CUARENTA Y UNO: Si la magia existe, debe llevar mensajes

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CAPÍTULO 41
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Sandy

En mi vida he tenido altos y bajos, pero jamás desee estar muerta.

La idea de dejar de existir no había sido nunca una opción... sin embargo, el último mes ha puesto a prueba todos mis ideales, todos mis principios, todos mis límites.

Con frecuencia me cuesta —increíblemente, sí, me cuesta— concebir que mi realidad actual es de hecho real, que no es una pesadilla causada por ver películas de secuestros antes de dormir. Mi mente no logra procesar todo lo que pasa, pero mi cuerpo... mi cuerpo siente todo. El dolor físico, el emocional, el asco, las arcadas, el peso de la existencia misma.

Mis instintos de supervivencia llevados al extremo me han hecho desconocerme por completo, la realidad de que no tengo más salida que seguir adelante porque aunque me seduce la idea de rendirme y pedir por mi muerte, eso me genera más miedo que cualquier otra cosa.

Y están mis padres. Morirme es matarlos a ellos también.

Cuando Rafael me cuelga la llamada, el llanto que retuve para hablar claramente con Alexa se desata sobre mis mejillas. Ya dejó de importarme que él me vea llorando, que razone que eso implica que todo lo que le he dicho para tenerlo de mi lado es mentira. Ya me di cuenta de que no razona; eso juega un poco a mi favor.

—Gracias... —digo, porque también sé que no ve mi estado, solo mis palabras, eso es suficiente para él. Puedo decirle que daría la vida por él en medio de llantos y arcadas, y él solo se quedaría con las palabras, no con mi lenguaje corporal—. Eso... eso fue muy amable de tu parte.

—¿Crees que funcionará? —La esperanza en su voz me genera repulsión—. ¿Crees que ya nos dejarán ser felices?

Asiento efusivamente.

—Sí. Mis amigas y yo nunca nos mentimos, Alexa sabe que le dije la verdad. Mis padres... bueno, lo superarán, deben... deben entender que ya soy... una adulta.

—Qué pesados pueden ser los padres.

Solo puedo tener una imagen en la mente: mis padres en el noticiero llorando por mí, pidiendo que regrese. Rafael me muestra día con día todo lo que mi secuestro ha desatado. Las notas de prensa, las publicaciones en redes sociales, las transmisiones en radio, el periódico, el volante de DESAPARECIDA con mis datos que arrancó de un poste de luz.

Me lo muestra para que yo vea cómo el mundo está en nuestra contra, para que entienda que si me tiene encerrada es porque sabe que de otro modo me alejarán de su lado.

Las primeras veces lloré al ver mi nombre junto a la palabra «víctima» y mi foto en tantos medios, lloré imaginando el dolor de mis seres queridos.

Después le seguí la corriente y cada vez que me muestra algo nuevo, declaro:

—No les hagas caso, acá estoy contigo.

Mi mano que sostuvo el teléfono que me dejó usar para llamar a Alexa aún tiembla, pese a que él ya lo guardó en su bolsillo. Me ha desatado las manos días atrás, pero mis piernas se mantienen encadenadas la mayor parte del día.

—Por fin estaremos en paz —observa. Su mano aterriza en mi rodilla, que está flexionada sobre el sucio colchón que se ha vuelto mi casa. Tiemblo ante su contacto; ya practiqué lo suficiente como para no retirarme por reflejo, sino quedarme quieta, accesible—. Eres el amor de mi vida, Sandy.

Se acerca, roza sus labios con los míos, llenos de lágrimas y dolor. No me muevo, pero cierro los ojos para escapar en mi mente. No es el primer beso que me da, también aprendí a dejarlo hacer. Aprendí o me obligué, no lo sé.

Besa mi mejilla, deja un rastro nauseabundo de saliva desde mi mentón hasta mi cuello. Su respiración acelerada se impregna en mi oído, un sollozo sale de mis labios. Siento sus manos que empiezan a bajar, mi cuerpo se pone en alerta pero mis brazos se quedan congelados a ambos lados de mi cuerpo. Cuando lo siento demasiado cerca, me retiro con brusquedad y lo empujo.

A Rafael le toma medio segundo asimilarlo, pero cuando lo hace, responde agarrándome el cabello con fuerza, sacudiéndolo hasta que la cabeza me retumba completa y gritando:

—¡Qué más quieres! ¡Te he dado todo lo que has pedido! ¡Vas a ser mía o...!

—¡Lo seré...! —respondo, en medio del llanto—. Pero estoy sucia... solo... solo déjame ducharme antes. No quiero... no quiero... —Me obligo a sonreír—, no quiero que nada lo arruine. Tiene que ser perfecto, mi... mi amor...

Se aplaca. Me cree. Me he comprado algunas horas, porque las duchas que he podido tomar han sido de día, cuando la persona que vive con él no está y antes de que él se vaya a su trabajo.

No tengo reloj ni noción del tiempo, pero sé que ahora es noche y que él esperará hasta que amanezca.

Asiente, entusiasmado.

—Lo entiendo, ángel mío. Claro que sí, tiene que ser perfecto. Mañana será entonces.

Pule una sonrisa amplia, enamorada, inofensiva. Me hace pensar que nadie que lo vea con ese gesto imaginaría ni de lejos el demente que en realidad es.

Me lo he preguntado, he pensado en las personas a su alrededor y he barajado la idea de que sea un ciudadano amable en su comunidad, alguien que en su trabajo comparte café con sus compañeros mientras se cuentan qué hicieron el fin de semana, el tipo de hombre que le ayuda a las viejitas a llevar las bolsas pesadas del supermercado, la clase de hijo o hermano que te alegra ver cuando te visita de sorpresa.

Los monstruos tienen cara de ángel.

Rafael se levanta de la cama, toma la bandeja con la comida que me trajo un rato atrás —comí menos de la mitad, eso a él le basta— y se dispone a salir.

—Espera... ¿me desatas los pies? Por favor. —Rafael me mira con sospecha; es la primera vez que se lo pido después de aquel primer día en que el miedo me hizo suplicar—. No iré a ningún lado, solo quiero dormir cómoda para tener buena energía... para mañana.

Rafael muerde su labio, dudando. No quito mi vista de sus ojos, por si acaso eso sirve para mostrarle mi sinceridad. Mis dotes de actuación. Finalmente mete la mano a su bolsillo y suenan unas llaves.

—Si intentas algo... —amenaza.

—No haré nada.

Me desencadena los pies, los tobillos resentidos por la fuerza del cautiverio. No reacciono con efusividad, no le demuestro lo mucho que estar libre de ataduras me hace feliz, la urgencia que tengo por correr. No necesito que vea algo más allá de devoción y ganas de descansar, así que tomo la manta sucia y raída con la que paleo el frío en las noches y me acuesto de lado, tranquila.

—Buenas noches, Rafael.

—Descansa, ángel mío.

Me observa unos minutos, lo ignoro por completo y cierro los ojos, fingiendo docilidad. Lo escucho cerrar la puerta, irse y espero un buen rato antes de moverme.

Claro que me pongo de pie, claro que exploro este cuchitril por si no he visto alguna salida antes, rebusco por cualquier cosa que pueda usar para infligir daño en él. Hay una repisa, mayormente vacía, que él ha llenado de peluches, llaveros, obsequios que ha ido trayendo. Nada que sirva para defenderme.

Evito mirar las paredes con detenimiento, todas tapizadas con fotos mías. Evito en especial las que incluyen a mis amigos o a Mau, porque me duele demasiado verlos ahí. Al comienzo me daba fuerza ver sus imágenes, luego solo desesperanza.

Termino dejándome caer en la cama, impotente. No hay nada. No hay salidas, no hay potenciales armas, no hay nada que él no quisiera que tuviera a mi alcance.

Contra la almohada, ya tiesa de tantas lágrimas que se han secado sobre la tela, lloro otra vez, frustrada. Rafael no esperará más para tomarme, sea por la fuerza o con mi voluntad, fingida o no. Lo peor es que a estas alturas me cuestiono si en realidad sería tan malo, no porque lo desee, sino porque ya me ha humillado de tantas maneras, que una más no parece tan grave.

Pienso en los últimos días, en la llamada, en lo que pude decirle a Alexa, con la esperanza de que tomara nota mental de cada dato, esperando que un nombre y un posible punto de referencia sea suficiente para que me encuentren.

Rememoro lo que tuve que hacer para obtener cada ventaja.

Acariciar su mejilla con ternura para que me dijera su nombre; decirle lo mucho que me excitaron sus mensajes antes de encontrarnos para que me diera su apellido.

Recibir los dulces de limón con gusto aunque los odie, porque me dijo que son los favoritos de toda su vida y que solo los venden en el almacén al que va cerca de acá; decirle que son mis favoritos también y que solía ir con mis amigas al almacén a comprarlos cuando éramos adolescentes pero que no recordaba mucho... así conseguí el nombre del almacén y que él creyera que nuestros gustos afines eran solo obra del destino, que creyera que mi yo adolescente pisaba la misma tienda que él sin que lo supiéramos.

Reforzar su fantasía.

Tener que halagar el altar de fotos que me ha hecho para que me libere ambas manos; decirle que Mau no podría jamás darme el amor que él me da para que dejara de taparme la boca en su ausencia.

Besarlo una vez para que me dijera por qué parece conocer a Mau: lo conoce, se fue a tatuar con él. Su acoso llegó tan lejos que hizo cita con él, dejó que le imprimiera tinta en la piel de la espalda, hablaron, lo conoció, solo para poder regodearse de que Mau no fue más importante que él en mi vida. Que mi destino está ligado al de él, no al de Mau.

Acariciar su pecho para que me prometiera que no iba a lastimar a nadie, ni a Mau ni a mis amigas, porque «los conozco de toda la vida y lastimar a alguno de ellos solo me heriría a mí, y tú no quieres eso, ¿verdad?». Me lo prometió.

Y la llamada... ofrecerle un espectáculo privado en agradecimiento por seguir mi trabajo en las plataformas de contenido por tantos años. Un show por ser mi fan número uno. Quitarme la ropa, posar para él, dejar que me grabe porque ese contenido es exclusivo para Rafael, porque lo excita saber que nadie más verá esas imágenes, que nadie, por más que intente, podrá comprar esa parte de mí.

Ver la lascivia en sus ojos mientras me recorría de pies a cabeza, verme obligada a ser testigo de cómo se tocaba frente a mí, por mí, fingir que me gustaba verlo. Todo a cambio de una llamada, de un último intento.

Dormir se ha vuelto todo un esfuerzo de mi parte, cada día es más difícil, pero a la vez, cuando lo consigo es un alivio porque ya bastante pesadilla es estar despierta. Esta noche es diferente, esta noche siento que es la última antes de que se cree un antes y un después irreversible y drástico.

Las horas pasan y noto descorazonada que los recursos, las oportunidades, las opciones se me agotaron; quisiera tener fe en que podré salir de acá, pero mi mente solo se está preparando para lo peor.

Me recuesto de lado rezando para que la llamada a Alexa sea suficiente para que me encuentren, pero también rezando para poder soportar lo que viene en caso de que no.

Soportar... o morirme. Lo que sea menos doloroso.

Pienso en mi madre, en mi padre. En Alexa, Addie, Kim, Vicky, Samuel y Mau. Pienso en el rostro de cada uno y les digo dentro de mi corazón lo mucho que los amo a todos. No quiero pensar que es una despedida, pero este amor que les tengo es lo único que me queda y no sé si podré decírselos alguna vez más en persona.

Así que grito en mi mente que los adoro, que mi vida fue feliz gracias a ellos, esperando que cualquier magia que exista les haga llegar el mensaje.

Cierro los ojos. 

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