Capítulo 6


Cuando regresamos de hacerle propaganda a Noris con las almas que buscan sus monedas de plata, nos quedamos el resto del día sin dirigirnos la palabra, ni siquiera para las cosas más necesarias. Yo seguí rememorando la escena de Jandiara y su madre, lo injusta que fueron sus vidas que las llevaron a terminar así. Me pregunté cientos de veces dónde estaban los grandes dioses del olimpo, aquellos conocidos, por qué no hicieron algo antes para evitar llegar al extremo de quitarse la vida para evocar a Noris. De a poco traté de convencerme de que la culpa no es de este último, que él simplemente está destinado a esto por una mera coincidencia de nacimiento, por ser hijo de quién es, la que le heredó estos poderes, aunque con ello no logro encontrar mayor calma.

En silencio cociné algo sencillo con los ingredientes que mi acompañante se aseguró de comprar del mundo de los mortales, y así mismo comimos y permanecimos hasta la mañana siguiente, cuando Noris despertó con ánimos de viajar más allá para darse a conocer a otros seres.

—Las almas tienen razón, de nada les sirvo a ellas y poco confiarán en mi si yo mismo a algunas las traje aquí y otras, la gran mayoría, mi propio hermano. Pero debo ser de utilidad para alguien allá en la ciudad —comentó mientras tomaba nuevamente sus retratos y me jalaba de la mano para guiarme.

Ahora ya estamos en lo que yo creo que es el centro del inframundo, un lugar más poblado donde se alzan varios edificios con gruesos pilares que sostienen los tejados, algunos incluso tienen estatuas labradas en la estructura, representando a las deidades que adoran quienes habitan ese lugar. Miro con gran admiración toda la infraestructura, es como si de la nada hubiese entrado a las fotografías de los libros de historia que leí en el colegio y en mi paso por esa profesión en la universidad. Mientras camino, tengo que asegurarme de estar siempre cerca de Noris, pues hay gran flujo de gente en los alrededores, todos vestidos con túnicas acarreando un saquito con sus monedas u objetos que llevan al mercado para vender. Es como si aquí el tiempo se hubiese detenido, conservando para siempre al imperio griego que en mi mundo cayó hace cientos de años.

—¿Qué es este lugar? —Pregunto con curiosidad a mi acompañante mientras miro con atención todo lo que me rodea, en un intento por capturar cada edificio en mi mirada y guardarlo para siempre en mis recuerdos.

—Aquí viven los seres que trabajan en el inframundo.

—¿Seres? ¿Qué son? —Cuestiono confundida por la forma que utiliza para llamar a quienes nos rodean.

—Ninfas, héroes, cíclopes, centauros, minotauros... Con todo esto de la globalización, también han llegado algunos elfos, hadas y duendes.

—Espera ¿ninguno de ellos es humano?

—Tú debes ser la única humana viva en todo el inframundo —responde restando importancia.

Solo ahora, con la nueva información, presto más atención a las personas y no a los edificios y las vestimentas y noto las diferencias que los distinguen a ellos de los mortales. Orejas puntiagudas, cuerpos de caballo que antes pensé que eran del animal y no de un ser mitológico, rostros con un único ojo, cuerpos humanoides con cabezas de toros, personas de bajo tamaño, entre tantos otros. Todo lo que alguna vez pensé que era pura fantasía, ahora está materializado frente a mis ojos. Quisiera tener mi celular con carga para tomar una fotografía y demostrar a los detectives que mi testimonio es real, para que los médicos comprueben que nunca tuve delirios y que todas las personas que se rieron de mí vean su grave error en la forma en que me juzgaron. Si tan sólo pudiera llevarme una fotografía, si solo hubiese podido fotografiar el momento en que Evan desapareció, las cosas hubiesen sido más fáciles y la solución la habrían encontrado los detectives en las anotaciones de mi amigo sobre el ritual para llamar a Hades.

Noris me saca de mi análisis a la población y me guía por la ciudad, cuyo nombre sigue siendo una incógnita. A diferencia de la periferia donde se encuentra la cabaña que he habitado por estos días, el suelo aquí no es de tierra ni pasto, sino que los caminos están pavimentados con piedras grandes que cubren el largo y ancho de las calles. A juzgar por el flujo de las personas, pareciera que los caminos son paseos peatonales, pues las carretas y otros transportes deben hacer grandes maromas para avanzar. Es tanto el ir y venir, que me siento como si anduviera por el paseo Ahumada en pleno Santiago, en horario punta.

Llegamos a una plaza circular, es la única zona donde se ve el verde del pasto y los árboles, además de otros colores en las flores que crecen en el suelo, delimitando caminos azarosos para recorrer el área. En el centro de la plaza se erige una gran estatua que representa a dos personas en túnicas de estilo griego. Un hombre y una mujer, ambos tomados del brazo como si fueran pareja, a pesar de la diferencia de edad patente en sus aspectos, él mayor con su gran barba, mientras ella se ve de aspecto más juvenil. La figura masculina, con su brazo libre sostiene una especie de lanza, mientras que la femenina luce una corona de flores.

—Son Hades y Perséfone, los reyes del inframundo —me aclara Noris al ver que me he quedado observando el monumento con curiosidad.

—El primer Síndrome de Estocolmo patentado en la historia —comento con gracia al recordar el mito que envuelve a la pareja, cómo Zeus ofreció a su hija como esposa para su hermano mayor, para que tuviera una mujer que gobierne con él en su solitario reino.

—¿Vas a seguir con eso? No hables mal del maestro, es un ejemplo por seguir.

—Mientras no copies esa idea para conseguir esposa, por mí está bien, es tu vida.

Noris se limita a resoplar con rabia creciente al ver cómo yo tiento los límites de su paciencia, mientras yo sigo analizando la estatua hasta que él roba mi atención. No sé de dónde lo sacó, pero tiene un cajón frutero en sus manos que coloca a un lado del monumento, para luego mirarme con una sonrisa de satisfacción. Ante mi incomprensión, señala el cajón con ambas manos, expectante a mi reacción, como si lo que acabara de hacer fuera una gran hazaña. Miro repetidamente de Noris al cajón sin comprender qué espera que yo haga, hasta que ordena subirme, como si fuera un podio.

— Sigo sin entender cuál es el fin de todo esto —comento mientras obedezco y subo al cajón, temiendo que en cualquier momento la madera seda ante mi peso.

—Este es tu pequeño escenario.

—¿Para qué?

—Para que des tus clases sobre mí.

Quiero reclamar, quejarme argumentando que esto no tiene ningún sentido, que difícilmente alguien se detendrá a escuchar a una jovencita hablando disparates sobre un dios desconocido. Me gustaría decirle en la cara que claramente todos en la plaza tienen cosas más importantes que hacer, como comprar y vender en el mercado, viajar o hacer vida social, por lo que no invertirán preciosos minutos en escucharme enaltecer a un don nadie. Si bien pienso todas estas razones para no hacerlo, no digo ninguna porque eso sería ofenderlo y lastimar su ya resentido ego, pero Noris logra darse cuenta de mi opinión por mi rostro. Siempre me han dicho que tengo una cara muy expresiva y cuando pequeña la tía Isabel, madre de Evan, me tomaba como ejemplo para que su hijo comprendiera cómo se ven las emociones en otras personas.

—Gracias por tu apoyo —dice Noris con tono sarcástico mientras me pasa varias copias del dibujo que le hice—. La idea de todo esto, es que hagas una especie de clase a la antigua, como era en Grecia hace siglos. El profesor se para en la plaza a enseñar y quienes quieren aprender lo escuchan, punto.

—¿Y si nadie escucha?

—Deja de ponerte siempre en los peores escenarios, es como si llamaras a la desgracia.

—No es que llame a la desgracia, es que me gusta ponderar todas las posibilidades para estar preparada.

—De vez en cuando podrías prepararte para las cosas buenas, con un cambio de mente a lo positivo llamarás al éxito.

Con un profundo suspiro asiento para cambiar mis ideas a algo bueno y me preparo para lo que Noris me pide, trayendo a mi mente algunas técnicas de exposición que he aprendido en mis años de estudio. Así, alzo mi voz y presento al dios que tengo a mi lado, apoyándome también del dibujo en el que se ve a mi acompañante en una pose heroica y con más masa muscular de la que posee realmente. Hablo del área de la vida mortal que tiene a su cargo, le invento características amables para hacerlo más cercano y doy realce a algunas facciones de su rostro para que la gente lo recuerde más fácilmente. Con ese discurso inocente logro llamar la atención de tres personas, una de las cuales deja una moneda de plata a mis pies, como si estuviera mendigando.

Miro a Noris con notable reproche, absteniéndome de mi frase favorita: "te lo dije". Él luce tanto y más molesto que yo con la situación y en sus ojos alcanzo a leer que me culpa a mí por el escaso éxito de sus ideas. Pienso en el camino de regreso a la cabaña lleno de sus quejas y en búsqueda de otra forma de ayudarlo y no quiero volver a pasar por ese proceso. Al contrario, solo quiero irme a casa y acabar con todo este trabajo obligatorio, para que mis padres ya no tengan que buscarme desesperadamente en mi mundo. Con el rostro angustiado de mi madre por mi desaparición, obtengo la inspiración que necesitaba para llamar más la atención de la gente.

No sé de dónde saco tantas ideas y, a juzgar por la confusión en el rostro de Noris, él tampoco sabe. Pero de algún modo me las apaño para llamar la atención de la gente de a poco, primero con preguntas dirigidas y luego con un discurso logorreico lleno de promesas que dudo que Noris cumpla algún día. Les prometo una plaza más linda, un mercado más organizado, edificaciones más firmes, más actividades en el mundo de los vivos, fiestas, en resumen, un Dios más cercano a quienes lo sigan. Es como si estuviera haciendo la campaña política de uno de los principales candidatos y, para mi sorpresa, estas ofertas tienen buen resultado. Antes de darme cuenta, tenemos a cerca de cincuenta seres de diferentes tipos escuchándome con atención y aplaudiendo a las promesas que les hago en nombre de Noris, quien intenta fingir su descontento conmigo con sonrisas amables y asentimientos a quienes nos rodean. Cuando termino mi discurso, todos aplauden y reciben el dibujo de Noris gustosos, algunos incluso le piden su autógrafo.

Es en ese caos en el que veo su rostro por primera vez en diez años. Allá, donde termina la multitud que nos rodea, está Evan. Mi respiración se detiene, mi corazón se acelera y siento la adrenalina correr por mis venas, la que me lleva a bajar del cajón que he usado como podio y caminar entre la multitud que espera conversar con Noris para comprobar la veracidad de mis palabras. Tener a tanta gente más alta que yo rodeándome me ahoga y desespera al no poder avanzar más rápido hacia mi amigo, por lo que llega un momento en el que ya no me molesto en pedir permiso, simplemente empujo a quien no se mueve, tal y como hacía cada día en el metro cuando tenía clases presenciales.

Cuando finalmente salgo de toda la masa de personas y me encuentro cara a cara con Evan, me sorprende ver que no ha cambiado nada, sigue teniendo el mismo rostro adolescente que tenía cuando desapareció. Sus ojos cafés permanecen inexpresivos y su cuerpo no se mueve ni un milímetro al verme, como si yo no fuera nada extraño en el paisaje. Me duele su falta de reacción y a la vez me molesta. Quiero reprocharle todo lo que pasé en los últimos diez años, lo preocupados y angustiados que sus padres han estado, lo sola que me he sentido desde que ya no está y cómo nuestros compañeros me culparon de su desaparición. Siento rabia correr por mis venas al ver que él, aparentemente, ha estado bien todos estos años mientras nosotros la pasamos mal. Pero finalmente logro controlar mis impulsos y hablar civilizadamente para saludarlo, reprimiendo también el impulso de abrazarlo, pues aún recuerdo que no le agradaba del todo el contacto corporal, del que huía asustado como si fuéramos a hacerle daño.

—Evan, te he extrañado tanto —le confieso con mi voz quebrándose al instante.

Mis ojos se inundan de lágrimas que nublan parcialmente mi visión, pero aun así alcanzo a ver su expresión de sorpresa en el instante en el que me reconoce. En mis sueños, siempre que imaginé este momento, pensaba que nos abrazaríamos riendo y nos contaríamos todo lo que nos perdimos de la vida del otro, que sería un reencuentro de película, de esos que te prometen que sucederá cuando mueras y vuelvas a ver a tus seres queridos que partieron primero. Jamás pensé que él saldría corriendo como si huyera del más grande de todos los males, mientras yo, por reflejo, lo sigo tan rápido como puedo, olvidando que dejo atrás a mi única compañía en el inframundo. Nos alejamos de la plaza hasta salir del pueblo, las calles ya no están pavimentadas y de a poco aumenta la presencia de árboles hasta formar bosques frondosos. Me empieza a faltar el aire y a doler el costado de mi pecho por el cansancio, pero sigo tanto como puedo hasta que la imagen de Evan desaparece por completo, como si la tierra lo hubiese tragado. Grito su nombre tan fuerte como mi voz desgastada de tanto hablar en público lo permite, sin embargo, nadie responde. Quiero seguir, buscarlo, pero al mirar a mi alrededor no reconozco nada.

No solo perdí a mi amigo, me perdí yo misma en un lugar desconocido.

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