Paramos para comer en la carretera, bajo un frondoso árbol, único en la desolación de la montaña arrasada por el fuego por la que discurría la ruta. El monte se recuperaba, pero no era aún nada más que garriga rala que las cabras se encargaban de mantener a raya. Era difícil soportar el calor del mediodía. Yo me agaché sobre mis talones y ella se sentó en una roca adosada al tronco, y comimos tomates con sal y abrimos latas de caballa en aceite mirando las ondulaciones de las lomas parduzcas arrasadas por el vaho. Las chicharras ejecutaban sus estridentes cantos entre los matorrales del càrritx. Ella conocía muy bien la flora y la fauna que nos rodeaba, no sé de dónde había obtenido tantos conocimientos. Me solía dejar sin palabras y me sentía, también, con frecuencia, algo alejado de su nivel intelectual, aunque yo manejaba mejor que ella el arte de recitar los Sutras sagrados.
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