En busca de Ludwig
¡Huuola! Vuestro querido amigo y vecino Magpieus ha vuelto para ofreceros un relato corto transformado en fic. Con esta historia me presenté para un concurso. Lamentablemente no lo gané pero espero que a vosotros os guste y comentéis. Se os quiere cantidubidubi.
No siempre me ha caído bien el novio actual de mi dueño porque soy un gato muy protector y muy vengativo si me acarician en las zonas que detesto. La mayoría de las veces he tenido razón y he calado la personalidad del novio de turno. Avisaba a mi amo con bufidos para que se apartara de su ligue y Feliciano, mi humano, lo veía claro entonces.
Estallaba una fuerte discusión y la tempestad se disipada con un portazo por parte de su pareja que se marchaba airada y sin decir adiós. Entonces todo volvía a la calma y yo me recostaba en mi cestita de mimbre, satisfecho por haber realizado mi buena obra.
Sin embargo, todo cambió un día que empezó como otro cualquiera. Me desperté, estiré mis patas y levanté la cola para saludar a mi dueño. Sacudí mi sedoso pelaje café para desprenderme del pelo muerto y me restregué contra sus piernas a modo de saludo.
—Hola, Lovi. Ven, que te preparo la comida —decía Feliciano desperezándose.
Todas las mañanas eran así de apacibles. Él preparaba tostadas y su té de jazmín de los paquetes sobrantes que a veces traía de su comercio. Después levantaba las persianas del piso y dejaba la puerta abierta de la terraza, antes de irse a trabajar. Yo salía al balcón y me quedaba allí esperando a que volviese.
Me entretenía escuchando el crujido metálico de las rejas de los comercios cuando abrían y el vaivén de las telas de colorines que colgaban en los balcones vecinos. Mi humano también tenía una y muchas veces, cuando me aburría, daba algún que otro zarpazo a la tela para que ondeara y el remolino de color me envolviese. Sus franjas tenían una tonalidad muy chillona y me llamaban mucho la atención. Todo aquello me permitía ocultar una terrible sensación que había estado creciendo dentro de mí y aumentaba cuando Feli no estaba en casa: la soledad.
Pero la tarde de aquel día, en principio ordinario, cambió para siempre el curso de nuestras vidas. Trajo a casa a Ludwig y se sentaron en el sofá a conversar alegremente. De nuevo me invadieron los celos al ver que el centro de atención no era yo e hice uso de todas mis artimañas para que la cita saliera mal. Pero por alguna razón no funcionó.
Feliciano me regañó y me llevó a mi cesta. Furioso, gruñí desde mi lugar de castigo y observé de arriba abajo al intruso que me había arrebatado el protagonismo y el corazón de mi Feliciano. Era un tiarrón imponente, con un pelo rubio peinado de tal forma que se asemejaba a un nido de pájaros y tenía muy mal gusto para escoger vestimenta. Ese muchacho era un auténtico desastre de las relaciones sociales. ¡Y para colmo había obsequiado a mi dueño con un paquetito que contenía en su interior sobres de té de jazmín!
«Tus días están contados aquí. Feliciano detesta el té en sobre» pensé satisfecho e impaciente por ver hacerse realidad mi observación.
Los días se convirtieron en semanas y las semanas, en meses. Ludwig aún continuaba con mi amo y yo, cansada de intentar arañar su mano cada vez que me acariciaba la cabeza cuando me veía y trataba de llevarse bien conmigo, abandoné toda esperanza de que cortasen y mi odio profundo se convirtió en indiferencia. Llegué incluso a tolerar su presencia y pasé por alto que bebiera el té de esa forma porque a Feliciano tampoco parecía importarle. Ver feliz a mi amo era lo único que me preocupaba y como cada mañana se levantaba con una sonrisa para recibir al nuevo día, dejé a un lado mis diferencias con Ludwig.
Pero un día, el novio de mi amo dejó de acudir a casa y la cálida sonrisa de Feliciano fue desapareciendo de su rostro paulatinamente hasta convertirse en un gesto constante de desánimo.
Creí que podría alegrarme por la ausencia de su pareja ya que, de nuevo, volvía a estar soltero y toda su atención me la dirigiría a mí. Pero me equivocaba. Jamás le había visto tan triste tras una ruptura. Cuando se iba a dormir, daba vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño a la primera y acariciaba con tristeza un saquito de té de jazmín que Ludwig se había dejado en el piso, acaso para invocar su presencia como si se tratase de un fantasma.
Desesperado con la actitud que mi dueño había adoptado, tomé la decisión de cambiar las cosas. Agarré con la boca el saquito que Feliciano había dejado sobre su mesilla, después de haberse pasado la mitad de la noche llorando desconsolado, y lo colgué como pude en mi collar, cerca de la placa que llevaba mi nombre. Si Chico no quería dar la cara, tendría que ir yo hasta su casa para pedirle explicaciones. Se iba a enterar de quién era Lovino el Gato.
Mi amo había dejado la ventana de su cuarto abierta. Todo lo que tenía que hacer era salir por ella a la terraza y saltar de balcón en balcón hasta encontrar el olor del jazmín. Parecía sencillo y me convencí de ello cuando salté por la ventana. Estaba amaneciendo y los comercios habían empezado a abrir. La vida de la calle, que en un principio me había parecido monótona y aburrida, de repente reveló su auténtica cara.
El barrio estaba vivo, bullía de actividad. La estridencia de los sonidos del tráfico y las personas se volvió dañina para mis sensibles oídos de felino y lo que al principio me pareció fácil, se volvió toda una odisea. Sentí el miedo correr por mis venas antes de iniciar búsqueda y me llevó más de una hora descender hasta la acera.
Lo primero que hice fue tratar de identificar el olor pero había demasiados aromas como para saber cuál era el menos común. Acabé en una amplia avenida. Los coches circulaban en dos hileras contrarias cuyo flujo se interrumpía gracias a las luces de los semáforos. Menos mal que me fijé en aquel detalle y pude cruzar a la otra acera sin sufrir ningún percance. Pero en mi camino al otro lado unas oleadas del contaminante humo de los tubos de escape me dieron de lleno en la cara y me resecaron la nariz. Llegué a una plaza ajardinada, aturdido y ya sin esperanzas de poder encontrar el olor del saquito. Necesitaba beber agua y aliviado, vi el chorro de una gigantesca fuente de granito.
De repente, una mancha verde oscuro pasó como un rayo ante mis ojos y me tiró al suelo. Tardé un instante en comprender qué había pasado; una cotorra pendenciera me había arrebatado el saquito de té con su pico. Fanfarrona, exhibió el trofeo que me había robado y aquel gesto hizo que me enfadase aún más y me abalanzase sobre ella, sin piedad. Pero ella logró zafarse de mis garras y escapar volando por las copas de los árboles.
—¡Eh, ven aquí, periquito sinvergüenza! —maullé en pos del pajarraco ladrón.
La persecución resultó un auténtico fracaso. Llegué incluso a trepar por el tronco de un árbol para intentar alcanzar al ave y a saltar sobre un hombre que caminaba tranquilamente por el parque, ajeno a la batalla que yo libraba con el plumoso animal. Mis patitas se resintieron debido a la intensidad de las carreras y mi estómago hambriento empezó a rugir. La cotorra se burlaba de mí cada vez que intentaba atraparla, sin éxito y, desesperada, estuve a punto de dar al saquito por perdido.
Pero para mi sorpresa, sucedió algo con lo que no contaba. Una sombra ascendió por el tronco de un árbol y con un sigilo casi felino, cayó sobre la cotorra tratando de arrebatarle su premio. Se desencadeno una lucha encarnizada por el saco y la sombra obtuvo lo que buscaba, el pájaro humillado salió volando y la sombra descendió por el tronco hasta llegar suelo y se dirigió hacia mí. Era una rata. Una enorme y despeluchada rata marrón cuyos ojos negros como la boca de un pozo me escrutaron, risueños.
—Me parece que esto es tuyo —dijo tendiéndome el saco con una de sus manitas.
Atónito, me volví a colgar el saco al cuello y sin saber muy bien qué hacer , maullé un tímido agradecimiento.
—Gracias por todo... Pero no tenías que hacerlo —dije incómodo. Era genial que hablara el mismo idioma que yo, pero pese a ello no entendía sus intenciones.
—Sí, porque ahora tú me debes un favor —dijo apoyándose sobre sus dos patas traseras—. Tienes dueño, ¿verdad? Quiero ser su mascota.
Yo me carcajeé sin esforzarme por no parecer un maleducado.
—¡Ja! ¿Es que estás mal de la cabeza? Nadie quiere una rata como animal de compañía.
—Si no me ayudas a buscar un hogar, te quitaré ese saquito que tanto aprecias. Por lo visto parece importante y no me gustaría arruinarte tus planes, sean los que sean —dijo la rata torciendo su sonrisa de pícaro.
—Pero ¡serás canalla? No pienso ayudarte —repliqué contrariado—. Ya tengo bastantes problemas ahora como para pensar en tu futuro. Me he escapado de casa buscando un rastro y no tengo tiempo como para perderlo hablando contigo. Hasta nunca.
Estaba a punto de marcharme cuando la rata me agarró por el rabo para detenerme.
—¡Espera, por favor! ¡Puedo ayudarte! —exclamó a la desesperada.
—Demasiado tarde. ¡Piérdete! —le dije furibundo.
—Pero conozco la ciudad como la palma de mi mano. Puedo serte de utilidad. Si te gusta el olor de esa bolsita, puedo llevarte a los sitios donde las tienen —dijo la rata.
Le miré ladeando mi cabecita peluda, interrogante.
—¿Sabes dónde tienen estas cosas? —dije esperanzado.
—Sí. Pero solo te lo diré si me llevas contigo y me presentas a tu amo. Estoy cansado de vivir en las alcantarillas —pidió—. Los roedores tenemos un olfato muy fino. Y seguro que no tienes ni idea de en qué sitio estás ahora. ¿Me equivoco?
Asentí con fastidio. Mi orgullo felino y seguridad me habían abandonado. Si quería encontrar a ese tipo, tendría que hacer buenas migas con aquella dichosa rata de cloaca.
—Vale, tú ganas. Pero solo porque estoy desesperada y necesito encontrarlo cuanto antes —dije suspirando—. ¿Dónde se supone que estamos?
—Estamos en la Plaza de España, en Madrid. Y el olor que buscas no está muy lejos. El problema es que tendremos que atravesar la Gran Vía y subir hasta Argüelles. ¿Te suenan esos nombres?
—No. Yo jamás he salido de mi casa —dije siguiendo al roedor que se había puesto en marcha hacia el otro lado del parque. Dejamos atrás las estatuas de un hombre espigado con un plato de bronce en la cabeza y un tipo grueso a lomos de un pobre animal que parecía cansado de llevar a su dueño a cuestas. Les eché un último vistazo antes de proseguir con una repentina sensación de tristeza por haberme perdido tantas cosas—. La verdad es que me aburre bastante...
—Pues no sabes la suerte que tienes de vivir a salvo en una casa. Yo cada día tengo que esperar hasta el anochecer para salir a comer algo. Y la manduca no siempre está garantizada. A veces te tienes que comer trozos de papel para burlar al hambre —explicó la rata—. Por no hablar de los humanos que intentan matarte por ser simplemente un pobre animal que lo único que quiere es buscarse la vida.
—Pero tú eres una rata. Los humanos hacen eso con vosotras y tengo entendido que los gatos también tienen ese instinto... —contradije.
—No sé. Tú no pareces querer comerme —replicó con una sonrisa.
—Eso es porque hueles muy mal —respondí maullando una carcajada gatuna. La rata me secundó y nos alejamos del parque entre risas.
—Si tú no quieres matarme, es muy probable que tu humano tampoco —continuó—. Sé que hay gente buena también en la ciudad. Estoy cansado de vivir como un ladrón. ¡Ni siquiera me gusta robar la comida! ¿Es que no tengo derecho a vivir de forma honesta y en paz?
Yo callé ante su pregunta y no dije nada. La verdad es que nunca había pensado en la posibilidad de que una rata quisiera ser honrada. Se suponía que las ratas eran seres inmundos, maleducados y ladrones, ¿no? Y los gatos los que librábamos a los humanos de ellas.
—Oye, aún no me has dicho como te llamas —dije tras un tenso momento de silencio.
—Toño. ¿Y tú?
—Lovi —contesté con un maullido.
—Un placer conocerte, Lovi. —El roedor movió su cabeza a modo de reverencia. Se acercó hasta una reja que separaba la superficie del inframundo que eran las cloacas y me miró expectante—. Bueno, espero que no te importe entrar en el alcantarillado. Iremos más rápido y llamaremos menos la atención.
Yo observé la entrada con repugnancia. No tenía ganas de mancharme mis pobres patitas de inmundicia.
—¡Ni hablar! No pienso meterme ahí dentro.
—¿Prefieres que te atropelle un coche? —replicó Toño frunciendo su pequeño ceño.
Al final tuve que acceder y entrar tras él en la oscuridad de la cloaca. Caí de lleno en un canal embarrado que despedía un terrible olor a rancio y a vete a saber qué. Mi sedoso pelo sufrió la peor parte y Toño, en vez de ayudarme a quitarme el lodo de encima comenzó a reírse de mi aspecto.
—¿Qué? Ahora ya tenemos un aspecto parecido, ¿eh? —dijo cáustico.
Me encaré con él, iracundo.
—Haz el favor de callarte —dije sacudiendo mi pelaje. Parte del barro fue a parar a la cara de la rata que hizo un gesto de repugnancia. Unas gotas se habían colado en su boca y tuvo que escupir, asqueado.
—¡Oye! Ten más cuidado —se quejó.
Anduvimos por el estrecho túnel hasta llegar a una bifurcación. Allí escogimos el camino de la derecha y yo, guiado por Toño, lo seguí sin rechistar pero enfadada con él aún. Desconozco cuánto tiempo estuvimos allí soportando ese terrible hedor. Subimos, bajamos, torcimos en todas direcciones pero el destino parecía aún muy lejano. Hasta que a mi resentida naricilla llegó el inconfundible olor del saquito por un pequeño conducto. Alcé la cola y moví las orejas indicando mi sorpresa.
—¿Es aquí? —dije.
—Sí, ya te dije que te traería sano y salvo —contestó él, orgulloso de sí mismo—. Oye, Judy; ¿por qué razón buscas ese olor desesperadamente?
Antes de ascender por el túnel, mucho más pequeño que los demás que habíamos recorrido, le contesté:
—Mi amo tuvo un novio pero se separaron. Y desde que lo dejó con él está muy triste. Siempre tenía este saquito de té a mano, y eso que mi amo detesta beberse los tés de esta manera —expliqué.
—Ni siquiera sé qué es el té. Desconozco todo aquello que no ha llegado mi andorga alguna vez —interrumpió Marce señalándose la tripa. Pero después de volver a mirarle como si quisiera matarle, cerró el hocico.
—El caso es que yo quería buscar a Ludwig, que es así como se llama. Y echarle la bronca más grande, ¿entiendes? Nadie le hace daño a mi amo y se va de rositas. Por eso estoy aquí, ahora, contigo —concluí.
—Ya veo —dijo Toño meditabundo—. Así que estás preocupado por tu amo, eso dice mucho de ti. ¡Y yo que pensaba que eras un estirado! Tú también eres sorprendente.
—Yo... ¡oye! —maullé azorado—. No soy para nada estirado.
—Desde luego que no —contestó Toño irónico.
Bufé indignado por ese comentario pero, en el fondo, me halagó que pensara eso de mí. Sorprendente era lo que menos parecía en esos instantes, todo manchado de lodo y desperdicios.
Ascendimos y llegamos hasta una rendija situada en frente del escaparate de una tienda de tés. La atravesamos y nos dirigimos hacia otro conducto, esta vez de ventilación y con un olor mucho más amable para mi naricilla. Accedimos al interior de la tienda por una tubería que desembocaba en un cuarto trastero. Allí los aromas de otros tipos de tés se entremezclaban con los de jazmín y era difícil seguir el rastro. Ni siquiera Toño pudo localizar alguna pista. Y la situación en la que de pronto nos vimos no era más favorable. Un perro, que nos había oído entrar en la tienda, comenzó a gruñirnos desde el suelo. Nosotros estábamos suspendidos en el techo pero ¿por cuánto tiempo más?
El perro agresivo comenzó a ladrar y a saltar para intentar darnos alcance. Toño, serio, se giró para mirarme.
—Yo distraeré al perro.
—¡Es que te has vuelto loco? —protesté atónito por aquella idea suicida que se le había pasado por la cabeza pero él no hizo ningún comentario sarcástico. Se limitó a asentir, muy serio.
—Así podré darte algo de tiempo para que puedas investigar. No hagas que esto sea en vano. —Y dicho esto se lanzó hacia el vacío para aterrizar rápidamente sobre el suelo y echar a correr como alma que lleva el Diablo.
El perro lo persiguió por toda la tienda, rabioso y sin tener cuidado de no tirar los tarros en los que el dueño guardaba las hierbas para las infusiones. Yo salté llamando a mi amigo y corriendo detrás del perro pero el animal estaba tan pendiente de no perder de vista a Toño que ignoró mi presencia. Quizá tuviera una oportunidad si la rata se escondía tras un mueble y yo aprovechaba para morderle la cola a esa bestia ladradora. Bufé contrariado.
—¡Deja en paz a mi amigo! —bufé amenazante sin conseguir nada. El perro se había obsesionado con dar caza al pobre roedor.
Entonces sucedió la tragedia: el monstruo agarró a Marce con sus fauces, lo zarandeó y lo estampó contra la pared. Fuera de mí, me abalancé sobre el morro del perro y le arañé con mis afiladas garras. Se había metido con el gato equivocado.
Malherido y gimoteante, se alejó por fin de nosotros y fue a refugiarse a la trastienda. A punto de echarme a llorar por la tensión acumulada y el dolor de ver lo que le había sucedido a mi amigo, me incliné sobre el cuerpecito de la rata que se hallaba entre la vida y la muerte. Toño respiraba con dificultad y su corazón latía desbocado en su pecho. Le lamí parte de la cara para tranquilizarlo pero no surtió ningún efecto.
—Toño, ¿me oyes? Por favor, Toño. No me dejes ahora —supliqué al borde del llanto.
—Ey, vamos —dijo él con la voz entrecortada por el esfuerzo—. Estoy moribundo pero no sordo. No hace falta que maúlles tan alto.
Me sorprendía la capacidad que tenía Toño de hacer de la situación más terrible, algo cómico. No pude reprimirme y sonreí con una mezcla de pesadumbre.
—No puedes dejarme. Tengo que llevarte a casa para que puedas ser una mascota —sollocé.
—Ya no tiene remedio, Lovi. Pero estoy feliz porque desde un principio has pensado en cumplir tu palabra —dijo él sonriendo y mostrando sus incisivos amarillos—. Eres un gato de palabra y me alegro de haber conocido a alguien tan noble como tú.
—¡No, no! Por favor, ¡no me dejes! —dije al ver que el brillo de sus ojos negros se apagaba y la sonrisa de su rostro desaparecía.
La puerta que daba a la calle se abrió y en el local entró un joven muy alto topándose con la dramática escena que estaba teniendo lugar pero que no lograría entender nunca. Era Ludwig. Alcé la cabeza y observé su mirada de desconcierto y su urgencia por intentar comprender qué estaba pasando allí. Se acuclilló frente a mí y examinó la placa de mi collar. Tal fue su sorpresa que soltó sin dar crédito:
—¿Lovi? Pero ¿qué haces aquí?
Maullé intentando explicarme pero fue inútil. Él me recogió y me puso sobre una mesa de la tienda. Agarró la cola de mi amigo roedor y lo llevó al baño, donde lo envolvió con una toalla. De alguna forma había entendido que aquel pobre animalillo era preciado para mí y no se atrevió a tirarlo por el retrete, como pensé que haría. Finalmente fue hasta el almacén y regañó con severidad a su perro. Finalmente encontró el saquito de té que se me había caído del collar y lo observó con detenimiento antes de girarse para observarme, conmocionado. Mientras esto sucedía yo caí rendido en un sueño profundo, debido al cansancio y quizá, también para tratar de olvidar lo que había sucedido con Toño.
(...)
Ludwig me llevó de nuevo hasta mi casa. Llamó a Feliciano por el interfono y este bajó precipitadamente las escaleras. El ex de mi amo me había lavado y peinado y ya no olía a rayos, cosa que le agradecí con un lametón. Allí en el portal, mi dueño me cogió y me abrazó con fuerza.
—Lovi, me tenías preocupadísimo. ¿Se puede saber dónde te habías metido? —A mi amo se le notaba el alivio en el temblor de su voz.
—Vino a buscarme y puede que quisiera que te visitara —dijo el alemán. La verdad es que era bastante inteligente y había entendido mis intenciones pese a no conocer el lenguaje de los gatos.
Las mejillas de Feliciano se ruborizaron y vergonzoso, confesó:
—He estado... pensando en ti demasiado. Más de lo que me gustaría admitir.
—¿Y por qué no me llamaste? Yo también tenía muchísimas ganas de verte. Aquella discusión fue una estupidez —respondió Ludwig abrazándolo también—. Por cierto, tu gato apareció junto a una rata que debió matar mi perro. Creo que estaba afectado porque maullaba como si estuviese triste. Me parece que Kaiser mató a su nueva amiga.
La mención de mi amigo por parte del humano ensombreció mis ojos gatunos. Feliciano me dio un beso en la cabecita y me serenó mientras los tres volvíamos a entrar en el piso y me dejaba sobre la cesta de mimbre. Entonces dijo algo que logró consolarme un poco:
—Seguro que ahora está bien y en paz. Y feliz por haberte conocido. Eres un gatito sorprendente. ¡Mira que recorrerte toda la ciudad en busca de Ludwig... ! Vaya aventura debiste vivir ahí fuera, pequeño.
Me sorprendió escuchar esas palabras en boca de mi dueño, exactamente las mismas que había pronunciado Toño y pensé en lo injusto de su muerte, ya que ambos tenían esa bondad de corazón y mi amigo se merecía estar igual de vivo que yo. No había logrado alcanzar su sueño y por culpa mía había perdido la oportunidad de cambiar las cloacas por un cálido piso. Pero algo me decía que no había muerto en vano y que su recuerdo me acompañaría siempre como el único y mejor amigo que jamás tendré. Antes de dejarme, Toño me había sonreído, feliz.
Me recosté en el canasto y me dormí sin saber muy bien qué sentir pero consciente de haber realizado una buena obra, esa vez de verdad.
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