CUARENTA Y CINCO: El paso a paso para avanzar
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CAPÍTULO 45
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Sandy
Exponer mi cuerpo y mi imagen en Internet —salvo lo que me acaba de pasar— nunca fue algo incómodo para mí porque lo hacía por voluntad y gusto.
Ahora no es así.
Mi imagen, mi cara, mi nombre, el de mis padres, el de mis amigos, todo está siendo expuesto al público sin mi consentimiento en redes sociales, noticieros, estaciones de radio, periódicos, blogs. Y no puedo controlar nada de eso.
Cuando estuve sentada en la cama del hospital creí que mi pesadilla ya había terminado, pero al cruzar las puertas de salida me di cuenta de que no era así, de que quizás tendría que vivir por mucho tiempo siendo revictimizada por la sociedad, por el morbo, por la necesidad de todos de saber de mí, por el deseo irrefrenable que tienen de conocer cada detalle de mi secuestro.
Cada día que pasa en que no hablo con los medios, más importante se vuelve para ellos intentarlo. Han llamado a mis padres, han ofrecido dinero, han enviado regalos, han buscado a cada persona que alguna vez pudo conocerme para que hable sobre mí.
Mis mejores amigas y los más cercanos han guardado silencio, porque entienden lo tediosa y dolorosa que es la situación, pero me ha sorprendido ver notas en diversos medios donde ese compañero de colegio en noveno grado, o aquella chica con quien me crucé en algunas fiestas, o el señor de la tienda donde solía comprar el pan, hablan de mí como si me conocieran, como si este episodio de mi vida les afectara tanto como a mí. Como si tuvieran la autoridad moral de decir que «ella siempre fue así de alocada, eso de tomarse fotos desnuda es algo que esperaría de ella».
Que mi subconsciente sepa que todo lo que dicen es infundamentado y estúpido, no hace que deje de afectarme cómo me he convertido en el foco de chismes y opiniones. Y de críticas, muchísimas críticas.
Me nombran en reportes sobre el acoso y sobre el peligro del Internet; soy un ejemplo que se le dice a las niñas pequeñas sobre qué no hacer con tu vida y tu intimidad; soy un misterio que las personas quieren ver en cámara mientras llora y relata sin pudor el peor momento de su existencia; dejé de ser Sandra Rivera, ahora soy una víctima, una sobreviviente, un espécimen al qué analizar.
El tema con la prensa es que si no encuentran una historia, la inventan porque a las personas les importa leer, no la verdad. Por eso me he cruzado con artículos descabellados y falsos sobre cómo empecé en el mundo del contenido erótico, sobre cómo la falta de atención de mis padres me llevó a buscar aprobación masculina, sobre cómo el tipo que me secuestró era en realidad un viejo amigo mío; todo eso lo hacen pasar como realidades certificadas por mí y la gente lo cree.
He leído análisis de mi conducta, de la crianza de mi familia, de la influencia de mis amigas. He leído que estamos pidiendo dinero al gobierno a modo de compensación, he leído que fui a la tumba de Rafael a llorarlo porque terminé enamorándome, he leído que tengo problemas mentales. Tantas mentiras que la gente siempre cree.
Pero, aún con todo eso, lo peor de esta situación pasa en mi casa con mis seres queridos.
Dejé de ser la mejor amiga que da consejos, dejé de ser la hija fuerte y trabajadora, dejé de ser la vecina amable que ayuda a bajar la basura de sus vecinos.
Ahora para todos soy la mujer a la que secuestraron, a quien hay que mirar con lástima, con compasión, hablarle poco y evitar mirar a los ojos para que no tenga la necesidad de contar lo que le pasó.
He descubierto que los detalles mórbidos solo interesan a los que no me conocen en persona, pues aquellos que me quieren y tienen una imagen de mí más allá de los recientes acontecimientos, no quieren imaginarme en tal sufrimiento.
Pasé de ser una persona a ser un cristalito que todos quieren evitar tocar o mirar para no romper.
No es su culpa. Cuando mis amigas dejan de contarme cosas suyas porque en sus mentes de seguro nada es tan grave como lo que yo pasé, no las culpo. Cuando mi mamá va a despertarme cada mañana, como si temiera que durante el sueño me hubiera muerto, o cuando papá se despide de mí cada noche y no se va de mi habitación hasta verme dormida, como si temiera que dejarme despierta significara una tragedia, tampoco los culpo.
Es su manera de adaptarse a la nueva Sandy, es un proceso de luto en el que están dejando ir a la que fui hace tan solo mes y medio, por eso no los juzgo, porque tengo que dejar que atraviesen su duelo como mejor les parezca y les acomode.
Ellos, por su parte, hacen lo que pueden para lidiar con mi duelo. Con mi silencio, mi constante ensimismamiento en el vacío de mi interior, con mi inapetencia, mi decisión de encerrarme a diario en mi habitación, mi llanto constante en momentos inesperados, mi forma de descuidarme a mí misma y, por ende, descuidar a los demás.
El único que finge que nada acá se ha muerto es Mau.
Él me llama y nunca me pregunta «¿Estás bien?», o «¿Cómo amaneces hoy?», o «¿Ya comiste?»; no lo hacía con la Sandy de antes y no lo hace con la de ahora.
Él me habla de su trabajo, habla de futuros planes a los que me invita como si no estuviera en el momento más depresivo de mi vida, no insiste cuando digo que no y habla del siguiente plan sin inmutarse.
Él ignora que casi no respondo sus preguntas y a cambio solo llena mi silencio con más palabras.
Mau llega a mi casa de sorpresa, me trae chocolates, o pizza, o helado, me sonríe como si nada hubiera pasado, me trata como si lo que viera es la mujer de la que se enamoró y no el despojo dañado que sé que soy ahora. Pone películas, se ríe mientras las mira, comenta las escenas, arma conversaciones como si yo participara en ellas, sin recriminarme ni una sola vez que soy un ser inerte cuando estoy a su lado.
Amo a Mau y él lo sabe, pero más importante, también entiende que aunque mi amor por él no ha disminuido, no puedo ser ahora su pareja con todas las letras. No porque no quiera, sino porque mi situación emocional y mental no es ni de cerca ideal en este momento.
Mau me toma la mano porque soy su novia, Mau me besa la frente y la mejilla, me acaricia el antebrazo y me presta su calor corporal para contrarrestar el frío de ese sótano que se ha quedado impregnado bajo mi piel.
—No sé cómo es el amor para otros, pero para mí es incondicional, en las buenas y en las malas y aunque solo fueras mi amiga, estaría igual acá contigo.
Le creo cada palabra porque están acompañadas de sus actos. El corazón de Mauricio no miente y sé que todo lo que hace es un acto de amor, no una responsabilidad derivada de la culpa.
Una noche comí pizza. Un acto simple, pero insólito en esta nueva realidad. Mau llevaba dos semanas yendo a diario a mi casa cada noche luego de trabajar; traía consigo algo que me encanta cada vez: pizza, dulces de leche, helados, hamburguesas, ciruelas, fresas, waffles con crema... dos porciones de todo, pero él comía solo pues yo a todo me negaba.
Pero esa noche comí pizza. Le recibí una porción y eso lo sorprendió. Me miró un segundo con los ojos más abiertos de lo normal; en ese parpadeo tan efímero fui consciente de que el esfuerzo que hace por fingir que nada ha pasado, es muy grande de su parte.
A él también le duele, también piensa en mi sufrimiento y me ve como un cristal roto, pero por mí es capaz de pisar los fragmentos con los pies descalzos y sonreír como si pisara césped al sol.
Lo amé más que nunca.
Dejó de mirarme pronto, actuó con naturalidad, me ofreció una segunda porción, pero me negué con una sonrisa. Él siguió comiendo. Mi escasez de palabras ya era frecuente, pero esa noche hilé tres frases completas y le dije:
—Sé lo que haces y te lo agradezco. Te amo por estar para mí aún cuando yo no estoy para ti. No sé cuándo estaré bien, Mau, ni te ataré a estar conmigo mientras eso pasa, pero esto que estás haciendo quedará siempre en mi mente y en mi corazón.
Ni siquiera lo miré mientras lo dije y él entendió que yo no necesitaba una charla profunda en ese momento, ni que me reafirmara su apoyo o su amor por mí, que solo quería decirlo porque lo sentía en la superficie de mi corazón.
Lo escuché tragar saliva, pero no sentí que me mirase fijamente, lo cual agradecí. Pasaron unos minutos y simplemente respondió:
—Tienes que ayudarme con el último trozo de la pizza o voy a explotar.
Lo hice; me comí la otra porción.
•••
He sido arrastrada por mi padre al consultorio psicológico una vez cada semana.
La psicóloga que me atiende me conoce: he venido con ella desde que empecé terapia regular hace varios años y gracias a todo el proceso que hemos tenido es que pude mantener mi trabajo todo el tiempo sin que mi salud mental y emocional se destruyera por la cosificación, la violencia virtual y el acoso sexual al que una es sometida sí o sí al exhibirse en Internet.
Claro que era relativamente fácil lidiar con ello cuando yo solo era Chocolate_Star, una anónima más de la era digital, cuando la gente ni siquiera sabía a quién le escribía mensajes morbosos.
No he querido hablar con ella ni con nadie del mes de mi secuestro. No he sido capaz. Aquella catarsis en el hospital cuando grité a Mau ha sido lo más que he podido sacar.
Cada semana mi padre paga un montón de dinero por una hora en que todo se resume a:
—¿Quieres hablar hoy de eso, Sandra?
—No.
Y luego cincuenta y cinco minutos de cómodo silencio.
Mi padre lo sabe; no es que la psicóloga lo esté estafando al decir que estamos progresando o que todo estará bien; al contrario, ha hablado conmigo presente y con él en privado respecto a mi silencio. A mi padre no le ha importado y me sigue trayendo, sigue pagando las sesiones porque dice que morirá antes de rendirse conmigo y que paciencia le sobra.
Conscientemente no sé por qué no he sido capaz de abrirme al respecto con ella, aún sabiendo la importancia de la terapia para superar esto. Simplemente no puedo. Pienso en esos días, en cada momento cruel, en cada segundo de degradación al que estuve sometida y las palabras no se forman en mi garganta.
Sí sueño con ello. Me despierto a medianoche llorando o a veces me despiertan mis padres porque grito en la inconsciencia. Tengo las imágenes, los olores, las sensaciones grabadas a fuego en mi mente, pero cuando quiero soltarlo, hacer partícipe a alguien más de mi calvario, me es imposible.
Hasta hoy.
Tres meses y medio después de mi regreso, sentada en la consulta de la psicóloga, algo cambia. No sé qué es, pues las paredes son las mismas, la profesional frente a mí es la misma, la silla es la misma, el aroma al incienso del consultorio es el mismo, la hora es la misma de las últimas catorce semanas y sin embargo mi mente viene más despejada, más lúcida.
Sigo soñando con esos días, sigo gritando o llorando a medianoche, sigo callada en casa, sigo compartiendo noches de inmovilidad con Mau, sigo viendo a mis amigas cuando me visitan.
Pero de pronto cuando pienso en expresar en voz alta todo lo que me sucede por dentro, todo el miedo, el dolor, el peso de los recuerdos, no me estrello con la pared espesa de la negación, el hermetismo que me protege de mí misma.
A cambio mi garganta se llena de palabras.
—¿Quieres hablar hoy de eso, Sandra?
Tomo aire sabiendo que el día llegó, sorprendida de que así sea, pero determinada a aferrarme a esta nueva valentía para poder avanzar.
—Sí. Sí quiero hablar.
La psicóloga enarca una ceja, pero eso es toda la muestra de su asombro y satisfacción. Asiente seria y toma su cuaderno de notas.
—Te escucho.
Y la sanación empieza.
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¡Hola, amores!
Muchísimas gracias por su apoyo y su compañía constante en esta novela. Este es el último capítulo. Hay un epílogo, pero sigue sin edición, de modo que lo subiré más adelante. Por el momento, gracias por leer hasta acá ♥
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