6. The Camp
EL CAMPAMENTO
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Emma se quedó en el suelo un momento y luego se puso en pie, junto a Hermione. Habían llegado a lo que, a través de la niebla, parecía un páramo. Delante de ellos había un par de magos cansados y de aspecto malhumorado. Uno de ellos sujetaba un reloj grande de oro; el otro, un grueso rollo de pergamino y una pluma de ganso. Los dos vestían como muggles, aunque con muy poco acierto: el hombre del reloj llevaba un traje de tweed con chanclos hasta los muslos; su compañero llevaba falda escocesa y poncho.
—Buenos días, Basil —saludó el señor Weasley, tomando la bota y entregándosela en mano al mago de la falda, que la echó a una caja grande de trasladores usados que tenían a su lado. Emma vio en la caja un periódico viejo, una lata vacia de cerveza y un balón de fútbol pinchado.
—Hola, Arthur —respondió Basil con voz cansina—. Estás libre hoy, ¿eh? Qué bien viven algunos… Nosotros llevamos aquí toda la noche… Será mejor que salgan de ahí: hay un grupo muy numeroso que llega a las cinco y quince del Bosque Negro. Esperen… voy a buscar dónde está… Weasley… Weasley…
Consultó la lista del pergamino.
—Está a unos cuatrocientos metro en aquella dirección. Es el primer prado al que lleguen. El que está a cargo del campamento se llama Roberts. Diggory… segundo prado… Pregunta por el señor Payne.
—Gracias, Basil —dijo el señor Weasley, y les hizo a los demás una seña para que lo siguieran.
Se encaminaron por el páramo desierto, incapaces de ver gran cosa a través de la niebla. Después de unos veinte minutos encontraron una casita de piedra junto a una verja. Al otro lado, Emma vislumbró las formas fantasmales de miles de tiendas dispuestas en la ladera de una colina, en medio de un vasto campo que se extendía hasta el horizonte, donde se divisaba el oscuro perfil de un bosque. Se despidieron de los Diggory y se encaminaron a la puerta de la casita. Había un hombre en la entrada, observando las tiendas. Nada más verlos era notorio que era un muggle, y probablemente el único por allí. Al oír sus pasos se volvió para mirarlos.
—¡Buenos días! —saludó alegremente el señor Weasley.
—Buenos días —respondió el muggle.
—¿Es usted el señor Roberts?
—Sí, lo soy. ¿Quiénes son ustedes?
—Los Weasley… Tenemos reservadas dos tiendas desde hace un par de días, según creo.
—Sí —dijo el señor Roberts, consultando una lista que tenía clavada a la puerta con tachuelas—. Tienen una parcela allí arriba, al lado del bosque. ¿Sólo una noche?
—Efectivamente —repuso el señor Weasley.
—Entonces ¿pagarán ahora? —preguntó el señor Roberts.
—¡Ah! Sí, claro… por supuesto… —Se retiró un poco de la casita y le hizo una seña a Harry para que se acercará.
—¿Cuánto tiempo dormiste? —le preguntó Hermione a Emma, mientras el señor Weasley hablaba con el señor Roberts.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque no es común que Emma Williams este ASÍ de cansada en este momento —explicó Hermione.
—¡No! —Hermione arqueó una ceja—. Bueno, no tanto como antes.
—Estas loca —dijo Hermione, negando con la cabeza—. ¿Cómo se…?
—¡Obliviate!
Las chicas volvieron la vista para encontrarse con un hombre que llevaba los pantalones bombachos. Ellas sabían perfectamente para que servía ese hechizo.
—Aquí tienen un plano del campamento —dijo plácidamente el señor Roberts al padre de Ron. Las chicas compartieron una mirada—, y el cambio.
—Muchas gracias —repuso el señor Weasley.
Un mago que llevaba los pantalones bombachos los acompañó hacia la verja de entrada del campamento. Parecía muy cansado. Tenía una barba azulada de varios días y profundas ojeras. Una vez que hubieran salido del alcance de los oídos del señor Roberts, le explicó al señor Weasley:
—Nos está dando muchos problemas. Necesita un encantamiento desmemorizante diez veces al día para tenerlo calmado. Y Ludo Bagman no es de mucha ayuda. Va de un lado para otro hablando de bludgers y quaffles en voz bien alta. La seguridad antimuggles le importa un pimiento. La verdad es que me alegraré cuando todo haya terminado. Hasta luego, Arthur.
Y sin más, se desapareció.
Caminaron con dificultad ascendiendo por la ladera cubierta de neblina, entre largas filas de tiendas. La mayoría parecían casi normales. Era evidente que sus dueños habían intentado darles un aspecto lo más muggle posible, aunque habían cometido errores al añadir chimeneas, timbres para llamar a la puerta o veletas. Pero, de vez en cuando, se veían tiendas tan obviamente mágicas. En medio del prado se levantaba una extravagante tienda de seda a rayas que parecía un palacio en miniatura, con varios pavos reales atados a la entrada. Un poco más allá pasaron junto a una tienda que tenía tres pisos y varias torretas. Y, casi a continuación, había otra con jardín adosado, un jardín con pila para los pájaros, reloj de sol y una fuente.
—Siempre es igual —comentó el señor Weasley, sonriendo—. No podemos resistirnos a la ostentación cada vez que nos juntamos. Ah, ya estamos. Miren, éste es nuestro sitio.
Habían llegado al borde mismo del bosque, en el límite del prado, donde había un espacio vacío con un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Weezly».
—Es un verdadero gusto conocerlo, joven Weezly —dijo Emma estirando su mano.
—Ja, ja, ja —dijo Ron sarcásticamente, mientras los gemelos y Ginny se partían de risa en el fondo.
—¡No podíamos tener mejor sitio! —exclamó muy contento el señor Weasley—. El estadio está justo al otro lado de ese bosque. Más cerca no podíamos estar. —Se desprendió la mochila de los hombros—. Bien —continuó con entusiasmo—, siendo tantos en tierra de muggles, la magia está absolutamente prohibida. ¡Vamos a montar estas tiendas manualmente! No debe ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así siempre… Bueno, Harry, Emma, ¿por dónde creen que deberíamos empezar?
Emma había acampado dos veces en su vida, y había sido ya hace varios años. Sin embargo, entre ella, Harry y Hermione fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y las piquetas, y, aunque el señor Weasley era más un estorbo que una ayuda, porque la emoción lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar un par de tiendas raídas de dos plazas cada una.
Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a magos. Lo que sí preocupaba a Emma era el cómo todos iban a caber un una tienda tan pequeña, pues en poco tiempo llegarían Bill, Charlie y Percy.
Claro estaba que no había tomado en cuenta que, obviamente, eran magos.
—Estaremos un poco apretados —dijo el señor Weasley—, pero cabremos. Entren a echar un vistazo.
Emma se inclinó, se metió por la abertura de la tienda y se quedó completamente impactada. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina.
Emma estaba tan impactada viendo todo, que se sorprendió mucho cuando Harry le dio un corto beso.
Emma sonrió después de reaccionar.
—¿Con qué con esas vamos, Potter? —dijo burlonamente.
—¿Qué piensas hacer Williams? —preguntó Harry, siguiéndole el juego.
—Corre.
Claro estaba que no podían correr demasiado, y al cabo de un rato ambos cayeron en uno de los sillones, juntos.
El señor Weasley los había visto, y le gustaba que, aunque fueran jóvenes, se quisieran de tal manera. Era lindo verlos. Era sorprendente ver la relación que mantenían teniendo tan sólo catorce años.
—Bueno, es para poco tiempo —explicó el señor Weasley, pasándose un pañuelo por la calva y observando las cuatro literas del dormitorio—. Me las ha prestado Perkins, un compañero de la oficina. Ya no hace camping porque tiene lumbago, el pobre.
Tomó la tetera polvorienta y la observó por dentro.
—Necesitaremos agua…
—En el plano que nos ha dado el muggle hay señalada una fuente —dijo Ron, que había entrado en la tienda detrás de Emma, y los veía a ella y Harry, que estaban recostados en el sillón—. Está al otro lado del prado.
—Bien, ¿por qué no van por agua, Harry, Emma, Hermione y tú? —el señor Weasley les entregó la tetera y un par de cazuelas—. Mientras, los demás buscaremos leña para hacer fuego.
—Pero tenemos un horno —repuso Ron—. ¿Por qué no podemos simplemente…?
—¡La seguridad antimuggles, Ron! —le recordó el señor Weasley, impaciente ante la perspectiva que tenían por delante—. Cuando los muggles de verdad acampan, hacen fuego fuera de la tienda. ¡Lo he visto!
Después de una breve visita a la tienda de las chicas, que era un poco más pequeña que la de los chicos pero sin olor a gato, Harry, Ron, Emma y Hermione cruzaron el campamento con la tetera y las cazuelas.
Con el sol que acababa de salir y la niebla que se levantaba, pudieron ver el mar de tiendas de campaña que se extendía en todas direcciones. Caminaban entre las filas de tiendas mirando con curiosidad a su alrededor. Hasta entonces Emma nunca había caído en cuenta de la cantidad de magos que había en todo el mundo. Era impresionante.
Los campistas empezaban a despertar, y las más madrugadoras eran las familias con niños pequeños. A Emma todos le parecían adorables. Un pequeñín, que no tendría dos años, estaba a gatas y muy contento a la puerta de una tienda con forma de pirámide, dándole con una varita a una babosa, que poco a poco iba adquiriendo el tamaño de una salchicha. Cuando llegaban a su altura, la madre salió de la tienda.
—¿Cuántas veces te tengo que decir, Kevin? No… toques… la varita… de papá… ¡Ay!
Acababa de pisar la babosa gigante, que reventó. El aire les llevó la reprimenda de la madre mezclada con los lloros del niño:
—¡Mamá mala!, ¡«rompido» la babosa!
—Es increíble —murmuró Hermione, con una sonrisita.
—¿Qué? —preguntó Emma—. ¿El qué la madre haya rompido la babosa?
—¡No! —exclamó Hermione—. Será increíble ver a tus hijos con Harry.
Emma se volvió bruscamente para mirarla. ¿Qué acababa de decir?
—¿Qué?
—Imagínate —dijo Hermione, entrelazando su brazo con el de su amiga—: pequeños corriendo por su casa. Uno más revoltoso que el otro, con sus rasgos a la vista. Serían tan lindos…
—Her —suspiró Emma—, tenemos catorce años. Luego pensaré en eso. Por ahora, nada de pequeños.
Las dos rieron y continuaron con su camino.
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