absolutamente nada.
—Observen esta carta, enamorados —dice la mujer, a lo que Teresa sonríe y toma la mano de su novio con emoción, expectante a lo siguiente—; tendrán que estarlo verdaderamente —dice, mientras frunce su ceño y toca la carta como si realmente estuviera recibiendo información y no inventándola—. Tendrán que... Ustedes, deberán probarlo.
Teresa mira a Thomas con semblante confundido luego de oír a la tarotista; ninguno de los enamorados está entendiendo lo que la mujer trata de decir. Luego de toquetear la primera de las cartas, pasa su atención a la segunda, la torre ridícula, cuyo significado para Thomas sigue siendo inexistente.
—¿Qué significa? —pregunta Teresa, algo perturbada, una vez que se ha cansado de ver a la mujer con los ojos cerrados y sin decir ni una sola palabra.
—Cambio —es la palabra que suelta la señora—. Destrucción de algo... no... no puedo ver de qué se trata. Pero es adecuado, es lo correcto... Es necesario.
Teresa ríe escéptica, como asustada pero incrédula en cierta forma. Thomas cada vez está más cerca de levantarse y salir de ese lugar; lo que está oyendo no parecen más que tonterías sin ninguna conexión con ellos, aunque debe aceptar que la mujer está actuando con un dramatismo muy creíble. Años de experiencia, seguramente. Le choca el hecho de saber que, con Teresa, se encuentran en su mejor momento, su relación funciona de maravilla y no hay dudas acechando por ningún lado; pero la mujer frente a él sólo habla de destrucción y desorden. No hay correlación entre una y otra cosa. Es la realidad contra un montón de palabras sin sentido.
—Hay algo oculto que no están viendo.
—Pues usted podría decirnoslo, para eso está, ¿no? —dice Thomas divertido—. Usted "lo ve todo" —murmura riendo, la burla en su voz es simplemente inconfundible.
—No... No puedo verlo —dice la mujer, presionando su sien izquierda y cerrando los ojos—. No me lo están mostrando porque ni siquiera ustedes lo saben. Es... confuso, engañoso... Están tan acostumbrados a eso que... lo están ignorando —habla con dificultad, parece no estar realmente segura de lo que dice—. Denme sus manos, niños.
La mujer extiende sus manos pálidas sobre la mesa para recibir las de los jóvenes; sus brazaletes hacen ruido al chocar entre sí y, por alguna extraña razón, algunas velas del compartimiento se apagan de repente, dejando encendidas únicamente las más cercanas a la mesa. Thomas duda demasiado en hacer lo que la tarotista está pidiendo, pero el afán por terminar con eso y salir de ahí es más fuerte que su orgullo, así que toma la mano gélida de la mujer al igual que su novia.
La mujer empieza a apretarle sus dedos con fuerza y mantiene los ojos cerrados, todo parece indicar que está al borde de un ataque, y la pareja empieza a sentirse inquieta en aquel lugar, da la sensación de que las ansias de retirarse ahora es compartida también por la linda chica de cabello azabache. Teresa mira a Thomas y su mirada azulada le demuestra confusión, su gesto inseguro le avisa que también tiene ganas de abandonar la tienda.
—Disculp...
—¡Tú! —grita de repente la señora, pero no está mirando a ningún miembro de la pareja. Sus ojos oscuros van directo a los ojos oscuros del rubio que ha quedado olvidado a un costado desde que empezaron la sesión—. Ven aquí.
—¿¡Él!? —pregunta Teresa. Más que confundida, parece indignada, le resulta insólito que Newt tenga que estar metido en todo lo que ocurre con Thomas, incluso en su relación, que ahora la vidente lo llame personalmente a ser parte de la sesión de ellos le parece simplemente inaudito.
Newt, que segundos antes estuvo expectante pero alejado de la escena, se acerca desconfiado cuando la tarotista lo llama por segunda vez.
—Siéntate —le dice—. Haremos algo para ver con más claridad qué es lo que pasa —explica, pero ninguno de los chicos parece entender de qué se trata.
Cuando el rubio quiere hincarse de rodillas junto a Thomas, la tarotista le dice que su lugar en realidad es en medio de la pareja y no junto al castaño.
El semblante de Thomas se transforma automáticamente a uno de confusión y algo de sátira divertida, mientras Teresa parece a punto de cambiar el azul de su mirada por el ardiente color del fuego. Por otro lado, Newt sólo quiere golpearse la cabeza contra el piso por haber cedido a entrar a la tienda. No. Quiere golpearse fuertemente en la cara por haber cedido en la estúpida idea de venir a una feria desconocida repleta de locos.
La tarotista le indica que pongan sus palmas hacia arriba y toma la vela roja del costado de la mesa:
—¿Qué...? ¿Pero qué...? ¡Carajo! —se queja Thomas al sentir la cera de la vela derretida esparcida en el centro de tu palma. Él intenta quitar las mano pero la mujer se lo impide, hincándole en el dorso las largas uñas de su mano libre.
—Necesitan conectarse —explica, su voz ya ni siquiera se molesta en ser amable, ahora sólo suena como una vieja pirada, potencial fugitiva de un hospital de enfermos mentales.
Cuando la mano de Thomas tiene suficiente cera fundida, le indica a Newt que entrelace sus dedos con los de él: la sustancia espesa está aún caliente cuando las manos de los muchachos se unen y Newt ahoga una exclamación de ardor.
Luego, la tarotista hace lo mismo con las manos de Newt y Teresa, tomando la mano libre del rubio como base para derretir la vela rojiza.
—¿Y ésto para qué se supone que...?
—¡Shh! —le interrumpe la mujer y Thomas aprieta los dientes por la falta de explicaciones y la nula posibilidad de hacer preguntas.
La mujer cierra los ojos y Thomas sólo piensa que no le dará un solo centavo por quemarle la mano de esa manera tan ridícula. Se arrepiente amargamente de haber entrado a esa tienda, quisiera ponerse de pie y largarse. Le hubiera gustado haberse quedado en casa, ser tan desconfiado como Newt y mantenerse fuera de líos. Pero no, qué va: él se cree un experto en malas ideas y ésta parece ocupar el puesto número uno en la lista de tonterías que ha hecho desde que nació.
Para cuando Newt termina de quejarse del ardor de la vela caliente en su mano, la mujer con pinta de bruja ubica frente a ellos una bola de cristal —según Thomas, lo único que le faltaba para ser una vidente de manual—; dentro de ella es humo blanco lo que parece moverse y Thomas quiere decirle que no engaña a nadie con esos truquitos tontos, que es patético intentar timarlos de esa manera tan ordinaria y que ni siquiera lo intente porque no van a creerle una sola palabra.
—Tommy, quiero irme —Newt le susurra al oído luego de inclinarse un poco hacia él; el rubio parece más asustado que intrigado por lo que la vidente vaya a observar en el interior de su bola mágica.
Thomas sólo le devuelve una mirada compasiva pero no contesta ni da indicios de nada. Lo cierto es que él también desea irse, pero supone que a Teresa le gustaría acabar la sesión primero. Por un momento admira la idea de estirar la mano de Newt y escapar del lugar, pero le faltan las agallas para ello.
—Ni siquiera lo sospechan... —murmura la mujer, el misterio en su voz hace juego con lo rara que luce la tienda con el único brillo de la bola de cristal, ya que el resto de las velas han sido apagadas con el paso de los segundos—. ¿Cómo es posible que no...? —pregunta a ninguna persona en específico; nadie dentro de la tienda (ni siquiera ella) entiende de qué está hablando.
Thomas está harto de tanto circo, quiere pagar la función y largarse de una buena vez. Hasta el momento, la mujer mayor no ha hecho ni dicho ni revelado absolutamente nada, sólo ha dramatizado con algo que aún no logra descifrar qué es, y el castaño ya está casi molesto por estar perdiendo tanto tiempo en una tienda tonta con una mujer farsante que le gusta hacerse la enigmática con cosas imaginarias que nadie comprende.
El menor suelta sus pensamientos cuando siente que los dedos de Newt le están apretando más que antes, tanto, que llega a lastimarle. Cuando él le mira, el rubio se encuentra con los ojos cerrados, su rostro con una acentuada expresión de caos interno y el sudor escurriéndose en gotas gordas desde los contornos de su cara.
—Newt, ¿qué te...? —Thomas no termina de hablar. Su mirada va hasta su novia, que se encuentra de la misma forma; la respiración agitada de ella se escucha en todo el lugar y Thomas, que antes estuvo confundido, ahora manifiesta genuina preocupación.
Su mirada va hacia la mujer frente a él; ella se mantiene concentrada en la bola de cristal brillante, fingiendo que realmente puede ver algo que los demás no. Su voz intenta hablar, llamarle la atención y preguntarle qué le está haciendo a sus amigos, pero antes de conseguir formar alguna frase en su cabeza, le oye:
—Ya casi puedo verlo... —susurra la vidente a la vez que los huesos de la mano de Thomas truenan por causa de la presión que ejercen los dedos fuertes de Newt sobre ellos.
Thomas se queja en silencio y aguarda con impaciencia a que alguien explique qué es lo que ocurre.
Pero nadie dice absolutamente nada: la tarotista se mantiene con sus ojos clavados a la patética esfera de cristal mientras sus amigos atraviesan una especie de shock desconocido. Por alguna extrañísima razón, la cera fundida entre su mano y la de Newt no se ha solidificado y sigue tan caliente como cuando la vela se derritió directamente sobre su palma. La iluminación de la tienda es tan escasa que Thomas casi no puede vislumbrar nada a simple vista y el frío se abraza a su cuerpo como si la temperatura hubiera olvidado que son noches de verano y no de un crudo invierno. El ambiente del compartimiento parece estar encapsulado en otra dimensión, incluso el bullicio de afuera ya es casi imperceptible para él. Todo se ha vuelto muy raro de un segundo a otro.
Teresa grita de repente y Thomas piensa que esa es la gota que colma el vaso; al voltear a verla, sus ojos se muestran oscuros por un segundo para luego volver a un celeste que brilla en la oscuridad y, antes de que cualquiera pueda preveerlo, la chica de cabello azabache sale corriendo de la tienda con una velocidad extrema.
Thomas no lo piensa dos veces y va detrás de ella aunque la tarotista le grite que no. Newt viene justo detrás de él, pisándole los talones, y pasos antes de atravesar la abertura de la campaña, las cosas dentro de la tienda comienzan a temblar; objetos desconocidos caen al suelo, las velas se prenden y vuelven a apagarse con un viento helado que les persigue el paso mientras los chicos corren detrás de Teresa, y nadie para aunque la mujer de la tienda les haya gritado que vuelvan.
Mientras casi tropieza con la arena, el castaño se jura a sí mismo no volver a pisar ese lugar nunca jamás en su perra vida.
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