En la torre más alta - 991 palabras

Sentada sobre un taburete, Drusila cepillaba su rubio cabello. La luz de una vela detrás de ella dibujaba su silueta contra la pared. Su sombra era la única ayuda con la que contaba; no había ni un solo espejo en toda la torre.

La habitación era circular, iluminada por la danzante llama de la vela y el escueto resplandor de la luna que se colaba por la ventana. Había una cama alta cuyo verdadero propósito era ocultar la caja de madera en la cual en realidad dormía. Un fino tapete cubría casi toda la superficie de la habitación, con excepción de una trampilla en un rincón que daba acceso a las escaleras, sellada por bloques de madera encadenados. Drusila poseía la llave del candado; se la había robado a una doncella antes de asesinarla desde el primer mes que había pasado encerrada. Ninguno de los subsecuentes sirvientes que regularmente subían a la torre se atrevió siquiera a hacer mención del incidente. En todo caso, Drusila no tenía intenciones de abandonar la torre y, aún si las tuviera, podía hacerlo desde la ventana. Sin embargo, las pesadas cadenas ayudaban a ambientar el escenario que pretendía representar. En aquellos momentos, su suntuoso vestido empapado de sangre y el pálido cuerpo que yacía sin vida en el centro de la habitación no contribuían mucho a dicho escenario.

Cuando terminó de cepillar su largo cabello, estaba a punto de amanecer. Se despojó de sus prendas y se metió debajo de la cama. Cerró la caja, la cual no se volvió a abrir hasta las 8 de la noche del día siguiente. Al salir, Drusila encontró la habitación impecable, sin rastro del cadáver exangüe y, sobre la cama, un vestido nuevo e impoluto. Luego de meterse en él, caminó hacia la ventana y se sentó en el taburete junto a ella, mirando a la luna con añoranza. No podía esperar a que se presentara el siguiente héroe a intentar salvarla.

***

Apenas abrió los ojos, Drusila supo que algo estaba mal. Permaneció inmóvil un par de segundos y entonces percibió el olor. Con cuidado, salió de debajo de la cama y encontró a un hombre sentado en el taburete en el centro de la habitación. Drusila intentó primero ocultar su sorpresa, pero luego dejó que fuera lo más obvia posible.

—¿Quién es usted? —preguntó con la voz más inocente que pudo. —¿Ha venido a rescatarme?

El hombre apoyaba su rostro contra sus manos entrelazadas.

—¿Cuál es su nombre, noble caballero? —insistió Drusila y dio unos pasos hacia él. El hombre levantó una palma y luego señaló hacia la cama. Manteniendo su expresión de inocencia, Drusilla tomó asiento.

El hombre no usaba armadura, pero de la cintura colgaba una espada y Drusila distinguía el mango de una daga salir de una de sus botas. Pasaron un par de largos segundos antes de que la joven dejara caer su fachada.

—Lo sabes, ¿cierto?

El hombre asintió.

—¿Vas a matarme?

—Aún no lo decido —respondió el hombre—. ¿Y tú?

La pregunta tomó por sorpresa a Drusila.

—Aún no lo decido —respondió ella. —Quizás me seas útil.

Después de una pausa, Drusila se puso de pie y comenzó a desanudar las cuerdas de su vestido.

—Detente, ¿qué estás haciendo?

Cuando Drusila estaba a punto de descubrirse el torso, el hombre instintivamente desvío la mirada. De inmediato se dio cuenta de su error, pero apenas levantó la cabeza, salió derribado hacia atrás. Antes de que pudiera quitarse a Drusila de encima, sintió un fuerte dolor en el cuello que lo hizo gritar. Luego, todo se volvió negro.

***

Cuando Ordlaf abrió los ojos, se encontraba arrodillado sobre el suelo, con las manos y piernas amarradas tras de él. Algo escurría de su barbilla. Sacó la lengua y sintió un sabor casi metálico. Un olor intenso inundó sus fosas nasales. Un hombre mayor se encontraba en una esquina encadenado, amordazado y con los ojos llenos de miedo.

—No puedes liberarte —dijo una voz y Ordlaf sintió sus extremidades debilitarse. Ahora era Drusila quien se encontraba sentada en el taburete, mirándolo fijamente.

—¿Planeabas matarme?

Ordlaf se detuvo a pensar en su respuesta pero su boca se movió contra su voluntad.

—Al inicio.

Sus palabras sorprendieron a Drusila tanto como al propio Ordlaf. El olor del anciano seguía llamándolo.

—¿Qué me hiciste? —preguntó él. Drusila ignoró su pregunta.

—¿Por qué "al inicio"?

—Observé el castillo por varios días, el resto de los habitantes parecen ser todos humanos. Hay ganchos metálicos en la torre que usé para escalar; bajar sería igual de fácil. ¿Por qué esparcir los rumores de una princesa en apuros? Estamos en guerra, muchos reinos pasan por hambrunas y epidemias. En cualquier pueblo podrías matar a quien desees y nadie lo notaría. Entonces, ¿por qué la farsa?

Drusila no respondió.

—Creo que es porque en el fondo, quieres ser rescatada. Quieres escapar, pero no tienes el valor para hacerlo.

—Mi padre me mataría.

—¿Y eso es peor que pasar el resto de tu vida aquí?

Drusila se levantó y caminó hacia la ventana. Ordlaf comenzaba a sentirse débil y una sensación recorrió su cuerpo desde su garganta hasta su estómago. Estaba famélico y el hombre amordazado parecía ser lo más delicioso del mundo.

—Si voy a recorrer el mundo necesito un compañero. Alguien en quién confiar. No sé si eres la persona indicada.

—Soy un mercenario, no un caballero. No tengo nada a qué regresar. Y dudo poder traicionarte... ¿Puedo? —preguntó con genuina curiosidad. Él mismo no estaba seguro de la respuesta.

—En realidad, no —respondió ella, sonriendo—. Estás bajo mi completo control. Ya puedes liberarte.

El peso de las cuerdas pareció desaparecer y Ordlaf las rompió con facilidad para arrojarse sobre el anciano, de quién bebió hasta quedar satisfecho.

—Sólo hay algo que debes recordar en todo momento —dijo Drusila poniéndose una capa mientras caminaba hacia la ventana—. No soy tu princesa. Soy tu ama.

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