Cap. 7: Esperanza

Veinticinco de diciembre del dos mil quince.

Era una tarde fría, Camilo me abrazaba mientras que Carlos tenía en brazos a una Isabel de casi cuatro años, mamá había ido a por algo de comer y papá estaba apartado de nosotros, hablando con el doctor que lo había llamado hace unos minutos; estábamos en el hospital, mi abuelo tuvo una recaída la noche anterior y lo habían internado.

Papá llegó suspirando casi al mismo tiempo en que mamá cruzaba el pasillo con una bolsa con dos cajas de anime en el que, por el olor, parecía ser pollo asado. Mamá miró a papá preocupada y él aplanó sus labios entre sí, como si se entendieran por la mente ella suspiró también.

—Papá... —Fui la primera en hablar y ambos voltearon—. ¿El abuelo estará bien?

Sus sonrisas no me gustaron nadita. Mamá le pasó las bolsas a papá y se acercó a besarme la mejilla, me acarició el cabello y nos miró a los cuatro.

—Me quedaré aquí a vigilar que todo esté bien, vayan con papá a comer a la cafetería, ¿vale?

Mis hermanos debieron pensar lo mismo que yo, nos miramos inseguros y asentimos, Camilo me soltó para que me levantara y Carlos hizo un esfuerzo para sujetar a Isabel y ponerse de pie. Mamá se quedó atrás y nosotros seguimos a papá, estando lejos volteé un segundo y no me fue difícil entender que algo andaba mal, en cuanto creyó que no la veíamos mamá se llevó ambas manos al rostro y un débil sollozo hizo eco en el pasillo.

La comida pasó en casi un completo silencio, incluso mi hermanita, sin ser consciente de que pasaba comió muy tranquila, vigilada por papá para que no se atragantara. Mis hermanos acaso dieron bocado y yo empapaba el pollo de salsa sin tener muchas ganas tampoco de comer.

Debió pasar una hora al menos antes de que nos levantáramos a lavarnos las manos y regresara con los morochos, papá pidió que mandaran a mamá con él para que ella también comiera algo y así hicimos, Isabel se quedó con él. Otra hora después todos estábamos de nuevo en aquella banca, en espera de noticias; mamá era la más inquieta de todas, de pie y pegada de la pared, un tip nervioso agitaba su pierna. De pronto vi que algo en su teléfono la había hecho olvidarse de los nervios y se me acercó, susurrando:

—Voy y regreso —Asentí y la dejé ir.

A esa hora me impresionó ser la única despierta, papá abrazaba a mi hermanita y los morochos se tenían el hombro del otro para descansar; había sido un día largo, pero no lograba conciliar el sueño, me preocupaba mucho el abuelo.

Solíamos visitarlo cada dos semanas, variando entre mis abuelos paternos y los maternos; el abuelo Ronald era padre de mi madre así que no me sorprendía que ella estuviera tan nerviosa. Nunca conocí a la abuela, pero mis hermanos me contaron que era una, ¿cómo la llamaron? ¿Víbora? Una muy mala persona, ella y mamá tuvieron muchos problemas en el pasado y al final se distanciaron; no me imagino cómo debía sentirse en ese momento que el abuelo estaba enfermo.

"Él está bien, ¿verdad qué sí?", el pensamiento no dejaba de torturarme. Cuando no pude más me hice a un lado con cuidado y me separé del resto de mi familia, empezando a caminar hacia la puerta en que había visto entrar a mis padres al menos veinte veces ese día, hasta que mamá dio un grito y pidió ayuda a unas enfermeras; no habíamos dejado el pasillo desde entonces.

Dudé por un momento, pero al final tomé la manilla, abrí la puerta y pasé a la habitación. En una cama con el cabezal pegado a la pared izquierda, descansaba un hombre robusto y canoso, con media cabeza calva y arrugas en todo el rostro, una bata de hospital sobresalía del borde de la sabana.

Me dio la impresión de que la habitación se puso más fría. Desconfiada me acerqué a la cama, el sonido de una maquina hacía «ti-ti» de fondo, la respiración ronca y profunda de mi abuelo me produjo un alivio, pude soltar el aliento que había contenido desde hace rato y sonreír un poco.

Había una silla al lado de la cama, me senté ahí y lo miré en silencio, velando porque su sueño fuera el más bonito de todos y no una horrible pesadilla. Se veía pálido y cansado, entristecía.

—¿Quién está...? —Me sobresalté, lo había despertado.

—Abuelo...

—¿Luz...? —Sonreí cuando me reconoció, levantándome para ir a su lado y tomar su mano abierta al borde. Su piel gruesa y áspera cerró alrededor y volteó su rostro para verme—. Mijita... —Una risa ronca—. ¿Qué haces aquí?

Algo en mi pecho dolió. Apenas le salía la voz.

—Quería verte...

Su sonrisa, por alguna razón, me dolió todavía más.

—Perdóname... Hoy es tu cumpleaños, ¿no? —Negué apenas escucharlo, eso era lo menos que me importaba ahora.

—Estarás bien, ¿verdad, abuelo?

Necesitaba escucharlo y, sin embargo, él lo que hizo fue volverme a sonreír.

—Alegra esa cara, luciérnaga —Pidió, apretando un poco más mi mano. Sonreí un poco, pero hasta el apodo que él y mis hermanos inventaron me dolía—. Anda, cuéntame que has hecho esta semana.

Solo porque me lo pidió lo hice, no era capaz de negarme viéndolo así, sonriendo como si todo estuviera bien mientras estaba en una cama del hospital. Siempre que visitaba su casa era la primera en ir con él y abrazarlo, nos sentábamos en la sala y él escuchaba mis aburridas y asombrosas anécdotas escolares sin quejarse, riendo. Otras veces llegaban mis hermanos y se abría la hora musical, él tocaba el cuatro mientras que Carlos usaba sus viejas congas y Camilo cantaba. Toda la familia estaba de acuerdo en algo: el abuelo y los morochos juntos eran capaces de animar incluso el más lluvioso día.

Le conté como decoramos la casa, limpiamos, que Mariana y el molesto de Andrés vinieron a ayudarnos, como luego volví a discutir con él, que Mar nos puso en nuestro lugar, también cuando papá casi se cayó porque no habíamos recogido el desorden para cuando llegó y, ¿cómo no? Varias bromas que hicieron los morochos en el proceso. El abuelo me escuchó con tanta atención, riendo y haciendo gesto de sorpresa; cuando me di cuenta, la habitación había dejado de sentirse fría y el dolor de mi pecho desaparecía, pero solo un poco.

No sé hasta que hora estuvimos así, pero no deseaba separarme; tenía la impresión de que si lo hacía, la manos que me sujetaba se aflojaría y no podría volver a presionarla. No obstante, no sirvió de mucho, un mal presentimiento se alojó en mi estomago cuando empecé a sentir que estaba hablando sola.

—¿Abuelo...? —Lo llamé. Sus ojos cerrados, sus labios sonriendo—. Eh, abuelo... —Nada, ni un sonido. Reí suave y asustada—. Deja de jugar, no es gracioso...—No era ninguna broma—. ¡Abuelo!

Ya estaba llorando cuando la puerta atrás de mí se abrió y mis padres entraron asustados, estaba segura que me habían estado buscando y se exaltaron ante mis gritos. El «ti-ti» ya no estaba, la mano mi abuelo ya no me sujetaba y su respiración se había detenido. Un reloj de mesa apuntó la una de la mañana, en ese momento no lo pensé, pero unos días después fue difícil no reflexionarlo, aquella última conversación que tuvimos fue en realidad su regalo para mí: en cuanto pisé su cuarto, pasar hasta el último minuto que pudo conmigo.

No dejar que mi cumpleaños, fuera también el aniversario de su muerte.

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