Capítulo VII
Domingo, comienzo y final de día.
Lo habías planeado todo, comportarte como una auténtica víctima de dolor y sufrimiento. Te miraste al espejo, te despeinaste un poco, fuiste al baño y en lavamanos te remojaste la cara haciendo que el maquillaje se corriera como si hubieses llorado por horas.
Mirándote con amor y celos, porque ni a ti misma te querías, con las largas uñas comenzaste a arañarte por todo el cuerpo, las marcas rojas de a poco iban apareciendo y así caminaste a la entrada, cualquiera hubiera pensado que te atacaron.
Llegaste a su puerta, a su casa y lo viste pasar a través de las ventanas. Te agitaste un poco y tocaste su puerta, al abrirla te desmayaste para que te sostuviera en sus brazos. Minutos después despertaste, las marcas de arañazos se habían ido de a poco, aunque todavía quedaban, después de largas conversaciones y falsos sollozos fueron a tu casa con la excusa que el atacante seguía ahí.
Apenas entraron, lo dejaste que vaya primero, cerraste la puerta una vez que entraste y con el martillo sobre el pequeño mueble lo golpeaste en la cabeza hasta que perdió el conocimiento y cayó rendido en el suelo como si tan solo fuese una pluma soltada al vacío.
Con mucho esfuerzo lo arrastraste hasta el sótano, lo sentaste en la silla y comenzaste a atarlo; primero un pie, después el otro. Las manos en la espalda con grandes nudos y así con la larga cuerda cubriste la mayor parte de su cuerpo. Después fue fácil crear una venda para sus ojos, simplemente tomaste un pañuelo -aquel con el que lo viste por primera vez- y le rodeaste los ojos, luego tomaste otro -el último que usaste- para amordazarlo.
«¡Gualá! Trabajo hecho»
No sabías como explicar lo que sentías, al mismo tiempo esperabas en la cocina sosteniendo -con las manos temblorosas- tu taza de café para que despertara y cuando escuchaste los primeros intentos de liberarse te sentiste nerviosa, aunque al mismo tiempo entusiasmada.
Saltaste de alegría un par de veces, luego recuperaste la compostura y decidiste bajar a mirarlo como estaba. Te acercaste al rubio, lo acariciaste y este se alteró aun más, intentaba liberarse y con cada movimiento era un acto fallido del pobre diablo a punto de sufrir.
Te sentaste en sus piernas, y simplemente con tus dedos, con tus yemas tocaste su piel, cálida y suave como siempre te lo imaginaste. Piel blanca, con apenas una barba saliente le daba la textura perfecta. Ese día no hiciste nada, pero una larga semana quedaba.
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¡Oh pobre diablo! Una semana entera de tortura y apenas le quedaba una pizca de aliento. La cabeza completamente rasurada, la camisa ensangrentada, estaba sucio de pie a cabeza, una barba dispareja y ya sin fuerzas de seguir forcejeando con las cuerdas. Tenía las manos lastimadas, moretones en su abdomen, en las piernas, en los pezones, y cualquier parte que te pudieras imaginar.
Simplemente te acercaste a la última herramienta que te quedaba, sí, era ese pequeño cuchillo que te había regalado tu padre hace dos navidades anteriores. Lo miraste, lo limpiaste con tu camisa y te acercaste a él.
Primer corte fue un tajo en el pómulo derecho provocándole un inmenso dolor, suplicaba con la venda en la boca que te detuvieras. Amabas que te suplicara y te diste cuenta que el poder era algo increíble, tenías a una persona bajo tu propia voluntad.
Segundo corte fue en la pierna, parte superior, se retorcía de dolor.
Para hacerlo más excitante le quitaste lo que lo amordazaba, ese pañuelo verde, y gritó de dolor. Te insultó, te maldijo, te odio de pie a cabeza. Solamente atinaste a reír, a querer sus palabras, extrañabas su voz y eso te reconfortó.
De un solo empujón le clavaste el cuchillo en el pecho, gritó tan fuerte que hasta tu misma te asustaste y se lo dejaste mientras que la sangre salía con fuerza y retrocediste unos cuantos pasos después de que te diste cuenta de lo que hiciste.
Sí, lo acababas de apuñalar, en el pecho, en su cuerpo, en su hermoso y precioso cuerpo. De a poco se iba quedando sin aire, lo que alguna vez fue un inmenso grito de dolor ahora era respiraciones entrecortadas, de dolor, de angustia, de preguntas ¿qué había hecho para merecerse esto?
Para entonces habías perdido noción de la hora, tus manos llenas de sangre te delataban.
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