VEINTIOCHO: La lucha que es ser mujer

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CAPÍTULO 28
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Sandy

La primera vez lo dije con temor en la voz, pero tenía también la firmeza y la ansiedad a tope para que me ayudaran. Tenía la certeza de que lo harían porque se supone que eso es lo que las autoridades hacen.

—Este hombre me acosa en mis redes sociales y ahora sabe dónde vivo, necesito ayuda.

—¿De dónde la conoce él a usted?

—Me escribe a mis cuentas personales, no sé cómo las consiguió, pero en sí me encontró en las plataformas donde vendo contenido adulto.

Y ahí empezaron las miradas, la indignación, el desdén, la burla, el desprecio, el asco. Ese primer policía me miró condescendiente, como si le estuviera diciendo que le ofrecí voluntariamente mis pertenencias a un ladrón y, que por ende, el robo fue totalmente culpa mía. O peor, que no había un robo en sí qué denunciar.

Ese policía, de una pequeña estación de atención inmediata de mi vecindario, me dijo que no me podía ayudar, que fuera a la Sede Central de la Policía Local en el centro de la ciudad.

Mi mamá lo miró con desprecio pero no dijimos nada, sino que fuimos allí.

Segunda vez.

—Este hombre me acosa y ha demostrado que sabe dónde vivo, señor oficial.

—¿Podría ser alguien que usted conozca? ¿Un amigo, un ex novio celoso?

—No, señor, me encontró por Internet.

Le mostré los mensajes, los numerosos chats de cuentas distintas, las fotos mías que me enviaba, como si se creyera dueño de ellas. La primera foto sugerente que el policía vio, le hizo enarcar las cejas.

—¿Usted le envió ese contenido, señorita?

Mi voz empezó a flaquear. Mi mamá me apretó la mano.

—No. Lo bajó de otras plataformas, lo vendo... es mi trabajo.

—Así que usted se expone desnuda en Internet.

Y ahí estaba de nuevo, el juicio en su voz, en sus ojos. El «es tu culpa» escrito entre líneas en su respuesta. Bajé la mirada, avergonzada, pero mi mamá no me dejó decaer, pues intervino:

—¿Eso es relevante? Lo que mi hija haga o no haga no es justificante para que un pervertido la acose, ¿o sí?

El policía la miró como si sus palabras no valieran, como si fuera absurdo su argumento, sin embargo, usó el respeto fingido que sin duda ha aprendido en su entrenamiento policial para responder:

—No es un justificante, señora, pero es el riesgo que corre.

—¿Entonces no puede hacer nada?

Mi mamá ya estaba harta. El policía, a su manera, también. Suspiró y nos miró:

—¿Tiene el nombre de este supuesto acosador?

—¡Supuesto! —exclamó mi mamá en un grito que llamó la atención de otros policías—. No nos estamos inventando nada.

Yo respondí:

—Solo tengo las cuentas desde las que me escribe, oficial.

—Cuentas que eventualmente borra y donde no pone datos personales —dijo él, como quien habla con un niño pequeño—. ¿Planea usted poner una denuncia contra alguien sin nombre, sin número de identificación, sin manera de saber quién es, al que usted le vendió su intimidad?

—¿No se supone que es su trabajo? —espetó mi mamá—. Velar por la seguridad de las personas, oficial.

El título tuvo un retintín asqueado cuando lo dijo.

—Entiéndame, señora, si ustedes no me brindan más que unas cuentas falsas, no puedo proceder. ¿Hacia quién voy a proceder?

—¿No pueden rastrear eso por Internet?

—La vida no es una película, señora, eso no funciona así.

El oficial tenía mi celular en su mano, la única evidencia que yo tenía y que creía suficiente. Lo peor es que parte de mí decía que pese a mi miedo o lo que pudiera sentir, el oficial tenía razón.

Mi mamá le rapó de las manos mi teléfono, farfulló algo como «inútiles bastardos» que el policía decidió ignorar y salimos casi corriendo de la rabia del edificio.

Nos detuvimos a media cuadra para pensar el paso a seguir, que en ese momento parecía ser simplemente irnos a casa y esperar que nada pasara.

De pronto, una patrullera joven de la policía, delgada y alta, con su cabello perfectamente peinado en un moño bajo, llegó hacia nosotras corriendo. Nos sonrió, pero fue a mí a quien miró a los ojos.

—No pude evitar escuchar, señorita.

—Escuchó que no pueden hacer nada —dijo mi mamá.

La patrullera asintió, apesadumbrada.

—Yo no puedo hacer nada tampoco, me temo, solo soy patrullera. Pero... —Bajó la mano hasta su bolsillo trasero, sacó una tarjeta y me la tendió con discreción, como una abuela escabullendo dinero en las manos de sus nietos a escondidas de sus padres—. Vayan ahí.

Miré la tarjeta, una chispa de esperanza brillando de nuevo.

—«División especial de violencia contra la mujer» —leí.

—No es del gobierno, es una fundación sin ánimo de lucro —dijo la patrullera—. Por eso sé que te puede servir más que venir acá. Ve, expón tu caso, no te aseguro que te den solución pronto, pero te van a escuchar... y no te van a culpar.

Mi mamá tomó la tarjeta, la leyó y le sonrió a la patrullera como si le acabara de regalar un millón de dólares.

—Muchas gracias.

La patrullera, tímidamente, estiró su mano y tomó la mía, la apretó solo un segundo, haciendo contacto visual conmigo. En esa mirada, que no podía hacer nada por mí, pero lo intentaba, encontré más apoyo que en los dos policías que ya había visto esa mañana y me habían escuchado con desprecio.

—Las mujeres nos apoyamos. —Me soltó y dio media vuelta—. Mucha suerte.

•••

Así llegué acá, a un edificio de dos plantas, cuadrado, que si no sabes qué es, pasa completamente desapercibido.

Hay un pequeño letrero con el nombre «División especial de violencia contra la mujer» en medio del cristal de la puerta, pero parece tan insignificante, que se camufla con el resto de la pared beige descolorida.

Mi madre y yo cruzamos la pequeña entrada acristalada y encontramos un vestíbulo amplio de pisos de madera oscura y techo alto, blanco reluciente con sus luces fluorescentes; hay tres escritorios al fondo enumerados «1, 2 y 3», en cada uno una mujer atiende el turno que se muestra en una diminuta pantalla cercana al techo.

Hay una sala de espera con varias hileras de sillas de plástico, como las de los hospitales, alcanzo a contar treinta y seis y más de la mitad están ocupadas.

Hay un aparato que suelta tiquetes de turno; mi madre saca uno: tenemos el 58. Miro las pantallas donde muestran el orden; van en el 50. No estamos tan lejos. Ambas tomamos asiento en una de las hileras del fondo.

La ansiedad que no me ha abandonado desde ayer y que tiene todos mis sentidos hipersensibles, hace que empiece a detallar mi alrededor minuciosamente. Hay un aroma penetrante a desinfectante que intentan cubrir con incienso de canela. Hay mucha luz pero no hay ventanas grandes, de modo que el ambiente se siente cerrado y caluroso. Hay silencio general, apenas se oyen murmullos suaves de cada conversación de la sala y una música instrumental de fondo, similar a la que ponen en los ascensores.

Las paredes son blancas, pero llevan tanto tiempo sin un retoque que se ven sucias y gastadas; de todas maneras, casi no se aprecian porque están repletas de infografías, afiches, información.

Leo algunos letreros, en especial el título que es lo que mejor logro distinguir desde donde estoy; la información tiene letra más pequeña y tendría que acercarme:

«Si te mantiene pero no te deja trabajar, es violencia financiera».

«Gaslighting: no estás loca».

«Que no te deje salir sin él, es violencia psicológica».

«El abuso sexual también se da entre matrimonios o noviazgos estables. No te quedes callada».

«El aborto es tu derecho. Te brindamos acompañamiento en el proceso. Comunícate».

«Línea púrpura contra la violencia intrafamiliar».

«Métodos anticonceptivos: ninguno es 100% eficaz y no todos nos funcionan a todas. Consulta con nosotros».

«Asesoramiento psicológico gratuito presencial o telefónico. Llámanos».

«Asesoramiento legal gratuito. Especialidad en denuncias de maltrato y de custodia de los hijos».

«Que responda por tus hijos no es un favor, es el derecho que estos tienen al nacer. Te ayudamos con el proceso de denuncia por alimentos».

«Programa de mujeres emprendedoras».

«El acoso y el matoneo no es un juego, denuncia».

«Por una adolescencia sana, no al acoso».

«Planificación familiar desde la adolescencia: tu vida sexual no es una vergüenza, manéjala con seguridad e información desde el comienzo. No se requiere autorización parental».

Cuando termino de leer la mayoría de títulos, noto que estoy llorando. Luego miro a mi alrededor y veo a más mujeres llorando, aunque por motivos distintos.

Hay una que tiene su cara amoratada y sostiene como un ancla la mano de un niño de no más de once años. Hay otra que está con una anciana, se apoyan una a la otra en silencioso llanto. Hay una hablando por teléfono y llorando. Hay otra que luce despeinada, ojerosa y que cubre su cuerpo con su chaqueta como si soltarla un segundo fuera a exponerla a lo peor de este mundo.

Mi mamá ve que lloro y toma mi mano.

—Todas estas mujeres... —murmuro, como si me hubiera pedido explicación.

No digo más; ella lo entiende.

—Ser mujer, hija, siempre ha sido un camino de lucha.

Mamá y yo estamos rodeadas en nuestra vida por personas maravillosas, hombres y mujeres. Hemos sido de las afortunadas que no tienen una violación brutal en su expediente de vida, de las que no hemos tenido que soportar un golpe de un hombre, de las que hemos podido decir no y tener opciones para salir cuando queramos. Tengo un gran padre, ella un gran esposo.

Pero tiene razón, es así, somos mujeres y con ese título aunque no te toque lo peor, siempre te toca algo. Miradas lascivas desde la adolescencia, críticas a la ropa, a la forma de ser, a la actitud. Condescendencia, menosprecio a nuestras ideas, invalidez a las opiniones, que nos subestimen. En nuestro caso específico, el racismo, que seamos un fetiche por el color de piel o los atributos naturales de nuestra raza, que nos discriminen con frecuencia.

Mamá tiene razón: es una lucha.

Mis amigas no tienen todos los problemas que yo tengo, ni yo tengo todos los de ellas, pero al fin y al cabo, ser mujer viene con esa guerra social incluida. Ninguna está exenta.

El número 58 aparece en la pantallita del escritorio 2 y junto a mi mamá vamos a ese módulo. Una mujer de unos sesenta años, bajita y regordeta, con una sonrisa fácil y de confianza, nos recibe.

—Muy buenas tardes. Cuéntenme qué ha pasado.

Saco mi teléfono con manos temblorosas, insegura pese al aura de protección que siento acá sentada.

Le muestro los chats, le muestro las fotos, le cuento de los dos regalos que han llegado a mi casa. Al final, con voz bajita y avergonzada, murmuro:

—Me conoce porque vendo contenido erótico en Internet.

La señora deja su vista un rato en el celular, en los mensajes y cuando yo termino de hablar, levanta su mirada. Me sonríe con un gesto materno, cariñoso, que por algún motivo me despierta las lágrimas y estas empiezan a correr por mis mejillas.

—Cariño, sea cual sea el trabajo que tengas, no es una invitación para que te acosen, ¿entiendes eso? Podrías salir desnuda a la calle y no estás pidiendo a nadie que te toque o te lastime.

—Fuimos a dos estaciones de policía —dice mi mamá, su voz quebrada— y en ambas miraron a mi niña como si lo estuviera pidiendo, como si hubiera solicitado que la acosaran o cosas peores. Luego nos dijeron que no podían hacer nada porque no sabemos quién está de ese lado de la pantalla.

—La revictimización es común porque la mayoría de organizaciones están reguladas por un sistema que nos deja a las mujeres siempre en segundo lugar.

—¿Pueden ayudarme? —murmuro.

—Voy a pasarte con una de nuestras abogadas, ella te dirá qué hacer desde ahora. No es fácil, cariño, porque sí es verdad que no sabemos quién es ese acosador, pero la solución no es dejar así, sino averiguar quién es para poder proceder. No podemos esperar que esto escale para hacer algo, es tu seguridad la que está en riesgo.

Tomo aire y siento como si no lo hubiera hecho desde ayer que supe que los regalos eran de un acosador y uní los puntos. Una briza de alivio se sobrepone al miedo, no lo borra del todo, pero lo disminuye. Mi mamá y mi papá no han dejado de apoyarme en todo momento, pero solo ahora dejo de sentirme sola en esto.

—Gracias —digo en un sollozo.

—De nada, cariño. Voy a pasarte entonces al despacho, tenemos un poquito de turno, pero espero que no demore tanto.

—Tengo tiempo.

—Excelente. Por ahora espera con tu mamá en la sala y llena este formulario. Son solo tus datos para dejar registro de que estuviste acá, ¿de acuerdo?

Tomo la planilla que me pasa y asiento varias veces. Regreso con mi mamá a las sillas y espero un rato a que mis manos dejen de temblar para poder escribir. La mano de mi mamá en mi espalda me recuerda que estoy acompañada, me siento mejor con ella a mi lado.

Miro alrededor de nuevo, tantas mujeres con tantos problemas, con tantas historias distintas de violencia y aunque no conozco a ninguna, siento que todas son mis amigas.

Eso es lo que es ser mujer: saber que todas sufrimos y sentirlas amigas en ese sufrimiento. 

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