DIECIOCHO: Uno de los misterios del universo

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CAPÍTULO 18
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Mau

Tiro la tercera piedrita y empiezo a creer que fue una mala idea.

Cuando estoy a punto de dar media vuelta e irme, Sandy aparece en su ventana del segundo piso, con gesto confuso, mirando en las sombras quién es el que tira piedras a su vidrio.

Pttsss.

—¿Mau?

Su ventana da a un callejón, de modo que la luz es poca. Cada vez que sus padres se enojaban con Sandy cuando era adolescente y no la dejaban salir, sus amigas —y a veces yo— veníamos y hablábamos con ella a través de su ventana... hasta que nos decía que su madre venía y salíamos corriendo por el callejón.

Rapunzel, Rapunzel, deja caer tu... tus trenzas.

La escucho reír, luego abre del todo la ventana y saca medio cuerpo por el marco.

—¿Qué haces acá?

—Estoy actuando de príncipe, sígueme la corriente.

—La última Rapunzel que vi agarraba a sartenazos al tipo, así que si quieres, espera y voy por una.

—Tu lenguaje del amor es la agresividad, Sandy.

La veo sonreír. No debe verme con total claridad, pero lo suficiente para saber que soy yo. Ya trae pijama, o eso parece desde acá: una blusa de tirantes color blanco que resalta en su piel oscura.

—¿A qué viene esto, Mau?

—Me tomo muy en serio esto de la discreción, así que me escapé de mi hermana y vine a sacarte a dar una vuelta nocturna. Es viernes de locura nocturna.

Vale, solo han pasado tres días desde nuestra charla en el aeropuerto y aunque quedamos en dejar que las cosas fluyan sin presiones ni formalidades, es poco a nada lo que hemos compartido desde ese día porque ella tuvo su reunión familiar, yo tengo trabajo y bueno, la vida se ha interpuesto.

A nuestro favor diré que la discreción se nos da de maravilla y nada ha cambiado entre nosotros, al menos no algo que los demás puedan notar.

La sonrisa de Sandy se expande, veo que muerde su labio, emocionada, pero tras unos segundos niega con la cabeza.

—No hoy, Mau, no tengo ánimo de salir.

La decepción me cosquillea en el pecho. ¿Y si se ha arrepentido de... de lo que sea que hay acá entre nosotros?

—Oh...

—Pero si quieres quédate un rato —se apresura a añadir.

Soy de emociones fáciles, al parecer, porque esas pocas palabras me subieron las esperanzas de nuevo hasta la estratósfera.

—Sí quiero.

—Entonces da la vuelta y entra por la puerta como la gente normal.

Suspiro, apesadumbrado.

—Ya uno no puede ser romántico hoy en día.

Sin esperar respuesta rodeo el edificio para entrar por el portón principal, después subo hasta el segundo piso y toco a la puerta de su apartamento. Es el señor Ramiro el que abre, su gesto amable cuando me mira.

—Mauricio, tiempo sin verte.

—Buenas noches, señor Ramiro. ¿Cómo ha estado?

—Bien, muchacho, gracias a Dios. Pasa, pasa, Sandy está en...

No alcanza a decirlo cuando ella misma sale del pasillo y saluda como si no hubiéramos hablado hace dos minutos por su ventana.

—Hola, Mau. —Mira a su padre—. Vamos a ver un rato televisión, pa, ¿de acuerdo?

Su padre ya ha regresado su atención a lo que él mismo está viendo en el televisor de su sala, sacude sus manos restándole importancia a todo y regresa a su sillón. Voy tras Sandy hacia su habitación, la misma que Samuel, ella y yo pintamos de rosa hace un año.

Una vez en su espacio, la miro con más detenimiento y veo que tiene sus párpados hinchados, sus ojos llenos de venitas rojas.

—¿Qué pasó? Estuviste llorando.

Sandy suspira, pero no le da tanta importancia. Me responde mientras se acomoda de nuevo en su cama, sus pies dentro de las mantas.

—Ayer fue el cumpleaños de mi abue, te había contado, ¿recuerdas?

—Sí, ¿y?

—Discusiones familiares. Siempre esas reuniones acaban en peleas de perros y gatos. Fue tenso.

Me acerco a su cama, tomando asiento junto a ella, cuidando de no subir los zapatos al colchón.

—¿Quieres hablar de eso?

Sandy busca mis ojos con los suyos, los mira un poco más de lo normal, inmersa en sus pensamientos. Finalmente niega con la cabeza.

—No, no merece la pena.

—Vale. ¿Qué quieres hacer entonces?

—¿Qué hacen los príncipes en las películas luego de entrar a la torre? —Sandy ladea su sonrisa, juguetona y yo abro los labios para responder, pero me interrumpe—. No digas nada obsceno.

Cierro la boca, eso la hace reír.

—Sería incapaz de irrespetarte con obscenidades en tu propio apartamento —respondo con tono indignado.

Sandy enarca una de sus perfectas cejas.

—¿Me irrespetarías fuera de mi apartamento?

—Solo si me lo pides.

Le guiño un ojo y me complazco de verla agachar la mirada sin dejar de sonreír.

—¿Se supone que eso es charla sexy?

—Depende, ¿ha funcionado?

Sandy blanquea los ojos antes de responder, modificando su voz a un tono sarcástico:

—Oh, claro que sí, ahora ardo en deseo por ti.

Bueno, Sandy es mejor que yo en esto de la charla sexy, a ella sí le funcionó. Muerdo mi labio, mirando los suyos hasta que ella lo nota y sonríe.

—Entre broma y broma... —insinúo.

—Esto es tan raro —dice tras unos segundos, suelta una risa nerviosa y niega con la cabeza.

—¿Qué es?

—Esto... —Nos señala a ella y luego a mí—. Tú y yo.

—¿Raro bueno o raro malo?

—Raro de «debería ser malo, pero me gusta».

No se lo voy a admitir para no alimentar sus dudas, pero también es raro para mí.

Cambiar mi mirada hacia Sandy de un día para otro fue sorprendente cuando recién pasó, verla y pensar «Sandy es preciosa y quisiera besar cada parte de su cuerpo» de forma involuntaria, fue toda una novedad.

Pienso en Addie y en que pese a esa atracción que tuve durante tanto tiempo, jamás llegué a pensar en ella de esa manera, no fantaseé con ella ni imaginé cómo sería recorrer su cuerpo con mis manos. Y entonces con Sandy todo parece amplificado, como si fuera de nuevo un adolescente hormonal que no puede verla sin babear.

El pequeño televisor de Sandy sí está encendido, pero no estamos mirando nada como le dijimos al señor Ramiro. Me pregunto si él me dejaría entrar con tanta tranquilidad a la habitación de su única hija si supiera que ya no somos solo amigos como siempre.

Lo dudo mucho.

—Siento que no pasamos juntos suficiente tiempo —exclamo, tocando tentativamente su mano para ver su reacción. Ella reacomoda su palma para encajarla con la mía—. No tanto como me gustaría, al menos.

—Desde ese día en el aeropuerto —responde—, ¿has pensado en todo esto? ¿le has encontrado contras?

—¿Los has encontrado tú?

Me enderezo un poco, de repente temeroso de que Sandy acabe lo que ni siquiera ha empezado. Viéndolo objetivamente, es el momento ideal para deshacer la idea de nosotros juntos y seguir como si nada hubiera pasado; aún estamos a tiempo de dar medio paso atrás y dejar que el tiempo borre esos ligeros sentimientos que han crecido.

—No más de los que ya conoces.

—Entonces no te has arrepentido.

Sandy ríe.

—Supongo que no.

—Entonces ven aquí.

La atraigo hacia mí, envolviendo mi brazo libre en su cuello. Ella se deja hacer y llega a mis labios sin dudas ni prisas. Eleva su mano hacia mi mejilla, acariciando la piel entre el mentón y la oreja. Cuando beso a Sandy me pregunto cómo pasé tantos años sin hacerlo, sin disfrutar de su piel contra la mía, es como haber tenido el paraíso al alcance de los dedos pero los ojos cerrados e incapaces de descubrirlo. Me hace sentir un poco estúpido.

—Sabes a chocolate —susurro sobre sus labios.

—Estaba comiendo chocolate. —Se separa de mí y pule un gesto travieso—. Te mostraré un secreto.

Se levanta de la cama, la rodea y se agacha por el costado donde estoy yo. Saca de debajo un pequeño baúl plateado que levanta y pone a mi lado; lo abre con un gesto de emoción infantil cuando me muestra el contenido: un montón de chocolates de todos los colores, formas, tamaños, marcas.

—Eres una golosa clandestina chocolatera.

—Son mi reserva. Siempre me dan dulces en cumpleaños, en días especiales, mi mamá compra cuando hace mercado. Además, Alexa y Addie reciben muchos cuando están saliendo con algún chico y ninguna es amante del chocolate, así que todos terminan en mi poder. Los guardo acá y los saco cuando necesito subirme el ánimo.

—Eres una golosa clandestina chocolatera —repito, burlón.

Blanquea sus ojos antes de volver a la cama, esta vez con el baúl en sus manos.

—Pues sí, pero vas a compartir conmigo. Elije.

Miro el botín examinando cada pieza para averiguar cuál es la mejor de todas. Termino tomando una esfera de chocolate rellena de más chocolate pero blanco.

—Así es como uno empieza a engordar cuando consigue pareja —exclamo en tono sorprendido—. Uno de los misterios de la vida ha sido resuelto.

—Si no te arriesgas a perder tu figura por mí, no me quieres lo suficiente —bromea.

—Puedo sacrificarme un poco. —Sandy pone una barrita de tres cuadros de chocolate entre sus labios y acerca su cara a mí, insinuante. Me acerco y muerdo el cuadrito que está disponible, chocando nuestros labios al final—. O mucho, si recibo esto a cambio.

Aún tiene su chocolate en la boca cuando la beso de nuevo, en medio de sonrisas que me hacen sentir dichoso; su labio untado de crema de chocolate, mi lengua pasando por la mancha para disolverla.

Tiene más sabor a dulce que nunca y aderezado con el sonido de sus risitas, es el mejor chocolate que he probado en la vida.

Sandy es lo mejor que he probado en la vida. 

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