20 | The diary

.:. CHAPTER TWENTY .:.
(EL DIARIO)

Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de que la vieran con la cara peluda.

Harry, Ron y Emma iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo trimestre, le llevaban cada día los deberes.

—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía Hermione junto a la cama.

—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tienen alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla.

—Nada —dijeron Harry y Emma con tristeza.

—Estaba tan convencido de que era Malfoy… —dijo Ron por centésima vez.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía debajo de la almohada de Hermione.

—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien —respondió Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta:

A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja».

Ron miró a Hermione con disgusto.

—¿Duermes con esto debajo de la almohada?

—¿Era necesario decir todos sus logros? —preguntó Emma.

Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con la medicina de la noche.

—¿A que Lockhart es el hombre más tonto que han conocido en sus vidas? —le dijo Ron a Harry y a Emma al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de Gryffindor. Snape les había dejado un montón de tarea, y aunque Emma siempre fuera rápida para terminar sus tareas, todavía le faltaban dos. Precisamente Ron le estaba preguntando a Emma cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un arranque de cólera que provenía del piso superior.

—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se detuvieron a escuchar donde no podía verlos.

—Tan solo espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Emma, entre alarmada y angustiada.

Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que parecía completamente histérico.

—… aun más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore.

Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos.

Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraba de nuevo en el punto en que habían atacado a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado los gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los baños de Myrtle. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír los sollozos de Myrtle resonando a través de las paredes de los baños.

—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.

—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre, entraron.

Myrtle estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los baños estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.

—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.

—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—. ¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?

Harry fue hacia el retrete y le preguntó:

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un libro…

—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry—. Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?

Harry acababa de meter la pata. Emma, sin poder evitarlo, se golpeó en la frente con la palma de la mano. Myrtle se sentía ofendida y chilló:

—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez punto al que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!

—¿Quién te arrojó el libro, Myrtle? —le preguntó Emma.

—No lo sé… Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dió en la cabeza —contestó Myrtle, bajando el tono de su voz—. Está ahí, empapado.

Harry, Ron y Emma miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan humedecido cono el resto de cosas que había en los lavabos. Emma se acercó para recogerlo, pero Ron la detuvo.

—¿Pasa algo? —preguntó Emma.

—¿Estás loca? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.

—¿Peligroso? —repitió Harry, riendo—. Vamos, ¿cómo va a resultar peligroso?

—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno tenía que andar por todas partes con el libro delante, intentando hacer las cosas con una sola mano. Y…

—Lo entendí —dijo Emma, soltándose de Ron—. No tocar el libro porque puede ser peligroso.

—Pero si no le echamos un vistazo, no lo averiguaremos —dijo Harry, mientras se agachaba y tomaba el libro entre sus manos.

Harry se acercó a sus amigos y los tres se dieron cuenta de que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la cubierta les indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Harry lo abrió, intrigado. En la primera página podía leerse, con tinta emborranada, «T .M. Ryddle».

—Esperen —dijo Ron—, ese nombre me suena… T. M. Ryddle ganó un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio.

—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido.

—Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa cincuenta veces cuando nos castigaron —explicó Ron con resentimiento—. Precisamente fue encima de esta placa donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una hora limpiando su nombre, tú también te acordarías de él.

Emma tomó el diario de Ryddle y comenzó a separar las páginas humedecidas. Estaban en blanco. No había absolutamente nada escrito en el diario.

—Ryddle no escribió nada —informó la castaña algo decepcionada. Pero luego se le ocurrió algo que podrían intentar.

—Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con curiosidad.

Emma cerró con cuidado el libro y comenzó a observar las tapas del cuaderno, donde vió impreso el nombre de una tienda de la calle Vauxhall, en Londres.

—Ryddle debió ser de familia muggle —dijo Emma, y Harry se acercó a mirar—, ya que compró el diario en la calle Vauxhall…

—Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—. Cincuenta puntos si lo pasan por la nariz de Myrtle.

Emma le dió un empujoncito en el hombro a Ron, mientras Harry guardaba el diario en su bolsillo.







( . . . )







HERMIONE SALIÓ DE LA ENFERMERÍA, sin bigotes, sin cola y sin pelaje, a comienzos de febrero. La primera noche que pasó en la torre de Gryffindor, Harry le enseñó el diario de T. M. Ryddle y le contó la manera en que lo habían encontrado.

—¡Aaah, podría tener poderes ocultos! —dijo con entusiasmo Hermione, tomando el diario y mirándolo de cerca.

—Si los tienes, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es tímido. No se por qué lo guardas Harry.

—Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —dijo Harry—. Y también me gustaría saber como consiguió Ryddle el Premio por Servicios Especiales.

—Por cualquier cosa —dijo Ron—. A lo mejor acumuló treinta matrículas de honor de Brujería o salvó a un profesor de los tentáculos de un calamar gigante. Quizá asesinó a Myrtle, y todo el mundo lo consideró un gran servicio…

—Su muerte no es algo gracioso —lo reprendió Emma—, al menos no para mí.

Ignorándola, Ron miró a Harry y Hermione y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Bueno, la Cámara de los Secretos se abrió hace cincuenta años, ¿no? —explicó Harry. Emma entendió a donde quería llegar—. Al menos, eso nos dijo Malfoy.

—Sí… —admitió Ron.

—Y este diario tiene cincuenta años —dijo Hermione, golpeándolo, emocionada, con el dedo.

—¿Y?

—Vamos Ronald —le dijo Emma—. Sabemos que la persona que abrió la cámara la última vez fue expulsada hace cincuenta años. Sabemos que a T. M. Ryddle le dieron un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio. ¿Que tal si ha Ryddle le dieron el premio por atrapar al heredero de Slytherin?

—En su diario seguramente estará todo explicado —comentó Hermione—: dónde está la cámara, cómo se abre y que clase de criatura vive en ella. La persona que haya cometido las agresiones en esta ocasión no querría que el diario anduviera por ahí, ¿no?

—Es una teoría brillante, chicas —dijo Ron—, pero tiene un pequeño defecto: que no hay nada escrito en el diario.

Pero Hermione sacó su varita mágica de la bolsa.

—¡Podría ser tinta invisible! —susurró.

—Ya lo intenté, Mione —le dijo Emma—. Y no es tinta invisible. Éste diario está completamente vacío.

—Ya te lo decía yo; no hay nada que encontrar aquí —le dijo Ron—. Simplemente, a Ryddle le regalaron un diario por Navidad, pero no se molestó en rellenarlo.

Sin embargo, Harry parecía dispuesto a averiguar más sobre Ryddle, así que al día siguiente, en el recreo, Ron, Emma y Hermione lo acompañaron a la sala de trofeos, para examinar el premio de Ryddle.

La placa de oro bruñido de Ryddle estaba guardada en un armario esquinero. No decía nada de por qué se lo habían concedido.

—Menos mal —dijo Ron—, porque si lo dijera, la placa sería más grande, y en el día de hoy aún no habría acabado de sacarle brillo.

Sin embargo, encontraron el nombre de Ryddle en una vieja Medalla al Mérito Mágico y en una lista de antiguos alumnos que habían recibido el Premio Anual.

—Me recuerda a Percy —dijo Ron, arrugando con disgusto la nariz—: prefecto, Premio Anual…, supongo que sería el primero de la clase.

—Lo dices como si fuera algo vergonzoso —señaló Hermione, algo herida.

—Los logros personales dependen de como lo vea la persona —dijo Emma—. Algunos lo ven bien y otros mal. Eso varía en cada persona.

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