19 | Marauder's Map
.:. CHAPTER NINETEEN .:.
( EL MAPA DEL MERODEADOR )
DOS SEMANAS ANTES DE QUE TERMINARA EL TRIMESTRE, EL CIELO SE ACLARÓ DE REPENTE, volviéndose de un deslumbrante blanco opalino, y los terrenos embarrados aparecieron una mañana cubiertos de escarcha. Dentro del castillo había ambiente navideño. El profesor Flitwick, que daba Encantamientos, ya había decorado su aula con luces brillantes que resultaron ser hadas de verdad, que revoloteaban. Los alumnos comentaban entusiasmados sus planes para las vacaciones. Ron, Emma y Hermione habían decidido quedarse en Hogwarts. Ron había dicho que era porque no podía aguantar a Percy durante dos semanas, Hermione alegó que necesitaba usar la biblioteca, y Emma se quedaba y no era por una escusa nada creíble.
Los padres de la castaña estaban en México ordenando unos asuntos sobre el testamento de su abuelo —o al menos eso le habían dicho—, además, aunque ellos hubieran estado en la cuidad, Emma hace bastante se había planteado el quedarse esa Navidad en Hogwarts, acompañando a Harry.
Para satisfacción de todos menos de Harry, estaba programada otra salida a Hogsmeade para el último fin de semana del trimestre.
—¡Podremos hacer allí todas las compras de Navidad! —dijo Hermione—. ¡A mis padres les encantará el hilo dental de Honeydukes!
Desafortunadamente Emma no podría ir a Hogsmeade para comprar lo que necesitaba, así que acudió a sus amigos. A Hermione le pidió de favor que comprará los regalos para Harry y Ron, mientras que a éste último le pidió que comprará el regalo de Hermione.
La mañana del sábado de la excursión, Harry y Emma se despidieron de Ron y Hermione, envueltos en capas y bufandas, y subieron la escalera de mármol que conducía a la torre de Gryffindor. Había empezado a nevar y el castillo estaba muy tranquilo y silencioso.
—¡Pss, Harry, Emma!
Los nombrados se dieron la vuelta a mitad del tercer piso y vieron a Fred y a George que los miraban desde detrás de la estatua de una bruja tuerta y jorobada.
—¿Qué hacen? —preguntó Harry con curiosidad—. ¿Cómo es que no están camino a Hogsmeade?
—Hemos venido a darles un poco de alegría antes de irnos —les dijo Fred guiñándoles el ojo misteriosamente—. Entren aquí...
Les señaló con la cabeza un aula vacía que estaba a la izquierda de la estatua de la bruja. Harry y Emma entraron detrás de Fred y George. George cerró la puerta sigilosamente y se volvió, mirando a Harry y a Emma con una amplía sonrisa.
—Un regalo navideño por adelantado a los novios —dijo.
Fred sacó algo de debajo de la capa y lo puso en una mesa, haciendo con el brazo un ademán rimbombante. Era un pergamino grande, cuadrado, muy desgastado. No tenía nada escrito.
—¿Qué es? —preguntó Harry, sospechando que fuera una broma de los gemelos.
—Esto, chicos, es el secreto de nuestro éxito —dijo George, acariciando el pergamino.
—Nos cuesta desprendernos de él —dijo Fred—. Pero anoche llegamos a la conclusión de que ustedes lo necesitan más que nosotros.
—De todas formas, nos lo sabemos de memoria. Suyo es. A nosotros ya no nos hace falta.
—¿Y para qué necesitamos un pergamino viejo? —preguntó Harry.
—¡Un pergamino viejo! —exclamó Fred, cerrando los ojos y haciendo una mueca de dolor, como si Harry lo hubiera ofendido gravemente—. ¡Hermanita, reprende a tu novio!
Emma rió por lo dramatismo del pelirrojo.
—Explícaselos, George —dijo Fred.
—Bueno, chicos… cuando estábamos en primero… y éramos jóvenes, despreocupados e inocentes —Harry y Emma rieron. Dudaban que Fred y George hubieran sido inocentes alguna vez—. Bueno, más inocentes de lo que somos ahora… tuvimos un pequeño problema con Filch.
—¿Pequeño? —repitió Emma con incredulidad.
—Tiramos una bomba fétida en el pasillo y Filch se molesto.
—Así que nos llevó a su despacho y empezó a amenazarnos con el habitual…
—… castigo…
—… de descuartizamento…
—… y fue inevitable que viéramos en uno de sus archivadores un cajón en el que ponía «Confiscado y altamente peligroso».
—No me digan… —dijo Harry sonriendo.
—No se puede dejar nada a su vista —dijo Emma.
—Bueno, ¿qué habrían hecho ustedes? —preguntó Fred—. George se encargó de distraerlo lanzando otra bomba fétida, yo abrí a toda prisa el cajón y tomé… esto.
—No fue tan malo como parece —dijo George—. Creemos que Filch no sabía utilizarlo. Probablemente sospechaba lo que era, porque si no, no lo habría confiscado.
—¿Y saben utilizarlo?
—Sí —respondió Fred, sonriendo con complicidad—. Esta pequeña maravilla nos ha enseñado más que todos los profesores del colegio.
—Nos están tomando el pelo —dijo Harry, mirando el pergamino.
—Ah, ¿sí? ¿Les estamos tomando el pelo? —dijo George.
Sacó la varita mágica, tocó con ella el pergamino y pronunció:
—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas.
E inmediatamente, a partir del punto en que había tocado la varita de George, empezaron a aparecer una finas líneas de tinta, como filamentos de telaraña. Se unieron unas con otras, se cruzaron y se abrieron en abanico en cada una de las esquinas del pergamino. Luego empezaron a aparecer palabras en la parte superior. Palabras en caracteres grandes, verdes y floreados que proclamaban:
Los señores Lunático, Colagusano, Canuto, Cornamenta y…
proveedores de artículos para magos traviesos
estan orgullosos de presentar
EL MAPA DEL MERODEADOR
El último nombre del título, como supuso Emma, estaba borroso, como si alguien hubiera tratado de quitarlo.
—Nunca supimos de quién es el otro nombre… —dijo George al fijarse en dónde estaba la mirada de Emma.
El pergamino era un mapa que mostraba cada detalle del castillo de Hogwarts y de sus terrenos. Pero lo más extraordinario eran las pequeñas motas de tinta que se movían por él, cada una etiquetada con un nombre escrito en letra diminuta. Mientras los ojos de Emma recorrían los pasillos que conocía, se percató de una cosa: aquel mapa mostraba una serie de pasadizos en los que ella nunca había entrado. Muchos parecían conducir…
—Exactamente a Hogsmeade —dijo Fred, recorriéndolos con el dedo—. Hay siete en total. Ahora bien, Filch conoce estos cuatro. —Los señaló—. Pero nosotros estamos seguros de que nadie más conoce estos otros. Olvídense de esté de detrás del espejo de la cuarta planta. Lo hemos utilizado hasta el invierno pasado, pero ahora esta completamente bloqueado. Y en cuanto a éste, no creemos que nadie lo haya utilizado nunca, porque el sauce boxeador está plantado justo en la entrada. Pero éste de aquí lleva directamente al sótano de Honeydukes. Lo hemos atravesado montones de veces. Y la entrada está al lado mismo de esta aula, como quizás hayan notado, en la joroba de la bruja tuerta.
—Lunático, Colagusano, Canuto, Cornamenta y el desconocido —suspiró George, señalando la cabezera del mapa—. Les debemos tanto…
—Hombres nobles que trabajaron sin descanso para ayudar a una nueva generación de quebrantadores de la ley —dijo Fred solemnemente.
—Bien —añadió George—. No olviden borrarlo después de haberlo utilizado.
—De lo contrario, cualquiera podría leerlo —dijo Fred en tono de advertencia.
—No tienen más que tocarlo con la varita y decir: ¡«Travesura realizada»! y se quedará en blanco.
—Así que, jóvenes enamorados —dijo Fred, imitando a Percy admirablemente—, pórtense bien.
—No veremos en Honeydukes —les dijo George, guiñando un ojo.
Salieron del aula sonriendo con satisfacción.
Harry y Emma se quedaron en silencio un momento, mientras revisaban el pasadizo que los llevaría hasta Hogsmeade. La castaña lo pensó demasiado, estaba casi segura de que nada malo pasaría, además, no había manera de que en el pueblo hubiera dementores en aquel momento.
—¿Tú quieres ir? —le preguntó Harry a Emma. Él estaba ansioso por ir a el pueblo, pero si ella no se sentía segura de querer ir, él se quedaría con ella en el castillo.
—Por supuesto —respondió Emma con emoción.
Harry, sonriendo más que nunca, se guardó el mapa en el bolsillo, tomó la mano de su novia y, después de verificar que no había nadie cerca, se colocaron detrás de la estatua de la bruja tuerta.
Pero ¿qué tenían que hacer? Harry sacó de nuevo el mapa, y junto a Emma vieron con asombro que en él había aparecido dos motas de tinta con los rótulos «Harry Potter» y «Emma Walk».
—¿Walk? —susurró Harry.
—Es muy viejo, de seguro hay un error.
Ambos decidieron pasarlo por alto en ese momento. Esas motas se encontraban exactamente donde estaban los verdaderos Harry y Emma, hacia la mitad del corredor de la tercera planta. Los chicos miraron con atención. Sus otros yo de tinta parecían golpear a la bruja con la varita. Rápidamente, Harry extrajo su varita mágica y le dió a la estatua unos golpecitos. Nada ocurrió. Emma se fijó nuevamente en el mapa. Le quitó la varita a Harry y susurró mientras golpeaba a la estatua nuevamente:
—¡Dissendio!
Inmediatamente, la joroba de la estatua se abrió lo suficiente para que pudiera pasar por ella una persona delgada. Harry y Emma verificaron que nadie estuviera cerca y entonces entraron por la abertura. Se deslizaron por un largo trecho de lo que parecía un tobogán de piedra y aterrizaron en una tierra fría y húmeda. Harry ayudó a Emma a ponerse de pie, miraron a su alrededor. Estaba totalmente oscuro. Emma sacó su varita y murmuró ¡Lumos! Harry la imitó.
El pasadizo se doblaba y retorcía, más parecido a la madriguera de un conejo gigante que a ninguna otra cosa. Harry y Emma corriendo por él, con las varitas por delante, tropezando de vez en cuando en el suelo irregular.
Después de una hora más o menos, el camino comenzó a ascender. En ese momento Emma estaba en la espalda de Harry, ya que aunque ella se negó varias veces alegando de que Harry se cansaría más, él insistió y Emma aceptó al final.
Diez minutos después, llegaron al pie de una escalera de piedra que se pedía en las alturas. Emma se bajó de la espalda de Harry y comenzó a subir, Harry detrás de ella. Cien escalones, doscientos… perdieron la cuenta mientras subían… Luego, de improviso, la cabeza de Emma golpeó con algo duro.
—Merde —murmuró la castaña.
—¿Estás bien? —preguntó Harry, preocupado.
—Claro.
Emma, muy despacio, levantó ligeramente la trampilla y miró por la reja.
Se encontraban en un sótano lleno de cajas y cajones de madera. Salió y Harry volvió a bajar la trampilla. Se disimulaba tan bien en el suelo cubierto de polvo que era imposible que nadie se diera cuenta de que estaba allí. Harry tomó la mano de Emma, y luego andaron sigilosamente hacia la escalera de madera. Ahora oían voces, además del tañido de una campana y el chirriar de una puerta al abrirse y cerrarse.
Oyeron abrirse otra puerta mucho más cerca de ellos. Alguien se dirigía hacía allí.
—Y toma otra caja de babosas de gelatina, querido. Casi se han acabado —dijo una voz femenina.
Un par de pies bajaban por la escalera. Harry jaló a Emma y antes que nada la ocultó a ella tras un cajón grande, luego Harry se le unió, y aguardaron a que pasaran. Oyeron que el hombre movía unas cajas y las ponía contra la pared de enfrente. Tal vez no se presentara otra oportunidad…
Rápida y sigilosamente, Harry y Emma salieron del escondite y subieron por las escaleras. Llegaron a la puerta que estaba al final de la escalera, la atravesaron y se encontraron tras el mostrador de Honeydukes. Agacharon la cabeza, salieron a gatas y se volvieron a incorporar.
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