DIECISÉIS: Pecadores tirando piedras
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CAPÍTULO 16
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Sandy
Uno de los aspectos que me ha mantenido cuerda en esto de vender contenido erótico en Internet, es saber que fuera de la pantalla, no soy esa persona.
Mi mente se divide en dos personalidades y la Sandy que graba, edita y sube contenido, no tiene ninguna incidencia en la vida de la Sandy del día a día. Tengo ambos aspectos tan separado, que puedo olvidar por completo a la Sandy de fotos y vídeos subidos de tono mientras existo como la Sandy real.
Por eso cuando mis dos vidas chocan, mi mente queda en blanco y entro en pánico.
Noto vagamente, como si lo estuviera viendo y no sintiendo, que la mano de mi papá aprieta la mía. Mi mirada está fija en este imbécil que se hace llamar mi primo, Aaron, que acaba de decir en la mesa, frente a mis tíos, tías, primas, mi abuelo y mi abuelita cumpleañera, que descubrió que me prostituyo en Internet.
Intento pensar en cómo llegamos a esto, cómo pasamos de cantar el Feliz cumpleaños, encender nueve velas —una por cada década de mi abuela— y sonreír para fotos, a toda mi familia mirándome con diversos grados de sorpresa, asco y confusión.
Llegamos temprano a casa de los abuelos, ayudamos a cocinar las sopas que a ella le gustan, nos vestimos bonito para esta celebración. Mis primas me sonrieron y en las horas previas al almuerzo estuvimos actualizando nuestras vidas: novios, estudio, dramas amorosos o familiares. No somos una familia de estar en contacto cada día del año, pero sí de las que al estar juntos, sacan provecho de cada minuto.
Nos reímos, contamos chismes, hablamos mal de ciertas personas en medio de risas. Luego ayudamos a alistar a mi abuelita bien hermosa para su celebración. Le puse un collar de perlas que le compramos entre mis padres y yo de regalo, una de mis primas la maquilló en tonos claros y otra le peinó sus delgados cabellos canos.
Bajamos a la mesa, mis tíos y tías sirvieron la comida. La mesa no era lo bastante grande para albergar más de veinte personas, así que nos acomodamos en sillones alrededor para estar juntos al menos en el mismo salón.
Al acabar de comer, trajimos el pastel. Cantamos. Mi abuela apagó sus velas, diciendo que no iba a pedir ningún deseo porque lo tenía todo. Mi abuelo dio unas palabras que nos hicieron llorar a varios y empezamos a repartir el pastel.
Entonces alguien empezó a meterse con Aaron. No sé si fue una de mis tías o mi mamá, pero alguien dio inicio al debate con:
—¿Ya conseguiste trabajo o sigues de mantenido de tus padres?
Varios rieron, yo no lo hice. Aaron es el primo vago de la familia, sí, es mayor que yo y no ha hecho con su vida más que tomarle gusto a la fiesta y al descontrol, pero a mí no me gusta juzgar a mi familia y menos en su cara.
—La novia que tiene no lo deja progresar —añadió otra voz, como si él no estuviera ahí.
—Son tal para cuál —dijo otra voz.
Mis abuelos asistían a la conversación mirando a uno y a otro, vi a mi abuela suspirar, cansada, porque a esto llegaban eventualmente todas las reuniones familiares. A veces era para criticar a una de mis tías por ser soltera ya tan mayor, a veces a una de mis primas por rechazar un intercambio al extranjero, a veces a mis padres por no trabajar más y vivir de sus respectivas pensiones.
Esta vez era Aaron el objetivo.
Mi tío José, padre de Aaron, se enojó e intervino.
—Claro, porque es mucho mejor meter las patas con un bebé a los quince años, ¿cierto? —dijo, apuntando a mi prima menor y adolescente, que tenía a su niño de dos años en las piernas.
Mi otro tío, Manuel, padre de esa prima, respondió airado:
—Al menos se hace responsable de sus acciones, no como Aaron, que todos acá sabemos que vende marihuana y él lo niega rotundamente.
Y así estuvo un buen rato. Que una prima andaba de fiestera, que un primo era infiel a su novia, que una tía dejó a su esposo, que un tío gastó todo su sueldo en la amante, que a fulano lo echaron del trabajo y que fulana perdió su celular en un casino de apuestas.
De pronto, como balde de agua fría, Aaron gritó:
—Al menos no me prostituyo como Sandy a cambio de dinero.
Todos se callaron, como si la palabra «prostituyo» fuera mucho más fuerte y salvaje que «infidelidad», «embarazo adolescente», «apuesta» o «amante».
Mi cuchara de pastel quedó a medio camino hacia mi boca cuando todos los ojos cayeron en mí, que hasta ahora no había intervenido en absoluto.
Y así llegamos a este momento.
Mi corazón acelerado, mi mente completamente en blanco, los ojos de mis familiares puestos en mi rostro, en mi estupefacción. Incluso Aaron se ha sorprendido de lo que ha dicho y no puedo ni pensar en el motivo de que lo sepa, solo sé que lo ha revelado.
—¿Que Sandy qué? —pregunta una de mis tías, no mirándome a mí, sino a mi mamá.
—¿Una prostituta? —inquiere uno de mis tíos, asqueado con la mera idea.
No logro decir nada, no formulo más de dos palabras en mi mente, menos que esas en mi voz. La mano de mi padre sigue en la mía.
—No es una prostituta —responde mi padre, su voz fría y recelosa.
—Hace contenido erótico —replica Aaron—. Eso es como prostituirse.
Vale, quizás malinterpreté su expresión de hace unos segundos. No está sorprendido de su indiscreción, solo complacido de haber desviado la atención. Con razón todos se meten con él, es un imbécil.
—Y eso no es ser prostituta —añade mi mamá a la defensiva.
—Es cierto entonces —replica una de mis primas, sorprendida—. Dios mío, Sandy.
Las voces empiezan a perder tono en mis oídos y todas suenan iguales, especialmente porque parece que a cada una se le ocurre hablar al tiempo:
—No puedo creer que tengamos una puta en la familia.
—¿Y tu dignidad, Sandra?
—¡No te das a respetar! ¡Una mujer decente jamás haría algo así!
—Qué bajo caíste.
—Con razón siempre tiene dinero sin estudiar ni trabajar, debimos suponerlo.
—Siempre supe que haría algo así, Estela y Ramiro nunca le pusieron frenos a Sandra.
—Yo no sería capaz de hacer algo así.
—Quien te vea no pensará que eres una mujer de la vida alegre.
—¡Venderse por dinero!
—¡A mi hija la respetan!
—Sandy es una excelente persona, no necesita de su aprobación.
—¡Y sus padres sabiendo lo que hace! ¿Cómo es posible que lo permitan? ¡Qué vergüenza!
Mi papá se altera, comienza a gritar poniéndose de pie sin soltarme la mano. Mi mamá empuña las manos y responde también. He empezado a ver borroso y luego noto que la realidad es que mis ojos se han llenado de lágrimas, no sé si por sentirme herida con tantas palabras en mi contra, o de rabia porque todo se desarrolle así.
De repente, mi abuela se pone de pie. Basta ese movimiento, inesperado y rápido, para que todos se callen y la miren. Mi abuela hace contacto visual con sus hijos, con sus nietos, finalmente conmigo y no podemos saber a quién está juzgando. Mi abuelo se levanta también en silencio, toma la mano de mi abuela y, sin mediar palabra ninguno de los dos, se van a su habitación a paso lento.
La tensión en el aire cuando ellos se retiran es tan palpable que siento que me quita el aire y me asfixia. Mi padre me impulsa a levantarme de mi lugar también y lo hago. De algún lugar dentro de mí saco la fuerza y el impulso de alzar el mentón como si no me hubieran humillado cada uno en diferente nivel, y cuando intento mirarlos a los ojos, desafiante, ninguno me sostiene la mirada.
Ni siquiera Aaron, que tan satisfecho se veía con su gran hazaña de exponerme así, es capaz de enfrentarme.
—Vámonos —dice mi padre, jalando mi mano.
Mi madre asiente y se dirige primero hacia la puerta; encuentra mi bolso y el suyo cerca de allí y los toma ambos, los pone sobre sus hombros sin agachar la mirada. Tenemos que atravesar toda la habitación para salir, así que, tomados de la mano, mi padre y yo cruzamos el espacio siendo foco de las miradas.
Cuando llegamos a la salida, me giro un momento y digo en voz alta:
—Para ser una familia tan llena de pecados, no les costó nada tirar tantas piedras.
Lo que más me molesta es que esta reunión era por mi abuela, quien no me juzgó en voz alta, pero a quien debo dejar ahora porque no puedo quedarme. Tendré que llamarla y disculparme por dañar así su celebración.
Sin obtener respuesta de nadie, mis padres y yo salimos y subimos al auto. Solo cuando nos alejamos lo suficiente y mi corazón vuelve a su palpitar normal, me echo a llorar en el asiento trasero.
•••
Mi papá entra en mi habitación después de tocar la puerta. Camina callado hasta mi cama, donde estoy acostada y luego se sienta en una orilla; pone su mano sobre mi rodilla y por unos minutos no dice nada.
—¿Cómo estás? —pregunta finalmente.
Dos palabras tan sencillas pero que dichas en la voz de mi papá me dejan sensible y afectada. Es el efecto Ramiro Rivera, siempre tan acertado.
—Avergonzada, papá. Lamento muchísimo que mis tíos los juzgaran a ustedes así.
—¿A nosotros? Hija, nosotros no nos avergonzamos de ti.
—Yo sé cómo la gente ve lo que hago, papá. Sé que es algo que muchos desaprueban y lo entiendo. Pero eso de que crean que soy... una puta por culpa de ustedes... es horrible, pa.
—Es una palabra horrible, eso te lo concedo —dice, calmado—. No vuelvas a referirte a ti misma jamás como puta, Sandy. Incluso si hicieras lo que ellos creen que haces, no te llamaría una puta. Haces un trabajo y es honrado, no lastimas a nadie. Es verdad que a viejos como yo nos cuesta entender, pero como tu padre no tengo que entenderlo, tengo que apoyarte y lo hago.
Me echo a llorar de nuevo y mi papá, poco conocedor del afecto con contacto físico, solo atina a palmear mi rodilla a modo de consuelo.
—Siento que decepcioné a toda la familia... a los abuelos.
Papá suspira.
—No puedes controlar lo que ellos sienten o dicen, mi corazón, solo lo que sientes y dices tú. Puedes estar triste de todo esto, pero como ellos reaccionen no es tu culpa.
—Me hicieron sentir tan mal, tan inmoral, tan... tan defectuosa. ¿Escuchaste eso de que mi tío tiene amante? ¿O que mi primo vende droga? Y al parecer todo eso es mejor a que yo me tome fotos desnuda.
Papá suelta una risita.
—Los mataste con eso de que son pecadores lanzando piedras, me encantó. —Pese a todo, me echo a reír también; sí fue un buen cierre antes de irnos—. Sandy, tu cuerpo es tuyo y puedes hacer lo que quieras con él. Yo creo que tienes un alma hermosa y eso no va a cambiar por lo que hagas con tu piel externa. Mientras sigas siendo buena persona, el resto no importa. Tu madre y yo te amamos con todas tus virtudes, tus defectos, tus pecados y tu trabajo. Tus amigas te aman también y saben lo que haces. Las personas que quieran quererte, tienen que amoldarse a lo que eres, no tú a ellas para hacerlas felices. Tienes la certeza de que tu madre, yo y tus amigas, jamás te juzgaremos, de ahí en más, solo rodéate de gente buena, ¿me entiendes? Todas esas personas que te miraron mal hoy comparten tu sangre, pero la sangre no es suficiente para que aguantes menosprecios.
—Gracias, pa —respondo, mientras lloro y río y me canso aún más emocionalmente.
Papá, tan parco como llegó, me da otra palmada en la rodilla y se va.
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