VEINTICINCO: Lo que se hace por amor
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CAPÍTULO 25
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Mau
Jamás vuelvo a decir «un problema por día» porque la vida se lo toma como reto y permiso para traerme alguna mierda nueva cada veinticuatro horas.
La de ahora me tiene en el hospital... de acompañante de mi hermana, que ha entrado a urgencias porque ha tenido un esguince en un tobillo.
No, eso no es correcto. Ella no se hizo nada, sino que se lo han hecho.
Mi padre se lo ha hecho.
—Solo me caí —dice, cuando la doctora le pregunta qué pasó—. Sobre la mesita de café y me doble el...
Resoplo.
—Se cayó porque mi papá la empujó —espeto. Vicky me mira, como si quisiera molestarse conmigo por decirlo, pero a la vez sintiera alivio de no tener que hacerlo ella—. Le pidió dinero y cuando se le negó la empujó; la hizo tropezar sobre la mesita de café.
Sé que a la doctora en sí no le importa, o al menos no tendría qué importarle nuestra vida personal, pero desde que salí con Vicky de la casa en mi auto camino al hospital, he sentido la rabia a punto de ebullición dentro de mi cuerpo, lista para salir de cualquier manera.
—¿Es grave? —pregunta mi hermana.
—A simple vista no parece fracturado, pero vamos a hacer una radiografía. —La doctora anota unas cosas en una planilla que carga en sus manos, informa a una enfermera del examen a realizar y nos mira—. Puede tardar un poco.
—No importa —respondo.
—Estamos saturados hoy —añade, en tono de disculpa—, me da mucha vergüenza pedirles esto, pero necesito que esperen afuera en la sala de espera. Necesito esta área para seguir atendiendo.
Miro alrededor y frunzo los labios. Estamos en el área de examinación, donde se supone que te quedas hasta tener un diagnóstico o un alta —esta vez me dejaron entrar por ser acompañante y porque Vicky no podía caminar sola—, pero la doctora tiene razón: está saturado. Niños, adolescentes, adultos, ancianos, no sé si es así todas las noches en este hospital, pero hoy parece que todos los accidentes convergieron al tiempo.
Vicky ocupa solo una camilla entre dos cortinas pero entiendo que alguien más podría necesitarlo.
—Está bien —dice Vicky, intentando bajarse de la camilla—. Esperaremos en sala.
—Si necesitan que llamemos a la policía —añade la doctora—, basta con que lo digan.
Nos mira con intensidad a cada uno un segundo antes de alejarse hacia al siguiente paciente.
El brazo de Vicky rodea mi hombro y la ayudo a caminar hacia afuera. Ella va casi saltando pues cada vez que apoya mínimamente su pie lastimado, suelta un siseo de dolor.
Me veo en la obligación de pedir en voz alta en la sala de espera que alguien nos dé una silla, por suerte un señor de mediana edad que al parecer solo está acompañando a su hija adolescente, se compadece y se pone de pie.
Coloco ahí a Vicky y ella suspira, cansada.
—Esto es el colmo, Vicky.
—Es el sistema público de salud.
—No me refiero a eso.
Vicky suspira.
—Lo sé. Papá borracho de nuevo en pleno martes. Qué mierda.
—Borracho y violento son dos cosas distintas, mi papá tiene un problema de ira. ¿Y si llega el día en que se moleste tanto que agreda de forma fatal a alguien?
—A mamá o a mí, no alguien —corrige—. No sería capaz de ponerte una mano a ti encima, solo es gallo con las mujeres.
—Tenemos que frenar esto.
—¿Y cómo, Mau? Mi mamá no quiere... —Vicky suspira—. Ni siquiera vino, Mau. Prefirió quedarse en casa con él, velando por él.
—Hoy es una caída, mañana otro golpe, pasado mañana, ¿qué? ¿tenemos que esperar que alguien muera para hacer algo? Mi mamá ya está pisando lo irracional.
—¿Y qué hacemos?
—Dejar de aguantar. Mi mamá... Vicky, ella es una adulta, no podemos seguir poniendo pañitos de agua tibia sobre sus decisiones, sus errores. Tenemos que poner la raya.
He hablado en tono bajo, más que nada para que no toda la sala de espera se entere de nuestros problemas. Vicky, no obstante, me ha escuchado perfectamente y aunque sus mejillas están húmedas por una mezcla de lágrimas y sudor, asiente.
—Tienes razón. Él o nosotros.
Mi hermana nunca ha defendido el actuar de mi padre, pero respeta mucho el de mi madre, sin embargo, creo que lo que ha pasado esta noche es la gota que derrama su vaso, o al menos la asustó lo suficiente como para dejar de querer apoyar ciegamente a mi mamá.
Toco su hombro y suspiro.
—Él o nosotros.
•••
Cinco horas en el hospital, y dado que el incidente sucedió sobre las diez de la noche, son casi las cuatro de la madrugada cuando volvemos a casa.
Para sorpresa de nadie, encontramos a mi mamá en el sillón de la sala, llorando, y mi papá en el sofá de tres plazas, inconsciente de la borrachera. Aún están tirados y desperdigados los adornos que estaban sobre la mesita de café que Vicky botó al caer.
Mamá se pone de pie de inmediato y camina hacia Vicky, que viene renqueando, ayudándose con una muleta alquilada y con su pie lastimado lleno de vendas. Por suerte no estaba fracturado, pero deberá andar así por un par de semanas mínimo.
Mamá la toma de las mejillas, mirándola con fijeza.
—Hija, ¿cómo estás?
Su voz suena tan ronca por llorar que me resulta físicamente doloroso.
—Tenemos que hablar —responde mi hermana a cambio, pasando por su lado hacia el comedor.
Miro a mi mamá, intentando no lucir como si la culpara a ella. No lo hago, no la culpo. Claro que el único responsable de lo que pasó es mi papá, pero creo que hacer ojos ciegos a los problemas es otra forma de complicidad.
Llegamos los tres al comedor. Mi hermana se sienta, aliviada luego de subir a duras penas las escaleras para entrar acá.
—Esto llegó muy lejos —digo.
—No lo hizo adrede, hijo. Mañana se dará cuenta de lo que hizo y...
—¿Y qué? ¿Se disculpará y volveremos a ser felices? Sí, vale, hasta su siguiente borrachera y el ciclo se repite.
—Es tu papá, Mauricio.
—Es violento, mamá. Hoy mi hermana salió lastimada, a ti te golpea cada vez que le da la gana. ¿Y si mañana te mata en uno de sus ataques? ¿Cuántas disculpas crees que deba darme por quitarme a mi mamá?
Mamá llora con fuerza, pero hago lo posible por mantenerme firme.
—Eso no va a pasar...
—¿Qué te lo asegura?
—Tu papá nos quiere, hijo.
—El amor no violenta.
—Ya no toleramos esto, ma —interviene mi hermana. Mi mamá se gira en redondo a mirarla—. Esto es violencia doméstica grave y yo no me voy a quedar callada como tú. Voy a denunciar.
—¡Victoria! Es tu padre.
—Es un borracho violento —corrijo.
Mamá se pone de pie, pasando de la negación a la furia en un parpadeo.
—¡No voy a permitir que nos hagas esto! A tu padre lo respetas o...
—Tienes que dejarlo —interrumpo. Mamá se escandaliza tanto que pone sus manos sobre su boca abierta—. Mamá, ¿no ves lo que pasa? ¿Cuántas veces más tiene que dejarte la cara morada para que entiendas? ¿Cuántas veces Vicky necesita ir al hospital para que lo veas?
—Tu papá no tiene mala intención, solo que cuando se pasa de cervezas ya no es él. Cambia, sí, pero él no es así...
—Tienes que dejarlo ahora que estás a tiempo —repito—. Por favor.
Mamá se ríe sin ganas.
—Llevamos más de treinta años de casados, Mauricio, ¿crees que eso sería posible si me hubiera ido al primer problema?
—Acumular años con un agresor no es un hito, mamá.
Apenas escucho el sonido de su mano estampándose en mi mejilla. No ha dolido, en realidad su estado emocional ahora no permite que tenga la suficiente fuerza para lastimarme, pero lo que está implícito con su reacción es mucho mayor que el dolor físico.
—¡Respétame, Mauricio! No tengo por qué estar escuchando sus estupideces. Ya ambos son adultos, ya entienden que la vida es complicada, no se comporten como dos niños.
—Como niños nos portábamos cuando te veíamos llorar hace diez años, ma —dice Vicky, abnegada en lágrimas—. Y no entendíamos, tienes razón, pero ahora entendemos y lo incomprensible es por qué sigues acá con él.
—Es mi esposo.
—Si ves que un día un novio me deja los ojos morados, ¿me dirás que lo aguante porque es mi pareja?
Eso logra que mamá se quede sin palabras. Agacha la mirada, por primera vez dando la impresión de que entiende la gravedad de la situación. Por desgracia eso solo dura un segundo.
—Son otros tiempos.
—Exacto. Ya no tienes que estar a su lado a causa de un papel que dice que eres su esposa —declaro—. No podemos seguir viendo cómo te mata lentamente.
—No tengo a dónde ir, él es todo lo que tengo.
—Nos tienes a nosotros. Podemos cuidar de ti.
—No quiero ser una carga —responde en voz bajita, resignada.
Me pregunto si todas las veces en que yo me he excusado con cuidarla para no irme de esta casa, son equivalentes a mi mamá aguantando una vida de mierda por temor a ser un estorbo para nosotros.
—Jamás serías una carga, ma. Tenemos la manera de estar contigo, de que vivamos bien, de que no te falte nada. ¿Por qué te aferras a algo que tanto daño te hace?
Mamá solloza, Vicky llora, yo intento no hacerlo porque alguien debe ser el firme acá. Ya en mi habitación lloraré a gusto, pero por ahora solo cruzo los brazos, aprieto los dientes y aclaro la garganta cada dos segundos para liberar el nudo.
Con una voz que es más frágil que una burbuja de jabón, mamá responde:
—Por amor.
Hay un largo silencio, cada uno metido en sus pensamientos. Vicky se pone de pie y sin decir nada, se va con su muleta haciendo ruido sobre el suelo de madera. Quedamos mi mamá y yo nada más, con los ronquidos ebrios de mi papá a unos metros.
—Amor es lo que Vicky y yo sentimos por ti. Amor es quererte bien, sana y con otros cincuenta años bien vividos a nuestro lado. Amor, ma, es dejar de fingir que nada pasa acá.
—Hijo...
—Papá se tiene que ir de esta casa, de nuestras vidas para siempre, sin posibilidad de regresar. Tiene que estar lejos de ti.
—Mauricio...
—O nos vamos Vicky y yo. —Mi mamá toma aire con dificultad, perpleja y dolida. Aprieta los párpados, sus manos temblorosas—. Y denunciamos a papá no solo por lo de Vicky, sino por cada vez que has ido al hospital con huesos rotos, moratones y rasguños. No nos importa si es en contra de tu voluntad, no nos importa si él termina en la cárcel. Prefiero que me odies por hacer esto, a tener que llorar en tu tumba cuando papá se salga de control.
Espero unos instantes por si va a responder algo, pero solo llora, sus manos apretando todo su rostro. Me duele verla así, me duele no acercarme y abrazarla, no decirle que no es en serio, que no la dejaríamos por nada del mundo, pero me obligo a quedarme quieto.
No es una broma, no es un tanteo, es algo completamente firme.
Es una decisión que Vicky y yo tomamos en las cinco horas que hemos estado lejos de casa, pero que se alimentó con veinte años de maltratos e impotencia.
Doy media vuelta para irme. Mamá susurra en medio del llanto antes de perderme de vista:
—¿Por qué me hacen esto?
No giro, pero me detengo. Con toda seguridad, respondo:
—Por amor.
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