Capítulo 5
Aviso: El siguiente capítulo trata temáticas relacionadas con la muerte, que pueden resultar fuertes para personas sensibles. Aclaro que, por ningún motivo intento enaltecer estos hechos ni instar a la gente a tomar estas decisiones.
Se recomienda discreción al leer.
***
Después de casi cinco días en el inframundo en compañía de Noris, mi angustia ya ha alcanzado niveles desbordantes, paso todo el día preocupada por mis padres, si me estarán buscando tanto como los de Evan, si mi fotografía estará por todo internet con gente realizando especulaciones sobre mi desaparición. Quiero volver, es lo que más deseo y a lo que apunto con cada intento que realizo, sin embargo, no importa qué tanto me esfuerce, es como si un paso adelante me hiciera retroceder dos, porque no logro contentar a Noris con nada, quien se mantiene cerca de mí para detenerme de todos mis intentos de fuga hacia, donde creo, está el lugar por donde entré al inframundo.
Cuando sugerí que debía tener un dibujo que lo represente como entidad y que se divulgue por todo el mundo, lo hice confiando en que mis habilidades lograrían satisfacerlo. Nunca imaginé que tendría un gusto difícil y un ojo que encuentra hasta el más mínimo detalle en medio de todo. Con todo esto, llego a pensar que él sería el único capaz de encontrar la aguja dentro del pajar, porque los defectos que él haya están a ese nivel mínimo. Esto partió con él descontento por la elección de colores, por lo que lo cambié. Luego pensó que lo mejor sería que su retrato sea a blanco y negro, por lo que tuve que empezar de nuevo y cuando ya estaba por la mitad de mi dibujo me hizo cambiar el rumbo nuevamente porque el fondo hogareño no encaja con la imagen que él quiere mostrar, por lo que a partir de ese momento las sesiones de dibujo se llevan a cabo al aire libre. Cuando mi dibujo ya estaba por terminar, encontró los detalles mínimos, que si un ojo era más grande que el otro, si los labios estaban demasiado cerrados o demasiado abiertos, la uniformidad de las sombras, las arrugas de su vestimenta, la rugosidad de los tronco de los árboles, la falta de músculos en sus brazos y abdominales pese a que su contextura real es delgada, entre tantas otras cosas que tuve que cambiar para que él fuera feliz y me permita marchar.
Cuando esta mañana por fin pude dar por terminado mi dibujo ante el visto bueno de Noris, casi salté de alegría, dispuesta a irme cuanto antes de regreso a mi hogar para explicar a mis padres mi desaparición a través de una excusa lo más creíble posible, una que termine con las investigaciones de la PDI sin enviarme de regreso a un psiquiatra por delirios que precisan de un diagnóstico y medicación específica. Eso habría pasado si él no se hubiese negado a dejarme ir. Tomó mi muñeca firmemente, preguntándome a dónde creía que iba, para luego señalar que mi trabajo con él no termina hasta que todos en el inframundo y olimpo y al menos la mitad de la población de mi mundo conozcan su nombre.
—Pero puedo tardar toda la vida y aun así me faltará tiempo para lograr lo que me pides —le reclamo con la paciencia ya casi a mi límite.
—Ese es el trato que hicimos y que el oráculo anunció, nada que hacer —responde él despreocupado mientras toma cuidadosamente el dibujo en hoja de block que acababa de tenderle.
—Yo nunca acepté el trato —le recuerdo cómo me impuso esta obligación en contra de mi voluntad.
—Lo siento, pero así son las cosas así. Agradece que no te tomo como esposa para seguir el ejemplo del maestro.
Me horrorizo ante el pensamiento de contraer matrimonio con él, tal y como ocurre en el mito que explica cómo Hades consiguió a su esposa Perséfone por medio del secuestro.
—Jamás me enamoraría de ti, no seré víctima del síndrome de Estocolmo.
—¿Qué es eso?
—Así se llama ahora a quienes desarrollan sentimientos por sus captores.
—Ni se te ocurra volver a hablar así del maestro, él es un gran ejemplo que seguir, que no debe ser manchado por nada ¿Entendiste? Tampoco te atrevas a menospreciar los dictámenes de los oráculos, que la vida siempre se ha guiado por ellos para el bien de todos.
Y debido a ese absurdo anuncio del destino que declaró que una humana ayudaría a una entidad superior a hacerse conocida, tengo que quedarme y continuar acompañándolo por el inframundo, callando mis sentimientos de furia con Noris por la situación a la que me trajo. Afortunadamente no me pidió que hiciera varias copias del mismo dibujo, mis muñecas se lo agradecieron, sino que recurre a una fotocopiadora para tener su retrato en masa. Por un momento me sorprende que tenga acceso a esa tecnología aquí abajo, luego me convenzo de que un Dios debe poder acceder a todo lo que se proponga, lo que explica su comportamiento conmigo.
Con las copias en mano, estamos listos para empezar con el trabajo real. Noris está dispuesto a caminar rumbo a un lugar que desconozco, hasta que, por lo que veo, una siente una punzada en su cien, que le hace llevar su mano al lugar para calmar la molestia. Por un momento, sus ojos se vuelven totalmente blancos y brillan como dos linternas, causándome cierto temor a lo que está a punto de pasar. Cuando la sensación cede y sus ojos regresan a la normalidad, Noris toma mi mano y cambia la dirección hacia la que se dirige.
—Iremos a tu mundo momentáneamente.
—¿A mi casa? — La ilusión me embarga rápidamente y me lleva a acelerar el paso adelantándome pese a que desconozco el camino de regreso. Solo la sacudida de lado a lado de la cabeza de Noris detiene mi andar y se vuelve forzado por la forma en que tira de mí —¿Entonces?
—Por primera vez me verás en acción, así sabrás mejor qué decir de mí.
La boca se me seca y tengo que tragar repetidamente en un intento por calmar esa sensación. Con nervios sigo sus pasos mientras miro cuidadosamente a mi alrededor, en busca de algún lugar en el que me pueda ocultar hasta escapar por mis propios medios, sin embargo, el agarre que su mano ejerce sobre mi muñeca es tan firme, que difícilmente podré quitármelo. Caminamos por el bosque, es el mismo recorrido que hicimos la noche en que llegué, aunque a la luz del día los detalles lucen menos aterradores. Llegamos al límite donde Noris con un gesto hace surgir unas escaleras musgosas que subimos a paso rápido. No necesito que me diga nada para saber que estamos en la entrada del inframundo, así como tampoco requiero que me refriegue en la cara que, para escaparme, necesito de la ayuda de alguien que haga surgir estos escalones.
Al llegar a la cima, espero ver mi habitación tal y como la dejé, tengo la esperanza de verme cara a cara con mamá, que me reciba con los brazos abiertos luego de estos angustiantes días. Grande es mi decepción cuando llegamos a la superficie y nos encontramos afuera de una casa de dos pisos en medio de un barrio con viviendas similares, una pegada al lado de la otra, cuyas calles están habitadas hasta donde me alcanza la vista. Algunas personas de piel morena pasan por el lugar, mientras unos niños juegan con una botella pequeña a modo de pelota. Quiero hablar con alguien, pedir ayuda, hasta que noto que todos a quienes trato de tocar me atraviesan, lo cual me aterra ante la idea de estar muerta sin haberme dado cuenta.
—Tranquila, no estás muerta —me calma Noris—. Solo estás con el mismo efecto que tengo yo cuando vengo a tu mundo.
—¿Dónde estamos?
—En una favela de Brasil. Te llevaría a recorrer, pero estoy con prisa, ya está a punto de suceder.
—¿Qué cosa?
Deja mi pregunta sin responder, guiándome dentro de la casa sin tocar ni abrir la puerta, simplemente la atravesamos como si fuéramos dos almas en pena. Dentro de la vivienda, la escena me estremece por completo. Estoy en una habitación matrimonial, cuya única decoración es una foto familiar en la que aparece una pareja junto a un bebé. En medio de todo, está la mujer del retrato junto a una niña de unos cinco años, imagino que es el bebé de la foto. Estoy por intervenir cuando la mujer hace que su hija consuma una pastilla azul, sin embargo, Noris me detiene.
—¿Qué no ves lo que va a pasar? —Le pregunto alzando la voz con desesperación mientras la mujer toma por su cuenta la misma pastilla.
—Lo sé, te dije que yo soy el primero en enterarse cuando estas cosas pasan.
—¿Y no harás nada al respecto?
—No puedo, este es mi trabajo —responde con tono indolente, como si ya estuviera acostumbrado a ver estas situaciones a las que uno no debiera adaptarse.
—¡Y una mierda de trabajo! Es una niña, no puedes dejar que le pase eso.
—Si vive, será peor, tenlo por seguro.
—Noris, por favor —le suplico ya con lágrimas en los ojos mientras veo cómo poco a poco los labios de las dos afectadas se tornan azules. Cierro los ojos con fuerza para no ver lo que viene a continuación, como si el negarme a verlo lo hiciera menos real.
—Lo siento, pero no puedo hacer nada —comenta él, por primera vez con pesar en su voz.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, los cuerpos de ambas están sobre la cama, abrazadas una a otra y a un lado del camastro las dos almas resultantes de este acto. La niña parece maravillada ante esta situación, como si se tratara de una aventura y me duele que alguien tenga que explicarle que ya nunca crecerá. Su madre la sujeta firmemente de la mano, no parece arrepentida de sus acciones y, para evitar que yo juzgue mal, Noris me cuenta la historia detrás de todo lo acontecido.
—Su marido es un demonio machista que, sin estar muerto, ya está destinado al tártaro cuando le llegue su hora. La vida que esa niña tuvo fue llena de maltratos por parte de él y, si vivía, su situación no iba a mejorar, lo más probable es que se casara con alguien similar y repitiera el ciclo. No justifico la acción de la madre, pero cuando estás tan desesperado, sin posibilidad de escapar por falta de dinero y apoyo, tan afectado psicológicamente, te empiezas a creer que no sirves para nada y tomas decisiones drásticas.
Mi llanto se intensifica y pienso en lo injusta que puede llegar a ser la vida. Yo viví en un hogar con la misma composición que la de esa niña, sin embargo, mi vida ha estado siempre llena de amor y apoyo incondicional hacia mis decisiones. Me parece inconcebible que alguien pueda causar tanto daño hasta acabar con quienes debieran ser las personas más importantes de tu vida.
Los ojos de la niña se posan en mí y me sonríe, como si intentara consolarme cuando debiera ser al revés. Sacude su mano para saludarnos y sin quejas nos sigue de regreso al inframundo. Noris abre nuevamente la entrada y los cuatro bajamos las escaleras y caminamos por el bosque, siendo Jandiara, como Noris la presentó, la única que camina con una sonrisa en su rostro. Pasamos de largo de la cabaña y continuamos hasta llegar a una zona poblada, donde se ven más almas como las que traemos en este momento. Noris le explica a la madre los pasos a seguir, la fila en la que se deben colocar y lo que los trabajadores del lugar le indicarán. La madre asiente agradecida y toma a Jandiara de la mano para llevarla a donde le acaban de señalar. La niña se gira por última vez para despedirse de nosotros con una gran sonrisa mientras camina al lado de su madre, a quien la rodea un halo de mayor tranquilidad en comparación a cuando estaba viva. Nosotros sacudimos nuestras manos para despedirlas, para finalmente quedamos con quienes ya fueron juzgados.
Noris asegura que, si logramos convencer a unos simples humanos ya fallecidos de su grandeza, será mucho más fácil conversar con las demás entidades que pueblan el inframundo. Quiere partir desde lo más bajo y dejar para el final a los grandes dioses del olimpo que ignoran su ardua labor diaria.
Quiero negarme, hacerle saber que esto difícilmente lo ayudará, que no es muy correcto enaltecer a la persona que sacó el alma de algunos de los presentes como lo acaba de hacer con la mujer y la pequeña Jandiara, sin importar cuan tranquilas se vean en este momento, pero las palabras se estacan en mi garganta y solo brota lo que Noris quiere escuchar. Mientras, ignoro la apariencia de algunos de los fallecidos que detienen su labor para escucharme, algunos aún cuentan con marcas y heridas que permiten deducir las causas de sus muertes, llenando mi mente de pensamientos poco agradables producto de mi imaginación. Pero lo que más pena me da, es ver las almas de los más jóvenes, personas de mi edad cuya vida ya expiró y permanecerán vagando en este lugar por cien años o hasta que logren reunir las monedas de plata que se les solicita para poder cruzar el río Aqueronte.
Debido a la orden de Noris, guardo mis sentimientos y hablo a la multitud enalteciendo a esta entidad tan poco conocida, tratando de ignorar las emociones que me inspiran las almas. Por un momento detengo mi discurso y miro hacia el río donde reposa el bote que guía Caronte para trasladar a los fallecidos. Desde aquí logro distinguir su figura esquelética cubierta únicamente por una túnica, la viva imagen de la parca que hasta ahora solo había visto en videojuegos. A su alrededor hay algunos que ya reunieron las monedas, otros suplican de rodillas que acabe con su sufrimiento de tener que vagar por este mundo en búsqueda del impuesto, argumentando que la promesa de la muerte es el poder descansar ya en paz. Se forma un nudo en mi garganta y me pregunto si mis seres queridos ya fallecidos tuvieron que pasar por este sufrimiento y entre ellos, en vez de mis abuelos, la imagen de Evan cobra mayor relevancia en mis pensamientos. Si él ya murió como dicen los detectives, ¿habrá conseguido las monedas o seguirá vagando por aquí? Hasta entonces, mi único consuelo era que estaba en el mundo de los dioses que tanto admiraba, pero ahora no estoy segura de eso y mis ojos buscan entre los rostros que me rodean aquel que perteneció a mi querido amigo, el chico de catorce años que desapareció inmediatamente después de conocer al más grande de sus ídolos.
—Oye, concéntrate —me codea Noris mientras susurra a mi oído aquellas palabras que me devuelven a la realidad, recordándome que estoy aquí para trabajar con él, no para investigar la desaparición de Evan.
—Sí, lo siento. Como les decía, aquí tenemos al grandioso dios de las muertes prematuras, Noris, hijo de la diosa Nix...
—¿En qué nos va a ayudar él? —Me interrumpe una mujer que, según lo que aparenta, falleció cercano a sus cuarenta años en una época anterior a la que yo nací. Su estilo me recuerda más a la moda que se ven fotografías de la década de los setenta, lo que me lleva a calcular que esta mujer lleva alrededor de cincuenta años vagando por el lugar en búsqueda de las dichosas monedas de plata.
—Bueno, él no ha sido muy conocido aún, por lo que les aseguro que tiene muchas buenas cualidades.
—¿Cuáles? —insiste la misma mujer—. ¿Es rico? ¿Nos sacará de aquí?
Trago saliva con dificultad. Me siento como si estuviera vendiendo la buena apariencia de Noris en plena campaña política para comprar los votos del pueblo. Lo miro en busca de ayuda, pero él está tan desconcertado como yo. Nos concentramos tanto en hacerlo conocido, que no pensamos en las necesidades de quienes habitan aquí, aquellas que llevarán a las personas a llamarlo y recordarlo por algo bueno y no solo por reunir almas que se quitan la vida o que fallecen en manos de otros a temprana edad.
—Yo lo recuerdo —anuncia un chico que aparenta estar en medio de la adolescencia. La marca en su cuello me ayuda a deducir por qué conoce a Noris—. Él me trajo aquí, pero eso es todo lo que hace, me explicó las cosas técnicas, pero ni consuelo te da. ¿Dónde estaba él cuando yo me hice esto? —Pregunta mientras se señala la cicatriz del cuello—. Si tan dios es de las muertes prematuras, entonces aparece solo cuando ocurre y no para evitarlas.
Eso es todo lo que necesitamos para decidir tomar los retratos restantes y regresar a la cabaña antes de la hora que teníamos planificada. Miro a mi acompañante y en su rostro se vislumbra la decepción que siente, aunque no sé si es por las almas o por él mismo. Lo cierto es que luego de escuchar a esas personas, no puedo evitar ponerme en sus zapatos y sentir la rabia que deben tener, sobre todo aquellos que no recibieron la ayuda que necesitaron para no llegar al extremo que tomaron.
Y entonces pienso: si hay un dios de las muertes prematuras, ¿por qué no hay uno que las evite?
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