Cap. 6: Compartir

Veinticinco de diciembre del dos mil catorce.

Una vez que la mala suerte te persigue, es difícil no adquirir un poco de locura. La semana entera antes de mi decimo segundo cumpleaños, estuve levantándome temprano una y otra vez, preguntándole a papá sobre como estaría el clima esos días, preparando todo con antelación, trazando un plan y contramedidas, todo lo necesario para evitar que lo sucedido el año pasado se repitiera.

Mamá me miró con preocupación en más de una ocasión, decía que exageraba un poquitín; tenía razón, pero no lo creía en ese momento, solo pensaba en que Mariana tenía que venir ese día.

—Toc-toc —Tocaron a la puerta muy temprano y grité con fuerza, levantándome de la cama para correr a abrir y tirarme en sus brazos.

Mi mejor amiga gritó también y empezamos a reír en conjunto mientras nos balanceábamos de un lado a otro, felices de que llegara el momento; estaba recién levantada y no me había cepillado los dientes, seguro me parecía a la llorona, pero no me importaba, me alegraba que comenzáramos bien el día.

Como la última vez el clima fue lo que nos arruinó los planes, arreglamos con nuestras madres para que empezáramos todo desde primera hora, así si llovía había tiempo para llegar así fuera al mediodía, cuando empezáramos a preparar los últimos bocadillos para mi fiesta; no tenía duda, sería un cumpleaños como ningún otro.

—¡De verdad, de verdad viniste! ¿No estoy soñando? —dije al separarme de ella, sonriendo como nunca, observándola con cuidado para estar segura.

Mariana era preciosa incluso de pequeña; tenía el cabello largo y enrulado, en ese momento siempre lo llevaba en dos coletas altas, su piel canela combinaba con sus ojos chocolate mientras que sus labios rosados enmarcaban una linda sonrisa.

—¿Lista para ayudar con los pasapalos y decorar dulces? Claro, si es que no nos los comemos primero.

—Una tarea difícil que estoy dispuesta a afrontar.

Levanté mi cabeza y empuñé mi mano, interpretando el tono que usaría un soldado a ir a la guerra, haciéndola reír.

—¿Qué tal si primero vas a asearte un poco? —dijeron detrás de nosotras y volteamos.

Mamá nos alzó una ceja y se cruzó de brazos, mirándome sobre Mariana autoritariamente. Entendiendo la orden, tuve que alejarme de mi amiga para ir a cepillarme los dientes, peinar y cambiarme el pijama por una ropa más fresca, ligera y ya bastante usada, para que mamá no me regañara luego por si me ensuciaba mientras cocinábamos.

—¡Luz, date prisa! —gritó Mariana desde la cocina.

—¡Ya estoy, ya estoy!

Me apresuré a salir de mi cuarto, casi tropezando con la cama. Pasé de la sala, escuchando el sonido de la batidora eléctrica y voces hablando de fondo; ahogué un chillido de emoción en mi garganta y respiré profundamente. Abrí la puerta y pasé de golpe, llamando la completa atención de todos.

—¡Hola, Luz! —Saludó la señora Marta; ella y mamá estaban al lado del mesón con varios ingredientes.

—¡Hola, gracias por venir! —Fui a abrazarla también, recibiendo un beso en la frente de su parte.

—Gracias por invitarnos —Me sonrió con dulzura, separándonos.

—Entonces, ¿por don...?

Frotaba mis manos entre sí, mirando todo en la mesa cuando me percaté de una quinta persona en la cocina: un niño que no conocía. Sentado en la mesa no era capaz de verlo bien, pero me daba la impresión de que era más bajo que yo, tendría diez, ¿tal vez? Era trigueño, ojos oscuros, tenía el cabello casi completamente rapado y las cejas muy gruesas. Arrugué mi frente, él me miraba fijamente, no me gustaba.

—¿Quién es el cejote? —pregunté a la señora Marta, señalándolo. Mariana se rió a más no poder y el niño se alzó de la silla, abriendo la boca ofendido.

—¿Cejote? —Me miró con un dejo de odio. Señalé mis cejas y luego las suyas.

—Y bien cejote, ¿has visto? Se parecen a las del perro de la señora Samanta, aquí a la vuelta de la esquina.

—¡Luz! —Me regañó mamá sin poder ocultar su diversión, Mariana no paraba de reír y la señora Marta se esforzaba por no hacer lo mismo.

—¡No es divertido! —dijo molesto, mirando más que todo a Mar.

—Oh, sí que lo es —Perplejo la miró reír de nuevo.

—No cuando se trata de ti... —murmuró, cruzándose de brazos molestos y volviendo a sentarse.

Entonces fue que me di cuenta que me había pasado.

—Perdona, solo bromeaba... —Hablé, pero me volteó la mirada, resentido.

—Déjame... —Escuché que susurró e hice un puchero.

No me gustaba.

—Vamos, Andrés, solo fue un pequeño chiste —Trató de animarlo Mariana, acercándose a él, pero volvió a mirarme y a esquivar de regreso.

—Vale pues —Se acercó la señora Marta—. Ya estiré la masa, ¿por qué no empiezan a sacar las formas de las galletas y las ponen en las bandejas? Mientras, Eliuska y yo hacemos lo que falta para la torta. Me avisan cuando deba estirarla de nuevo, ¿va?

Los tres nos miramos y asentimos, pactando una tregua en silencio tomamos los moldes y empezamos a sacar galletas. En lo que trabajábamos, Mariana empezó a explicarme sobre el niño. Su nombre es Andrés y era un año mayor a nosotras, trece; técnicamente es su tío, el último hijo que tuvieron sus abuelos y hermano menor del padre de Mariana.

No lo entendía del todo, pero así son las cosas. Cuando quedé más confundida de lo que estaba antes, simplemente dijo: «bienvenida a juegos mentales»; y se separó de mí para llamar a su madre, yo en cambio miré al tío más joven que había visto en mi vida y él, al sentirse observado, volteó y me sacó la lengua.

No, definitivamente no me agradaba ese niño y se lo hice saber devolviéndole el gesto, bajándome el inferior del ojo derecho como extra. Me miró peor que antes y esta vez no me molesté en disculparme.

Digamos que fue el final de nuestra tregua. Una vez la señora Marta estirara la nueva masa para nosotros, empezó a acaparar a Mariana y a tratarme como si yo no estuviera ahí, interrumpiéndome cuando iba a hablar y hacer todo lo posible para que no me prestara atención.

Me importó un papelón si era su sobrina, por Fairytopia, ella también era mi mejor amiga y había venido a mi casa para pasar el día entero, por mí, por mi cumpleaños, él estaba de paso. Así que, con la rabia botándome por las orejas, me levanté de la mesa y le confronté.

—¿Tienes algún problema conmigo?

—¿Qué problemas podría tener con una fastidiosa?

Entreabrí la boca, ofendida. Ni se molestó en ocultarlo, mucho menos en mirarme, seguía cortando galletas como si yo no existiera y no estuviéramos en mi casa. Mar vio venir mi grito y se hizo a un lado justo a tiempo, antes de que me lanzara a darle su merecido, peleamos sobre la silla forcejeando el uno con el otro hasta que mi mamá y Marta nos separaron; nos miramos con tanto odio como pudimos, haciendo oídos sordos a los que nos decían, incluso si las consecuencias empeoraban.

No me gustaba, eso era seguro; sin embargo, cuando vi como algo se balanceó sobre la mesa y le cayó justo encima de la cabeza, fue imposible no partirme en carcajadas. Su cara, cubierta de harina de trigo, quedó incrédula y tosió un poco, luego se arrugó más de la cuenta viendo cómo me burlaba de él y, como no lo miraba directamente, no alcancé a identificar el aire de venganza que brotaba sino hasta que una buena porción de harina fue pegada a mi cara.

Fue mi turno de toser y mirarlo enfadada, mientras que el de él fue momento de reírse hasta que le doliera el estomago y señalarme, divirtiéndose como nunca. Quise mantenerme molesta, pero a medida que pasaban los segundos y él seguía riendo, una sonrisa se dibujó en mí y volví a reír.

Ambos nos veíamos demasiado ridículos, era un empate.

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