36. Getting help from best friend
RECIBIENDO AYUDA DE EL MEJOR AMIIGO
───⊱✿⊰───
El lunes por la mañana entraron en el Gran Comedor para desayunar en el preciso instante en que llegaban las lechuzas con el correo. Hermione no era la única que esperaba con avidez su ejemplar de El Profeta: casi todos los estudiantes estaban ansiosos por saber más noticias sobre los mortífagos fugitivos, quienes todavía no habían sido detenidos, pese a que muchas personas aseguraban haberlos visto.
Entregó un knut a la lechuza que le dio el periódico, y lo desplegó apresuradamente mientras Emma masticaba un trozo de su tostada. Estaba tan acostumbrada a no recibir nada hace mucho, que le sorprendió ver a una lechuza delante de ella.
Me he encontrado bastante ocupado, pero no puedo dejar pasar esto por alto Emma. Tengo un pequeño rumor sobre lo que pasó con Harry.
Ciertamente no puedo hacer mucho por una simple carta, ¿verdad? Pero me gustaría que sepas que cuentas conmigo para cualquier cosa. Si necesitas hablar, estoy aquí para escucharte.
Sobre lo que sucedió, mantente relajada. Podrá costar un tiempo pero la vida sigue, pequeña. Sé cuánto lo querías y entiendo lo que es que te rompan en el corazón (aunque a veces no lo creas del todo).
Remus
—¿Por qué tanto revuelo? —preguntó Emma extrañada cuando vió a Harry cubierto de cartas.
—¿Recuerdas la entrevista sobre la que hablé? —susurró Hermione—. El Quisquilloso ya la ha publicado. ¡Un montón de gente apoya a Harry ahora!
—Es bueno saberlo. Deberíamos agradecerte a ti y a tu padre, Luna.
—No es nada —respondió la rubia en su típico aire soñador—. Nos alegra ayudarlos.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó una voz infantil y falsamente dulzona.
Emma dirigió su mirada cuidadosamente hasta la profesora Umbridge: estaba de pie, detrás de Fred y de Luna, y examinaba con sus saltones ojos de sapo el revoltijo de lechuzas y cartas que había encima de la mesa, enfrente de Harry.
—¿A qué se debe que recibas tantas cartas, Potter? —le preguntó la profesora
Umbridge lentamente.
—¿También es delito recibir correo? —inquirió Fred en voz alta.
—Ten cuidado, Weasley, o tendré que castigarte —respondió la bruja—. ¿Y bien, señor Potter?
Harry vaciló, pero terminó revelando todo.
—La gente me escribe cartas porque me han hecho una entrevista —contestó Harry—. Sobre lo que pasó en junio.
—¿Una entrevista? —repitió la profesora Umbridge con una voz más aguda y alta
que nunca—. ¿Qué quieres decir con eso?
—Quiero decir que una periodista me hizo preguntas y que yo las contesté. Mire.
Y le lanzó un ejemplar de El Quisquilloso. La profesora Umbridge lo cogió al vuelo y se quedó contemplando la portada. Inmediatamente, su blancuzco rostro se cubrió de desagradables manchas violetas.
—¿Cuándo has hecho esto? —le preguntó con voz ligeramente temblorosa.
—En la última excursión a Hogsmeade —contestó Harry.
La profesora lo miró rabiosa mientras la revista temblaba entre sus regordetes
dedos.
—Se te han acabado los fines de semana en Hogsmeade, Potter —susurró—. ¿Cómo te atreves..., cómo has podido..? —Inspiró hondo—. He intentado mil veces enseñarte a no decir mentiras. Por lo visto, todavía no has captado el mensaje. Cincuenta puntos menos para Gryffindor y otra semana de castigos. Y… —se detuvo sin mirarla— debería dejar de ayudarlo, señorita Walk. Se meterá en problemas innecesarios.
Se marchó muy indignada, con el ejemplar de El Quisquilloso contra el pecho, y los estudiantes la siguieron con la mirada.
—¿Yo? —exclamó Emma con indignación—. ¡Ni siquiera he sido yo!
—Ignorala —masculló Harry.
A media mañana aparecieron colgados enormes letreros por todo el colegio, no
sólo en los tablones de anuncios, sino también en los pasillos y en las aulas.
POR ORDEN DE LA SUMA INQUISIDORA DE HOGWARTS
Cualquier estudiante al que se sorprenda en posesión de la revista El Quisquilloso será expulsado del colegio.
Esta norma se ajusta al Decreto de Enseñanza n.° 27.
Firmado:
Dolores Umbridge
SUMA INQUISIDORA
Por algún extraño motivo, a Hermione se le iluminaba la cara cada vez que veía uno de esos letreros.
—¿Se puede saber por qué estás tan contenta? —le preguntó Harry.
—¡Ay, Harry! ¿No lo entiendes? —exclamó Hermione— ¡Si algo puede haber hecho la profesora Umbridge para tener la certeza absoluta de que hasta el último estudiante de este colegio lee tu entrevista, es prohibirla!
Y por lo visto Hermione tenía razón.
Emma había salido a pasear sola por los pasillos del castillo, y cada vez que pasaba por algún rincón escuchaba a los alumnos hablar entre sí sobre la entrevista. Pero eso no era lo que le llamaba más la atención a la castaña, sino unos niños de segundo año tomados de la mano, fuera, mientras paseaban.
Ciertamente no le gustaba recordar, le dolía hacerlo, pero no podía ignorar sus recuerdos de un día para el otro. En cualquier lugar que cruzaba veía a pequeños niños que le recordaban a ellos, y sentía un gran vacío en el estómago. Si Emma debía de ser sincera, cada vez que veía a Harry a los ojos el estómago le daba un vuelco y sentía muchas ganas de escapar de ese lugar.
Ese raro sentimiento que se había apoderado de su cuerpo la hacía sentir muy incómoda en cualquier situación. Estaba agradecida de que Harry hubiera decidido dejarle un espacio últimamente, pero eso no quitaba el hecho de que la castaña sintiera muchas ganas de llorar cuando veía el recuerdo de ese día pasar por su cabeza como una grabación sin fin.
Emma escuchó cuando pequeña que el verdadero amor es efímero. Ella en verdad creía que Harry sería su verdadero amor, la persona con la que compartiría el resto de su vida hasta viejos, pero no resultó ser así. Todos esos planes se desmoronaron en segundos. Y parecía bastante tonto haberlo creído así.
Y aunque a ella no le gustara admitirlo, si llegó a imaginarse una vida junto a Harry. Aurelle… ese nombre era algo que nunca salió de su cabeza desde el día en el que hablaron sobre su futuro. Ahora, resultaba bastante iluso haberse ilusionado de esa manera. Pero no la podían culpar, pues cada palabra que le dijo Harry parecía salir desde el fondo de su corazón; sonaba sincera y real.
Cuando menos lo notó, sus ojos ya estaban derramando lágrimas una vez más. Emma suspiró cansada de eso, y rápidamente las limpió con la manga de su capa del uniforme.
Sin embargo, cuando se encontró con Cho besando fugazmente la mejilla de Harry, considero que era hora de alejarse de ese lugar y subir a su habitación, ignorando el revuelo que se estaba armando en todo el castillo.
Harry resopló, frustrado, cuando vió como Emma se alejaba a paso rápido del lugar en el que había estado.
( . . . )
—¿Mejor? —preguntó Ron, esperanzado.
—Algo así —Emma ladeó la cabeza. Ron hizo una mueca de disgusto—. ¡Es broma! Está perfecto.
—¡Vamos! Dime la verdad.
—En verdad está perfecto —repitió Emma, esbozando una leve sonrisa.
—Mucho mejor así —sonrió el pelirrojo—. Tengo hambre, ¿me acompañas? Me aseguraré de que te alimentes bien.
Emma amagó con querer resistirse, pero entre risa y risa, Ron logró convencer a su mejor amiga para que lo acompañase a cenar.
—Considero que deberías venir.
—¿Y si no? ¿Habría alguna diferencia?
—Te extrañaré —admitió Ron con una sonrisa egocéntrica—. ¡Vamos! —rogó—. Di que sí.
—Te diré un tal vez —respondió Emma con burla—. Lo pensaré.
—No hay para que pensar. Es fácil decidir acompañar a tu mejor amigo en el verano.
Emma entrelazó su brazo con el de Ron—. Lo pensaré, ¿bien? Te lo digo luego.
—Como quieras. Solo déjame decirte que si me abandonas, me encontraré muy ofendido.
—Lo que digas, Ronnie —dijo Emma, rodando los ojos con gracia.
Cuando estaban a punto de llegar al Gran Comedor, se oyeron unos gritos de una mujer provenientes del vestíbulo. La castaña se sobresaltó, y tomó el brazo de Ron con más fuerza, el cual le indicó que se tranquilizara.
Llevados por la curiosidad, decidieron ver qué pasaba. Los gritos, efectivamente, procedían del vestíbulo, y se hicieron más fuertes cuando Emma y Ron llegaron al lugar: lo encontraron abarrotado, los estudiantes habían salido en tropel del Gran Comedor, donde todavía se estaba sirviendo la cena, para ver qué pasaba; otros se habían amontonado en la escalera de mármol. La profesora McGonagall se hallaba enfrente de quién parecía ser Harry, al otro lado del vestíbulo, y daba la impresión de que lo que estaba viendo le producía un débil mareo.
La profesora Trelawney estaba de pie en medio del vestíbulo, sosteniendo la varita en una mano y una botella vacía de jerez en la otra, completamente enloquecida. Tenía el pelo de punta, las gafas se le habían torcido, de modo que uno de los ojos parecía más ampliado que el otro, y sus innumerables chales y bufandas le colgaban desordenadamente de los hombros causando la impresión de que se le habían descosido las costuras. En el suelo, junto a ella, había dos grandes baúles, uno de ellos volcado, como si se lo hubieran lanzado desde la escalera. La profesora Trelawney miraba fijamente, con gesto de terror.
—¡No! —gritó la profesora Trelawney—. ¡NO! ¡Esto no puede ser! ¡No puede ser! ¡Me niego a aceptarlo!
—¿No se imaginaba que iba a pasar esto? —preguntó una voz aguda e infantil con un deje de crueldad, que Emma no tardó en reconocerla como la de Umbridge—. Pese a que es usted incapaz de predecir ni siquiera el tiempo que hará mañana, debió darse cuenta de que su lamentable actuación durante mis supervisiones, y sus nulos progresos, provocarían su despido.
—¡N-no p-puede! —bramó la profesora Trelawney, a quien las lágrimas le resbalaban por las mejillas por detrás de sus enormes gafas—. ¡No p-puede despedirme! ¡Llevo d-dieciséis años aquí! ¡Hogwarts es m-mi hogar!
—Era su hogar hasta hace una hora, en el momento en que el ministro de Magia firmó su orden de despido —la corrigió la profesora Umbridge, y Emma se sintió asqueada al ver que el placer le ensanchaba aún más la cara mientras contemplaba cómo la profesora Trelawney, que lloraba desconsoladamente, se desplomaba sobre uno de sus baúles—. Así que haga el favor de salir de este vestíbulo. Nos está molestando.
Pero la profesora Umbridge se quedó donde estaba, regodeándose con la imagen de la profesora Trelawney, que gemía, se estremecía y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre su baúl en el paroxismo del dolor.
Pero de pronto oyeron pasos. La profesora McGonagall había salido de entre los espectadores, había ido directamente hacia la profesora Trelawney y le estaba dando firmes palmadas en la espalda al mismo tiempo que se sacaba un gran pañuelo de la túnica.
—Toma, Sybill, toma... Tranquilízate... Suénate con esto... No es tan grave
como parece... No tendrás que marcharte de Hogwarts...
—¿Ah, no, profesora McGonagall? —dijo la profesora Umbridge con una voz
implacable, y dió unos pasos hacia delante—. ¿Y se puede saber quién la ha
autorizado para hacer esa afirmación?
—Yo —contestó una voz grave.
Las puertas de roble se habían abierto de par en par. Los estudiantes que estaban
más cerca de ellas se apartaron y Dumbledore apareció en el umbral.
El director dejó las puertas abiertas y avanzó, dando grandes zancadas a través del coro de curiosos, hacia la profesora Trelawney, quien seguía temblando y llorando sobre su baúl, con la profesora McGonagall a su lado.
—¿Usted, profesor Dumbledore? —se extrañó la profesora Umbridge con una
risita particularmente desagradable—. Me temo que no ha comprendido bien la
situación. Aquí tengo —dijo, y sacó un rollo de pergamino de la túnica— una orden de despido firmada por mí y por el ministro de Magia. Según el Decreto de
Enseñanza número veintitrés, la Suma Inquisidora de Hogwarts tiene poder para supervisar, poner en periodo de prueba y despedir a cualquier profesor que en su opinión, es decir, la mía, no esté al nivel exigido por el Ministerio de Magia. He decidido que la profesora Trelawney no da la talla, y la he despedido.
A Emma a veces le asustaba la manera en la que Dumbledore no se inmutaba.
Dumbledore, con una sonrisa en el rostro, miró a la profesora Trelawney, que no dejaba de sollozar e hipar sobre su baúl, y dijo:
—Tiene usted razón, desde luego, profesora Umbridge. Como Suma Inquisidora, está en su perfecto derecho de despedir a mis profesores. Sin embargo, no tiene autoridad para echarlos del castillo. Me temo que la autoridad para hacer eso todavía la ostenta el director —dijo, e hizo una pequeña reverencia— y yo deseo que la
profesora Trelawney siga viviendo en Hogwarts.
Al escuchar las palabras de Dumbledore, la profesora Trelawney soltó una risita
nerviosa que no logró disimular un hipido.
—¡No, no! ¡M-me m-marcharé, Dumbledore! M-me iré de Ho-Hogwarts y b-buscaré fortuna en otro lugar...
—No —dijo Dumbledore, tajante—. Yo deseo que usted permanezca aquí, Sybill. —Se volvió hacia la profesora McGonagally añadió—. ¿Le importaría acompañar a Sybill arriba, profesora McGonagall?
—En absoluto —repuso ésta—. Vamos, Sybill, levántate..
La profesora Sprout salió apresuradamente de entre la multitud y agarró a la profesora Trelawney por el otro brazo. Juntas la guiaron hacia la escalera de mármol pasando por delante de la profesora Umbridge. El profesor Flitwick corrió tras ellas con la varita en ristre, gritó: «¡Baúl locomotor!», y el equipaje de la profesora Trelawney se elevó por los aires y la siguió escaleras arriba. El profesor Flitwick cerraba la comitiva.
La profesora Umbridge no se había movido, y miraba de hito en hito a Dumbledore, que continuaba sonriendo con benevolencia.
—¿Y qué piensa hacer cuando yo nombre a un nuevo profesor de Adivinación
que necesitará las habitaciones de la profesora Trelawney? —le preguntó la profesora Umbridge en un susurro que se oyó por todo el vestíbulo.
—¡Ah, eso no supone ningún problema! —contestó Dumbledore en tono agradable—. Verá, ya he encontrado a un nuevo profesor de Adivinación, y resulta
que prefiere alojarse en la planta baja.
—¿Que ha encontrado...? —repitió la profesora Umbridge con voz chillona—.
¿Que usted ha encontrado...? Permítame que le recuerde, profesor Dumbledore, que el Decreto de Enseñanza número veintidós...
—El Ministerio sólo tiene derecho a nombrar un candidato adecuado en el caso de que el director no consiga encontrar uno —la interrumpió Dumbledore—. Y me complace comunicarle que en esta ocasión lo he conseguido. ¿Me permite que se lo
presente?
Entonces se dio la vuelta hacia las puertas, que seguían abiertas y dejaban pasar la neblina. Emma oyó ruido de cascos. Un murmullo de asombro recorrió el vestíbulo, y los que estaban más cerca de las puertas se apartaron rápidamente; algunos hasta tropezaron con las prisas por abrir camino al recién llegado.
A través de la niebla apareció un rostro que Emma había visto hace mucho tiempo en una noche oscura y llena de peligros, en el Bosque Prohibido: tenía el cabello rubio, casi blanco, y los ojos de un azul espectacular; eran la cabeza y el torso de un hombre unidos al cuerpo de un caballo claro con la crin y la cola blancas.
—Le presento a Firenze —le dijo Dumbledore alegremente a la perpleja
profesora Umbridge—. Creo que lo encontrará adecuado.
—Renuncio —murmuró Ron, moviendo muy apenas sus labios.
—Sí, te apoyo en eso —respondió Emma disimuladamente.
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